domingo, 28 de julio de 2013

217. De los álamos el viento



 
La editorial Kalandraka nos regala uno de esos libros que han sido concebidos para el deleite sencillo de los minutos, para la confortación sosegada del espíritu en compañía de la palabra amiga y reconocible, para el reencuentro siempre igual pero siempre distinto con el verso de antaño, como el abrazo de un viejo amigo al que hace tiempo que no vemos.

De los álamos el viento recoge 21 poemas de Ramón García Mateos acompañados de las ilustraciones de Fernando Vicente. Todas las composiciones comparten el tono popular y tradicional que tan caros le han sido desde siempre al poeta salmantino. Poesía errante, hija del pueblo, que surge de no se sabe dónde, ni importa tampoco, pero que se enseñorea con renovada lozanía en los labios de quien quiera hacerla suya; poesía manoseada por el ingenio alfarero del tiempo para modelarla distinta pero con la misma arcilla; poesía que brinca en la fiesta, que adormece al niño, que recuerda lances perdidos en la memoria, que renace en los juegos infantiles, que se mezcla en los mercados, que pellizca de nostalgia, que requiebra de amores con la noble rusticidad del sentimiento sin adorno. Es la poesía, en definitiva, del penúltimo poema del libro, “¿En dónde la has aprendido?”,  poesía donde “el verso / y la canción / se desenredan / y escapan / de las manos / hacia el cielo. / Ya son coplas / tonadas / desprendidas / del pueblo / y la verdad / y el corazón”. Y así, desfilan por el libro la canción de cuna, el romance, las coplillas. El poeta recrea con soltura y gracia (la gracia inconfundible de quien también ha aprendido y cantado la herencia de sus abuelos) esta poesía de tierra labrantía, recuperando incluso, cuando hace falta, la morfología arcaizante de los vocablos, como cuando se le devuelve el género femenino a la palabra “puente”, o bien tirando del apócope castizo o adornando la plazuela de la fiesta del poema con las guirnaldas de los estribillos. Abundan también los campos semánticos de la flora castellana, con sus nombres sonoros y suaves, que enseguida nos evocan el inconfundible universo de aromas y colores rurales de nuestro poeta. Algunos de los poemas contenidos aquí se han recuperado, sobre todo, del libro Lo traigo andando, publicado en el año 2000 y cuyo título, un verso de unas sevillanas del siglo XVIII, daba buena cuenta entonces de la veta popularizante de aquella obra, como lo hace también ahora.

Los poemas de De los álamos el viento no son, como he leído en algún sitio, poesía para niños. No puedo estar de acuerdo. Es verdad que el complemento inestimable de las ilustraciones (que son auténticas glosas pictóricas de los poemas, evocadoras y sugestivas), y ciertas características de la poesía popular, como algunos de sus temas o el ritmo ágil del metro corto, pueden acercar los poemas a un público infantil. Pero es conveniente no confundir la simplicidad intrínseca de la poesía tradicional, que en su fresca sencillez halla precisamente su mayor encanto, con la poesía infantil, aunque ésta se nutra muchas veces de aquélla y viceversa. En el poema “Corre que te pilla”, la imagen de la carretilla, empujada en los juegos infantiles pero pronto carretilla del carbonero, del repartidor, del albañil o del basurero, es una reformulación amarga del carpe diem. Por eso se le insta al niño a que corra “ahora” con la carretilla. Igualmente desazonadora es la estampa de “Ausencia”, sobre la soledad de los viejos pueblos deshabitados, donde “nadie queda ya / entre los adobes”. Precioso es el guiño a las Soledades de Góngora en “En campo de zafiros”; y la hondura casi metafísica de “Si la nieve resbala”  pide un metro elegíaco. O quizás sea yo quien está equivocado y la poesía sea siempre juguete y caramelo para el niño y certeza de acíbar para el hombre.

sábado, 20 de julio de 2013

216. Miquiño mío





Ya hablamos en su día, a propósito de la publicación de los poemas inéditos de Pedro Salinas, del dilema moral que se plantea a la hora de sacar a la luz aquellas obras que, por una u otra razón, el autor no quiso publicar en vida. Si en aquella ocasión, logramos esgrimir argumentos en uno y otro sentido hasta llegar a una suerte de conclusión conciliadora, parece más difícil, a priori, legitimar ahora la publicación de una correspondencia privada que, para mayor escrúpulo, sus protagonistas trataron de ocultar con esforzado celo. No en vano, para este Miquiño mío, que recoge las cartas amorosas de Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós, los investigadores encargados de la edición afirman en el prólogo haber sentido una especie de incómoda profanación. No obstante, dicho prólogo, a cargo de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, está escrito con un grado tal de delicadeza, de respeto y de profunda admiración hacia ambos escritores, que la sombra de la morbosa complacencia en las intimidades ajenas, queda totalmente disipada.
Las 92 cartas de Pardo Bazán (de las de Galdós sólo se conserva una) tienen un interés que va más allá de la dimensión “rosa” que quiere atribuírseles. Gracias a ellas, conocemos de manera mucho más sincera las ideas literarias de la escritora gallega que, de otra forma, tamizadas por el academicismo de lo público, no habrían alcanzado la cómoda y doméstica transparencia que otorga la privacidad. Así, las lecturas de las novelas de Galdós que el escritor canario le envía puntualmente y las opiniones que a ella le suscitan, dan cuenta del ideario estético de Pardo Bazán, como cuando a propósito de El doctor Centeno, la escritora reivindica, contra el gusto popular, la literatura reposada, sin necesidad de los lances argumentales que el público demanda; o cuando rechaza las digresiones prescindibles como aquella monografía del mantón de Manila que aparece en Fortunata y Jacinta, tan enojosa, ciertamente, para los que hemos leído la excelente obra de Galdós. Las cartas son también testimonio del espíritu polemista de la escritora, sobre todo en relación a sus artículos feministas, y también de los rencores y envidias del mundillo literario como su animadversión hacia Clarín o hacia Palacio Valdés (“intrigas de Palacio”, dice irónicamente la autora de Los pazos de Ulloa). También se alude a la candidatura frustrada de Galdós a la Academia y a otros asuntos y proyectos literarios que tienen el encanto de hacernos asistir a la gestación de sus novelas o a problemas de índole más práctica como las dificultades editoriales.
Respecto al affaire amoroso, las cartas son sencillamente una delicia. La personalidad arrolladora, inteligente y vitalista de Pardo Bazán enseguida nos cautiva. Son divertidísimas las alusiones a su corpulencia, en contraste con el físico enclenque de Galdós, como cuando dice que en la siguiente cita lo aplastará y le morderá los carrillos. También es curioso el sistema epistolar donde alternan las cartas privadas y las cartas “oficiales” y públicas para guardar las apariencias y evitar las hablillas; los  encuentros furtivos en espacios de Madrid que nombran en clave o los supuestamente encontradizos, organizados por ella con obsesiva meticulosidad;  la infidelidad de Pardo Bazán en Barcelona que tanto daño hizo a Galdós y el efusivo arrepentimiento de ella; los apelativos cariñosos, casi maternales, como “miquiño del alma” o “ratoncito”; entre líneas, el  pálpito vivísimo de aquel Madrid de calesas o del París de la Exposición; y, finalmente, el triste languidecer de la relación, tan implícito en el tono ya tibio de las últimas cartas, tras la inexplicable prolongación de la estadía de Galdós en Santander. Vidas que fueron y que siguen siendo asidas a una caligrafía sobre un papel.


sábado, 13 de julio de 2013

215. El insomne alfa





En la habitación del insomne “alfa” una luz tras la persiana medio abierta cuartea la compacta oscuridad del bloque de edificios. Siempre es la misma ventana, cada noche. Desde la atalaya de mi alféizar otros pisos de otros insomnes reclaman también mi atención aunque no del mismo modo. Son insomnes previsibles: un bulto apoltronado en un sillón empina la misma botella de todas las noches mientras las ráfagas intermitentes de un televisor que ni siquiera mira, iluminan su silueta panzuda y descamisada; en el otro edificio una mujer aparentemente joven se acerca a su teléfono, y como cada noche, posa su mano sobre el auricular en ademán de descolgar, titubea, descuelga, marca unos números que alguna vez completa y cuelga rápidamente antes de desmoronarse sobre el aparato; mientras, el vecino de la esquina, una noche más, inclina su cabeza repetidas veces sobre un espejo que ha colocado sobre la mesa; al rato, tumbado, se le ve mover los brazos rítmicamente y, tras un espasmo que le deja rígido durante unos segundos,  eyacula su soledad sobre la moqueta y se duerme. A esa hora, el insomne a quien están a punto de desahuciar merodea su balcón mientras apura el enésimo cigarrillo; luego, como todas las noches, lanza la colilla a la calle y se queda muy quieto observando su caída fijamente, con atención obsesiva, hasta que la colilla toca el asfalto.
Pero el insomne “alfa” es diferente. Nunca le he visto el rostro. Lo que le convierte en un insomne peculiar es que, cada minuto y medio, aproximadamente, y durante gran parte de la madrugada, salen arrojadas desde su ventana unas bolas de papel arrugadas. Por la mañana, la acera amanece cubierta de estas bolas de papel que el barrendero de mi barrio, ya algo picado con la situación, se afana en recoger en su capazo con la demás basura, no sin antes echar una mirada rencorosa a los balcones de arriba. Vencido por la curiosidad, una noche decidí acercarme a la acera del insomne “alfa” cuando éste ya había apagado la luz de su habitación y antes de que llegase el barrendero. Llevé conmigo una bolsa mediana para hacer acopio de los deshechos y poder examinarlos con calma en mi casa. Al regresar y restaurar los papeles a su estado original, descubrí que las bolas pertenecían a las páginas de un libro. Todas eran del mismo libro porque pude ordenarlas según los números de página y el relato, efectivamente, tenía sentido.
A los dos días de esto, hallaron  al insomne de los cigarros, descoyuntado sobre la acera. Entre los curiosos que se acercaron a observar el levantamiento del cadáver, estaban mis otros vecinos insomnes: el hombre grueso apestando a vino; la mujer del teléfono, con los ojos hinchados; el vecino de la esquina con la mirada turbia; y un chico joven muy delgado, sin cabello, sentado en una silla de ruedas, que sujetaba en el regazo un libro de Dostoyevski excesivamente menguado para ser de Dostoyevski. Imaginé su biblioteca repleta de libros alineados en los anaqueles únicamente con sus cubiertas. Y pensé que todos mis vecinos insomnes son algo parecido a eso: sólo las portadas de un libro que jamás quisieron escribir y cuyo contenido arrojarían de buena gana por la ventana, como hace el insomne  “alfa” cada noche.
Esta noche mis insomnes han cambiado sus hábitos. Las luces tras sus ventanas siguen encendidas pero hoy han querido darse la oportunidad de asirse a otras vidas. No hay televisor, ni teléfono, ni espejos de azogues blancos. Todos esta noche leen. En mi mesita también espera un libro. Acomodado en el cobijo muelle de mi almohada, las hojas del libro crepitan bajo mis dedos cuando las vuelvo. Entre el silencio sofocante de esta noche de verano, los grillos cesan su canto cada minuto y medio, coincidiendo con el sonido leve de unas bolas de papel arrugadas al caer. Yo sonrío con melancolía. Y se me antoja que en ese sonido, como de nieve antigua que cae, resiste el pálpito de la vida sus miserias agarrado al sagrado acto de quien sostiene entre sus manos un libro amigo.

domingo, 7 de julio de 2013

214. Escribir un libro


 
 
De todos es conocido aquel dicho que nos recuerda las tres cosas que debemos hacer antes de morir: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La sentencia, atribuida por algunos al poeta cubano José Martí, entronca en realidad con la tradición islámica y, aunque trivializada como simple aforismo, su significado es de más hondo calado. Plantar un árbol está relacionado con la caridad: se planta un árbol para que su sombra pueda guarecer a otros y para que su fruto sirva de provecho a los demás; los hijos cuidan de nosotros en la vejez y nos perpetúan; finalmente, el libro es nuestra contribución al conocimiento. A priori, los dos primeros objetivos son los más asequibles. Escribir un libro, en cambio, debería de antojarse algo más complicado. Pero no parece ser así.
 
Y es que hoy todo dios escribe libros, desde el literato más exquisito hasta el famosillo de medio pelo que firma “libros” en las ferias y centros comerciales. A Almudena Grandes esto le molesta y ha escrito en su columna de El País Semanal, un artículo titulado “Elogio de la literatura” que ha ofendido a la Campos y a la Milá. En realidad, la polémica responde al fenómeno del intrusismo profesional. Un garrulo de cualquier programa inmundo puede, de repente, hacer de periodista o de ¡contertulio! (jamás esta palabra se había degradado tanto); los futbolistas hacen de modelos en los anuncios; los ramoncines de políticos visionarios; los toreros de cantantes; y ahora cualquiera puede publicar “su libro”. Recuerdo uno de los programas de Las noches blancas, presentado por Sánchez Dragó, que el escritor utilizó para promocionar su último libro, diseñando incluso él mismo las preguntas que debían hacérsele (me parece que lo entrevistó su hija Ayanta). Aquello parecía un acto intolerable de vanidad pero Sánchez Dragó se adelantó a la perplejidad del televidente diciendo que era conveniente recordar que él no es presentador de televisión sino escritor. Más allá de la travesura televisiva, lo cierto es que no le faltaba razón.

Para mí, el problema no estriba tanto en que se escriban libros, sino en la utilización de la propia palabra “libro”. El vocablo “libro”, más allá de su existencia física como producto manufacturado y consumible, sigue estando revestido de una venerabilidad que hace difícil aceptar que cosas como las que escribe Mercedes Milá, sean dignas de llamarse propiamente “libros”. Creo que todo se solucionaría si, en lugar de emplear el término “libro”, se acudiera humildemente al género.  Bastaría con que se dijera que Fulanito presentará sus memorias; o que Menganita firmará ejemplares de la recopilación de anécdotas de su programa de televisión; o que Zutano ha escrito unos consejos para mejorar el talento. Pero, por favor, no enarbolen la palabra “libro” con esa autocomplacencia del ignorante. Todos pueden escribir versos pero eso no convierte a cualquiera en poeta.

Se le reprochaba a Almudena Grandes, que gracias al dinero que recaudan las editoriales al vender las obras que ella despreciaba, se podían también publicar los libros de los grandes escritores. No sé qué hay de cierto en ello pero lo que sí sé es que sería deseable que el fenómeno fuera precisamente su reverso, es decir, que la venta de los grandes libros, de la literatura de verdad, fuera la que permitiera que se colaran en el mercado editorial esas otras obras menores, algunas de las cuales sonrojan al buen gusto desde el mismo título. Y si la triste realidad es que tiene más tirón algo titulado Lo que me sale del bolo que las novelas en las que “los autores se dejan la vida en lo que escriben”, entonces mejor no plantemos árboles ni tengamos hijos. Porque la escuálida fronda que les ofreceremos, no podrá guarecerles de tanta ignorancia.

domingo, 30 de junio de 2013

213. Crucigramas


 
Se cumplen 100 años desde que el británico Arthur Wynne diseñara el primer crucigrama de la historia en las páginas del New York World. El periódico neoyorquino (1860-1931) fue comprado por Joseph Pulitzer en 1883 y desde 1890 tuvo su sede en el New York World Building, el rascacielos más alto del mundo por aquel entonces, también conocido como Edificio Pulitzer y demolido luego en 1955.  Arthur Wynne (1862-1945), editor y constructor de puzles, ideó el crucigrama inspirándose en el juego matemático de “los cuadrados mágicos”.

Desde luego, el crucigrama es mucho mejor que la sopa de letras. Hay dos motivos por los que no soy muy amigo de estas últimas. El primero de ellos es la asociación inmediata e inevitable que se establece entre las sopas de letras y la camilla de un hospital; o entre la sopa de letras y el tedio. En ambos casos, la sopa de letras es la constatación de una ociosidad no deseada, impuesta por puro abandono de la voluntad. Esta sería, digamos, la razón más personal. La otra razón es, si se quiere, más romántica. Semejante montería donde todas aquellas letras silenciosas, agazapadas entre sus congéneres, están destinadas a ser descubiertas y luego apresadas en el morral de tinta de los cazadores de palabras, tiene algo de trágico expolio alfabético. Yo quiero a las palabras libres, retozando a su albedrío entre los sintagmas de nuestro idioma, mezclándose para la idea, combinándose para la sorpresa, componiéndose para la belleza. Nada de reducirlas al escarnio del bolígrafo carcelero.

Los crucigramas y los autodefinidos, en cambio, son muy preferibles. También aquí tengo una razón personal y otra romántica. La primera responde a la reciente afición que han tomado mis padres por este pasatiempo. Hay que verlos, sus cabezas juntas, a la luz de la lamparilla del salón, afanándose en eliminar el horror vacui de esos cuadrados, que son las metáforas de nuestras vidas. A la postre, toda nuestra búsqueda existencial se reduce a eso: a llenar de palabras los vacíos y el mundo, nuestro gran autodefinido, para explicarlo y para explicarnos. “En el principio existía la palabra”, decía el evangelio de San Juan. Qué bien lo entendieron después Blas de Otero o José María Valverde. Por otro lado, el autodefinido tiene la virtud de la solidaridad léxica. Las letras colonizan orgullosas sus parcelas vírgenes pero sirven a otras letras para formar otras palabras. Y así, sucesivamente, la gran meiosis alfabética se multiplica infinitamente por mor de su propia naturaleza. Y entonces, puede darse el caso de que desde la “I” de Ulises, se divise Ítaca; o que de la última letra del apellido de Juan Ramón, aparezca Zenobia; o que la “D” lunar de Federico se derrita al alumbrar a Dalí; o que la inicial del nombre de Menéndez Pidal descubra al Romancero; o que el símbolo químico del fósforo encienda la mecha de la Pardo Bazán y que la “B” lozana de ésta enamore a don Benito; o que la “G” de Garcilaso quede helada por el desdén de la “G” de Galatea.

O puede ocurrir que mis padres se queden dormidos, todavía con las cabezas muy juntas, con el crucigrama en su regazo, aún a medio resolver. Y que al acercarme yo para curiosear el estado del pasatiempo, note que les falta por completar sólo una palabra de 4 letras. Dice la definición: «¿Qué probó Lope de Vega al escribir: “quien lo probó lo sabe”?». Viéndolos así, juntos en su reposo, por esta vez no va a hacer falta escribir la palabra. Porque, a veces, ocurre también que las palabras sobran.

sábado, 22 de junio de 2013

212. Intemperie


 
 
He estado resistiéndome a leer Intemperie durante varios meses y ello se ha debido a un prejuicio insuperable que me lleva a mirar con recelo los libros excesivamente publicitados. Cada vez que acudía a una librería me encontraba con el póster de turno presidiendo alguna de las paredes o esas separatas gratuitas del libro (que yo siempre he llamado sobretiros), en el mostrador de la caja registradora. Algo así como cuando uno se encuentra el paquete de pilas, los chicles o los boletos de lotería en la cola de la compra del Carrefour. Por no hablar de la lamentable nueva moda de los tráileres de libros, que preconfiguran los espacios y hasta los rostros y voces de los personajes, en un ejercicio de injerencia devastadora en la imaginación del lector. Tanto reclamo publicitario huele siempre a chamusquina porque, una de dos: o detrás hay mucho dinero (cuando lo que debiera haber es talento) o el escritor tiene buenos padrinos.

Finalmente me sacudí las dudas tras leer las críticas de algunas personas en cuyo criterio confío, no de esas que se limitan a copiar las contraportadas de los libros y que creen que con ello ya han escrito una reseña.

La primera lección que nos ofrece Jesús Carrasco es que para hacer buena literatura no se requieren grandes argumentos. Efectivamente, la trama de Intemperie es tan simple que se puede resumir en pocas palabras: las vicisitudes de un niño que huye de su casa por razones que el lector irá descubriendo conforme avance la acción, y las penalidades derivadas de esa decisión. Y es que, más que en la historia en sí misma, el valor del libro reside en la literaturización del espacio mítico del llano, que se convertirá en el verdadero protagonista de la narración. Entronca así Jesús Carrasco con esa larga tradición literaria donde los marcos espaciales adquieren tal entidad que convierte a los personajes en meras criaturas suyas. Con todos los matices que se quieran aducir, a mí el terrible llano de Intemperie me ha recordado a la hostilidad de la pampa de Don Segundo Sombra o a la fagocitadora selva amazónica de La vorágine, por poner dos ejemplos clásicos. El libro de Carrasco está escrito con ese lirismo descarnado que demuestra que las palabras pueden albergar su carga poética lejos del bucolismo paisajístico. La novela está cargada de silencios sofocantes acentuados por el lento ritmo narrativo que no es, como en otras novelas, una enojosa ralentización de la trama, sino una necesidad consustancial a la misma. Huye Carrasco del ruralismo idealizado y no se anda con cortapisas cuando la crudeza de esa otra cara de lo rural se manifiesta incluso hasta lo escatológico. La prosa de Carrasco no tiene nada de ornamental pero en esa desnudez retórica se halla gran parte de la exquisitez de su lenguaje, del mismo modo que hay más poesía en los desnudos muros de piedra de un viejo templo románico que en todos los retablos dorados que adornan las paredes de una catedral barroca. La anonimia de los personajes, que son más bien tipos, y la ausencia de coordenadas espacio-temporales concretas, otorgan a la historia un carácter universal que redunda en la mitificación de la atmósfera creada por el autor, que nos atrapa como a los protagonistas. No renuncia Carrasco a la explicitación, (que no exploración) de las bajas pasiones humanas de los antagonistas, que contrastan con el enaltecimiento de la dignidad de los dos protagonistas principales, paradójicamente conforme va progresando su degradación física. En esa dignidad está su epopeya. Una epopeya, en fin, que no cabalga asida a las riendas del solemne hexámetro porque en el paso lento del mulo que carga con las miserias de los personajes hay más épica que en las resplandecientes armaduras de los héroes griegos.

sábado, 15 de junio de 2013

211. Vargas Llosa en la Selectividad catalana

 
Confieso haber reaccionado con sorpresa al conocer que uno de los textos que aparecieron en las pruebas de Lengua Española de la Selectividad catalana de este año pertenecía a Mario Vargas Llosa. Sorpresa, digo, porque el escritor peruano no es precisamente plato de buen gusto para el nacionalismo catalán tras significarse claramente en contra de esa “religión provinciana de corto vuelo, excluyente” que es para él cualquier forma de nacionalismo, idea que se recoge en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura. Luego llegaron los diferentes manifiestos de intelectuales donde se hacía frente a la oleada independentista de los últimos tiempos en Cataluña y de los que Vargas Llosa ha sido uno de sus más insignes firmantes. Como a estas alturas de la película a mí nadie me va a convencer ya del carácter aséptico del sistema educativo catalán, no puedo más que pensar que esta vez el censor de turno no ha estado muy atento a la jugada. En cualquier caso, ha sido una buena noticia, sobre todo si pensamos en la situación marginal en que se halla la Literatura Hispanoamericana en nuestros planes de estudio, reducida a una especie de apéndice del currículum oficial, postergada a las últimas páginas de los manuales y casi nunca abordada con la suficiente profundidad, si es que se aborda, debido al apremiante  calendario del final de curso.
Llama también la atención el texto de Vargas Llosa elegido, un fragmento perteneciente a Los jefes, relato menor cuyo único interés reside en ser el primero publicado por su autor (que luego daría título también a su primer libro), y en la anécdota autobiográfica a él vinculada. El cuento narra la frustrada huelga de unos estudiantes de Secundaria motivada por la decisión del director del centro de no establecer fechas concretas para la celebración de los exámenes, sino de hacerlo improvisadamente. El relato está basado en una experiencia real vivida por el autor en el colegio San Miguel de Piura, donde Vargas Llosa estudió entre abril y diciembre de 1952. De Piura guarda el escritor sus mejores recuerdos. Alojado en casa de su tío Lucho, un brillante personaje que no supo canalizar su indiscutible talento y cuya vida da para una novela, Vargas Llosa alternó sus estudios en el colegio San Miguel con su trabajo a media jornada en el periódico La Industria. Contaba entonces 16 años. Avanzado el semestre, Marroquín, el director del centro que en el relato aparece con el nombre de Ferrufino, decide tomar la decisión de marras para evaluar con mayor exactitud los conocimientos de los alumnos y evitar los aprendizajes memorísticos de la noche previa, que daban una idea imprecisa de la asimilación de los contenidos. Vargas Llosa fue uno de los cabecillas de la huelga que no funcionó por el amedrentamiento de sus compañeros y que acabó con la expulsión durante una semana del futuro escritor.
El relato, que es perfectamente olvidable pese al aire épico “en el que se traslucían las lecturas de Hemingway y Malraux” a decir del escritor, fue publicado en 1957. En él se prefiguran algunos rasgos de la narrativa de Vargas Llosa que él mismo enumera en sus memorias, El pez en el agua: la realidad que asiste a la fantasía; la verosimilitud alentada por la precisión geográfica y urbana; la objetividad lograda a través de los diálogos, con distanciamiento del narrador; y una actitud crítica ante una problemática. En Los jefes están también, de forma embrionaria y metafórica, las preocupaciones políticas y sociales de Vargas Llosa. Para terminar, me parece que la decisión de Marroquín tenía una buena justificación pedagógica.  Pero no lo diré muy alto, no vaya a ser que me hagan huelga los alumnos.
 
 

sábado, 8 de junio de 2013

210. Las lágrimas de San Lorenzo


Uno de los temores que albergaba antes de leer Las lágrimas de San Lorenzo era que Julio Llamazares tratara de imitarse a sí mismo. Los que admiramos al autor leonés recibimos su nueva novela con el recuerdo puesto en La lluvia amarilla. El tono intimista y lírico que anunciaba la contraportada, unido a la necesaria brevedad de la novela, nos remitía inevitablemente a aquella joya inolvidable publicada 25 años atrás. Hasta el propio aparato promocional del libro recordaba ese brillante antecedente.

Esta referencia se puede convertir, sin embargo, en un arma de doble filo. Es un excelente reclamo editorial pero corre el riesgo de predisponer al lector y, lo que es aún peor, al propio autor, a quien seguramente habrá lastrado aquel primoroso ejercicio de novela poética, a cuyo rebufo habrá tratado de no perderle comba. Sin embargo, Las lágrimas de San Lorenzo no es, ni debe ser La lluvia amarilla ni una segunda parte de ésta. Y esto es algo que deberían entender los lectores, pero sobre, todo el propio escritor. La deuda estilística con La lluvia amarilla, no debería ser tal deuda, sino la constatación natural de ese estilo, que no pertenece a una obra concreta sino al quehacer habitual de su autor. Sin embargo, en algunos pasajes de Las lágrimas de San Lorenzo, Llamazares parece olvidar esta premisa fundamental y cae en un lirismo impostado, poco creíble, de quita y pon, que yo creo que es sólo una inseguridad del autor ante su propio listón, por paradójico e incomprensible que esto parezca. Sólo cuando Llamazares se olvida de su propio oficio como escritor y se derrama sobre las páginas de su libro con la autenticidad de quien tiene algo que decir, de quien necesita el alivio de una confesión, de quien le reclama a la literatura un asilo seguro ante los miedos y las grandes preguntas, sólo entonces, el libro alcanza sus mayores cotas y el estilo, ese estilo que encallaba por el mero hecho de ser buscado, fluye como esas estrellas ibicencas que describe: natural, elegante, hondo, precisamente cuando menos se le busca.

La novela, unida de principio a fin al género confidencial, describe las reflexiones de un profesor universitario, auspiciadas por la contemplación de la lluvia de estrellas la mágica noche ibicenca de San Lorenzo. En compañía de su hijo, de quien vive separado hace tiempo, la atmósfera casi irreal de esa noche despertará los recuerdos, abrirá los intersticios del alma y los teñirá de melancolía. El libro, que recoge las grandes preguntas y dudas del ser humano, es una tierna estampa de nuestro desamparo y finitud. El eje temático es, sobre todo, la conciencia de la fugacidad del tiempo, sobre todo en esa edad en la que uno se da cuenta de “que la vida iba en serio”, y el débil anclaje en la memoria y los recuerdos. Salpicada de referencias literarias (Catulo, Homero, Machado, Celan), la novela es, ante todo, una compañía, una voz que te susurra, que te mece lentamente en la cadencia de las palabras y, a cuyo abrigo solidario uno se siente menos solo ante el vértigo de la existencia. El libro requiere una lectura lenta, paladeada, con esa pausa de las cosas que Llamazares reivindicara en La lentitud de los bueyes y es altamente recomendable una lectura en soledad y sin ruidos para mejor escucharnos. El libro pellizca el alma pero su complicidad le otorga un tono positivo dentro de la desazón. Cuando se cierra la última página y perdemos su acostumbrada compañía, perdemos también el asidero que nos esperanzaba. Sólo entonces, en medio de la noche de un verano que nunca llega, volvemos a oír el viento golpeando las chapas metálicas de las persianas en la calle y el aullido nostálgico de algún perro solitario en la lejanía.

sábado, 1 de junio de 2013

209. LAPAO. Daños colaterales


 
La semana pasada Aurora Egido fue nombrada nueva académica de la RAE. Es una buena noticia para la institución, primero por su condición de filóloga, que es la titulación que mejor se acomoda a un académico de la lengua. Y después por su defensa apasionada de las Humanidades. Entre algunas de las distinciones que jalonan su trayectoria como investigadora, se encuentra la Medalla de las Cortes de Aragón. Las mismas que el pasado 9 de mayo parieron el invento de la LAPAO. Claro que, cuando Aurora Egido recibió el galardón, en el año 2005, el Palacio de la Aljafería todavía no se había transformado en el castillo del malo malísimo, nubarrones negros coronando las almenas y tétrica melodía de órgano incluidos. Es lo que tiene cuando se alían  dos partidos como el PP aragonés, con su españolismo rancio y trasnochado, y el PAR, con su regionalismo de alcanfor. Lo mismo que ocurre en Cataluña con CiU y ERC y, en definitiva, con cualquier partido nacionalista sea del signo que fuere: la cortedad de miras y el cerrilismo exclusivista, restrictivo y endogámico. Las siglas LAPAO no son más que la compresa que se aplica el nacionalismo allende el Ebro para curar la urticaria que le supondría incluir en la ley la palabra “catalán” en referencia a la lengua hablada al este de Aragón. O lo que es lo mismo, para evitar llamar por su nombre a las cosas. Un eufemismo en toda regla. Para tal guiso (o desaguisado), se ha sazonado el plato con una pizca de ignorancia y una generosa ración de estupidez. La ignorancia, que no lo es tanta (el nacionalista siempre sabe más de lo que aparenta) se puede curar si hay voluntad; pero la estupidez es para toda la vida. Por esa regla de tres, el español de Andalucía tiene derecho, a partir de ahora,  a convertirse en un nuevo idioma porque aspira las eses y elide la “d” del participio y, porque, encima, se habla fuera de Salamanca o de “Valladoliz”. Es la misma terquedad del valencianista a quien no le entra en la mollera que lo que habla es un dialecto del catalán.

Esta politización de la lengua, respondida con merecida sorna tanto por aragoneses como por catalanes, tiene, además, una nefasta incidencia en los esfuerzos de muchos de los castellanohablantes que vivimos en Cataluña y que, desde hace tiempo venimos defendiendo, mediante posturas serenas y equilibradas, basadas en conceptos tan justos como los de la equidad lingüística, una convivencia pacífica de las dos lenguas cooficiales. Iniciativas como la de las Cortes de Aragón, desmoronan en un momento toda esa delicada construcción de consenso y favorece al nacionalismo radical catalán, que desarmado y sin argumentos ante tesis inteligentes y bienintencionadas, se agarra ahora a la malquerencia española para conseguir lo que desde el principio ha deseado: la ruptura  sin ambages. Es parecido a lo que debe de sentir un aficionado del Real Madrid cada vez que habla Tomás Roncero. Pero ni todos los madridistas son Tomás Roncero ni todos los aragoneses y, mucho menos, el resto de españoles con sesera secundan las sandeces de las Cortes de Aragón. En esto de las generalizaciones, el nacionalismo también halla su filón pero no nos encontrarán ahí. Nos hallarán donde siempre hemos estado: en los argumentos sin estridencias; en las enseñanzas de la Filología y la ciencia de los grandes maestros dialectólogos, Zamora Vicente o Menéndez Pidal; en la coherencia y honestidad intelectuales, a través de las cuales se puede denunciar el trato desfavorable del castellano en las aulas catalanas y, a la vez, oponerse a las majaderías de las Cortes de Aragón; en el amor y respeto a todas las lenguas del mundo, cuyos dueños son los hablantes y no los territorios; y ahora también en Aurora Egido, aragonesa de adopción que,  desde su sillón B de la Academia,  debe devolverle el lustre a la medalla que recibió.
 

 

sábado, 25 de mayo de 2013

208. Ni por todo el oro del mundo


 
 
Si en nuestro tiempo la Literatura debe tener, entre sus otras muchas vocaciones, la de entretener y, a la vez, la de ser el altavoz de las injusticias sociales, entonces Ni por todo el oro del mundo, de Álex Saldaña Redondo, se ha ganado por derecho propio la consideración de los lectores y también la del crítico capaz de distanciarse con justicia y sin menoscabo de su arbitrio, de aquello que se ha dado en llamar “la gran literatura”.

Efectivamente, el libro de Saldaña no se antologizará en los manuales pero habrá cumplido con sobrada dignidad su paso por el parnaso literario.

Con una atención casi exclusiva por la trama, el ritmo de la novela es ágil y fluido, sin apenas injerencias o digresiones. Dos historias paralelas que acaban entrecruzándose, la del joven periodista Mario, trasunto del propio autor, y la de Tomás Agustín, niño venezolano que, junto a sus compañeros, sufre la explotación en los lavaderos de oro de la Amazonia, conforman la estructura básica del libro. La novela es una apología de la amistad, sobre todo cuando ésta surge en medio de la barbarie y de las situaciones más extremas. Una denuncia cruda contra el caciquismo, la explotación infantil o la pobreza, y contra las autoridades que  contemplan estas lacras con la aquiescencia de quien lo asume como algo natural. En mitad de todo ello, un friso vivísimo, prácticamente costumbrista, sobre todo de Caracas, y en menor grado de otras ciudades, con una muy bien templada contención por parte del autor que se aprecia, por ejemplo, en la inteligente dosificación de los americanismos lingüísticos y en su huida del tópico folclorista. La novela no esconde su afán informativo, casi pedagógico (aquí es donde aflora el Saldaña cronista) pero ello no lastra el desarrollo argumental de la obra porque apenas se notan las soldaduras de su didactismo.

Especialmente interesante es la intervención, ya bien avanzado el libro, de Ingrid, la encargada de una ONG, y su diatriba contra las injusticias sufridas por los indígenas panare. La vehemencia apasionada de sus palabras, casi desbocadas, pellizcan al lector, que hasta entonces se había acomodado en el muelle almohadón del género aventurero.

El libro no está exento de algunas posibles podas. En el plano estilístico hay algún abuso de las oraciones subordinadas, sobre todo en las primeras páginas, así como de expresiones peligrosamente asidas al ripio, como aquel “dar buena cuenta” de las comidas o entregarse “a los brazos de Morfeo”.

Respecto a la caracterización de los personajes, éstos resultan algo planos y estereotipados, quizás fagocitados por el alto ritmo narrativo de la acción, que no da tregua para una mejor construcción y profundidad psicológica. Tampoco, imagino, era el objetivo principal del autor. Asimismo, resulta ambiguo y poco perfilado el donjuanismo no muy  convincente de Mario. Y es absolutamente prescindible el pasaje donde se descubre la homosexualidad de uno de los protagonistas, tal vez pensado con la intención humorística que, a ratos, sazona sabrosamente el libro, pero que aquí es incomprensible. El autor ni siquiera retoma el asunto en ningún otro punto de la novela.

Álex Saldaña, subdirector del Diari de Tarragona, logra con esta obra, fruto de su labor periodística por varios países de Sudamérica, la difícil tarea de fundir lo lúdico con el trallazo que zarandea nuestras conciencias dormidas. Aquellos niños de infancias rotas ya tienen su libro y Saldaña ha exorcizado en él la deuda que contrajo consigo mismo: la de darles asilo en el sagrado y benefactor templo de la Literatura.
 
Álex Saldaña con su libro, editado por Silva Editorial.