Si la Biología nos dice que el ser humano es
básicamente agua, la Gramática nos dice que el ser humano es radicalmente
lenguaje. Y para refutar tal afirmación, hasta los propios biólogos tienen
perdido el debate porque el nombre de su profesión está formado por el elemento
compositivo “-logos”, que antes de adoptar su significado actual de
“especialista”, significaba propiamente “palabra”. En el Evangelio de San Juan
se dice: “En el principio existía la palabra” y luego poetas como Blas de Otero
o José María Valverde tradujeron la palabra divina de la Biblia a la palabra no
menos divina de la Poesía y escribieron sendos poemas que casualmente titularon
igual: “En el principio”. En ellos ambos cifraban su existencia y la del mundo
en la palabra: “que no hay más mente que el lenguaje, /y pensamos sólo al
hablar, / y no queda más mundo vivo/ tras las tierras de la palabra”, se decía
Valverde en su revelación más trascendente, mientras Otero repetía como letanía
salvadora: “me queda la palabra”.
Algo de todo esto hay en La mujer loca, la
última novela de Juan José Millás, publicada en Seix Barral. Entre sus
protagonistas se halla Julia, una pescadera que por las noches estudia
Gramática porque está enamorada de su jefe, que es filólogo (ya se sabe que “de
lo primero que se quita la gente en tiempos de crisis es del marisco y de la
Filología”). Al abordar las nociones básicas de la Gramática, Julia descubre un
cúmulo de fisuras y contradicciones que para cualquier estudioso de la lengua
resultarían ingenuas pero que, observadas con mayor detenimiento, dan lugar a
toda una serie de inferencias que rayan en lo metafísico y que, de hecho, son
objeto de estudio de la Filosofía del Lenguaje. El repaso por esas
irregularidades del idioma lleva a Julia a dos conclusiones radicales: la
Gramática no sólo es el trasunto del ser humano sino que éste, además, está al
servicio de aquélla y no al revés. Es decir, el lenguaje no es una herramienta
del hombre sino parte sustantiva de éste en tanto que lo dirige y le da su ser.
Desde luego, esta parte de la novela es la más interesante y creo que acertaré
si presagio que hará las delicias, sobre todo de los filólogos, pero también de
cualquier lector.
Julia, en sus ratos libres, atiende, además, a una
enferma terminal, Emérita, a la que Millás, convertido en personaje de su
propia novela desea hacer un reportaje sobre la eutanasia. Aquí empieza el otro
bloque temático del libro. El desdoblamiento de Millás diluye las lindes entre
el escritor, el personaje de ficción y el narrador, fórmula que tan buen juego
ha dado a lo largo de la historia de la literatura. El Millás-personaje conoce
a Julia y su atención se dirige desde entonces hacia esa chica extraña a la que
se le aparecen frases, habla con ellas, las desnuda y las opera sobre la
camilla de una cuartilla y en su locura emite revelaciones deslumbrantes. Tanto
es así que se plantea escribir una novela sobre ella (quizás la novela que
nosotros leemos), embrollando aún más la “matrioska” literaria. Esta segunda
parte, hilada a través de las sesiones terapéuticas que el Millás-personaje
lleva a cabo con su psicóloga, es mucho más metaliteraria. En ella se abordan
asuntos como la superación del bloqueo creativo, los límites de la novela como
género o la dualidad “escritor por oficio” – “escritor por vocación” (en ese
sentido, él divide a las personas, escritoras o no, en los “porquesí” y en los
“porquenó” de la vida).
La mujer
loca es una novela heterodoxa, premeditadamente inclasificable, un buen
ejemplo de esa literatura del extrañamiento, tan cercana a Cortázar y que, en
su brevedad, apenas 238 páginas, ofrece infinitas interpretaciones, tantas, que
el concepto de relectura no es aquí una opción de refresco sino que queda
elevado, en sí mismo, a categoría literaria.