viernes, 25 de octubre de 2013

226. Libro libre


 
 
Más allá del carácter subversivo, provocador, irreverente y cuantos calificativos quieran aplicársele a este Libro libre (Arola) que hoy se presenta en Cambrils, lo cierto es que el interés de la obra radica, sobre todo, en un posicionamiento muy particular ante el hecho literario. No voy a decir que la parte más interesante del libro sea su prólogo porque no quisiera verme entre los “20 sonetos de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín, uno de los 5 poetas que junto a Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo, Vicente Llorente y Eduardo Moga, ha participado en la elaboración de este poemario. Pero es verdad que el prólogo es especialmente interesante por lo que tiene de manifiesto literario. Libro libre reivindica la voluntad de que todas las palabras quepan en la literatura, también aquellas que el decoro léxico ha desterrado del lenguaje poético. No creo que se trate, como podrían pensar ciertos sectores de la mojigatería literaria, de una exhibición gratuita de la palabra soez. Y no lo creo porque al libro le asiste un principio irrefutable: el de la verdad, el de la sinceridad sin ambages ni cortapisas. No hay gratuidad en ello; al contrario, se paga alto el precio de darse tal cual se es en los versos que se escriben. Es cierto que la riqueza del idioma español y su incuestionable belleza hacen prescindibles del arte literario aquellas palabras que sonrojan o violentan la sensibilidad y “el buen gusto”. Pero no es menos cierto que un escritor que desee describir un pasaje sórdido o una baja pasión o la indignación ante una injusticia necesita “ensuciar” su expresión, hacer jirones la púber tela de la palabra, indignar el vocablo para que supure la hiel con que se indigna. Ocultar esa verdad expresiva por simple recato es una traición literaria y el impoluto traje sólo cubre un cuerpo vacío y, lo que es peor, una mentira. “O todas o ninguna, -dice el prólogo-: eso creemos los que suscribimos este libro, cuyo único propósito es ser libre: libre de los códigos que nos constriñen, libre de la hipocresía que devalúa el lenguaje que nos constituye, libre de la urbanidad que hace tiempo que se ha convertido en gazmoñería, libre de la sátira que el sistema es capaz de deglutir, libre de la estulticia y la pasividad y la indiferencia”.

Aunque el mismo credo vertebra la aportación de cada uno de los cinco poetas, el tono de cada uno de ellos es distinto. García Mateos acude a la literatura popular para rescatar del recuerdo al viejo Argimiro, “el último coplero”, que entonaba de día sus milagros de santos y de noche “seguidillas obscenas y jotas procaces”; el tono es, pues, festivo. Los sonetos “de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín tienen, en cambio, reminiscencias quevedescas y andan a medio camino entre la sátira jocosa y la indignación; López-Carrillo mantiene la descarnada y agridulce expresión de la cotidianeidad que ya nos regaló con Los muertos no van al cine (Candaya, 2006); en la misma línea está Vicente Llorente, aunque con una predilección por los juegos de palabras y la imagen sorpresiva; finalmente, Eduardo Moga es el más críptico de los cinco poetas y su poesía transita por una metafísica pesimista que reivindica un yo diluido entre la maraña obscena de la realidad.

La presentación del libro tendrá lugar hoy a las ocho de la tarde en el Nou Espantall de Cambrils (Plaza Francesc Macià, 5) “porque las tabernas han sido siempre lugar propicio para el exabrupto y, si fuera menester, la blasfemia”. Absténganse pusilánimes y bienpensantes.

viernes, 18 de octubre de 2013

225. González-Sinde le gana a Clara Sánchez


 
 
Uno de los rituales periodísticos más tradicionales durante los días previos a la entrega del Premio Planeta es el de las famosas "quinielas". En las apuestas sobre el posible ganador hay algo de cábala literaria pero, sobre todo, mandan las fuentes que cada cual, según su pericia y experiencia profesional se haya ido granjeando. Después, una vez conocido el ganador, el crítico literario inicia la otra quiniela, asistida por la intuición, los peligrosos prejuicios y, claro está, también por su bagaje lector, que no va a ser todo iluminación divina. Me refiero a la previsión sobre la calidad literaria de las dos obras finalistas.
En la presente edición me parece que se va a dar la circunstancia (nada infrecuente, por otro lado) de que el ganador quede superado por el otro finalista. A Clara Sánchez le dediqué ya un artículo con motivo del Premio Nadal, galardón que obtuvo en 2011 por Lo que esconde tu nombre. En aquella ocasión, la novela me pareció muy plana en lo estilístico, mal construida en el ritmo narrativo y desaprovechada en lo concerniente a la tensión argumental, a pesar de su innegable potencialidad, amén de otros naufragios. Por la manera en que Clara Sánchez se ha referido a su obra en las dos primeras ruedas de prensa tras hacerse oficial su triunfo, me parece que vamos a encontrarnos más de lo mismo: mero entretenimiento auspiciado por una intriga torpemente sostenida. Desde luego, la defensa de su novela, El cielo ha vuelto, no ha podido ser más desoladora: sin altura intelectual, buscando la complicidad del auditorio a través de la ñoñería más insulsa y una vocación de barata filosofía existencial. Las alusiones metafísicas a la duda y a la incertidumbre como motivos catalizadores me han parecido intentos baldíos de justificar la supuesta hondura de la novela, que se antoja impostada. Además, resulta de un oportunismo muy socorrido, al vincularlo a la coyuntura social actual donde, efectivamente, ambos conceptos rigen la vida de los españoles. Más interesante es esa idea de dar voz a personajes mediáticos que, contrariamente a lo que se piensa, no siempre la tienen, como la exitosa modelo protagonista de su novela a la que se ha inoculado esa duda vital al conocer que alguien desea su muerte.
La novela de González-Sinde, en cambio, parece albergar una catadura literaria de más altos vuelos. Pese al poco predicamento que en los medios tiene la ex-ministra, a mí su intervención me pareció de mayor calado. No es casualidad que, presentes al alimón Clara Sánchez y González-Sinde, haya sido esta última la que más juego ha dado en la segunda rueda de prensa y no necesariamente por la cuestión política, sino más bien por las interesantísimas reflexiones literarias sobre el proceso creativo vertidas a colación de su novela. En El buen hijo se intuye un esmero en la caracterización de su personaje principal, ese hombre apocado, a la sombra de su madre viuda, que decide dar un vuelco a su existencia anodina. Creo que González-Sinde no va a tener reparo en detenerse cuando sea preciso para hacer creíbles a sus personajes sin el imperativo de la acción precipitada y resuelta con prestidigitación de mago malo a quien se le ven demasiado los trucos. Porque cuando uno escribe "para ordenar el mundo y ordenarse a uno mismo", como ha declarado la escritora madrileña, la escritura se apacigua para dar testimonio certero del pulso de la vida. Habrá que ver, no obstante, cómo resuelve la autora el posible lastre del lenguaje cinematográfico del que procede ella, y cuyos vicios podrían entorpecer el molde de un género que, por naturaleza, exige una distensión mayor que la esquematizada organización del guión de cine. Ociosas o no, de estas elucubraciones sólo tendremos confirmación a partir del próximo 5 de noviembre. Entonces veremos si ambas novelas, que ya están en el catálogo de Juan Manuel Lara, lo están también en su biblioteca.

domingo, 13 de octubre de 2013

224. Dedicatorias


 
 
Siempre me ha llamado la atención la portentosa inventiva que atesoran algunos escritores para el arte de la dedicatoria. Me refiero a esos escritores que, parapetados tras una mesa después de haber presentado su obra en algún recinto cultural o en un centro comercial o en alguna feria del libro, se disponen a recibir con estoica paciencia (o inconfesable vanidad e interés) el interminable goteo de lectores que aguardan disciplinadamente su turno en la cola para que el autor a quien admiran estampe su autógrafo en las páginas iniciales del libro (que en su inmaculada blancura parecen estar diseñadas para tal efecto) y, si es posible, para que, además, añada alguna frase ingeniosa, personal y emotiva que satisfaga la antojadiza pretensión de sentir el guiño  del escritor en una dedicatoria pensada, por supuesto, para él, intransferible y portadora de secretas y sugestivas complicidades.

No me gustaría estar en el pellejo de esos escritores en situaciones como la descrita. Menuda responsabilidad. En estos casos se espera del escritor (porque se le presupone) una habilidad que no siempre está a su alcance. Hay que improvisar una dedicatoria tras otra, con el tiempo justo para que una musa sustituya a la siguiente. No se puede caer en el ripio, en el tópico, en la frase protocolaria de siempre porque uno es un poeta o un novelista de gran imaginación; no se puede repetir la misma dedicatoria para varios lectores porque defraudaría sus expectativas y heriría su amor propio al sentirse el lector compartido con otros, él que no es como los otros ni le lee como los otros. Es la misma expectación que se siente cuando un escritor es invitado a un coloquio o a una charla informal. Se espera que cada vez que abra la boca aparezca allí una frase oracular. Se nos olvida muchas veces que hay escritores que son canteros pacientes, callados, cuyos hermosos párrafos literarios pueden ser el resultado de varias horas de trabajo y que no se gestan al dictado imperioso de una inspiración romántica y mística. Hay escritores que son inmensos en sus libros y muy pobres en sus apariciones públicas; y  escritores con gran verborrea que naufragan ante la exigencia del arduo trabajo literario.

De todos modos, hay veces que hubiera sido mejor no esforzarse demasiado con las dedicatorias, habida cuenta del poco aprecio que algunos lectores manifiestan hacia ellas. Uno de los mayores encantos que tienen las ferias de libros viejos y usados es que  permiten adentrarnos en la intrahistoria que se esconde tras las cubiertas. El hallazgo de dedicatorias en el interior de los libros apilados en los puestos de estos mercadillos es muy frecuente. ¿Cómo ha llegado a esa fosa común bibliográfica aquel libro en cuya dedicatoria se infiere que dos personas llegaron a conocerse, a respetarse, quizás a quererse, que tal vez estrecharon sus manos ante el mudo testigo de este libro, hoy abandonado a su suerte? ¿Qué se rompió entre ellos, qué traición se pertrechó para que el destinatario de la dedicatoria se deshiciera del libro? ¿Qué debe de sentir un escritor que, revolviendo entre los volúmenes de ese puesto, se encuentra aquel libro suyo que una vez dedicó a alguien a quien quizá apreció?

Estas dedicatorias misteriosas alimentan la imaginación y acaban siendo ficciones ellas mismas que complementan la ficción literaria del propio libro. ¿Acaso no están escritas también en él? Pero, sobre todo, estas dedicatorias me producen una inexplicable tristeza, al verlas allí, desahuciadas, meros borrones del tiempo sin solución de continuidad.

martes, 1 de octubre de 2013

223. La invención del amor


 
José Ovejero ha ganado el Premio Alfaguara de Novela con su obra La invención del amor. El libro, que no pasará a los anales literarios, ostenta, sin embargo, tres virtudes que conviene ponderar: la originalidad, el estilo literario y las interesantes digresiones que jalonan el hilo argumental.

La originalidad estriba, sobre todo, en la trama de la novela y en la desconcertante caracterización de su principal protagonista. Samuel, un cuarentón que está de vueltas de todo, recibe una llamada telefónica por error donde se le comunica que Clara ha muerto. A pesar de no conocer a ninguna Clara, decide ir al entierro, donde descubre que la persona con que se le ha confundido era el amante de la difunta. A partir de ese momento, Samuel decide asumir su nueva identidad hasta llegar a inventarse los detalles de su relación con Clara en las confidencias que mantendrá con Carina, la hermana de la fallecida, de quien acabará enamorándose. Esta ficción le conducirá a situaciones que rozarán el surrealismo, como la del encuentro con el verdadero Samuel, tocayo del protagonista.

Más allá del enrevesado argumento, que en realidad entronca con toda esa tradición de la comedia de enredo de nuestros siglos áureos, aunque tamizada aquí por un tono de amargura, lo que resulta verdaderamente llamativa es la relación que el lector mantiene con el protagonista. Generalmente, el lector suele identificarse con el héroe de la novela, incluso cuando no se dan las condiciones de una empatía completa con él. Aceptamos sus decisiones, deseamos justificarlas para seguir acompañándole en la trama y somos condescendientes y solidarios con su comportamiento porque nos interesa continuar con la historia. Con Samuel, sin embargo, la sensación es perturbadora. A la familiaridad inherente que, conforme se pasan las páginas, nos vincula a todo protagonista literario, se le une aquí una suerte de reserva que establece límites en nuestra percepción del héroe y marca una distancia inusual con el personaje. Samuel está a medio camino entre la víctima y el psicópata, y el lector, que no se fía, tiende a mirar de soslayo algunas situaciones que afean su percepción, como cuando Samuel roba la foto de Clara que preside el féretro y se la lleva a casa.

Aparte de esto, el libro cuenta también con un estilo ágil, elegante en ocasiones, y del que se infiere cierta cadencia amarga, desazonadora, desesperanzada, que cuadra muy bien con el marco urbano decadente y al que contribuye la utilización de esa ironía de media sonrisa detrás de la que se esconden los fracasos vitales. Son interesantes las digresiones que aportan puntos de vista desmitificadores, algo iconoclastas o políticamente incorrectos pero perfectamente asumibles, comprensibles y justificables.

Lo que naufraga en la novela es el desenlace. El final abierto, que normalmente es una invitación al lector a completar el relato y que genera interesantes debates en los clubes de lectura, aquí parece más bien un recurso socorrido que el autor utiliza porque no sabe cómo terminar la historia. Da la sensación de que el autor se hubiera metido en el mismo callejón sin salida que su personaje; como si Ovejero hubiera empezado la novela sin un plan prefijado y se hubiera dejado conducir por esa inercia mágica en la que el personaje manda y sorprende al propio escritor con avatares no previstos. Pero con la particularidad de que, esta vez, nadie, ni el personaje ni el escritor, supo ser convincente en el remate.

Finalmente, la novela es un canto a la imaginación, a cuyo amparo acudimos cuando la vida real se vuelve demasiado insufrible y anodina.

lunes, 23 de septiembre de 2013

222. Prologuistas



"Quisiera yo, si fuera posible (lector amabilísimo) excusarme de escribir este prólogo..."
(Prólogo a las Novelas ejemplares, de Cervantes)
 
Nunca me he hallado ante el brete de tener que prologar un libro ajeno. Para ello debería yo contar con una autoridad literaria de la que no gozo. Sobre todo el escritor novel suele buscar un prologuista de cierto renombre para otorgarle a su libro un valor añadido. Así, si en las librerías vemos una novela cuyo autor nos resulta desconocido, quizás pasemos de largo el anaquel. Pero si la obra en cuestión incluye el prólogo de algún prócer de las letras, entonces, a los ojos del lector, el autor desconocido cobra de repente un interés que no tenía. Creemos erróneamente que si una personalidad prestigiosa prologa el libro de Fulanito es porque Fulanito debe de merecer la pena. Las editoriales, además, se encargan de dejar bien patente el padrinazgo de la obra y, muchas veces, la tipografía del título y su autor y la utilizada para informar sobre el reputado prologuista, suelen disputarse la portada casi a partes iguales.

Cervantes, en el famoso prólogo a su Quijote se quejaba irónicamente de la pedantería de los prólogos al uso, en cuya ostentación de citas, latinajos y referencias cultas, se cifraba el magisterio literario del autor, aunque éste no hubiera leído a ninguno de los literatos que mencionaba. Hoy en día, no importa tanto lo que diga el prólogo como el nombre de quien lo escribe, lo cual no deja de ser signo de los tiempos. Digo esto porque he leído prólogos de escritores supuestamente relevantes tan malos, como las obras a las que anteceden y, para eso, prefiero la hipocresía que censuraba Cervantes que, al menos, tiene el descargo del disimulo.

Esto me lleva a la cuestión del embarazo que supone para un escritor importante prologar un libro malo por expresa petición de su autor. Es de todos conocida la benevolencia con que el prologuista suele redactar su prefacio. De hecho, la etimología griega de la palabra “prólogo” nos explica que ésta procede del prefijo “pro” (antes) y del nombre “logos” (palabra), es decir, antes de la palabra, antes del texto. Pero el prefijo “pro” también significa “en favor de”. Entran aquí elementos como el amiguismo o el deseo de no perjudicar al prologado. Este favoritismo es algo que se le ha reprochado, por ejemplo, a Rubén Darío. Por otro lado, negarse a prologar el libro es tanto como decirle al autor el poco aprecio que se observa hacia su obra. Eso ya va con el cargo de conciencia y los escrúpulos de cada cual. El prologuista compromete su reputación si escribe un prólogo laudatorio a una obra que no lo merece. Es lo mismo que le ocurre al crítico literario cuando, apremiado por algún compromiso del que no puede desasirse por determinada razón imperativa, algunas veces relacionada incluso con su propio puesto de trabajo, debe reseñar positivamente un libro de escasa calidad, poniendo así en juego su credibilidad y honestidad. Sabemos que los poemas por encargo de Quevedo son lo peor de su producción poética. Lo deseable, desde luego, es conciliar el prólogo con la sinceridad. Y cuando el parecer del prologuista coincide en el tono laudatorio con la verdad literaria de la obra que se reseña, entonces, como oí decir una vez al gran filólogo Prieto de Paula, la labor del prologuista es el mayor de los placeres, limpia, entusiasta, cariñosa y sin ápice de intrigas e intereses.

El prólogo es, como afirma Stanislaw Lem en Un valor imaginario, “un género esclavo de la obra a la que vive encadenado y reclama para él su liberación y títulos de nobleza”. Esta aspiración ha sido satisfecha en no pocas ocasiones: hay libros que merecen la pena básicamente por su excelente prólogo. Jorge Luis Borges, por ejemplo, consiguió elevar el prólogo a categoría de género independiente cuando publicó su recopilación de prólogos titulada Biblioteca personal. De todos modos, el mejor prólogo posible es el del propio autor del libro. Ese prólogo mental que es el examen de conciencia de quien debe preguntarse si su obra merece siquiera la letra de molde antes de comprometer al sufrido prologuista.

lunes, 9 de septiembre de 2013

221. Charnegos literarios


 
El diccionario de la RAE define “charnego” como el vocablo despectivo que designa al “inmigrante de una región española de habla no catalana”. Por su parte, el diccionario del Institut d’Estudis Catalans, también mantiene el cariz despreciativo del término como el “inmigrante castellanoparlante residente en Cataluña”. En ambos casos, se hace hincapié en el aspecto lingüístico. Sin embargo, esta palabra no siempre redujo su significado al tema idiomático sino más bien a los grupos sociales de inmigrantes sin otra característica más que su falta de adaptación o su comportamiento incívico. Algo antes, incluso, se aplicó el término a los hijos de una persona catalana y otra no catalana, especialmente francesa que, de hecho, es la primera acepción que recoge el diccionario catalán de marras. Según el gran etimologista Joan Coromines, la palabra procede de “lucharniego”, perro adiestrado para cazar de noche. Hay quien apunta a la falta de pedigrí de estos animales para explicar el uso de “charnego” aplicado a los catalanes que no son de pura cepa.

La figura del charnego en el ámbito literario no ha tenido mejor suerte que en los diccionarios. Terenci Moix, en su novela El día que murió Marilyn, pone en boca de uno de sus personajes, Amèlia, el siguiente comentario: “Antes de la guerra, Bruno, nuestra calle no era tan chabacana como ahora, con lo sucia que se ha vuelto, llena de xarnegos, mujeres de mala vida y tabernas de borrachos”. Y más adelante: “la purria subiría por el Distrito Quinto, mientras nosotros escapábamos hacia los barrios más elegantes, hacia una Barcelona residencial, recién construida, en la parte alta, donde los “xarnegos” tenían mucho dinero, estaban bien alimentados, no soltaban tacos y se les podía tratar. Pero, ¿quién iba a pensar que al dejar nosotros la calle la invadiría aquella gentuza grasienta, llena de piojos y sin pizca de modales?”

Por su parte, Juan Marsé, en Últimas tardes con Teresa, crea el inolvidable personaje de Manolo, el Pijoaparte, un rudo charnego murciano, medio analfabeto, que trata de medrar.

Soy admirador de Terenci Moix y de Juan Marsé. Del primero me deslumbró la maravillosa No digas que fue un sueño y de Marsé lo he leído prácticamente todo. Probablemente ambos trataron en sus novelas de reflejar una realidad social que, efectivamente existió. Y quiero pensar también que ninguno de los dos creyera que todos los inmigrantes del resto de España que acabaron en Cataluña fueran como los describe la tal Amèlia. Más bien al contrario, creo que ambos escritores pretendían censurar a una parte de la burguesía catalana que, como en el caso de Teresa, jugaba al marxismo, a la revolución y a la justicia social, eso sí, desde sus palacetes de Sant Gervasi. Pero sí me habría gustado que en sus novelas también hubiera aparecido la otra cara del inmigrante. La de aquellos que también levantaron Cataluña con esfuerzo, respeto, civismo y humildad; la de aquellos que se desvivieron por darles una formación y un futuro a sus hijos; la de estos hijos que ahora son ciudadanos catalanes (o eso creían) y que, por el daño de otros, han tenido que conformarse con una patria chica en las lindes de su barrio de periferia, ni catalanes ni andaluces ni extremeños, ni nada. Falta la novela que dignifique al charnego, empezando por la eliminación de este término denigrante y peyorativo, por mucho que se lo aplique a sí mismo Carod Rovira (de padre aragonés) para ganarle adeptos a su causa.  Y esta novela tiene que escribirla un catalán castellanoparlante, aunque a algunos les cueste aceptar que ambos conceptos son perfectamente compatibles. Y esta novela llegará. Y será himno.

 A mis padres, mi única patria.

domingo, 1 de septiembre de 2013

220. El guardián invisible



Si el lector busca una novela sin más pretensiones que la de entretenerse quizás El guardián invisible, de Dolores Redondo, pueda resultar una opción satisfactoria. Quien siga de manera más o menos regular mis reseñas literarias conocerá el desapego que siento hacia la literatura que reduce su razón de ser a lo meramente lúdico. Como artefacto artístico (valga la redundancia), a la novela hay que pedirle algo más. No volveré sobre ello porque creo haber dedicado algún artículo a tales reflexiones. Sin embargo, tampoco soy partidario de esa posición elitista que niega a la novela el oficio de hacer pasar al lector un rato distendido y más bien plano. Para filosofar ya están los ensayos y para las expansiones líricas ya está la poesía, aunque es deseable que la novela se sazone también con una pizca de lo uno y de lo otro.

Pero no perdamos el hilo de nuestra reseña. Decíamos que El guardián invisible es una novela entretenida. Pues sí, lo es, aunque para ello tenga que someterse a los clichés  del género policiaco más convencional, a saber: asesino en serie que mata a sus víctimas siguiendo un mismo ritual de corte pagano; inspectora de policía atormentada por su pasado; resolución del caso mediante algunos meandros argumentales que juegan al despiste; y catarsis existencial de la inspectora. Pese a esta caída en el tópico, la novela cuenta con algunos aciertos literarios. Entre ellos destaca la sutil frontera que la escritora establece entre lógica y fantasía. La hipótesis del basajaun (criatura de los bosques en la mitología vasca), como posible artífice de las matanzas, transita como una sombra por toda la novela pese al descreimiento del lector, que enseguida descarta esa posibilidad. Y, no obstante, esta presencia permanece latente todo el tiempo. En otros capítulos se producen también encuentros paranormales adornados de cierta vaguedad que nunca son resueltos por la razón y que se dejan así, en ese espacio incierto, como si la escritora deseara implícitamente conferirles legitimidad, la legitimidad de la tradición oral de Elizondo. En el haber de la novela también se halla la precisión con que se describe el lenguaje no verbal de los personajes, cuestión que suele descuidarse bastante en las novelas y que a mí me parece una interesantísima aportación a la construcción de los diálogos, que quedan así completados en todos sus matices. Es algo que también he observado, por ejemplo, en Lorenzo Silva.

Respecto a los aspectos mejorables de la novela, hay que mencionar que algunas conclusiones de la inspectora Salazar en el proceso de la investigación resultan gratuitas y rebatibles; también peca el libro de un excesivo didactismo, algo impostado, sobre todo cuando se explican algunos pormenores técnicos relacionados con autopsias o en la descripción histórica de Elizondo, más propia de una guía turística. La caracterización de los personajes es bastante plana. De casi todos, incluso de los secundarios, se dedican capítulos enteros a trazar pequeñas estampas sobre su personalidad, como si se pretendiera con ello colocar sobre el tapete a todos los posibles candidatos a asesinos para que así el lector pueda hacerse su propia composición de lugar. Visto luego el transcurso argumental, esta muestra de naipes resulta ineficaz. Otros personajes resultan algo maniqueos, lo que amenaza peligrosamente con evidenciar con demasiada anticipación al posible asesino, aunque luego la escritora soluciona este handicap con un habilidoso arreglo.  El personaje más trabajado es la propia inspectora Salazar pero su amarga historia familiar resulta por momentos un melodrama de mala telenovela, sonrojante en algunos diálogos.

Los derechos del libro han sido comprados por los productores de Milenium para una próxima adaptación cinematográfica. Cine comercial para un libro comercial. Comercial para lo bueno y comercial también para lo malo.

martes, 20 de agosto de 2013

219. Campanas de Notre-Dame



Tañen con vehemencia inusitada las campanas de Notre-Dame. En el número 17 del Quai d’Anjou, en el Hôtel de Lauzum, frente al Sena, Charles Baudelaire levanta su cabeza de las cuartillas donde escribe y permanece unos segundos atento al frenesí metálico de las campanas, que tienen algo de agónica desesperación. Luego vuelve sobre su escritorio y continúa abonando con el estiércol de la vida sus Flores del mal.

En ese mismo instante, Julio Cortázar se cita con la Maga en el Pont des Arts con las campanas certificando la hora convenida; en al aire, las notas vibrantes juegan haciéndose camino en una rayuela imposible.

Es la hora del té y Marcel Proust apura su magdalena en su casa, frente a La Madeleine, que busca también, entre sus columnas corintias, un tiempo perdido. Otros prefieren los cafés: Camus se siente menos extranjero contemplando, desde el Café de la Mairie, la iglesia de St. Sulpice, mientras los surtidores de la fuente dicen su eterna canción con su lenguaje universal. Sobre los cuatro obispos de piedra de la fuente se posan las palomas. Hemingway anota la imagen en su cuaderno. Luego las palomas echan a volar impelidas por el sonido incesante de las campanas. Cuando Jean Paul Sartre las oye desde su mesa del Café de Flore, en St. Germain, se disculpa azorado ante su compañera de tertulia, Simone de Beauvoir, y se marcha rápidamente hacia La Sorbona para impartir sus clases. Antonio Machado ya ha ocupado su asiento en el aula y espera con devoción al maestro Bergson. Entre tanto, su esposa Leonor le aguarda en el hotel. Pronto descubrirá la versión menos teórica de eso que llaman existencialismo y revelará sus arcanos. Al asomarse a la ventana y escuchar las campanas angustiadas de Notre-Dame, siente un vértigo inexplicable.

Las campanas no se oyen en el interior de la Ópera de París. La ovación atronadora de los aplausos lo impide. Sobre el escenario, la pequeña bailarina de Reus, Roseta Mauri, ataviada con su sombrero cordobés, saluda reverencialmente al público tras la representación de El Cid, de Corneille. Nadie, excepto Gaston Leroux, repara en la sombra que se desliza por el palco y que fija su mirada sobre Christine.

Emilia Pardo Bazán pasea ufana por el Campo de Marte y se extasía al pie de la Torre Eiffel. Luego, en su hotel, mientras redacta la crónica sobre la Exposición de 1889 para la prensa sudamericana, se acuerda de su miquiño don Benito, allá en Madrid, interrumpe su labor y doña Emilia se hace cronista furtiva del corazón. Las campanas desbocadas de Notre-Dame se le antojan su propio pálpito.

 En el número 14 de la Rue Campagne Première, en Montparnasse, Verlaine y Rimbaud beben absenta y escuchan la pena de bronce de las campanas. En la librería La Hune, éstas suenan distintas, tamizado su sonido por el delirio surrealista.

Muere César Vallejo en París con aguacero, aunque no era jueves y en el cementerio de Montparnasse las “tristes campanas muertas sepultadas / en el féretro gris del campanario / son como almas de bardos, olvidadas / en un trágico sueño solitario”.

Porque en el campanario de Notre-Dame, las campanas han dejado ya de sonar. El campanero exhausto, jadeante y lacrimoso contempla el horizonte desde las alturas. El viento aún cimbrea ecos de bronce en el aire. El campanero lanza una mirada torva de rencor hacia el Panteón, donde descansa Víctor Hugo junto a Alejandro Dumas y Zola. El sol empieza a ocultarse. Los últimos rayos se filtran débiles por los arcos de la torre y proyectan sobre el suelo ilusiones móviles de gárgolas y trasgos. En la penumbra, se desliza silenciosa por la escalera de caracol una sombra gibosa. Abajo, París. Tan hermosa.
ÁLBUM LITERARIO DEL VIAJE
Notre Dame, inmortalizada por Víctor Hugo

Hotel de Lauzum, donde Baudelaire, acabó sus Flores del mal
"Julio Cortázar se cita con la Maga en el Pont des Arts"
Casa de Marcel Proust, frente a La Madeleine
La Madeleine
Café de la Mairie, frente a St. Sulpice, del que Camus era cliente habitual
St. Sulpice
Fuente de la Plaza de St. Sulpice. Hemingway la inmortalizó en París era una fiesta
Café de Flore, donde celebraban su tertulia Sartre y Simon de Beauvoir
La Sorbona, donde Machado asistió a las clases de Bergson
Fachada de la Ópera de París

Interior de la Ópera de París. No vimos al fantasma

Torre Eiffel. Pardo Bazán la descubrió prácticamente recién inaugurada y fue cronista de la Exposición de 1889
Hotel Istria, donde se alojaron escritores como Rilke. Frente al hotel, la casa de Verlaine y Rimbaud, hoy desaparecida.
Librería La Hune, baluarte del Surrealismo.
Cementerio de Montparnasse. Tumba de Baudelaire

Cementerio de Montparnasse. Tumba de Julio Cortázar

Cementerio de Montparnasse. Tumba de César Vallejo.
Panteón de Hombres Ilustres. Aquí descansan Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Zola, entre otros.
"Los últimos rayos se filtran débiles por los arcos de la torre y proyectan ilusiones móviles de gárgolas y trasgos"

Vistas de París desde las torres de Notre-Dame.




domingo, 11 de agosto de 2013

218. Luz de agosto


 
 
Entre los escritores de primera fila es difícil no hallar alguno que no tenga entre sus preferencias lectoras alguna novela de William Faulkner. Es curioso comprobar cómo, cuando estos escritores son preguntados acerca de sus intereses literarios o sobre las influencias estéticas que creen haber recibido, el nombre del novelista norteamericano sale siempre a la palestra. Por algo será. Ahora se me viene a las mientes, por ejemplo, el entusiasmo con el que Ana María Matute se refería a las lecturas clave de su vida, en concreto a Luz de agosto, de Faulkner. Entonces ella utilizó el término “deslumbramiento”, casi como una extensión lógica del propio título. “Deslumbramiento”. Quizás cuando todos los intentos academicistas por analizar una novela se quedan cortos; cuando el crítico literario se empequeñece ante la magnitud de un libro que desborda su juicio; cuando un escritor alcanza con su obra esa plenitud artística que lo hace inclasificable y lo eleva por encima de taxonomías y tecnicismos y opiniones, entonces, efectivamente, quizás la palabra “deslumbramiento” se baste a sí sola.

El lector que se acerque a Luz de agosto sentirá desde las primeras páginas que está leyendo otra cosa, algo que está en otro nivel. Los personajes de la novela son inolvidables: la cándida pero firme Lena, que busca embarazada al padre huido de su futuro hijo; Joe Christmas, cuya vida es en sí misma también una búsqueda, la de su propia raza; el reverendo Hightower, defenestrado por la Iglesia por su poco ortodoxa oratoria desde el púlpito y por su oscura vida conyugal, y que desde su retiro constituirá el punto de encuentro de ambas historias; Byron Bunch, arrastrado por una insuperable inercia, entre lo moral, lo vital y lo místico, a auxiliar a Lena; el disoluto y rastrero Brown, padre del hijo de Lena y traidor a su amigo Christmas; y tantos otros.

Faulkner se detiene en la construcción de sus personajes con tal profundidad (y a veces con gran complejidad psicológica) que éstos adquieren una fuerza, una corporeidad casi real, tan alejada del tipismo maniqueo o de esos esbozos deshilachados que caracterizan muchas novelas de nuestro tiempo, más atentas al vértigo de la acción que a la reposada introspección del alma de sus protagonistas. Incluso aquellos personajes a los que se les reserva una categoría alegórica desde el mismo nombre, como al propio Joe Christmas, cuya muerte simbólica, como la de Jesucristo, busca la redención de los hombres y la esperanza de la luz (la luz de agosto) en el hijo de Lena, es una figura con una humanidad perfectamente perfilada, en parte gracias al monólogo interior. Christmas es, sin duda, el personaje más interesante. El origen ambiguo de su sangre le convierte en un automarginado, blanco entre negros y negro entre blancos en una búsqueda sin solución de continuidad.

La técnica narrativa, aunque quizás sea la más lineal de todas las novelas de Faulkner, abunda todavía en las continuas retrospecciones y en la dilación magistralmente dosificada de la resolución del puzzle argumental.

La novela es una denuncia de la intolerancia social y del puritanismo, en parte gestadores de criaturas como Christmas y, a la vez, los verdugos que buscan en el sacrificio catártico el chivo expiatorio que oculte, en el nombre de una justicia arbitraria, su propia podredumbre. Otros temas desfilan por sus páginas, como la Guerra de Secesión americana, la fractura social entre esclavistas y abolicionistas y toda una alegoría de raigambre bíblica perfectamente identificable para el lector avezado. Una lectura deslumbrante como el sol de este mes de agosto que ya quiere coquetear con septiembre pero que volverá, luciente y esplendoroso como vuelven siempre los clásicos literarios.  

domingo, 28 de julio de 2013

217. De los álamos el viento



 
La editorial Kalandraka nos regala uno de esos libros que han sido concebidos para el deleite sencillo de los minutos, para la confortación sosegada del espíritu en compañía de la palabra amiga y reconocible, para el reencuentro siempre igual pero siempre distinto con el verso de antaño, como el abrazo de un viejo amigo al que hace tiempo que no vemos.

De los álamos el viento recoge 21 poemas de Ramón García Mateos acompañados de las ilustraciones de Fernando Vicente. Todas las composiciones comparten el tono popular y tradicional que tan caros le han sido desde siempre al poeta salmantino. Poesía errante, hija del pueblo, que surge de no se sabe dónde, ni importa tampoco, pero que se enseñorea con renovada lozanía en los labios de quien quiera hacerla suya; poesía manoseada por el ingenio alfarero del tiempo para modelarla distinta pero con la misma arcilla; poesía que brinca en la fiesta, que adormece al niño, que recuerda lances perdidos en la memoria, que renace en los juegos infantiles, que se mezcla en los mercados, que pellizca de nostalgia, que requiebra de amores con la noble rusticidad del sentimiento sin adorno. Es la poesía, en definitiva, del penúltimo poema del libro, “¿En dónde la has aprendido?”,  poesía donde “el verso / y la canción / se desenredan / y escapan / de las manos / hacia el cielo. / Ya son coplas / tonadas / desprendidas / del pueblo / y la verdad / y el corazón”. Y así, desfilan por el libro la canción de cuna, el romance, las coplillas. El poeta recrea con soltura y gracia (la gracia inconfundible de quien también ha aprendido y cantado la herencia de sus abuelos) esta poesía de tierra labrantía, recuperando incluso, cuando hace falta, la morfología arcaizante de los vocablos, como cuando se le devuelve el género femenino a la palabra “puente”, o bien tirando del apócope castizo o adornando la plazuela de la fiesta del poema con las guirnaldas de los estribillos. Abundan también los campos semánticos de la flora castellana, con sus nombres sonoros y suaves, que enseguida nos evocan el inconfundible universo de aromas y colores rurales de nuestro poeta. Algunos de los poemas contenidos aquí se han recuperado, sobre todo, del libro Lo traigo andando, publicado en el año 2000 y cuyo título, un verso de unas sevillanas del siglo XVIII, daba buena cuenta entonces de la veta popularizante de aquella obra, como lo hace también ahora.

Los poemas de De los álamos el viento no son, como he leído en algún sitio, poesía para niños. No puedo estar de acuerdo. Es verdad que el complemento inestimable de las ilustraciones (que son auténticas glosas pictóricas de los poemas, evocadoras y sugestivas), y ciertas características de la poesía popular, como algunos de sus temas o el ritmo ágil del metro corto, pueden acercar los poemas a un público infantil. Pero es conveniente no confundir la simplicidad intrínseca de la poesía tradicional, que en su fresca sencillez halla precisamente su mayor encanto, con la poesía infantil, aunque ésta se nutra muchas veces de aquélla y viceversa. En el poema “Corre que te pilla”, la imagen de la carretilla, empujada en los juegos infantiles pero pronto carretilla del carbonero, del repartidor, del albañil o del basurero, es una reformulación amarga del carpe diem. Por eso se le insta al niño a que corra “ahora” con la carretilla. Igualmente desazonadora es la estampa de “Ausencia”, sobre la soledad de los viejos pueblos deshabitados, donde “nadie queda ya / entre los adobes”. Precioso es el guiño a las Soledades de Góngora en “En campo de zafiros”; y la hondura casi metafísica de “Si la nieve resbala”  pide un metro elegíaco. O quizás sea yo quien está equivocado y la poesía sea siempre juguete y caramelo para el niño y certeza de acíbar para el hombre.