domingo, 26 de enero de 2014

237. Sonidos que nunca oiré




La voz dulce de una hermosa lavandera mozárabe entonando una jarcha entre el rumor saltarín del Darro. 

El tañido de una vihuela en cualquier plazuela castellana acompañando el canto harapiento, desdentado y aguardentoso de un juglar. 

Las sandalias de Berceo hendiendo la tierra de los viñedos de San Millán. 

El murmullo políglota en el interior de una estancia de la Escuela de Traductores de Toledo. 

El jovial susurro del Arcipreste de Hita tras una celosía tomando confesión a alguna feliz víctima del loco amor.

El llanto sereno de Jorge Manrique a los pies de la cama de su padre, “en la su villa de Ocaña”. 

El cuchicheo de una vieja celestina acuciando a una doncella en cualquier esquina de una calle de la Puebla de Montalbán. 

Las coplas de un ciego y la voz pedigüeña de su lazarillo.

El primer soneto italiano que le recitaron a Garcilaso. 

El susurro místico de San Juan de la Cruz descubriendo el misterio en su celda. 

El silencio expectante de un aula de Salamanca, los pasos cansados de Fray Luis sobre la madera de su cátedra después de dos años; un carraspeo tímido y, luego, firme ya la voz: “como decíamos ayer…” interrumpido por las sonrisas cómplices y los aplausos de los estudiantes. 

El eco nocturno de unos pasos cojitrancos sobre una angosta calle de Madrid resonando también, jocosos, en la conciencia de Felipe IV tras hallar unos versos envenenados bajo su servilleta. 

La elegante pulla con acento andaluz de Góngora, mientras chasquean los naipes entre sus dedos en una taberna. 

La pluma de Cervantes rasgando el papel y la eternidad ante el crepitar de una vela. 

El alegre bullicio de los mosqueteros en un corral de comedias, aclamando a Lope, Calderón o Tirso.

Las consejas supersticiosas de una vieja que ya no oye la ilustrada sordera de Feijoo.

Los cien cañones por banda que imaginó Espronceda. 

Los pasos solitarios de Bécquer por un oscuro callejón de Toledo y el volteo de su capa contra el relente de la madrugada lunar. 

El sonido seco de un disparo en el tercer piso del número 3 de la madrileña Calle de Santa Clara. El terrible silencio posterior. 

La recitación del panegírico de Zorrilla ante el nicho de Larra. 

Las campanas de Bastabales que hacían llorar a Rosalía. 

La voz tímida y apocada de Galdós al leer su discurso de ingreso a la Academia. 

La voz enérgica, contundente y maternal de Pardo Bazán. 

Una lección de francés de Antonio Machado en Soria mientras repiquetea la monotonía de lluvia tras los cristales; el aspirar pausado de su cigarro. 

La incansable máquina de escribir de Azorín. 

Las encendidas tertulias literarias del Café de Levante presididas por Valle-Inclán. 

La voz de Federico García Lorca; ¿qué dirá en ese vídeo mudo que nos lo presenta caminando ufano junto a otros miembros de La Barraca? Y en la grabación del concierto de la Argentinita, qué sensación tan extraña la de saber que es él quien toca el piano que acompaña el cante de la artista, percibir su presencia latente, casi palpable, transmutada en percusión musical y, sin embargo, no conocer nunca el timbre de su voz.


Sonidos literarios que nunca oiré; que fueron y se apagaron, que sólo vibran ya si son transportados por el sugestivo aire de la evocación. Entre el ruido de este mundo nuestro, lleno de babeles polifónicos, solapados e ininteligibles, yo gravito sobre la quietud infinita de mis libros y entonces, en el misticismo del silencio, se obra el milagro: la Argentinita acaba su canción, cesan las notas del piano, y en el vertiginoso vórtice del tiempo se oye un “¡bravo!” de Federico. 

lunes, 20 de enero de 2014

236. La dama duende



Vaya por delante mi máximo respeto a Miguel Narros, director teatral cuya trayectoria profesional es impecable y está avalada por  importantísimos reconocimientos –como el Premio Nacional de Teatro- que lo han consagrado como uno de los grandes nombres de la escena española.
Como es sabido, Miguel Narros falleció el pasado mes de junio mas tuvo fuerzas para dirigir una nueva versión de La dama duende, obra archiconocida de Calderón de la Barca que ya en los años 50 había llevado a escena. Esta reactualización de la comedia se estrenó en el Festival de Alcalá días antes de su triste desaparición. Tras permanecer en cartel en el Teatro Español –del que Narros fue director en dos ocasiones-, ha comenzado la gira por diferentes puntos de nuestro país.
Esta comedia de capa y espada nos presenta la historia de doña Ángela, una joven viuda que vive bajo la celosa protección de sus hermanos, don Luis y don Juan. Don Manuel Enríquez, capitán del ejército de su majestad, llega a Madrid para solucionar unos asuntos y se hospeda en casa de su amigo don Juan. Antes, ayuda a una misteriosa joven -doña Ángela- que solicita su ayuda al ser perseguida por un caballero que resultó ser don Luis. Don Juan de Toledo, para evitar que el capitán supiera de la existencia de su hermana, la esconde y evita que su alcoba tenga acceso al resto de la casa. Pero tras una alacena que hay en sus aposentos se esconde un pasadizo secreto que conecta su cuarto con el de don Manuel. He aquí el enredo. Doña Ángela y su criada aparecerán y desaparecerán de la alcoba del invitado sin que éste ni su criado Cosme entiendan qué está ocurriendo, quién es ese misterioso duende que deja cartas y revuelve sus objetos personales. A través de esta disparatada situación, Calderón critica las supersticiones de la época –encarnadas en el criado Cosme- y, principalmente, nos plantea la necesidad de las damas de vivir su propia vida, de ser libres y de romper los lazos que las ataban a estrictas normas de comportamiento que encorsetaban su capacidad de decisión.
 La combinación de un buen director y de  un texto impecable de uno de los mejores autores de nuestro teatro áureo parecía asegurar que La dama duende sería una de esas obras que dejan huella. Sin embargo, cuando hace unas semanas acudí a la representación en el Teatro Principal de Alicante, sentí algo de decepción pues esperaba, entusiasmada, disfrutar de una obra clásica en estado puro. Obviamente, no se trata de un experimento extraño de esos iluminados que acaban destrozando el espíritu original de la pieza (déles Dios mal galardón), pues Narros es respetuoso con  la esencia que envuelve a las piezas del Siglo de Oro. Ahora bien, esta versión presenta  algunos desaciertos como la sobreactuación de determinados personajes (la efusividad de don Juan cuando se reencuentra con su amigo don Manuel es demasiado cargante); la exageración en algunos momentos en que los personajes ríen a carcajadas; la prosificación de ciertos parlamentos  que nos arranca de los agradables brazos del verso; el exceso de movimiento de unos actores sobreexcitados, que pisoteaban las tablas con tal ímpetu que a veces impedía incluso escuchar sus intervenciones. Tampoco me pareció acertada la escena en que don Manuel acude al cementerio para poder encontrarse con doña Ángela. Allí lo esperan las criadas que aparecen vestidas con ropas de reminiscencia árabe, fumando cigarrillos y haciendo unos sinuosos movimientos que, quizás, quisieran reflejar la turbación del caballero pero que no encajan en una obra clásica.

El resultado de la puesta en escena es, pues,  aceptable, pero no sobresaliente. Es de justicia reconocer la ardua tarea de dirigir una obra clásica y de interpretarla. Sólo por eso, este montaje tiene toda mi consideración y no desmerece, en absoluto, la impecable carrera de su director. Éste recibió una larga ovación del público y de los actores, que miraban emocionados al cielo como si esos aplausos los acercaran más al espíritu de Miguel Narros, que se fue apagando mientras pedía vida, más vida, para sus personajes. Tremenda paradoja. 

domingo, 12 de enero de 2014

235. El héroe discreto



Existe entre los jóvenes escritores y, sobre todo, entre los escritores noveles (que no es lo mismo), un deseo de irrumpir en la palestra literaria con la voluntad de deslumbrar a sus lectores y, con mayor interés aún, a los críticos. Esa tendencia obedece al natural impulso de querer demostrar cuanto antes (como si la escritura fuera llegar y besar el santo) el supuesto empaque y solidez de su calidad literaria y dejar constancia de su particular voz. Tal es la obsesión por acreditarse que, al final, por lo común, los excesos reivindicativos quedan en mera exhibición pomposa y la cosa naufraga. El giro expresivo que a nuestro escritor en ciernes se le antojaba vistoso es, en realidad, un artificio impostado; la estructura argumental que estimaba original y vanguardista, ya la han cultivado otros antes y mejor que él; el desarrollo de un tema, que le parece grave y profundamente filosófico, carece de la suficiente hondura. Y así, el resultado no es más que un libro disfrazado de libro donde el autor real, que puede ser muy bueno, no aparece jamás desnudo en su labor, sin atavíos extraños y radicalmente sincero. En lugar de darse él en su libro, obnubilado por la acogida que recibirá, lo que entrega es un ente sin alma forjado a base del “qué dirán”.
Pero Mario Vargas Llosa va a cumplir 78 años y lleva más de medio siglo escribiendo. Cuando se alcanzan esas cotas de madurez literaria, imagino que las cosas se ven de otra manera. Supongo que los años dan esa serenidad que permite hallar la esencialidad de la literatura más allá de aventuras estéticas que, por lo demás, el arequipeño cultivó también y con gran maestría. Y se llega a la conclusión de que lo sustantivo de la literatura es, a la postre, contar una historia. Y eso es El héroe discreto, una buena historia y una historia bien contada. La novela se vertebra en dos narraciones paralelas que acabarán cruzándose: la de Felícito Yanaqué, un empresario amenazado por unos chantajistas (el héroe discreto); y la de Rigoberto, testigo de boda de su anciano jefe Ismael Carrera, que ha contraído nupcias con su joven sirvienta para desheredar a sus dos hijos, que habían deseado su muerte. La connivencia de Rigoberto con su jefe, le traerá  problemas con los hijos de éste. La novela, cercana al género folletinesco y al culebrón, tiene de todo: intriga, sorpresas, amores, desamores, humor, fenómenos paranormales y no faltan algunas críticas sociales como el amarillismo periodístico o el materialismo monetario que no entiende de vínculos familiares. Especialmente interesante es el tema del refugio en el arte ante la corrupción social. El estilo de Vargas Llosa es ágil y ameno, con un ritmo muy bien dosificado y un excelente tratamiento de los diálogos, ese arte tan difícil de dominar que bajo el magisterio del autor de “Conversación en la catedral” parece tan natural y creíble. Los lectores asiduos del peruano reconocerán, además, a algunos de los viejos personajes de sus novelas como el sargento Lituma, el propio don Rigoberto, doña Lucrecia o Fonchito. Todo ello en medio de un friso costumbrista muy colorido y vivo del Perú al que los americanismos léxicos contribuyen singularmente.

Y así, El héroe discreto no sólo da título a la novela y a la férrea voluntad de Felícito Yanaqué sino también al propio Vargas Llosa. Porque conjuga la discreción de una prosa sin ínfulas escrita por el mero goce de escribir, tan lejos de nuestro pretencioso escritor novel de marras. Y porque escribir así de bien es hoy una auténtica heroicidad.

domingo, 5 de enero de 2014

234. Leer mucho, leer bien



Con la venida del nuevo año llega también la hora de los balances del año anterior. En el ámbito literario se confeccionan esas listas absolutamente arbitrarias donde se recogen los mejores y los peores libros, se clasifican según el número de ventas, se destaca aquel escritor revelación o la consagración de aquel otro y mil menudencias más que nutren el capricho estadístico. Pero este año he descubierto otro balance que se ha puesto de moda. Se da, sobre todo, en las redes sociales y consiste en hacer acopio del número de libros leídos por cada lector durante el año. Algunos no sólo se limitan a dar buena cuenta de la cantidad exacta de sus lecturas, sino que, además, ofrecen los títulos numerados por orden cronológico e, incluso, desglosados por meses. Les acompañan, además, otros datos como el número de páginas de cada libro y la suma total de páginas consumidas. Y todos compiten a ver quién ha leído más libros o quién acumula más páginas totales. Confieso que me siento gozoso ante esta efervescencia lectora que así genera esta sana competencia. Mejor eso que porfiar por ver quién bebe más litronas. Pero me parece que las lecturas de cada cual, más allá del interés que pueda resultar de compartir títulos y experiencias concretas, así mercantilizadas, a peso, resultan una exhibición impúdica que desvirtúa la relación privada del lector y su libro. A nadie le importa qué hemos leído si no es para ofrecer una buena reseña, una recomendación o el deseo de contar la vivencia que el libro nos ha reportado. Los libros no son meras listas, ni trofeos de caza colgados de una pared, ni coloridas colecciones de entomólogo pinchadas con un alfiler en el corcho de nuestra estantería para vistoso deleite de las visitas.

Confieso también que me siento algo acomplejado. Yo, que me considero un buen lector, regular y asiduo a mi cita diaria con los libros, no alcanzo ni por asomo la ingente cantidad de lecturas de mis correligionarios; por ejemplo, los 134 libros anuales que cita uno de ellos. Una media de más de 11 libros al mes. Admiro tal prodigio de dedicación pero, sin pararme a evaluar la calidad de sus lecturas ni las obligaciones cotidianas de cada cual, ni la cantidad de tiempo libre que como tregua aquellas le regalen, debo recordar (sólo por si acaso) que el libro exige paladeo, como el buen vino. Un libro de poemas de apenas cien páginas puede durarme mucho más que una novela de trescientas, porque la poesía no se lee como se lee un periódico. Uno se detiene en el verso, se suspende en él, lo degusta, calibra en su mente esa imagen genial, lo relee varias veces, cada vez con una sugestión nueva o un matiz que se escapaba y que ahora lo completa. Con menor demora se lee una novela pero también ésta participa del mismo criterio de delectación. Las lecturas apresuradas, “en diagonal”, como dicen algunos, nunca pueden dejar poso alguno en nuestro espíritu. Si somos lo que leemos, si algunos cosemos nuestra identidad a base de hilvanar puntadas de libros sobre nuestra conciencia, si el libro es un compañero confidente con el que susurramos secretos sin prisa, entonces consideremos la paciencia, consideremos la dulce lentitud, aunque nuestra vida finita nos punce el alma al recordarnos todo lo que no leeremos nunca. Que cada libro, si es merecedor de ello, cale, igual que cala el abrazo largo que reconforta, igual que cala el beso en donde uno se olvida del mundo y hasta de sí mismo. Leamos mucho, sí, pero leamos bien. Feliz y literario 2014.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

233. Romancero nuestro


Menéndez Pidal y su esposa María Goyri durante su viaje de novios
 
Nunca sabremos qué delito debió de cometer aquel prisionero que yace aún en su prisión y que no sabe “ni cuando es de día ni cuando las noches son, sino por una avecilla que [le] cantaba al albor”; ni en qué parará el adulterio de Gerineldo y la reina, que despiertan una mañana en su lecho de amor, separados por la espada del rey; ni tampoco la identidad de ese enigmático marinero a bordo de su galera, enjarciada con velas de seda y cendal, y cuyo canto hacía amainar los vientos, poner la mar en calma, alzar los peces de las profundidades y posar a las aves en su mástil.

No lo sabremos nunca ni importa tampoco. Porque estas historias, así desgajadas de su fruta primitiva, nos bastan sin aditivo alguno, sólo el que la maceración del tiempo quiera otorgarles para conjugar su sabor añejo con los matices nuevos. Esquirlas fragmentadas de quién sabe qué vasija perdida que el torno alfarero del pueblo ha mantenido siempre igual y siempre distintas. Rescoldos de un fuego infinito que el fuelle de la herencia oral aviva a perpetuidad. He ahí la esencia de los romances.

En esta España nuestra afligida por su larguísima  y amarga historia de rencillas, disputas, desavenencias y rencores, los españoles hemos sabido, no obstante, salvaguardar un pedazo común de nosotros mismos en la custodia de nuestro Romancero. Y, por una vez,  hemos hecho algo juntos. Sus versos se han enseñoreado siempre antiguos y siempre lozanos haciendo soportables las tareas del campesino; han brotado quejumbrosos en las consejas de una vieja entre el crepitar de una lumbre, apaciguando el rigor del invierno; han mecido el sueño de un niño en su cuna; han brincado en la fiesta y en la verbena y en el mercado; han recordado lances antiguos que nos recuerdan ascendencias y mestizajes. Y esta longevidad transmitida de generación en generación es quizás la mayor muestra de una identidad más allá de banderas y miserias políticas. Y es también un milagro literario que, pese al nuevo signo de los tiempos, permanece vigente, en contra de lo que piensan los teóricos más catastrofistas, del mismo modo que los romances parecieron liquidados al final de la Edad Media y, sin embargo, hallaron nueva revitalización en las refundiciones de nuestro teatro áureo y más tarde entre los poetas cultos. Sea como fuere, el romance en su continua transmutación genérica ha sobrevivido al paso del tiempo y aún en su forma más pura, la de la oralidad, como demostraron Ramón Menéndez Pidal y su esposa María Goyri en el que es ya mítico viaje de novios por tierras del Burgo de Osma a la caza de romances, tarea que luego continuó con ahínco su nieto Diego Catalán. El tesoro del Romancero y de la oralidad es tal que José Agustín Goytisolo se jactaba de que su poema “El lobito bueno” pasara por canción anónima, antigua y popular, pues ese era el mayor elogio que pudiera recibir.

Desde hace 10 años, la UNESCO ha añadido a su programa de amparo cultural lo que ha dado en llamar Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Tras una década resulta ya enojoso el olvido en que la institución tiene al corpus de nuestro Romancero hispánico, tramitación, por cierto, que la muerte de Diego Catalán dejó truncada en su momento.

Démonos prisa, no vaya a ser que nos pase como al prisionero del romance, a quien un ballestero le mató el avecilla (déle Dios mal galardón);  o lo que le ocurrió al conde Arnaldos que, pidiendo al marinero de marras que le dijese su cantar, éste le respondiera: “Yo no digo mi cantar sino a quien conmigo va”.

viernes, 20 de diciembre de 2013

232. Pasando lista



Comprendí realmente que había cambiado Tarragona por Alicante cuando pasé lista a mis alumnos el primer día de clase. Arniches: presente; Bonmatí: presente; Gilabert, Miró… presentes. Y aunque los nombres de pila eran otros, yo no podía menos que sonreír al evocar al dramaturgo alicantino Carlos Arniches; a Margarita Bonmatí, natural de Santa Pola y esposa de Pedro Salinas, que durante un tiempo vivió en El Altet; a Concepción Gilabert, madre del oriolano Miguel Hernández; a Gabriel Miró. Ahí estaban mis poetas, mis escritores, saludándome a través de estos chiquillos que quizás no conozcan siquiera el abolengo literario de sus apellidos, resucitándose mediante el sortilegio onomástico para darme la bienvenida, para decirme: “aquí nos tienes, reconfortaremos tu alma de transterrado. Que la sobriedad de estos riscos pelados serene tu espíritu y que la huerta de la vega oree tu nostalgia”. De camino a casa, un coche se detiene a mi lado en el semáforo. Sobre el techo del automóvil, un rótulo: Autoescuela Azorín. Pierdo mi mirada agradecida allá por donde intuyo que queda Monóvar.

Y, no obstante, en mi otra lista me faltan mis padres, mi hermano, mis amigos, y aquella patria chica que se limitaba a las lindes de mi barrio de periferia, Bonavista, allá en Tarragona. Mis pinos imperiales son ahora palmeras africanas, mi Rambla Nova es ahora la Explanada de España y he sustituido el Balcón del Mediterráneo por el  Castillo de Santa Bárbara. Desde su atalaya, los ojos se pierden en la inmensidad del mar, que me trae olas del presente y del ayer.  Porque 
 
“El mar también elige 
puertos donde reír
como los marineros. 
El mar de los que son.
El mar también elige
puertos donde morir. 
Como los marineros. 
El mar de los que fueron”
 
(Miguel Hernández).
 
Publicado en Tribuna de Poniente

domingo, 15 de diciembre de 2013

231. Cancela insomne


 
Que la evocación de la infancia como paraíso perdido es un motivo recurrente en poesía, es asunto probado. Y,
no obstante, esa veta de la memoria sigue llenando incesantemente los poemarios a cuyos versos nos asimos también los lectores en la búsqueda universal de ese arcano edénico que nos devuelva.

Juan Ramón Torregrosa quiere cerrar con su última obra ese ciclo temático, que es una constante en toda su producción, y lo hace con un libro atento a la captura de todos esos “vislumbres originarios” de los que hablaba Cesare Pavese, capaces de recuperar el instintivo estado de desnuda esencialidad que conforma la bandera de aquella patria, quizás la única cierta y verdadera.

El libro está dividido en cuatro secciones que, salvo la primera, se corresponden con las etapas de la infancia, la preadolescencia y la madurez. La obra se abre con una interesantísima primera parte, “Quien conmigo va”, que hace las veces de pórtico filosófico y que plantea las confusas lindes entre la memoria, siempre subjetiva, y la verdad, sólo atisbada en instantes efímeros que laceran al poeta, no por su contenido mismo, sino por la convulsión radical que produce la conciencia del tiempo que vuelve. Especialmente destacable es el poema “Sueño y vigilia”, con la espléndida imagen del viajero en duermevela que, al despertar, halla entre el vaho del cristal, su propia imagen, como si otro viajero, que es él mismo, hubiera ocupado el asiento contiguo. El viaje es metáfora de la vida y la epifanía del reflejo en el cristal, símbolo del desconocido, nosotros mismos, que nos acompaña.

La segunda sección, “Cancela abierta”, rescata la candidez de los primeros descubrimientos que asombran a nuestra niñez. En muchos de estos poemas se columbra un cierto desamparo, con algún episodio traumático, y la turbación recelosa del contacto con el mundo de los adultos, más peligroso que los ingenuos primeros miedos infantiles. Especialmente hermoso es el poema “Sombras en movimiento”, que narra la primera experiencia cinematográfica. El haz de luz “que atraviesa el espacio tenebroso / y se convierte en vida palpitante”, bien pudiera utilizarse como imagen de la memoria, luz etérea, imposible, irreal, que germina en nuestra mente.

La tercera división corresponde a “Cancela insomne”, que da título al libro. Los poemas aquí agrupados dan un paso más en ese proceso revelador de los descubrimientos, centrados aquí en el propio cuerpo y la sexualidad, que son tratados con exquisito buen gusto, y siempre al amparo de una ingenua clandestinidad acechada dolorosamente por el sentimiento de culpa. Es la etapa en la que el niño debe agarrarse a las palabras de los adultos, misterios insondables todavía, pero asidero de quien, aún sin respuestas, navega a la deriva sujeto a esas palabras que algún día le conducirán a la playa del autoconocimiento.

Finalmente, “Cancela oculta”, desde la perspectiva ya de la madurez y la ancianidad,  aborda la impotencia ante el paso del tiempo, aunque con una mirada esperanzada en el presente, único valedor de la existencia. Pero es, sobre todo, la constatación del retorno a la infancia que experimenta el hombre al franquear la senectud.. Esta circularidad se aprecia, por ejemplo, en el último poema, “Vida retirada”, que reformula el tópico del beatus ille latino y que conecta, ignoro si conscientemente, con el poema “Noche de verano”, de la segunda sección. En ambos, el poeta niño y el poeta adulto, se entregan a la placidez de un sencillo instante de plenitud. Queda así el libro redondo, unidos sus cabos, como la vida misma.

Juan Ramón Torregrosa (en el centro) durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante

Un servidor, flanqueado de grandes escritores. A mi izquierda, el poeta José Luis Vidal y el escritor Mariano Sánchez Soler. A mi derecha (salvando a Doña Ramona, que es un clásico ya en estos eventos), la poeta Pilar Blanco.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

230. La Literatura como salvación


 
A veces ocurren cosas que revelan los verdaderos límites de una pasión, su importancia en esa íntima escala de necesidades vitales que se guardan entre los bastidores del alma y que se prodigan sólo algunas veces, con la prudente dosificación del hombre cuerdo y equilibrado, del hombre que sabe guardar las formas, que cumple su rol social, hombre cabal domesticado.

Visité París por primera vez hace unos meses. Fue uno de esos viajes tan inolvidables como extenuantes. En nuestro afán por optimizar todo el tiempo que pasáramos allí, embarcamos en el avión más madrugador. Llegar a París y otear la ciudad desde las torres de Notre-Dame fue todo uno. Estaba agotado porque apenas había pegado ojo la noche anterior, muy corta por lo demás. Por otro lado, desde aquella atalaya de piedra casi milenaria empezaba a sentir ya mi vértigo patológico a las alturas. El caso es que ambas circunstancias sellaron su común alianza contra mi salud y, a partir de aquel momento, las fabulosas vistas de París dieron lugar a todo un caleidoscopio de siniestras y burlescas gárgolas y sátiros, que me volteaban en vertiginosa danza. A su vez, las campanas de Notre-Dame tañían su bronce con violencia calando sus vibraciones en mi caja torácica que apenas sujetaba ya al preso de metal que, como maléfico sortilegio, había quedado dentro. Tal fue mi malestar que, una vez abajo, tras dejar atrás las interminables y claustrofóbicas escaleras de caracol, pensaba que me moría, hipocondríaco de mí, porque apenas podía respirar. Y peor aún que morirme, todo aquello me estaba aguando el viaje. Decidimos dar un paseo para airearme un poco cuando, hete aquí que, al pasar junto a los puestos de libros que flanquean el Sena, saco fuerzas de flaqueza para fijar mi atención en la portada de uno de ellos. El autor: Saint Jean de la Croix. Al principio me costó reconocer a mi poeta favorito detrás de su francófono atavío pero en cuanto mi mermada lucidez me permitió identificarlo, allí era de ver cuán milagrosamente había recuperado yo mi salud. Por no hablar del momento en que descubrí, el Don Quichotte del que, entusiasmado, no pude resistirme a leer su inicio en francés: “En un village de la Manche, du nom duquel je ne veux souvenir…”. Allí estaban, mis escritores, en un país extranjero, dándole alivio a mi mal. No sé si fue el bálsamo de Fierabrás o las ninfas de Judea pero el caso es que yo puedo decir que San Juan de la Cruz y Cervantes me salvaron la vida aquella mañana en París. Mientras redacto estas líneas, mi compañera de viaje se acerca a la mesa a curiosear lo que  escribo y coloca burlona su dedo índice sobre la sien. Pero yo sé bien lo que me digo.

Si esta súbita resurrección de ánimo (llámense, si se quiere, endorfinas literarias) me ocurrió a mí, pobre diletante de las letras, ¿qué no le sucederá al poeta que se redime en los versos que escribe? ¿Qué alivio no sentirá el escritor que exorciza su mal en la bendita oblea del papel? ¿Con qué infinitos no soñará aquel que dejando el legado de su obra le arrancó a la muerte una pizca de eternidad? ¿Cómo no se agarrará a la vida que le queda aquel que, vislumbrando ya aquella epifanía genial del último párrafo, pugna aún por apresarla? ¿Qué refugio no hallará el que, tiritando del frío de la existencia, cruza el seguro dintel del arte? ¿Cómo no vivir y morir en la lectura y en la escritura si somos los hombres palabra viva, si somos ecos de otras palabras, si somos susurros inciertos bajo las estrellas?

Todavía mareado, descubro a San Juan de la Cruz. 
"¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!"

Casi recuperado

Feliz y recuperadísimo. Al fondo, se puede ver un libro de Skármeta y, algo borroso, los Poemes mystiques, de Saint Jean de la Croix

El Quijote, en francés.
 

domingo, 24 de noviembre de 2013

229. Monserga épica


 
Antes de que los defensores de la llamada fantasía épica se me lancen a la yugular o, peor aún, antes de que me preparen un bebedizo venenoso a base de savia de mandrágora cultivada en el inhóspito y escarpado Valle de la Amazona Enamorada, allá en la región del Quinto Círculo del Lapislázuli, antes de todo eso, quiero decir algo en mi descargo.

La épica de la que yo vengo es la del rudo y noble cabalgar de las tiradas monorrimas de los cantares de gesta y soy vasallo de don Ramón Menéndez Pidal, que es mi señor natural. Se comprenderá entonces que elfos, duendes, orcos, trasgos, enanos, dragones, hobbits  y demás criaturas que pueblan el nutrido imperio de la épica fantástica, me la traigan al pairo.

Maticemos ahora. Nada tengo contra el género en cuestión. Rechazarlo simplemente por la fantasía que atesora o por la lista innúmera de los personajes maravillosos que lo integran, sería negar la propia naturaleza de la literatura, que ha echado mano de lo sobrenatural desde las obras fundacionales más universales, empezando por Homero o el Gilgamesh, aunque con un origen religioso y un inestimable valor antropológico; por no hablar de toda la literatura caballeresca o de la épica europea, particularmente la nórdica, tan lejana en espíritu del realismo, austeridad e historicidad de la nuestra. El género es tan legítimo, pues, como cualquier otro. Y es, además, un tesoro de contento para la chiquillería y para el lector adulto. Mis alumnos devoran los libros de Laura Gallego y degluten trilogía tras trilogía sin visos de hartazgo. A ver quién censura semejante logro. Lo que ha acabado con mi paciencia, pues, no es el género en sí, sino el abuso con el que, de un tiempo a esta parte, se nos ha castigado. Y cuando hay abuso, hay tópicos y vueltas de tuerca que acaban por desgastar la rosca. Uno de los indicios más claros de que un género se agota es cuando es un blanco fácil para la parodia. De eso ya nos dio alguna lección Cervantes. Es exactamente lo que ocurrió con aquella saga cinematográfica que, bajo el título de Scary Movie, ridiculizaba las películas de terror, en un momento en el que el género estaba sufriendo una alarmante falta de imaginación y un estancamiento evidente. ¿Hay algo más escarnecedor para una película de terror que comprobar cómo sus modelos y motivos argumentales pierden el respeto y el culto del público para convertirse en objeto risible? Algo similar ocurre con la fantasía épica. El cine, particularmente, ha hecho mucho daño al género. Y prueba de ello es el malestar que los lectores sienten al ver sus novelas traicionadas por la adaptación cinematográfica. Yo ya siento un hastío insoportable cada vez que nos pasan los mismos moldes de siempre: paisajes de ensueño, marcos pseudomedievales, viajes eternos, narrador en off con la voz del que dobla a Morgan Freeman, retahílas de genealogías interminables, exhibición gratuita de magia por doquier, aderezado todo ello con esa banda sonora compuesta por unos coros femeninos en estado de sobreexcitación dionisíaca. Particularmente recurrente es el Señor Oscuro. Siempre hay un Señor Oscuro que no se sabe muy bien por qué, ayudado de sus hordas, quiere instaurar la Oscuridad Perpetua. Qué manía con la oscuridad. Ya no sabemos si el malo malísimo sufre de fotofobia o es que con la crisis le cuesta pagar las facturas de la luz. Qué fijación, oiga.

La fantasía épica, con todo su encanto de portentosa imaginación, sin renunciar a su espíritu, debe buscar nuevas formas de expresión que eviten el soporífero e indigesto atracón con que quieren cebarnos. Y ese sí es un reto épico.

domingo, 17 de noviembre de 2013

228.Señor de los balcones


 
El poeta Antonio Moreno comparte el mismo nombre y apellido que aquel otro Antonio Moreno que alojara hospitalariamente a don Quijote en su casa de Barcelona. La comparación no es baladí: hay que tener la nobleza de espíritu de aquel personaje cervantino para dar asilo en una antología a un poeta prácticamente desconocido y hospedar con el esmero habitual de la editorial Renacimiento a esa maravillosa y valiente locura que es hacer poesía en nuestro tiempo. El poeta hospedado es  José Luis Vidal, del que Antonio Moreno ha rescatado una centena de poemas procedentes de sus últimos 7 libros. La antología se titula El señor de los balcones, que es, además, el título de su segundo poemario de 1992.
Gran parte de la poesía de Vidal es una celebración del mundo que, en su perfección y belleza, es un obsequio que nos es dado. Más que una exaltación del cosmos, se trata de una equilibrada actitud contemplativa en la que el poeta, como criatura también integrante de la armonía de las cosas, participa con humildad del triunfo de la belleza que le rodea. Esta visión estática y, en ocasiones también extática, se resuelve con pequeñas estampas que muchas veces se limitan al milagro del instante, del “ocurrir”, y a la atención de los pequeños seres, de tal forma que, salvando las distancias genéricas, podríamos hablar de haikus amplificados como en el poema “Junto al agua”. El motor de toda esta perfección que mira asombrado el poeta, es esa suerte de ente demiúrgico que acapara gran parte del “tú” poético y que bien puede emparentarse con Dios desde una perspectiva religiosa, bien con una concepción panteísta de la Naturaleza, con el sol como especial protagonista, o bien con la propia poesía, como constructora de la realidad a través de la palabra.
No obstante la simbiosis del poeta con el cosmos, hay momentos en que existe un deseo explícito de reivindicación individualista, de objetivación del yo. Pero esta aspiración es, a su vez, tan humanamente legítima como dolorosa porque pone de manifiesto la concreción y finitud del ser humano, lombriz mortificada ante toda esa belleza que duele, y la inevitable búsqueda de una trascendencia insatisfecha, sólo vislumbrada, presentida en el envés de su alma y negada ante la certeza de la muerte, como esa “terca ceniza” que es ilusa al cifrar su esperanza en aquel rescoldo de resplandor. Llega entonces el miedo a dejar de ser en el mundo y el poeta clama codiciosamente por un instante más en la tierra. Esta desazón desesperanzada parece ser el tono de los últimos poemas, los incluidos bajo el significativo título Donde nunca hubo nada. La infancia se convierte entonces en ese lugar edénico, custodia de las esperanzas, ilusiones y promesas incumplidas, que “mirando atrás”, el poeta se pregunta si será capaz de proteger, igual que se embosca el ruiseñor al amparo del roble. La conclusión probable es que los anhelos sean como la última hojarasca del castaño, removida por el viento en un último intento vano de alzarse del suelo donde serán inevitablemente pisoteadas.
La poesía de José Luis Vidal escapa de todo elemento circunstancial, si acaso aquel poemita de la tacita de café, tan deliciosamente doméstico, lo que permite la universalidad de su innegable hondura, limpia y sustantiva. Poesía de altura apta para el alma, que como aquel piar cautivo, “restos de un júbilo rebelde”, “libre y audaz no obstante el hierro”, pide vuelo e infinitos azules.

Jose Luís Vidal durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante