domingo, 24 de junio de 2012

162. En este país

Larra
El poeta y dramaturgo de Reus, Joaquín Bartrina (1850-1880), escribió en su día unos versos donde ponía en solfa la actitud peyorativa del ciudadano español respecto a su propio país. Aquella estrofa de tono jocoso rezaba así:

“oyendo hablar a un hombre fácil es
saber donde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra será inglés,
si os habla mal de Prusia es un francés
y si habla mal de España… es español”.

El último verso lo recogió luego Sánchez Dragó para titular un libro suyo de notable éxito en el que se ocupaba también del mismo asunto.

 Ya en 1833 escribía Larra su famoso artículo “En este país”, la socorrida muletilla que el españolito de a pie utiliza “haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general”. Algo de eso hay en La España invertebrada, de Ortega y Gasset, aunque si Larra le reprocha a su don Periquito la humillante comparación con otros países, el filósofo madrileño critica allí la muletilla “hoy no hay hombres en España”, con la que los defensores del escepticismo patrio subrayaban el esplendor de antaño en contraste con la desolación presente, alegato, por otro lado, tan en las antípodas de aquellas “siete llaves al sepulcro del Cid” de Joaquín Costa, porque detractores de España hay de todos los colores.  

En 1899 decía Emilia Pardo Bazán:

“Ni el fenómeno del indiferentismo desdeñoso hacia la patria está aquí basado sólo en el regionalismo más o menos separatista; no lo creáis: aunque sea ese síntoma uno de los más aparentes de nuestro estado general de atonía, no hay que achacarle toda la culpa ni quizás el mayor tanto de ella. Por estímulos al fin menos explicables que los del particularismo de las regiones; por egoísmos de clase o de bandería; por ambiciones, intereses y codicias personales y bastardas, se ha prescindido aquí de la patria, y arrojado por la ventana su interés y su honra. Y a veces, aun sin que medien reprobables estímulos, sólo por una especie de inercia que delata el marasmo crónico, se mira aquí la suerte de la patria con frialdad, como algo que no importa, que incumbe sólo a los gobernantes; así, merced a la versatilidad de aquellos cuyas convicciones no se basan en nada reflexivo, hemos pasado de la presunta arrogancia con que nos parapetábamos tras la leyenda, al escepticismo acorchado y burlón que no tardará en renegar hasta de lo pasado desconociendo su eficacia para elaborar lo porvenir”

El deporte nacional hoy, sigue siendo el de asumir con una mezcla de desdén irónico y autocomplacencia los defectos de nuestro país, como si con ello demostrásemos ser muy inteligentes y que juzgamos certeramente las cosas. Hemos permitido que los hispanistas más reputados sean extranjeros, y junto a sus brillantes aportaciones, también hemos dejado que se asienten los criterios sesgados que nos reducen a muñecas faralaes y a toreros, contribuyendo aún más a ese descrédito. Adoptamos la frasecita de “made in Spain” o “Spain is different” con absoluto acomplejamiento. En ningún país ocurre como aquí, donde la propia palabra “España” es un problema y nos afanamos en buscar eufemismos como “Estado” para no herir sensibilidades. Según dónde, sentirse español es poco menos que ser un fascista y sólo sacamos las banderas al balcón cuando hay Eurocopa, donde, ahí sí, somos los mejores, aunque ya ni eso desde que esos comentaristas tabernarios, acodados en la barra del tugurio de Telecinco, también lo ponen en duda. No se trata de hacer patrioterismo barato. Los “naci-onanismos” (como le oí decir a Luis Español,  biógrafo, por cierto, de Julián Juderías, el difusor del concepto de “leyenda negra española”), también ha hecho mucho daño. Pero sí se trata de recordarle, no a Merkel, sino a nosotros mismos, que en este país escribió Cervantes y pintó Picasso; que en este país nació la hermosa lengua que hablan más de 500 millones de personas; que en este país de valientes abnegados  todos supimos enseñar nuestra nuca a los asesinos y acabar con ellos; que en este país, que no se merece a sus dirigentes, ya siempre se pone el sol pero sale al día siguiente; que en este país, cada día hay un español que quiere vivir. Que quiere vivir “y a vivir empieza”.

domingo, 17 de junio de 2012

161. La poesía del vino



Durante las últimas semanas hemos podido degustar en Tarragona y Reus una muestra de lo más granado de las bodegas de nuestras comarcas. Los excelentes vinos con la Denominación de Origen Tarragona hacen buenas aquellas palabras del detective Carvalho en Los mares del sur cuando afirmaba socarronamente que “los catalanes están aprendiendo a hacer vino”. Siempre que se tercia beber un buen caldo, recuerdo inmediatamente a este detective sibarita creado por Vázquez Montalbán que, al beber una copa, se recreaba en las pausas gustativas y “se sentía ratificado, como si recuperara un rincón de patria dentro de sí mismo”. Y conviene hacerle caso más que a cualquiera de las guías vinícolas al uso.

Consejos de Carvalho
1)En primer lugar, es un sacrilegio beber vino tinto frío: “Hoy ya no se puede creer en la liturgia del vino desde que algunos gourmets se han pronunciado contra el tinto chambré y defienden el tinto frío. ¿Dónde se ha visto eso? La raza degenera. Las civilizaciones se hunden el día en que empiezan a cuestionar lo incuestionable”.
2) Jamás debe beberse en copas de cristal coloreado: “Beber el vino blanco en copas verdes es una horterada incalificable. Yo no soy partidario de la pena de muerte salvo en casos de náusea, y esa costumbre de la copa verde es un caso de náusea. ¿Cómo se le puede negar al vino el derecho a ser visto? El vino debe ser visto y olido antes de pasar a ser gustado. Necesita cristal transparente, el más transparente de los cristales. La costumbre de la copa verde la inició algún maître francés cursi, se apropió de ella la aristocracia más cursi y de ahí fue bajando hasta llegar a las vitrinas a plazos y a las cristalerías de las listas de boda de la burguesía de medio pelo”.
3) El vino, siempre con alcohol. Por eso, Carvalho, cuando asiste a un local de postín donde todos los señoritos recomiendan no probar el alcohol, “mientras con una mano se palpaban las cinturas maltrechas por masajistas con odio de clase”, se pide en la barra un whisky...con alcohol (por si acaso).

Las etiquetas
Elijo a Vázquez Montalbán para este maridaje de letras y vino como podría haber elegido a otro cualquiera. La literatura y el vino dan para una ingente cantidad de dulces ebriedades. Pero para verdadera poesía, la que se puede leer en las etiquetas de las botellas. Sorprende la abundancia de sinestesias, que constituyen un auténtico goce para los sentidos. Así, un vino puede resultar aterciopelado, sedoso o redondo; nos ofrece notas de madera, retazos de ebanistería fina, de piel o de monte bajo; nos habla del paso del tiempo; es elegante, amable y expresivo, con un larguísimo final de boca; aporta un tanino rico y nervioso; es carnoso, sensual, goloso y seductor; en el limbo de la copa o en el ocaso del borde puede presentar irisaciones de teja o de rubí; nos dibuja un aroma equilibrado a base de mina de lápiz; nos trae recuerdos de hojarasca, de fondo floral o de resina; puede ser noble o por domar; de textura compleja y lágrima densa; al respirarlo pueden aparecer notas de guindas y chocolate licoroso mezcladas con un suave fondo de cuero; o evocarnos a un quiosco de golosinas; su caída en copa es silenciosa como monje de convento; se puede criar bajo rocíos periódicos.

Brindan Juan Marsé, Eduardo Mendoza y Maruja Torres en Casa Leopoldo. Reverbera el delicado chinchín  como eco de tañido en espadañas de cristal.  Beben, y al calor del rojo líquido recorriendo el gaznate, se miran y sonríen tristemente. Todos piensan en los huecos vacíos de Terenci Moix o de Vázquez Montalbán. El vino devuelve siempre a los amigos. Mientras, Carvalho y Manuel se emborrachan de eternidad en las playas de quién sabe qué mares del Sur.


Eduardo Mendoza, Maruja Torres, Vázquez Montalbán y Juan Marsé, en casa Leopoldo

Véase también: "La poesía del té"

domingo, 10 de junio de 2012

160. ʻBlancanievesʼ

Ilustración de Benjamin Lacombe
Aunque el cine y la literatura se han nutrido desde siempre de manera recíproca, conviene recordar, arriesgando en la obviedad, que se trata de dos disciplinas artísticas diferentes y, por lo tanto, regidas por códigos creativos también distintos. El purista que se afana en desgranar cada fotograma de la película para señalar concomitancias o para castigar la deslealtad del director respecto al libro del que se parte, realiza, en realidad, una tarea banal porque la película ajusta el libro a las exigencias intrínsecas de su género y se toma unas licencias que, no solamente son legítimas, sino, en muchas ocasiones, también necesarias para que la cinta no se asfixie en el corsé del libro. Si acaso, estos análisis comparativos pueden satisfacer la curiosidad, algo “cataloguista”, del lector-espectador, pero poco más. Sí que es cierto que los cineastas debieran colocar al inicio de los créditos expresiones como “inspirada en el libro tal o cual”, o “versión de la novela X”, en lugar del habitual “basado en”, que genera la consiguiente desazón del lector entusiasta del libro; aunque, a la postre, estas sutilezas semánticas, probablemente sean también un ejercicio ocioso. Otra cosa son las biografías o las películas históricas, en las que, salvo transgresión voluntaria del cineasta, justificada artísticamente, no es tolerable que se falte a la verdad.

 Si esta flexibilidad del cine respecto al libro nos parece razonable, todavía lo es más cuando lo que se versiona es un cuento como el de Blancanieves. Cuando se dice que la película parte del cuento de los hermanos Grimm, hay que recordar que éstos sólo fijaron una de las numerosas versiones que sobre el relato había dado el folclore alemán, al igual que hicieron con el resto de cuentos, recogidos en los Kinder und Hausmärchen (Cuentos de la infancia y del hogar) y publicados entre 1812 y 1815. La prueba de que son sólo versiones es, por ejemplo, que en el “original” de los hermanos Grimm ningún príncipe besa a Blancanieves para romper el hechizo de la manzana envenenada, pasaje que nuestro imaginario acepta, en cambio, como piedra angular del relato, probablemente por el cruce con La bella durmiente. Si la película que ocupa estas semanas nuestra carteleras, transforma, pues, el cuento de Blancanieves, no está haciendo otra cosa que, al margen de permitirse las libertades propias de su género, seguir el curso natural de la tradición oral, que perpetúa en esa vida en variantes que le es congénita, la herencia secular. Se pide, eso sí, que se mantengan aspectos esenciales de esa tradición, porque el lector, el telespectador o el oyente exigen identificarse con determinados pasajes irrenunciables. Por eso, en las salas de cine que proyectan estos días Blancanieves, se oye siempre un rumor entre las butacas cuando aparecen en la pantalla los enanos. Exactamente igual que pasaba en nuestro teatro áureo cuando Lope de Vega insertaba en el parlamento de uno de sus personajes, algún romance que todo el público reconocía y que, incluso, coreaba acompañando el desarrollo de la escena.

La película gana, además, en valores añadidos. La maléfica madrastra, interpretada por una inmensa Charlize Theron, escapa del maniqueísmo del cuento al presentárnosla con un pasado tormentoso que justifica su maldad; a Kristen Stewart le viene pintiparado el papel de pureza e ingenuidad de la primera parte de la película, salpicado de cierto misticismo que vincula Belleza y Naturaleza. Por lo demás, el filme sigue el patrón de las fantasías épicas al uso: el viaje, las criaturas fantásticas y el restablecimiento del orden. Quién sabe. Tal vez dentro de varios siglos, los abuelos narren el cuento con esta Blancanieves guerrera. Y no pasará nada ni habrá que rasgarse las vestiduras. Porque nunca faltará la manzana.

Cartel de la película

domingo, 3 de junio de 2012

159. ʻLuciérnagasʼ

El pasado miércoles 30 de mayo, se inició en Tarragona el V Encuentro de Escritores por la Tierra. El acto inaugural debía contar con la presencia de Manuel Vicent y Ana María Matute. Por desgracia, la escritora barcelonesa no pudo acudir al evento por hallarse hospitalizada. Deseamos que se recupere cuanto antes.
Precisamente, los alumnos de Bachillerato matriculados este año en la rama de Letras, deben leer una de las novelas de la autora, titulada Luciérnagas, sobre la guerra civil española en Barcelona. Qué importante es para los estudiantes comprobar que la Literatura no es una disciplina cogiendo polvo en los manuales o restringida a las cuatro paredes de un aula. Qué importante saber que la novela que están leyendo pertenece a una persona que vive, que visita, incluso, la ciudad de estos estudiantes y que participa en unas jornadas en defensa del planeta que comparte con ellos.

Ecología de la paz
Luciérnagas fue finalista del Premio Nadal en 1949 pero no se publicó hasta 1955 con importantes modificaciones por parte de la censura. El título original era, precisamente, En esta tierra, aunque la ecología que defiende el libro aquí es la de la paz. Finalmente, la novela se volvió a editar en 1993 con la revisión personal de la escritora.
Lo primero que llama la atención de este libro es, justamente, la intervención de la censura. Las primeras páginas son casi un alegato de la ignominia de la extrema izquierda. El padre de Soledad, patrono de una fundición, es asesinado cruelmente por sus propios obreros; el comportamiento de las milicias es atroz; las refugiadas que se esconden en casa de la protagonista son maleducadas y causan repulsión; y casi parece un alivio la entrada de las tropas de Franco en Barcelona. Si la censura hubiera dejado el libro tal cual, casi habría servido de maniqueo aval literario a los vencedores. Sin embargo, las continuas regresiones en el tiempo de las que se vale Matute, salpicadas de un profundo análisis psicológico, sirven para conocer el origen de ese resentimiento social de los personajes y la forja de su carácter posterior, hasta el punto de que el lector llega, si no a justificar sus actos aberrantes, sí a comprenderlos. Algo de esta sensación tuvieron que ver los censores. Además, la novela, poco a poco, se va apolitizando; tanto daño hacen las monstruosidades descritas como los bombardeos de la aviación rebelde y, al final, prevalece el sinsentido de la guerra por encima de cualquier ideología.

Novela llorona
En mi opinión, el libro encalla por el empacho que produce su excesivo lirismo. La  prosa de Matute, siempre preñada de esa luminosidad tan entrañable, entra esta vez en un bucle de ripios lacrimosos verdaderamente agotador. Es una novela llorona hasta la extenuación. No es sólo que no se dosifiquen estos pasajes emotivos; es que están tan al servicio del artificio literario, que parecen impostados y no emocionan. La narración, muchas veces vertebrada a través del estilo indirecto libre, anula el alma de los personajes porque no son ellos los que hablan sino la autora y, por lo tanto, no son creíbles. Es cierto que estos largos fragmentos sentimentales, dejan preciosos destellos, sobre todo aquellos vinculados a la infancia arrebatada o a la tierna indefensión de sus protagonistas, pero el abuso acaba por no calar. Siempre he dicho que una de las mejores novelas de la guerra civil es Réquiem por un campesino español, probablemente la obra más austera que he leído jamás. Y, sin embargo, con toda su desnudez retórica, nada falta y nada sobra. Y sobrecoge mucho más que toda la retahíla sollozante de Matute en esta novela. Quizás porque las guerras no tienen nada de lírico.

domingo, 27 de mayo de 2012

158. Bibliotecas domésticas

Por fin. Sacudo el polvo de mis manos, coloco los brazos en jarra, doy un gran resoplido y contemplo el resultado con esa ufana complacencia del bricomaniático (sonrisa ancha de autosuficiencia y movimientos afirmativos de cabeza ratificando lo satisfactorio de la obra concluida). Ante mí, forma en posición de firmes el batallón de volúmenes. Soy el gran capitán de mis libros. A todos he pasado revista. Conozco sus corazones, aunque todavía hay alguno díscolo que se me resiste. Pero ahora todos me miran, solícitos, desde el venerable pedestal del anaquel que he dispuesto para ellos, prestos a abandonar la trinchera para servir, palabra en ristre, en las batallas del espíritu.

Criterios cronológicos y alfabéticos
No ha sido fácil montar la estantería (uno es algo inútil en estas lides) pero aún ha sido más complicado decidir el criterio para ordenar los libros. Finalmente, he seccionado las baldas por épocas históricas y he seguido el criterio cronológico hasta el siglo XIX, mezclando los géneros literarios. Una vez llegados al siglo XX, he aplicado el criterio alfabético, separando los géneros en novela, poesía, teatro y ensayo. También he buscado acomodo a las literaturas extranjeras, distinguiendo los principales países con algún “souvenir” de mis viajes; los demás están en una especie de miscelánea internacional. Y he dejado un estante aparte para la madre literatura, la greco-latina (el casco de colección de Aquiles y una columna emeritense presidiendo el umbral del mausoleo).

El criterio alfabético me ha dado algunas satisfacciones. Recuerdo aquel día que tuve que hacer un artículo de urgencia sobre Josefina Aldecoa, que acababa de morir. Entonces releí Historia de una maestra. Una vez finalizado el artículo, devolví a su lugar el libro en cuestión y, al colocarlo, advertí que el espacio de al lado lo ocupaba Con el viento solano, de Ignacio Aldecoa. No pude evitar sentir una triste ternura al dejar a Josefina e Ignacio, juntos en la muerte y juntos en los libros. También me reconforta comprobar cómo las casualidades antroponímicas hermanan en el estante a los amigos que aprecio con los grandes nombres de la literatura; así, Ramón García Mateos se halla al lado de Federico García Lorca, y la carambola me hace sonreír porque yo sé que Ramón se siente honrado de estar ahí.

 Por colecciones
Otros prefieren ordenar sus bibliotecas siguiendo la pauta de las colecciones. Queda mucho más estético y geométricamente regular. Entonces aparece el negro ejército de arqueros de la editorial Cátedra (blanco, si no son españoles) y, en el ademán de disparar sus saetas, quizás pretendan darle caza a la cabra montés de la editorial Gredos. Ésta ha parado a beber en las fuentes de la editorial Castalia y, saciada la sed, levanta orgullosa su cornamenta al cielo ibérico, en el firmamento de cuyo espejo cree reflejarse en las viejas constelaciones de la editorial Austral. En el universo de mi biblioteca, Planeta es sólo un planeta y mi voluntad el demiurgo de todos los “Big Bangs” literarios.

 Ha caído la noche y extraigo de mi flamante biblioteca la próxima lectura. El libro velará mis sueños y durante algunos días reposará sobre la mesita de noche. La oquedad que ha dejado en la estantería, provoca que algunos libros pierdan el equilibro y se vuelquen sobre los otros. En el silencio de la madrugada, el ruido me sobresalta. Los libros siempre quieren llamar la atención. Sienten celos del elegido. Agarro la almohada y vuelvo a dormirme. En la estantería, los libros volcados reposan los unos sobre los otros como cuando en el banco de un parque donde conversan dos enamorados, ella abandona dulcemente la cabeza sobre el hombro de él. Al amanecer, me doy cuenta de que el libro de Josefina Aldecoa ha caído del lado izquierdo y descansa sobre el libro de Ignacio


martes, 22 de mayo de 2012

157. El tipo de la tumba de al lado

La literatura sueca pisa con fuerza últimamente sobre el panorama literario español. Basta comprobar cómo un sinfín de títulos de novela negra inunda las estanterías de nuestras librerías. Pero su influencia no sólo se limita al citado subgénero sino que traspasa los límites de la narrativa y llega hasta las tablas de la mano de El tipo de la tumba de al lado, adaptación teatral de la homónima novela de Katarina Mazetti. El director José María Pou nos presenta la historia de dos seres aparentemente opuestos, pertenecientes a mundos muy diferentes entre los que nace el amor. Laura es una joven bibliotecaria apasionada de la cultura que visita con frecuencia la tumba de su esposo y Pablo es un rústico y práctico granjero que diariamente cuida de la sepultura de su madre. Los dos jóvenes coinciden en el camposanto y poco a poco surge una chispa entre ellos.
Ambos ven en el otro la posibilidad de realizarse como personas pues son capaces de sentirse vivos en la soledad que les acompaña. Pese a sus diferencias, deciden luchar e intentar acoplarse, mas hay detalles que son insalvables: ¿qué hace un granjero en la ópera?, ¿qué hace una refinada señorita ordeñando vacas o preparando albóndigas?
Con apariencia de comedia, el espectáculo nos presenta una reflexión profunda: ¿es posible el amor entre dos personas tan distintas?, ¿puede una lectora de Schopenhauer llegar a interesarse por  la Guía de la cría de ganado vacuno? Los espectadores son testigos de la lucha de estos dos seres por ser felices, por intentar superar las barreras que los separan y afianzar los sentimientos que los unen. Una ardua tarea que no siempre será fácil.
Los actores que dan vida a estos personajes son Maribel Verdú y Antonio Molero. Ambos interpretan bien su papel y consiguen captar la atención del público desde el primer momento. La fuerza de la obra recae en la palabra; no hay cambios de decorado y cuando los hay son los mínimos para la correcta interpretación de las transiciones de escena. Son los intérpretes con su palabra los que van guiando al público por los diferentes escenarios en los que transcurre la acción. La obra presenta una estructura circular anclada en el presente de los personajes que se remontan al pasado para mostrar al público los hechos acaecidos que les han llevado a la situación actual.
En definitiva, El tipo de la tumba de al lado es una buena opción para pasar un rato ameno en la que no faltan los toques de humor junto con alguna dosis de reflexión sobre las diferencias sociales. ¿Son insalvables para Laura y Pablo o el amor es una fuerza más poderosa que cualquier barrera social? Vean y decidan, el final está abierto a cualquier interpretación.

domingo, 20 de mayo de 2012

156. ʻEl árbol de la cienciaʼ, hoy.

Los estudiantes que este año se presenten a la Selectividad catalana deberán haber preparado durante el curso la lectura de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.
Los criterios utilizados por el comité de sabios correspondiente a la hora de decidir las lecturas prescriptivas del Bachillerato, siempre han constituido para mí un enigma de difícil interpretación. Pero como hace ya tiempo que dejé de creer en la asepsia de la Administración, imagino que habrá de por medio alguna motivación de esas que en la vacua palabrería pedagógica (o peor aún, psicopedagógica) llamarían “transversal”. O tal vez sea una cuestión de efemérides.

Veneno abúlico
Sea como fuere, siempre que se acuda a un clásico como Pío Baroja, no podrá parecerme mal. Pero la revisión de la novela del escritor vasco puesta ante los ojos de unos estudiantes de 17 años y a la luz de nuestra dramática situación social, nos obliga, al menos como profesores, a plantearnos la conveniencia de inyectar sobre el alumno el veneno abúlico noventayochista. Que nadie malinterprete mis palabras. No estoy proponiendo cribar nuestra historia literaria en función de aquellas obras que hacen felices a los alumnos, como defenderían esos imbéciles circenses del “greenpeace educativo”. De entre las más gratas lecturas que he hecho en mi vida están las de los autores de la Generación del 98 y decir lo contrario es anatema. A esa pléyade extraordinaria de escritores insuperables hay que conocerla y admirarla. Pero ni Andrés Hurtado en el Árbol de la ciencia ni, por ejemplo, Antonio Azorín en La voluntad (título, por otro lado, tan significativo), me parecen personajes ejemplares en el actual contexto de crisis económica y social. El análisis de su profunda vida interior despierta nuestra solidaridad y empatía; entendemos sus frustraciones, comprendemos su condición de víctimas de un país inmovilista que los fagocita en el abismo de la inacción. Andrés Hurtado encuentra su estado ideal de existencia en la ataraxia, una suerte de serenidad artificial que le aleja de todo y de todos y que no es más que una aceptación camuflada de su astenia, de su abulia, de su apatía, de su falta de iniciativa para cambiar la realidad. Y, como no podría ser de otra manera, acaba fracasando. No necesitamos estos modelos.

El 15-M
La mejor versión del Movimiento 15-M (no, por tanto, la de los vagos perrifláuticos colocados de marihuana, ni la de los vándalos, ni la de los ignorantes que enarbolan emblemas que ni ellos mismos entienden) tiene mucho del regeneracionismo que defendía el 98, con la ventaja de que la preocupación por la mejora del país ya no se reduce a un grupo de intelectuales sino a muchas de las capas de nuestra sociedad. Iturrioz, el tío de Andrés Hurtado, en un momento de sus apasionantes diálogos filosóficos, defiende que la Naturaleza “no se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria”. Y, tras el desastre de Cuba, Andrés se sorprende de que la gente siga yendo indiferente a los toros y al teatro. Hoy las personas no asumen ya, por defecto, su condición de víctimas determinadas de antemano, y hay un interés por la gestión de nuestros gobernantes. La Generación del 98 con toda su extraordinaria calidad literaria pecó siempre de quejarse de todo en el marco de un pesimismo demoledor. Pero nunca tuvo un programa real, como sí lo tuvieron, por ejemplo, los ilustrados del siglo XVIII (aunque creo que literariamente no tienen comparación). El profesor que explica a Baroja y a Schopenhauer y observa la mirada perdida de sus alumnos en quién sabe qué rincón de su pensamiento, necesita dar una esperanza a estas generaciones, que son las que tienen que sacarnos del atolladero. Y descanse en paz, Andrés Hurtado.

domingo, 13 de mayo de 2012

155. Romancero de mayo

“Por fin trajo el verde mayo/correhuelas y albahacas/a la entrada de la aldea/y al umbral de las ventanas”. Así empezaba Quintín su romancillo de mayo en El labrador de más aire, de Miguel Hernández. Y es que al Romancero y a la poesía popular en general, les gusta mayo. Quizás porque el verso corto y ligero del octosílabo palpita como el corazoncillo de la calandria o porque en su molde encuentran acomodo el brote de las flores y el nacimiento del amor.

“Era por el mes de mayo,/que los calores hacía”, cuando el príncipe Paris descansaba en medio de una arboleda. Y allí durmiendo le vino un sueño en que se le presentaron tres hermosas damas que litigaban por ver quién era la más bella. Decidieron que fuera el príncipe quien juzgara tal porfía prometiéndole cada una un don a cambio de su juicio favorable. La una le prometió ventura en armas; la segunda riquezas; la tercera le prometió la más linda doncella que en el mundo hubiera. Paris decidióse por esta última. Ignoraba que las tres damas eran las diosas Atenea, Hera y Venus. Y que la mujer que le prometiera Venus era Helena. Sin saberlo todavía, acababa de dar inicio a la guerra de Troya.

 “El Padre Santo de Roma/tiene una hija bastarda”, a quien encierra en una sala. “Y con las calores de mayo/manda abrir una ventana”. Abajo tres segadores siegan paja y cebada. Al verlos, la hija del Papa les dice: “Dios os guarde, segadores,/¿queréis segarme un haza?”. Cuando éstos le preguntan por el haza, la dama responde que la tiene “entre cerro y cerro/en una honda cañada/que las espigas eran negras y la tierra colorada”. El Papa siente ruido de cama. Es que los segadores han entrado para segar su haza.

Y es en el mes de mayo cuando Gerineldo, secretario del rey Carlomagno, mientras da de beber a su caballo, entona un cantar que, escuchado por la infanta, provoca su enamoramiento. Esa misma noche ambos yacen juntos. A la mañana siguiente los amantes se despiertan hallando la espada del rey en mitad del lecho.

Guarinos, héroe de Roncesvalles apresado por el rey moro Marlotes, sufre tortura al negarse a convertirse al Islam. El rey escoge los días más señalados de las fiestas cristianas, como la Pascua de Mayo.

Es en mayo cuando Belardo venga a su primo Valdovinos, al hallarlo moribundo al pie de una fuente fría a causa de las heridas sufridas por un moro jactancioso.

Alfonso XII le llama “flor de mayo” a su Mercedes y otro Alfonso, el Sabio, perdió “todo el reino de Castilla/hasta allá al Guadalquivir” durante el mes de mayo en que se subleva su hijo don Sancho, el Bravo.

“En mil novecientos veinte/, día dieciséis de mayo/fue herido por un toro/ el más joven de los Gallos”. En el romance, el torero le pide a Manolete que sea él quien traslade su cadáver a Sevilla.

Otro romance hace ejecutar el 2 de mayo (posible cruce con el levantamiento antifrancés) a Juan de Oliva Mancusí, el anarquista de Tarragona que intentó asesinar al rey Alfonso XII.

En mayo, “cuando canta la calandria/y responde el ruiseñor”, el anónimo prisionero más famoso del Romancero lleva la cuenta de los días en su celda gracias a una “avecilla que [le] cantaba al albor”. Un día se la mata un ballestero: “déle Dios mal galardón”.

Y es que ya lo decía Rosalía de Castro: “Maio longo, maio longo/todo cuberto de rosas/para algús telas de morte;/para outros telas de vodas”.

Pero, en cualquier caso, “ya ha venido mayo/bienvenido sea,/que con su venida/las flores se alegran/porque los galanes/cumplan con doncellas”. Que campee, pues, mayo amoroso, que “el amor ronda majadas, ronda establos y pastores, ronda puertas, ronda camas, ronda mozas en el baile/ y en aire… ¡ronda faldas!

 A Carmen Silva que ya lleva a mayo en su vientre.

domingo, 29 de abril de 2012

154. Sigüenza literaria

El Doncel de Sigüenza

Es la hora vespertina de un gélido día de marzo. Por las naves de la imponente Catedral de Sigüenza, apenas se ven  algunas sombras silenciosas. Todo está en calma, como si el frío congelara los pulsos del tiempo y de la vida. Avanzo hasta la capilla de San Juan y Santa Catalina y hallo cerrada la reja plateresca de su entrada. Asido a los barrotes, trato de acomodar la vista a la oscuridad del interior. Pronto barrunto la silueta del Doncel. Desde la esquina de la puerta, sólo veo al pajecillo que le llora a sus pies y el libro que sujeta en sus manos. No puedo verle el rostro. Sin que el Doncel lo note, espío, conteniendo el aliento, su eterna lectura de sueños de alabastro, y velo con él, a solas, el mágico ritual que vincula al hombre con el libro.

No era la hora de los mirones sin alma. Al día siguiente, cuando el clavero abre las rejas, inunda la capilla el “siniestro carnaval turístico” que mancilla la serenidad de la mirada del Doncel con el objetivo de sus cámaras, echándole el aliento a dos dedos de su rostro; posan ufanas “las parejas de camisa floral” sin conocer siquiera la triste historia de Martín Vázquez de Arce. Cuando los turistas salen, quedo a solas con él. Esta vez puedo mirar su rostro, apenas 10 segundos porque el clavero tiene que cerrar ya. Y, delante de sus ojos, pienso que no cambio por el de hoy, el instante de ayer tarde, cuando escondido tras las rejas, compartí el reposo de su lectura, sin poder ver su rostro que, sin embargo, se me representó tan diáfano.

En la misma capilla, nadie repara en la humilde lápida que hay en el suelo, a escasos centímetros del sepulcro del Doncel. Los turistas la pisotean indiferentes. Bajo la losa descansa Lucia Palladi, el amor no correspondido de Juan Valera. De “La Muerta”, como la llamaba en sus cartas el autor de Pepita Jiménez debido a su extrema palidez, ha quedado más digno epitafio en el soneto y la silva que Valera le dedicara. Tal vez el Doncel, señor de todos los libros, triunfador del tiempo, le lea en susurros durante las noches en que queda desierta la catedral, los versos del amante que desdeñó y éstos le recuerden la obstinación de su voluntaria desdicha: “que más infeliz eres / con tu sosiego fúnebre y odioso / que yo en la agitación de mi deseo”.

Salgo de la Catedral y busco por las esquinas de Sigüenza los carteles que Sancho Panza ha colgado por mandato de su señor Don Quijote para retarse en duelo con “aquellos que no confesaren que la gran Zenobia, reina de las amazonas, […] es la más alta y fermosa fembra que en la redondez del universo se halla”. Al no hallar más que el engrudo de zapatero que los sujetaba, me dirijo a la Plaza de la Cárcel, en la Travesaña Alta. Quiero pagar la fianza del pobre Sancho, preso en la cárcel por las locuras de su amo. Alguien me dice que ya el alguacil le ha liberado por mandato del Corregidor, así que busco a la pareja en el Mesón del Sol, donde se aloja nuestro caballero, quizás en la Calle Mayor, cerca de la Puerta del Sol. No hallando tampoco la posada, me cuenta Pedro Pérez, el cura amigo de Don Quijote, licenciado en la Universidad de Sigüenza, que mis pesquisas son inútiles porque voy tras la huella del Quijote apócrifo de un tal Avellaneda. Sé de quién me habla porque soy de Tarragona y en otros de mis viajes en el tiempo he visto cómo salía el Caballero Desenamorado de las puertas de la Casa de Nazaret, junto a la Plaza del Rey. Me siento peregrino clandestino, embozado como sectario de un anatema. Y agacho la cabeza ante el buen cura para que no me delante ante don Miguel de Cervantes.

Entre tanto, un ciego vende pliegos de cordel mientras entona amargamente un romance de la joven reina francesa doña Blanca, repudiada por Pedro el Cruel, y apartada en el castillo de Sigüenza: “Castilla, ¿di qué te hice?/no te hice traición/las coronas que me diste/de sangre y suspiros son”. Desde las almenas de su triste prisión, doña Blanca pierde la vista en lontananza. Lejos, por el camino de Atienza, “una peña muy fuerte”, las hijas del Cid acompañan a los infantes de Carrión. Llueve en Sigüenza. Y es llanto premonitorio de los cielos de Medina Sidonia y de Corpes.

ÁLBUM DEL VIAJE
Lateral de la Catedral de Sigüenza, en cuyo interior están el sepulcro del Doncel y la lápida de Lucía Palladi.

Con el Doncel


Casa del Doncel

Lápida de Lucía Palladi, el amor frustrado de Juan Valera

Plaza de la Cárcel. Al fondo, el antiguo Ayuntamiento y la cárcel donde estuvo preso el Sancho apócrifo

Según la guía de la oficina de turismo de Sigüenza, este es el Mesón del Sol donde se hospedaba Don Quijote (el de Avellaneda). Sin embargo, leyendo el capítulo XXIV donde se da cuenta de esta estancia, parece improbable que la cárcel donde está preso Sancho y el Mesón pudieran estar tan cerca, aparte de otros detalles. Como hipótesis, creemos que el Mesón del Sol debió de estar cerca de la Puerta del Sol, una de las puertas de la muralla. Quizás el nombre del Mesón sea un recuerdo de la ubicación próxima a esa puerta.

La puerta del Sol, en un callejón adyacente a la Calle Mayor. Cerca debió de existir el Mesón del Sol donde se aloja don Quijote (el apócrifo)

Calle Mayor, con la catedral de fondo.

Antigua Universidad de Sigüenza, donde estudió el cura del Quijote de Cervantes.

Castillo de noche

Detalle del castillo

Una de las alas del castillo

Patio de Armas del Castillo. La torre del fondo se asocia al presidio de la reina doña Blanca, que no fue tal presidio, sólo un apartamiento.

Interior del castillo desde una de sus habitaciones

Balcón del castillo
Castillo de Atienza, la "peña fuerte", del Cantar de Mio Cid. Las hijas del Cid dejan a la izquierda esta plaza de camino a Carrión, junto a los condes (v.2691)
Plaza Mayor
Panorámica desde la carretera (con peligro de nuestras vidas) de Sigüenza, con el castillo a la derecha y la catedral a la izquierda.

Tras las huellas de Don Quijote (también en el vino)

domingo, 22 de abril de 2012

153. S@nt Jordi.com

Estos días he recibido un correo electrónico, de esos que en la jerga informática denominan “spam” y que tienen la habilidad de sortear a los centinelas encargados de la salvaguarda de la “bandeja de entrada”, reliquia sagrada de nuestra privacidad. Normalmente, elimino estos correos porque suelen esconder en sus entrañas, cual caballo de Troya, algún moderno argivo en forma de virus (aunque el mayor virus, sin duda, es el amiguete que nos los envía, en cuyo caso el correo ya no es “spam”, el “spam” es sencillamente tu amigo, metáfora virtual, ésta de los “amigos spam”, perfectamente aplicable a la vida real). Sin embargo, esta vez no he podido sustraerme a la tentación de abrirlo, tras leer el asunto que lo encabezaba: “Aerosoles con olor a libro para libros electrónicos”. Al margen de consideraciones estilísticas (la repetición de la palabra “libro” chirría más que los antiguos módems), se trata, efectivamente, de unos botes que contienen diferentes fragancias evocadoras de los olores del libro, desde el rancio de la hoja vieja, hasta el dulzón de los libros nuevos, pasando por todas las gamas biblioaromáticas. Convenientemente pulverizados sobre la pantalla del libro electrónico, nos devuelven las sensaciones del antiguo contacto con el papel.
Aunque supe luego que el tal anuncio era un bulo, a mí me ha parecido un bulo sintomático. Todo el mundo sabe que muchos libros electrónicos imitan el sonido de las páginas al pasar. Y mañana, los libros de papel salen a manifestarse a las calles contra la amenaza de los recortes del tirano electrónico que embauca con su retórica iconográfica y con la ilusión de hacernos creer que en el leve movimiento de un dedo se cifra nuestro poder sobre el mundo.

Ramblas virtuales
¿Se imaginan ustedes un Sant Jordi sin libros de papel? Estos compradores del futuro se convertirían en paseantes de Ramblas virtuales sin salir de su casa y tal vez enviarían rosas holográficas. O quizás, sensibles a la tradición, las librerías instalarían en las calles casetas de descargas, donde el consumidor entraría para revolver los títulos sobre una pantalla, a lo Tom Cruise en “Minority Report”, hasta encontrar el libro deseado para descargarlo después sobre su receptor. Los escritores no firmarían libros con dedicatorias, sino que el comprador introduciría él mismo, a través de un teclado, la frase que querría que le dedicara el autor y, acto seguido, se le enviaría al libro electrónico una grabación que imitaría la voz del escritor, al estilo de las teleoperadoras automáticas de telefonía móvil, que sonaría cada vez que se encendiera el aparato. A Sant Jordi se le representaría como a un ciborg con espada láser y el dragón escupiría metralla de bits en lugar de fuego.
Así que aprovechen mañana esta tradición obsoleta, dense un baño de luz bajo el astro retrógrado, paseen por las Ramblas abriéndose paso a codazos entre la molesta multitud  para alcanzar el puesto de libros deseado, manoséenlos, huélanlos sin aerosoles y estornuden el polvo del libro viejo, regalen rosas de verdad, aunque seguramente tengan marchito (limitaciones de la pobre e insignificante Naturaleza) alguno de sus pétalos. Encuéntrense con amigos y conocidos y comenten las novedades entre el fastidioso murmullo del gentío. Total, son cuatro días lo que le quedan a estas incomodidades del Día del Libro. Pero, sobre todo, mañana hagan una buena compra; porque en la era del papel, como en la era de la pantalla, en esto de la Literatura también hay y habrá siempre autores y libros “spam”.

Mis otros artículos sobre el Día del Libro