domingo, 19 de diciembre de 2010

74. Gil de Biedma: luces y sombras

Confieso que yo quería hacer un artículo bonito sobre Gil de Biedma en este 2010 que conmemora el décimo aniversario de su muerte. Se trataba, simplemente, de releer su poesía completa, recogida en Las personas del verbo y acercarme también al hombre, a través de la biografía que preparase Miguel Dalmau en 2004. Y tanto he tardado en decidirme, que casi se me pasa el año de la efeméride. Y es que yo quería hacer un artículo bonito sobre Gil de Biedma. Y, tras muchos meses, no he podido, o no he sabido.

Bastaba con que Gil de Biedma pasara a la historia de la literatura como un buen poeta, renovador y principal valedor de las nuevas tendencias de la poesía española en la segunda mitad del siglo XX. Pero no. Tenía que pasar como mito, como leyenda, rodeado desde siempre, en vida y tras su muerte, por esa aureola protectora que todavía persuade y, lo que es peor, convence como dogma de fe, de las supuestas indiscutibles virtudes del poeta. Con Gil de Biedma pasa como con esos otros poetas tocados por el “malditismo” literario. Aunque su obra no resulte del todo satisfactoria, se engrandece y exagera merced a una vida original, disoluta, transgresora, bohemia, provocadora. Es lo que le ocurre a Leopoldo María Panero, la lectura de cuyos poemas resulta insufrible pero que cuenta con el culto de muchos por el mero hecho de haber pasado por un sanatorio mental, situación que ha acrecentado la visión de iluminado que se tiene de él. Y es que hay poetas que son intocables. Últimamente Sánchez Dragó se ha convertido en un renegado social tras hacer públicos sus escarceos sexuales con unas menores japonesas; pero nadie le reprocha a Gil de Biedma lo propio con menores filipinos durante su estancia en aquel país con motivo de los negocios de la empresa tabacalera de su padre. Y uno de sus poemas más hermosos, el “Himno a la juventud”, está inspirado en la hija de Carlos Barral, Yvonnette, “que a los 12 años eran una nínfula no sólo capaz de poner cachondo a Nabókov, sino incluso a un cadáver”. Gil de Biedma cultivó la poesía social y, para ello, renegó de la clase a la que pertenecía, como si para él fuera un cargo de conciencia pertenecer a ella (“a vosotros pecadores/como yo, que me avergüenzo/de los palos que no me han dado,/señoritos de nacimiento/por mala conciencia escritores de poesía social”) pero nunca abandonó sus costumbres aristocráticas y despreciaba a quienes no se comportaban upper class como él mismo decía, copiando la expresión de una obra de Mitford; quizá los que no eran upper class no habían tenido la posibilidad de acceder a una educación como él, pero parece que eso se escapaba a su “conciencia” social. Hasta el gran filósofo comunista Manuel Sacristán rechazó el ingreso de Gil de Biedma en el Partido por su frivolidad elitista. Su producción poética es, además, escasa. Eso se puede perdonar en Garcilaso pero tengo mis dudas sobre la calidad de esa poesía de la experiencia que muchos sobrevaloran y que, salvo algunos ejemplos francamente felices, no es más que prosa con pinta de verso que reproduce la trivialidad sin atisbo de emoción lírica.

Pero resulta que un día en Víznar, visita junto a unos amigos un palacio abandonado; alguien suelta unos perros porque cree que han entrado ladrones y todos huyen despavoridos entre risas; ya a salvo, Gil de Biedma dice: “¿Os habéis fijado? Las hojas secas del jardín sonaban con un tono metálico bajo los zapatos”. Es el poeta puro despojado del molesto prurito. Y resulta que veo a Gil de Biedma debatiéndose entre la poesía redentora y el instinto oscuro que le enferma y le anula; y resulta que hay poemas donde late el alma verdadera de su drama. Y es entonces cuando me planteo que, tal vez, soy incapaz de no querer a mis poetas, pese a todo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

73. Me llamo Rojo

Mi primer acercamiento a la literatura turca ha sido a raíz de visitar Estambul este verano. Creo que es una buena costumbre leer obras relacionadas con la ciudad que se va a visitar, pues, en muchas ocasiones, nos ayudan a comprender mejor la idiosincrasia de cada lugar. En este sentido, Me llamo Rojo ha supuesto un buen complemento para mi viaje pues refleja perfectamente el contraste que predomina en la ciudad, esa puerta que separa Oriente de Occidente, el país que aspira a ser Europa pero que mantiene su esencia oriental y legendaria. La novela  gira en torno a la investigación del asesinato de Maese Donoso, un miniaturista que trabaja en un libro que el sultán Murad III ha encargado para impresionar al Dux de Venecia. La peculiaridad de este encargo es que los ilustradores trabajarán siguiendo el estilo de los francos, alejándose, por tanto, de los modelos tradicionales de Shiraz y Herat. Este atrevimiento supone una grave ofensa al Islam, que prohíbe la representación figurativa. Parece que el Sultán ha sucumbido a los gustos occidentales y desea ser retratado siguiendo el principio de verosimilitud. En torno a este núcleo argumental subyacen otros muchos temas que gozan de vigencia absoluta en la Estambul del siglo XXI. Por ejemplo, el fanatismo religioso representado por el predicador de Erzurum, que difunde entre la población el miedo al pecado y condena la pintura, la danza de los derviches o un acto tan baladí como tomar café. Sus sermones calan en la población y en algunos de los ilustradores que trabajan en el secreto encargo,  que ven cómo se genera en su interior un grave dilema: ¿pueden usar la perspectiva, pueden representar la realidad tal y como la ven los ojos, pueden tener un estilo propio? He aquí el reflejo de la confrontación de culturas pues, por un lado, admiran la pintura de los occidentales y sus técnicas y, por otro, tienen miedo de alejarse de sus modelos tradicionales puesto que "el retrato era el mayor pecado y con él se acabaría la pintura musulmana". Asimismo, en este lienzo de Pamuk tiene cabida también el tema amoroso encarnado en Sekure y Negro, hija y sobrino respectivamente de Tío -personaje que recibe el encargo del Sultán y coordina a los ilustradores-.
La novela se presenta, desde mi punto de vista, como una metáfora del choque de civilizaciones que vive Turquía a través de un profundo amor a la pintura, pues en sus páginas Orhan Pamuk da a conocer al lector las claves de este arte tan noble a través de bellas descripciones -en ocasiones demasiado prolijas- como la de la leyenda de Hüsrev y Sirin.
Por otra parte, nos encontramos ante una narración coral en la que en cada capítulo se da voz a un personaje distinto e, incluso, a los objetos y animales que se están retratando en el libro. Se trata de un planteamiento original que ofrece al lector una visión global de la historia y, en ocasiones, sorprendente tal y como sucede en el primer capítulo en el que se escuchan las palabras del asesinado: "Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido".
En definitiva, Me llamo Rojo es una novela de intriga y de amor pero, sobre todo, de reflexión sobre la dicotomía entre Occidente y Oriente que vive Turquía. Este compromiso reflexivo fue uno de los motivos que llevaron a Orhan Pamuk a recibir el Premio Nobel en el año 2006, puesto que "ha encontrado nuevos símbolos para reflejar el choque y la interconexión de las culturas".

domingo, 12 de diciembre de 2010

72. El informe PISA y la lectura

Esta semana he leído con gran sorpresa, y todavía mayor alarma, las reacciones que desde diferentes medios de información y sectores de la Administración pública han suscitado los resultados del informe PISA, que evalúa el rendimiento académico de nuestros estudiantes. Mi asombro procede de la relativa indolencia y, casi diría optimista satisfacción, con que se han recibido dichos resultados.
Muchos titulares se recreaban en la supuesta mejoría que los datos del informe arrojan acerca de las aptitudes de los alumnos; y esa mejoría parece bastar a muchos para persuadirse a sí mismos de que el problema de nuestras aulas no es tan grave como parece. Nadie discute que cualquier avance en materia de educación sea positivo pero, como se suele decir, los árboles debieran también dejarnos ver el bosque. De todos modos, bien mirado, todo esto no tendría que extrañarnos tanto. No es más que la actitud que hace ya mucho tiempo, demasiado tiempo, reproduce nuestra sociedad ante los grandes problemas, ese conformismo abúlico que, lejos de perseguir la excelencia, se resigna a la mediocridad y la da por buena. En nuestros centros educativos pasa lo mismo. Hoy en día, los criterios de evaluación han pasado de la exigencia a la sistemática y mezquina concesión. El alumno no llega a los mínimos exigibles de la etapa pero “es voluntarioso, no molesta, está calladito y, al menos, no da problemas”. Y se le aprueba y se le promociona y llega a la universidad (nunca la universidad había sido el cubil de tanta alimaña intelectual como hoy) y, quién sabe, hasta podrá llegar a ser el profesor que perpetúe la podredumbre.

En Cataluña, el “conseller” de Educación, Ernest Maragall, destaca, a la luz de los datos del informe PISA, que éste “es el mejor anuncio posible contra los tópicos del fracaso escolar”. No importa que en la mayoría de competencias, los estudiantes sigan por debajo de la media europea. Y, en un ejercicio de autocomplacencia, erige al Departamento de Educación como el gran adalid de las mejoras en competencia lectora, gracias a los ejercicios prescriptivos que obliga a realizar en el sexto curso de Educación Primaria. No será gracias a esos ejercicios, no. Para que ustedes se hagan una idea del nivel de las actividades de comprensión lectora a las que se refiere nuestro “conseller”, las preguntas que el alumno deber responder sobre un texto dado se encuentran explícitamente en el mismo texto; es decir, si en el texto dice que “Juanita llevaba puesto en el pelo un lazo rosa”, la pregunta a resolver es: “¿De qué color era el lazo que llevaba puesto Juanita en el pelo?”. Es como preguntar por el color del caballo blanco de Santiago. No obliga al alumno a deducir, a leer entre líneas, a relacionar, a interpretar. Esas actividades no son más que una estrategia política para, una vez corregidas, proclamar a los cuatro vientos que no hay problemas, que los alumnos son unos ases en comprensión lectora. Ese mangoneo político de la imagen pone bajo sospecha, incluso, a la propia Selectividad. Se dice que la dificultad de los exámenes de Lengua Catalana en las PAU es superior a las de Lengua Castellana y, una parte del profesorado está por reconocer que se trata de una estrategia política para acallar las voces de quienes opinan que el castellano recibe poca atención en las aulas y justificar la feroz inmersión al catalán que es hoy su política lingüística. Si los resultados de Castellano son buenos y los de Catalán no lo son tanto, la estadística es el mejor aval para prolongar el sistema. Y es que educación y nacionalismo van de la mano en Cataluña. Lo importante del informe PISA no son sus pésimos resultados, sino que colocan a Cataluña por encima de la media del resto de España. Y con eso comemos. Hace falta una pildorita de Vargas Llosa para esa “religión provinciana de corto vuelo, excluyente”.

domingo, 5 de diciembre de 2010

71. Fanny Rubio: el dintel del nombre

La palabra es patrimonio de todos. Pero es en la voz de los poetas cuando la palabra se sublima. Atrás quedan las viejas disputas sobre si la palabra poética debe sólo cumplir con su función informativa o, además, debe exigírsele la virtud de producir arrobamiento en quienes la recogen. La palabra, por más que se empeñen quienes quieren ver en ella sólo un sentido práctico, útil, adquiere siempre en poesía una dimensión que trasciende la pura denotación. Da igual que hablemos de poesía social, cuyo contenido coyuntural precisa del “aquí” y del “ahora” y parece negar los virtuosismos accesorios; da igual que hablemos de la poesía de la experiencia, tan cercana a la cotidianeidad y, por lo mismo, tan próxima a lo conversacional. Y, por supuesto, quedan ya obsoletas las antiguas dicotomías entre conceptismo y culteranismo o modernismo y noventayochismo, marbetes que sólo se sostienen todavía por una acomodaticia sistematización escolar. Todos los poetas, en mayor o menor medida, necesitan que su mensaje esté cimentado sobre la arquitectura cincelada de la palabra.

Por eso no nos extraña que, probablemente en la novela más lírica de Fanny Rubio, El dios dormido (Alfaguara, 1998), la palabra sea la piedra angular de la trama narrativa, y no sólo por el uso estético que de ella se hace, sino porque la palabra misma es la principal protagonista de la novela. Ésta narra, en boca de María Magdalena, los 3 días que siguen a la muerte de Jesús en la cruz. Y el recuerdo del Amado durante ese tiempo se sustenta en las conversaciones mantenidas con el Sanador antes del sacrificio, en esas palabras dichas al calor de la confidencia y a la luz resplandeciente de la revelación y de la esperanza. El monólogo privado de María Magdalena que descubrimos en la lectura de esta novela, se construye, de este modo, de palabras que evocan, redimen, gritan, imploran, confiesan, anuncian, proclaman y, en definitiva, se hacen vida restallante, radicalmente vida. Fanny Rubio se ha preocupado bien de hacer apología de la palabra y la ha homenajeado entregándose a una delicada orfebrería. Sin embargo, nos queda la duda de si una novela puede prolongar la intensidad del hecho lírico durante más de 300 páginas. El poema, debido a su, por lo general, corta extensión, constituye un molde perfecto para la condensación de la fuerza lírica. Estirar esa condensación en una novela puede dar dos resultados: la dispersión o el agotamiento del lector. Y, de hecho, los momentos más felices de la novela, aparte de numerosas estampas preciosas de soberbia plasticidad, se producen cuando la narración fluye sin el lastre continuado de su grave carga lírica, a cuya atracción se entrega la autora con tal apasionamiento, que incurre, creo que de manera involuntaria arrastrada por el fragor de su embeleso, en el abuso de la subordinación o en contrastes abruptos de tono. Y, cuando la escritora parece despertar de su propio éxtasis hipnótico, reacciona incluyendo palabras demasiado “actuales” que rompen repentinamente con la atmósfera léxica que hasta ese momento había funcionado como agradable narcótico. Estos reparos que aduzco no desean sino certificar que Fanny Rubio es poeta por los cuatro costados. Y este “mal de la poesía” se testimonia en su narrativa, que no puede sujetarse al cauce canónico del género sin desbordarse, sin desangrarse en versos, que pugnan por desasirse de las pautas que impone la novela.

Símbolos de su compromiso con la palabra poética son sus poemas sobre las ciudades de Sodoma y Dresde, cuya reconstrucción alegórica delega sobre la palabra el poder demiúrgico de la creación. Los asistentes a su recital en Cambrils del pasado viernes, constatamos que leer y escuchar a Fanny Rubio es reconocer en las palabras su origen desnudo, es colocarnos en ese arcano que reza uno de sus versos que es el “dintel del nombre”.

domingo, 28 de noviembre de 2010

70. El sillón "ye" de la Academia

¿Sabían ustedes que los dos únicos sillones de la Real Academia Española de la Lengua que aún siguen vacantes son los correspondientes a las letras “W” e “Y”? Ignoro la razón del desprecio a la “W”, pero el abandono del sillón “Y” está clarísimo. ¡¿Quién va a tener estómago para querer ocupar el sillón… “YE”?! Se rumorea por los pasillos del vetusto edificio de la madrileña calle Felipe IV, que se lo ofrecieron a Soledad Puértolas, última en incorporarse al comité de sabios, y que ésta, viéndole las orejas al lobo, rehusó el ofrecimiento y prefirió el sillón “g”, aunque fuera en minúscula, para sus académicas posaderas. Así pues, todo sigue igual: el sillón “ye” sigue vacante y los demás siguen bacantes.

Porque en esto de la “ye” algo dionisiaco hay de por medio. El argumento que parece aducirse es el de utilizar la nomenclatura fonética para unificar el criterio onomatopéyico que en mayor o menor medida rige a las demás letras del abecedario. O lo que es lo mismo: que el nombre de las letras se parezca al sonido que representan. El error de la Academia es, sin embargo, querer buscar sistemas coherentes en algo, el idioma, que por su naturaleza misma, es imposible atar teóricamente sin que se abran fisuras. Por ejemplo, la “y griega”, déjenme llamarla todavía así, pierde su sentido consonántico cuando se utiliza como conjunción, que es las más de las veces, invalidando así el criterio fonético. Lo que ocurre con la Academia es que, acomplejada como está por esa condición de trasnochada que se le atribuye con frecuencia, quiere ahora apuntarse el tanto de la modernidad pero escogiendo de ésta sus peores cualidades: el desprecio por la tradición humanística, representada en la eliminación de los adjetivos “griega” y “latina”; la cultura de lo cómodo, ilustrado en ese silabeo pueril sin elegancia ni solera con el que quieren que pronunciemos el nombre de la “y griega”, como hacen los niños del parvulario; y la falta de rigor y exigencia porque dice no condenar a quien use algunas de las normas previas a las modificaciones. Es decir, que podemos hacer lo que nos dé la gana. Bonita manera de fijar, limpiar y dar esplendor al idioma, como reza su lema.

Otro tanto pasa con la eliminación de la tilde de “guión”. Responde esta iniciativa al hecho de que esta palabra es monosilábica y, como tal, no debe acentuarse. Pero en la pronunciación todo hablante intuye dos “tempos” con intensidad de la voz en la segunda secuencia; de ahí el tradicional acento. Es decir, intuimos un hiato. Es el mismo fenómeno que ocurre con palabras como “tontería”, donde la última sílaba, según las reglas, forma un diptongo (-ria) pero como en la pronunciación intensificamos la letra “i”, marcamos este hecho con la tilde sobre la vocal cerrada y formamos dos sílabas. En “guión”, se desea eliminar la tilde porque las reglas dicen que los hiatos sólo se marcan acentuando la vocal cerrada, no la abierta. Sin embargo, nada dice la Academia de palabras como “huida”, sin tilde, debido a la convergencia de dos vocales cerradas, cuando el hablante vuelve a intuir que en su pronunciación se marca la intensidad de la “i” como si se tratase de un nuevo hiato. ¿Por qué no proponer un cambio en estas palabras?

Respecto a la eliminación del acento en la palabra “solo”, no entiendo la razón; precisamente una norma que evitaba ambigüedades en determinados contextos. Ahora no sabremos si cuando “hago solo el amor”, soy una persona de grandes virtudes cristianas o es que practico el onanismo. Y, en cuanto a adaptar el quorum latino al “cuórum” español, la verdad yo siempre la había escrito así, en cursiva y sin acento sin necesidad de estas estampas algo ridículas, como las de “uesebé” o “cederrón”.

Pero bueno, ya que la Academia no nos condena si usamos la ortografía antigua, para mí siempre existirá la “y griega” y la “i latina”; y creo que en esto no debo estar muy solo. Sólo espero que entre los amantes del castellano, haya quorum para evitar semejante surrealista guión.

jueves, 25 de noviembre de 2010

69. La olvidada reina Matute



Pero ya terminó el olvido. La eterna candidata al Cervantes por fin vuelve a sentir que la literatura la redime de las miserias de la vida. No lo digo yo, son sus propias palabras; y, cuando las pronuncia así, con ese desamparo conmovedor de los escritores que cifran su existencia en el mero acto de la escritura, se asemeja ella misma a uno de sus personajes.

El premio Cervantes es el colofón de cualquier escritor, porque reconoce una trayectoria, el conjunto de una vida entregada a las letras. En el caso de Ana María Matute, sin embargo, toda esa trayectoria estaba ya declarada en su primera gran obra, Pequeño teatro, escrita a los 17 años de edad, aunque publicada 12 años más tarde, en 1954. Sorprende que a edad tan temprana, la escritora fuera capaz de trazar con tanta profundidad los grandes temas que caracterizarán su producción posterior: la imposibilidad de entendimento entre los hombres; la soledad; la frustrada y desesperada búsqueda de una identidad que los explique; la inocencia y fantasía de la infancia y el desamparo del ser humano, tintado de escepticismo religioso. En este sentido, Marco, uno de los personajes de la novela, le reprocha a Anderea, dueño de un teatro de marionetas: “Creáis hombres de madera, y luego os reís de ellos. Los obligáis a amarse, y os burláis de su amor. No creéis en sus tragedias, y los sacrificáis a ellas”. A lo que Anderea responde: “¡Oh, no puedo opinar! Yo también soy un muñeco”.

Sea quien sea el que mueve los hilos de la vida, ayer los movió con acierto para Ana María Matute. Quién sabe. Tal vez, en delicioso sortilegio, los haya movido desde su retablo aquel maese Pedro cervantino.

domingo, 21 de noviembre de 2010

68. La novela histórica

La mayoría de los estudiosos coiniciden en señalar como hito inaugural de la novela histórica el título Waverley (1814), de Walter Scott. Y, aunque ello signifique que el género lleva caminadas casi dos centurias de vida, lo que parece cierto es que ha sido en las últimas décadas cuando la novela histórica ha alcanzado su mayor profusión. Ayudan al desmesurado fenómeno la gran demanda por parte del público de este tipo de novelas; el sentido mercantilista, cada vez mayor, de muchas editoriales; y, desgracidamente, un deformado criterio que impide pasar por el tamiz del buen gusto literario, una gran cantidad de obras de muy dudosa calidad.

Lo que parece claro es que el género se está sobresaturando. Cuando uno entra en cualquier librería queda abrumado ante las pilas de libros adornados con sus llamativas portadas de caballeros y manuscritos medievales, pinturas renacentistas, exóticos palacios árabes, estandartes de legiones romanas, sábanas santas, cruces cristianas que anuncian oscuros complots eclesiásticos y demás parafernalia. Porque en esto de la novela histórica, las ilustraciones actúan como fatal cebo ante el incauto lector. Especial protagonismo se están pertrechando los autores que abordan el tema de la guerra civil española. Aunque sea legítimo e incluso saludable recordar nuestra historia más reciente y, llegado el caso, denunciarla, tengo dudas acerca del oportunismo de muchos al acercarse a tan espinoso asunto. Sacar dinero del dolor ajeno, hurgando en las desgracias de las gentes que tuvieron que vivir una guerra, no me parece demasiado ético si, como he dicho, hay más de oportunismo que de implicación honesta en lo que se cuenta. Pienso en Almudena Grandes, que si bien acertó con El corazón helado, se equivoca ahora con su promocionadísima Inés y la alegría, novela maniquea donde las haya, mal construida y peor escrita (incluso con errores gramaticales).
El agotamiento del género se aprecia ya, incluso, en la publicación de obras que lo parodian, como Mercado de espejismos, de Benítez Reyes. Y, aunque el autor gaditano no va a emular a Cervantes en su castigo a las novelas de caballerías, sí es indicativo de cómo están las cosas.

Existen tres tipos de lectores de novela histórica: los que se consideran amantes de la Historia pero, ¡ay, amigo!, no desean acercarse a ella desde los “áridos” trabajos de los historiadores y prefieren ver una película o leer una novela creyendo con ello estar aprendiendo algo; los que simplemente buscan entretenimiento y el pasado les parece un buen marco para la evasión; y, finalmente, los que exigen que la novela reúna aquellos requisitos que la conviertan en una obra de arte. Los tres tipos de lectores encuentran sus correspondencias entre los escritores. A los primeros se les satisface con novelas excesivamente documentadas que, por lo mismo, encallan en lo literario y resultan ser más aburridas que los tratados históricos de los que se rehuía; eso contando con que no existan anacronismos flagrantes. Una novela debe ser siempre una novela, no un tratado histórico; al segundo tipo de lector se le ofrece una novela sin ambición estilística en la que importa lo que se cuenta sin más. Un buen ejemplo pude ser John Steinbeck y su llana versión sobre los asuntos artúricos; por último, el exigente tercer lector disfrutará de una novela donde el marco histórico esté bien construido pero sin convertirse en un fin por sí mismo; gozará de un estilo depurado, elegante y exquisito; leerá, en defnitiva, a Mujica Laínez y su Bomarzo; a Terenci Moix y su desbordado lirismo egipcio en No digas que fue un sueño; amará el idioma castellano al acercarse a los Episodios Nacionales de Galdós o se reconocerá en deuda de por vida por el placer que le produjo El hereje de Miguel Delibes. Por nombrar sólo a unos cuantos principiantes escritores de novela. Histórica. Pero, sobre todas las cosas, novela.

domingo, 31 de octubre de 2010

67. "Qué largo me lo fiáis"

Esta noche es Noche de Difuntos. Y como ya viene siendo habitual, las calles se llenarán de calabazas y siniestros disfraces para regocijo de algunos comerciantes, que ya se han preocupado durante toda la semana de inspirar con sus escaparates la moldeable mente de los adolescentes, tan atentos siempre a ese fenómeno del borreguismo en masa que les induce a balar al son del borrego mayor de la manada. Esa misma noche, hace ahora un año, se me presentó en mi casa un niño de corta edad, ataviado su menudo cuerpo con una especie de pijama que aspiraba a representar la imagen de un esqueleto y con profusión de pintura, negra en las ojeras y roja en la comisura de los labios. Muy guapo. La pequeña radiografía andante me suelta entonces la frasecita ésa del “Truco o trato” y me extiende ambas manos, unas falanges y unos metacarpianos preciosísimos, cual pedigüeño consumado. Yo, reponiéndome aún de la visión, no sé cómo reaccionar porque hasta donde alcanza mi conocimiento de la cultura popular española, pensaba que el aguinaldo se pedía en Nochebuena, no en la noche de Difuntos. Y tampoco había villancico por ningún sitio. Total, que el truco fue hacerme el despistado y el trato lo dejó claro el eco que produjo en la escalera el portazo con que despedí a mi convidado que, por desgracia, no era el de piedra, de mucha más solera. Oigan, no fui tan cruel. Contribuí con el efecto de ese sonido hueco que se perpetuaba lóbregamente por la escalera a hacer la noche más “hallowiniana” al chaval. Luego supe que las dos enigmáticas palabras del dilema que me había planteado la esfinge raquítica tienen su explicación en el folclore yanqui. Pero este año pienso contraatacar. Cuando la chiquillería inunde las calles con sus alaridos, aullidos, arrastre de cadenas y demás terribles sonidos, pienso salir a mi balcón, como si saliera de la mismísima sevillana Hostería del Laurel en carnaval, embozado en una capa, con sombrero de ala ancha y blandiendo una espada, para acallar a tanto monstruito y decirles: “¡Cuán gritan esos malditos!/ Pero, mal rayo me parta/ sin en concluyendo esta carta/no pagan caros sus gritos!”. Y si me preguntan que quién soy les responderé, esta vez en versión de Tirso de Molina: “Guárdense todos de un hombre/ que a las mujeres engaña/ y es el Burlador de España”. Porque para fantasmas, me quedo con el de Gonzalo de Ulloa, que se presentaba en casa de uno y no te preguntaba si querías truco o trato, sino que te invitaba a su sepulcro para cenar y te ponían culebras y alacranes en el plato. O el de Doña Inés, que al menos era un fantasma hermoso, a pesar de su obsesión por redimir a Don Juan para compartir sepultura con él. El mito de Don Juan es, junto al Quijote, la aportación española a la cultura mundial más reconocida. Hay un pasaje en la obra de Zorrilla, en la que el escultor que ha esculpido las estatuas de las víctimas de Don Juan, dedica a las mismas estas palabras: “¡Oh! frutos de mis desvelos,/peñas a quien yo animé/y por quienes arrostré/la intemperie de los cielos;/el que forma y ser os dio,/va ya a perderos de vista;/¡velad mi gloria de artista,/ pues viviréis más que yo!”. El autor vallisoletano estaba ya profetizando la incombustibilidad de este mito que nos empeñamos en arrumbar al cuarto de los trastos viejos, en pos de una tradición postiza y superficial. El personaje de Don Juan tiene un anclaje tan sustancial en nuestra cultura que hasta el diccionario recoge la palabra “donjuán” para referirse a los galanes conquistadores, igual que hay perros “lazarillos” que guían a los ciegos o “celestinos” que median en amores. Quiero ver a nuestro Don Juan altanero, decirles a los que ya lo entierran aquello de “qué largo me lo fiáis”; y quiero verle haciendo trizas la calabaza yanqui, porque, caramba, para calabazas ya tenemos a la Ruperta.

[En la imagen, el fantasma de Gonzalo de Ulloa presentándose en casa de Don Juan]

miércoles, 27 de octubre de 2010

66. Tres

Uno de los encantos que tiene para mí el otoño es el comienzo de la nueva temporada teatral. Los días de sol y playa ceden ya el paso a las mágicas noches de las tablas. Recientemente he asistido a la representación de Tres, una comedia escrita y dirigida por Juan Carlos Rubio. El argumento gira en torno a tres amigas de la infancia, Rocío, Carlota y Ángela, que se reencuentran tras décadas sin verse. Todas ellas han cambiado mucho desde que eran alumnas de las Redentoras, no obstante, comparten un anhelo: ser madres antes de que su reloj biológico se pare. A Rocío, la más alocada, se le ocurre una idea peregrina: ¿por qué no quedarse embarazadas las tres a la vez y cuidar juntas a sus hijos, como verdaderos hermanos?  Tras el desconcierto inicial que dicha proposición supone, a las amigas se les plantea el reto de elegir al padre. Parece que tienen al candidato perfecto, un antiguo compañero del colegio más joven que ellas que acepta a cambio de una suculenta cantidad de dinero. Sin embargo, no todo lo que les espera durante los meses de gestación es felicidad, pues las protagonistas descubrirán un secreto que desembocará en situaciones realmente hilarantes. 
Las actrices que dan vida a estas mujeres son Kiti Mánver, Nuria González y Aurora Sánchez. Las tres actúan muy bien, prueba de ello son las carcajadas que arrancaron al público; ahora bien, creo que sobre todas destaca Aurora Sánchez (conocida por su papel de Lourditas en Los Serrano) pues hace gala de una vis cómica que no deja indiferente a nadie. El padre de los futuros bebés es Octavi Pujades, quien queda algo eclipsado por la fuerza de sus compañeras.
Esta obra es un "juguete cómico, un disparate, una máquina de hacer reír", tal y como señala Juan Carlos Rubio. Y es que la función de delectare que puede tener el teatro se cumple a la perfección. Dudo mucho que hubiera alguien que se acordara de sus preocupaciones cotidianas durante la hora y media que duró la puesta en escena. No obstante, detrás de las carcajadas se plantea una  cuestión de actualidad  como es la definición de la "familia": ¿la familia se hace o se nace?, ¿hay vínculos que pueden ser más fuertes que los de la sangre? Como ya se ha indicado, estas amigas desean ser madres solteras y criar a sus retoños juntas. Crean, por tanto, una familia a medida que no se ajusta al patrón tradicional. Considero que el hecho de poder despertar una reflexión en el espectador a través de la risa es un mérito a tener muy en cuenta, y estoy segura de que es un ingrediente más que contribuye al rotundo éxito del espectáculo.

domingo, 24 de octubre de 2010

65. El "haiku" en España

En las últimas décadas se ha producido en nuestro país un reflorecimiento de la cultura japonesa, favorecido, entre otros factores, por el auge de su tecnología, por sus propuestas cinematográficas, especialmente en los géneros de terror y  de animación, o por su fuerte sentido de la espiritualidad, procedente del budismo Zen, que se ha manifestado como un asidero donde sujetar la maltrecha fe del hombre occidental en los asuntos del alma, cuajados desde hace tiempo de la fría escarcha del escepticismo. Digo lo de reflorecimiento porque el fenómeno no es nuevo y la fascinación por el mundo nipón nunca ha dejado de reverdecer sus tallos. En el siglo XVIII el mobiliario rococó adoptó multitud de motivos japoneses; el atormentado hombre del Romanticismo gustó de refugiarse en lugares alejados y exóticos; ya a principios del siglo XX, el Modernismo, que tanto debe a los románticos, heredó de éstos esa evasión geográfica y la estilizó hasta aristocratizarla, y Japón no fue una excepción; los movimientos de Vanguardia en su intento de romper con la tradición anterior encontraron nuevas formas de expresión en culturas ajenas a la nuestra, y también Japón halló su hueco. Hoy, este nuevo empuje de la cultura japonesa encuentra uno de sus exponentes más significativos en el campo de la literatura, concretamente con la recuperación del género poético del haiku. Son muchos los poetas españoles que se han lanzado con más o menos fortuna a la creación de haikus. Pienso ahora en Luis Alberto de Cuenca, por citar a uno de los autores de prestigio que más recientemente ha incluido ese género en su último libro de poemas. Sin embargo, no hay que pensar que el cultivo del kaiku  en España sea una novedad. Como casi siempre, todo está ya inventado. El profesor Pedro Aullón de Haro, en un interesante tratadito que data de 1985 titulado El jaiku en España ya nos pone en antecedentes sobre la tradición jaikista española. Y nombra a escritores tan ilustres como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Juan José Domenchina, Jorge Guillén, Lorca, Cernuda y Salvador Espriu. Y el primer libro de haikus en español corresponde al mexicano José Juan Tablada (Un día…) y data de 1919. Dicho esto, el poeta que quiera adentrarse en el cultivo del haiku debe ir con cuidado. Muchos se lanzan a dicha empresa porque está de moda y hay en esa actitud un molesto tufillo de esnobismo. La esencia de esta breve composición estriba en su capacidad sugestiva. La personalidad del autor no debe aparecer nunca en los versos; este despojamiento no es siempre sencillo en los escritores occidentales, cuya vanidad de creadores, les induce a dejar su sello personal en los poemas. El haiku trata de apresar el instante; según Basho (1643-1694), que es el mayor poeta del género, “es aquello que ocurre en este preciso momento”; es, en cierta medida, un cuadro impresionista, pero dibujado con una precisión léxica que rechaza el ornato superfluo y que, a la vez, ofrece la suficiente fuerza evocadora. Según los estudiosos, esto es fácil en japonés, que es un idioma que per se tiene esa capacidad sugestiva. Pero el transplante al español no es tan sencillo, porque nuestro idioma, en el campo de la lírica, necesita para esa meta el uso de la metáfora u otros cambios semánticos que se desvíen del lenguaje ordinario para producir el efecto poético deseado y no caer en el prosaísmo. Por eso, el haiku requiere talento y habilidad y, pese a su aparente sencillez, no todo el mundo puede llegar a su sustancia. Es un mensaje para los oportunistas que creen que están a la última o que están revolucionando la poesía (lean a Aullón de Haro), para los perezosos, que se parapetan tras esos 3 versitos para no trabajar demasiado y justificar su racanería creativa en la modernidad, y para los falsos jipis y “fumetas” que se creen “guays” porque hacen haikus y no tienen ni idea.  A ellos este haiku de Espriu: “Con eternos límites/topa el afán inútil/de la hormiga”.