domingo, 22 de mayo de 2016

324. Ninette y un señor de Murcia



Ninette y un señor de Murcia se estrenó en 1964 en el Teatro de la Comedia de Madrid con un  éxito tal que superó las tres mil funciones. Cincuenta y dos años después, el director César Oliva pone en escena de nuevo esta comedia cómico-costumbrista de enredo y demuestra la atemporalidad de la obra de Mihura, que sigue ganándose el aplauso del espectador.
Como es sabido, la fama que adquirió el autor gracias a Tres sombreros de copa le llevó a  buscar la rentabilidad económica mediante un humor blanco, apto para todos los públicos. El propio dramaturgo expresó en reiteradas ocasiones su desconexión de la política y su escaso interés por temas sociales: “Mi obra no responde a ningún compromiso social, porque yo, artísticamente, estoy libre de toda clase de compromisos. Si he elegido esta profesión de comediógrafo (…) es porque en ella puedo expresarme libremente, como todo artista, sin tener que darle cuentas a nadie”. Ahora bien, esta ausencia de compromiso no implica que Mihura, como buen humorista, no tenga recursos para ofrecer una interesante visión de ciertas realidades del momento histórico que le tocó vivir.
La pieza que nos ocupa refleja la represión sexual que se vivía en España en los años 60, fruto de la férrea moral de la época. Para ello, el dramaturgo nos presenta a Andrés, un joven murciano que regenta una papelería en la que se venden artículos religiosos. Tras recibir la herencia de su tía, decide organizar un viaje a París con la ilusión de vivir una aventura con una francesa. Para buscar alojamiento solicita ayuda a su amigo Armando, quien le encuentra habitación en la casa de una familia de exiliados españoles un tanto especiales. Su llegada a la ciudad del amor no puede ser más desastrosa. El hotelito con vistas al Sena es una pequeña habitación en un barrio cualquiera; su deseo de degustar la comida francesa se transforma en engullir cocido y fabada asturiana casi a diario pues sus anfitriones, Bernarda y Pedro, mantienen las costumbres españolas y reniegan de las exquisiteces culinarias  de su país de acogida; sus ganas de salir con chicas se frustran cuando su amigo Armando le propone ir al cine a ver una película rusa… y así mil despropósitos que provocan la carcajada en el espectador. Cuando por fin se decide a recorrer París conoce a Ninette, la hija de Bernarda y Pedro. Es una joven encantadora con la que mantiene una relación íntima, pero que busca cualquier subterfugio para evitar que Andrés salga de la casa y conozca la ciudad. Así, prendado de la joven, va pasando los días encerrado en el piso y aprovechando la ausencia de los progenitores de Ninette para disfrutar de su amor, ¿o es sólo capricho? El enredo se complica aún más cuando la bella joven confiesa que está embarazada. Tras el monumental enfado de sus padres, éstos deciden que la pareja debe casarse por la iglesia –a pesar de su ideología de izquierdas- y que todos se mudarán a Murcia, pues añoran España. El pobre Andrés, que había viajado buscando una aventura, acaba encontrando el lote completo: esposa, bebé y suegros incluidos. Pese a su angustia inicial ante este futuro que se le plantea, se demuestra que el amor de Ninette todo lo puede. Se rinde a su encanto y a ese acento tan dulce con el que le susurra palabras de amor. Sólo queda un interrogante: ¿conseguirá el joven conocer la ciudad del Sena antes de regresar a su pequeña Murcia?
El elenco de actores que dan vida a estos personajes realiza un trabajo muy aceptable. Destaca la interpretación de Natalia Sánchez como Ninette. Con la dificultad añadida de tener que hablar con acento francés, nos presenta a un personaje delicado y amoroso ante el que, lógicamente, cae rendido Andrés, a quien da vida Jorge Basanta. Éste representa perfectamente al joven de provincias que no ha viajado nunca y que llega ilusionado y emocionado a esta gran ciudad. Busca la luz de París, ese libertinaje que tan prohibido está en España. Acepta con resignación “cristiana” la frustración de sus planes, pues acaba viviendo una especie de secuestro amoroso. Por otra parte, el prototipo de exiliados españoles que no llegan a adaptarse del todo a su nuevo país está encarnado en la pareja formada por Miguel Rellán, quien defiende a ultranza sus ideas de izquierdas y toca la gaita en cualquier ocasión para no olvidar sus raíces asturianas y Julieta Serrano, una verdulera muy habladora. Quizás ésta sea la interpretación más floja, pues en la obra de Mihura Bernarda aparece como una señora con un carácter muy fuerte y envolvente, mientras que en la actuación de Serrano parece que falta energía. Por último, Armando cobra vida en la figura de Javier Mora, quien representa al español joven, gruñón y quejica, que aparenta estar integrado en el ambiente parisino pero no deja de ser un hombre sin rumbo, casi sin amistades a las que recurrir.

En definitiva, la compañía La Ruta presenta una puesta en escena fiel al texto de Mihura con un resultado óptimo. Se trata de una pieza amable que nos regalará un rato de diversión plagado de sonrisas y entretenimiento y que nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una obra de uno de los grandes  integrantes de “la otra Generación del 27”, caracterizada por su tendencia al humor y a la evasión. Tan lícito es el compromiso social como el entretenimiento. En el equilibrio entre ambas posturas radica el éxito y el buen espectador de teatro sabe combinar ambas tendencias cuando decide a qué tipo de función desea asistir, pues autores humorísticos los hay de todos los tipos y calidades y Mihura es uno de los grandes. De eso no hay duda. 



domingo, 15 de mayo de 2016

323. Intonso



En los anaqueles de mi biblioteca doméstica hace ya algún tiempo que reposan, medio olvidados, varios libros intonsos; ya saben, esos libros que se encuadernan sin cortar los pliegos de sus hojas, lo que impide la lectura hasta que el propietario se decide a cortarlos. Ya no recuerdo si mis libros intonsos están durmiendo el sueño de los justos porque otras lecturas más urgentes se impusieron, o si ha sido mi torpeza antológica con los trabajos manuales la que ha dejado para mejor ocasión tan delicada cirugía. En realidad no los tengo tan olvidados. De vez en cuando los rescato de las estanterías y me cuelo entre los resquicios que dejan los pliegos para atisbar las palabras escondidas. Se podría considerar un acto de voyerismo literario.
El libro intonso tiene el encanto de certificar a su dueño que nadie antes que él ha leído el ejemplar. En la satisfacción que produce esa fidelidad hay todavía algún residuo oscuro del amor posesivo, aunque sin la necesidad de refrendarla con el carmesí de un pañuelo. También la atracción del ser humano por la primera vez; el primer pie en la luna, el primer arqueólogo en la pirámide, el primero en tomar unos labios; el primero en leer un libro. Tiene algo de profanación, aunque la herejía lo es menos porque el ritual se sacraliza en el acto místico de esa primera lectura, que nos convierte en sumos sacerdotes: “acaba ya si quieres / rompe la tela de este dulce encuentro”, parece decirnos, lúbrico, el libro intonso.
Hay también libros intonsos que, aunque técnicamente no lo son, en la práctica están destinados a serlo. Me refiero a todos aquellos libros que no leeremos jamás. De la condición finita del ser humano esa es una de mis mayores desazones: la de saber que habrá lecturas que no llegaré a vivir. Pedimos cita con aquellos libros que hay que leer al menos una vez en la vida, y el funcionario del tiempo, huraño e indiferente, nos expide una papeleta con fecha más allá de la muerte. Libros maravillosos, solícitos, dispuestos a entregársenos, títulos que son promesas, aguardando su turno de volver a ser, de ser en nosotros; y, sin embargo, muchos de ellos, libros intonsos, cosidas sus páginas por la negra hilandera. Intonso, seguramente también, el libro que nunca escribiré.
La vida es en sí una edición intonso en cuyo índice se hace la relación de nuestras renuncias. Pero somos aún dueños del tiempo que se nos ha dado. Y no sólo para leer. También para escribirnos. El “te quiero” que no decimos es una lengua intonsa; la caricia que no damos es una mano intonsa; el perdón que no otorgamos es un corazón intonso; el sacrificio que no ofrendamos es una voluntad intonsa; el error que perpetuamos es una memoria intonsa; la sumisión a que nos humillamos es una libertad intonsa; los ojos que miran hacia otro lado dan una mirada intonsa; la esperanza que desdeñamos es un alma intonsa.

Con un pequeño abrecartas he cortado cuidadosamente los misteriosos pliegos de mi libro. Ya este libro que sostengo, abierto sobre el regazo, se ha mostrado al mundo por vez primera. La luz que entra por la ventana se enseñorea sobre la tinta de sus palabras y reverbera sobre el blanco inmaculado de la página. Este libro ya no es un libro. Es una aurora. Dejó de ser intonso.

domingo, 8 de mayo de 2016

322. La piedra oscura



Ir al teatro siempre es un acierto, pero hay veces en que el espectador se siente privilegiado por poder presenciar algunas representaciones. Es lo que sucede con La piedra oscura, una maravillosa obra que presenta la última noche de Rafael Rodríguez Rapún, estudiante de Ingeniería de Minas, secretario de La Barraca y “el más hondo amor de Lorca”, según Ian Gibson. Rapún falleció el 18 de agosto de 1937, justo un año después que su amado poeta. Todas las versiones sobre su muerte coinciden en que fue una especie de suicidio, pues tras conocer la desaparición del escritor granadino se alistó en el ejército. Unos dicen que saltó de la trinchera gritando que deseaba morir y lo alcanzó una ráfaga de ametralladora y otros relatan que le sorprendió un ataque aéreo y no se lanzó al suelo, por lo que una bomba explotó a su lado. En cualquier caso, parece que dejarse matar fue su forma de recuperar a Federico, del que se había prendado a pesar de su condición heterosexual. Pero parece ser que Lorca tenía un aura especial y Rapún no pudo escapar de las redes de su encanto.
En La piedra oscura, Alberto Conejero recrea, alejándose de la realidad, los últimos momentos de vida del joven Rafael. La acción se desarrolla  en una habitación de un hospital militar cerca de Santander. Rodríguez Rapún, teniente de artillería del bando republicano, herido y apresado, es vigilado por un joven soldado que rehúye cualquier contacto con el preso. Poco a poco la tensión entre ambos va desapareciendo y deja espacio para la palabra, para el diálogo como salvación ante la angustiosa situación que están viviendo los personajes. A pesar de las diferencias ideológicas, Rafael y Sebastián son seres humanos que tenían ilusiones y proyectos que se han visto truncados por la guerra. Les une, además, el sentimiento de culpa. Sebastián no pudo evitar la muerte de su madre cuando su pueblo fue bombardeado por quienes iban a ser sus libertadores y Rafael arrastra como una losa el peso de la muerte de Federico García Lorca. Siente la necesidad imperiosa de revelar su secreto antes de desaparecer y no duda en confesarle a Sebastián su amor por el poeta. Relata, con suma ternura, cómo se enamoró de él y, con profundo remordimiento, cómo no atendió a las llamadas de Lorca desde Granada.  Su último acto de amor es asegurar la pervivencia de unos manuscritos del poeta: las obras de teatro El público y La piedra oscura y los Sonetos del amor oscuro, algunos de los cuales parecen dedicados a Rapún. Para ello, Rafael le pide a Sebastián que viaje a Madrid y se ponga en contacto con Modesto Higueras o con Rafael Martínez Nadal. De nuevo la palabra en forma de promesa reconforta al condenado a muerte. Del mismo modo, Sebastián halla consuelo en la conversación con el reo y si al principio de la obra rechaza frontalmente hablar con Rafael, paulatinamente las palabras afloran en su garganta para presentarnos a un joven timorato y desvalido, a quien las circunstancias le han obligado a empuñar un fusil en contra de su voluntad y angustiado, puesto que sufre con el dolor y las muertes que le rodean. Se podría afirmar que cada personaje infunde fuerza al otro, como una cadena de ayuda. Lorca,  omnipresente en Rafael le da fuerza para afrontar la muerte con la tranquilidad de haber salvado su legado y éste ayuda a su inexperto guardián a verbalizar sus miedos y angustias hasta tomar conciencia de que son dos hombres unidos por el dolor. Dos hombres que se acaban fundiendo en un tierno abrazo que va más allá de las ideologías.  
La interpretación de los actores es magistral. Tanto Daniel Grao como Nacho Sánchez nos regalan una actuación perfecta, conmovedora, sensible, dolorosa… Se percibe que ha habido un gran trabajo    de la mano del director Pablo Messiez y ello se traduce en los largos aplausos que reciben cuando termina la función. La puesta en escena es sobria, apenas unas paredes grises, un camastro y una silla porque lo importante son los personajes y sus diálogos.
El texto de Alberto Conejero –quien recibió el Premio Ceres en 2015 al mejor autor teatral- es un canto a la palabra y a la memoria, pero también al silencio como espacio para el recuerdo. Las confesiones de los personajes van seguidas de significativos silencios en los que, inevitablemente, se impone la figura de Federico –cada silencio es un responso a su persona- pero también la de tantos otros rafaeles y sebastianes que, por convicción o por obligación, vivieron terribles situaciones que no pueden caer en el hondo pozo del olvido. No hay pueblo más pobre que aquél que olvida su pasado, que vive en la oscuridad de la ignorancia. Conejero ha escrito una deliciosa pieza en la que se rinde homenaje a García Lorca y a todos los seres anónimos que vivieron uno de los momentos más oscuros de la historia española. Un texto conmovedor que no dejará indiferente a nadie, que nos atrapa del mismo modo que la especial personalidad del poeta embrujó a Rodríguez Rapún y que nos regala un espacio para el recuerdo, para la memoria.



domingo, 1 de mayo de 2016

321. 'Verdades y fingimientos'


Cubierta del libro: Pilar Gonzalvo
El último trabajo de Ramón García Mateos se presenta como un libro de relatos pero no lo es. O al menos no lo es en el sentido tradicional en que concebimos el género. Aunque la parte narrativa, como es natural, está presente, el libro es más bien una colección de estampas literarias, semblanzas de personajes más o menos desdibujados, homenajes, caprichos de la memoria, reflexiones, denuncias, evocaciones nostálgicas del pasado, guiños humorísticos… Es lo que el autor ha llamado “artefactos literarios”, marbete que también utilizó para su anterior libro de relatos, Baza de copas, con el que tanto comparte, y que, a su vez, tomó prestado de los artefactos poéticos de Nicanor Parra. El término no puede ser más acertado empezando por su propia etimología, “arte-facto”, hecho con arte, porque eso es el libro de García Mateos: un repertorio de piezas artísticas válidas en sí mismas donde no importa tanto la historia que se cuenta o las circunstancias que han llevado a los personajes a las situaciones que allí se describen, como la perla literaria engastada en las palabras. Palabras asidas al prodigio de la oralidad, del que el libro es un claro homenaje. Y así, en la espléndida estampa sobre Cervantes se alude a la Kasba de Argel, ese lugar donde aquellos “hombres ungidos con el don de la palabra”, cuentan sus maravillosas historias en los diferentes dialectos del árabe; o el contador de cuentos de una taberna en Valdegeña, alrededor de cuya figura se reúnen los parroquianos para escuchar sus historias (el contador de cuentos, así, sin nombre y apellidos porque los contadores de cuentos son de todos y no son de nadie, ni siquiera de ellos mismos); o el cariñoso recuerdo a Avelino Hernández, el gran promotor del filandón y de la cultura popular castellana. Una oralidad que obra el milagro de perpetuar mundos periclitados o en trance de desaparecer, a la que los personajes se aferran para dejar constancia de su paso por la vida: “Por si acaso, y para que no caiga en el olvido”, dice el preso de la guerra civil en las Comendadoras, antes de relatarnos su gesta en bicicleta por toda España.
El libro es también, desde el título, un juego entre lo verdadero, lo ensoñado y lo ficticio, que acaso sean la misma cosa, pues todo lo que ingresa en la literatura forma parte ya de la realidad. Por eso el inspector Méndez se entrevista con Francisco González de Ledesma, su autor, y Aquilino, personaje de Avelino Hernández, comparte su existencia con éste en Valdegeña, en dos inolvidables relatos con resabios unamunianos. El mismo falso patronímico que adopta Cervantes, Saavadera, es un símbolo de este juego.
Verdades y fingimientos es, además, una obra de los márgenes. Todo en ella está en el extrarradio de todo. Desfilan por sus páginas personajes marginales (inmigrantes, habitantes del arrabal, prostitutas, renegados, traficantes, presidiarios), desahuciados por la vida que alcanzan la redención en la palabra literaria del autor. Pero no sólo los personajes, también las edades de éstos se hallan en la frontera: los 60 de Cervantes, las edades maduras de Maigret o de Wallander o el propio inspector Méndez, que “no tiene edad, nunca la ha tenido, está en ese territorio de nadie que se ubica más allá de la madurez y en la cornisa de la desolación”. Del mismo modo, los espacios literarios son también fronterizos: el arrabal, la Argel del siglo XVI, el personaje Puñales que trafica en la frontera con Portugal, y el libro se llena de los topónimos imposibles de una geografía del limbo.
No falta la crítica social y política (la injusticia del inmigrante Mimón, el funcionario que medra y no recuerda ya de dónde viene, los políticos que se mezclan con la plebe en el bar para obtener algunos votos más y que le “joden el vermut” al narrador, la preocupación por el sistema educativo o esa radiografía del país que es “Espejo de príncipes”). Hay también una reivindicación del erotismo en su madurez y una atención al género policíaco. “La navaja” podría ser un espléndido inicio para una novela negra.

Los lectores de García Mateos reconocerán, además, todo su mundo en este último libro. No sólo por los elementos autobiográficos o por su ideario, sino también por el habitual ejercicio metaliterario del autor, en el que es fácil apreciar sus querencias. García Mateos ha creado un universo propio y reconocible que le permite convertir a Miguel, el del bar, en un personaje literario, ya desde Baza de copas, y emparentarlo, además, con el inspector Méndez, en una genealogía de heráldica literaria. Y entre tanto fingimiento, una certeza: la de su espléndida verdad literaria.





lunes, 18 de abril de 2016

320. Matar a un ruiseñor



Siempre me ha parecido curioso el silencio de algunos escritores tras el éxito de su primera obra. Lo lógico sería que, extasiados por las mieles de la fama y del reconocimiento, se embarcasen en una nueva empresa literaria. Sin embargo, no son pocos los que deciden poner punto y final a una prometedora carrera; no sé si abrumados por la aprobación pública o por el miedo a la página en blanco, a crear una historia de calidad inferior a la que les catapultó al estrellato.  Tal es el caso de  J. D. Salinger, Emily Brontë,  Margaret Mitchell o Harper Lee, quien publicó en  1960 Matar a un ruiseñor, uno de los clásicos de la novela estadounidense.

 La obra, de carácter semiautobiográfico, denuncia la segregación racial que se vivía en el sur de los Estados Unidos durante los años 30. La pequeña Scout narra, a través de la inocencia de su corta edad, una época de su infancia en Alabama en la que su padre Atticus defendió en los tribunales a Tom Robinson, un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Esta valiente actitud de su progenitor conlleva la pérdida de la inocencia de la pequeña y de su hermano Jem, pues descubren que viven en una sociedad marcada por profundos prejuicios raciales, por odios viscerales que envilecen al ser humano, por rígidos vínculos familiares y vecinales y por un sistema judicial que deja desamparadas a las personas de color. Sus esquemas vitales se desmoronan y experimentan una profunda decepción: “Si sólo hay una clase de personas, ¿por qué no pueden tolerarse unas a otras? Si todos son semejantes, ¿cómo se salen del camino para despreciarse unos a otros?"

 Frente a la hipocresía de sus vecinos que, por ejemplo, se escandalizan por la situación de los judíos en Europa pero ven con normalidad que los negros no tengan ningún derecho, pues no son personas como los blancos; frente a la falsa moral de la familia que llega a renegar del abogado por atreverse, locura imperdonable, a defender a un hombre cuyo único delito es el color de su piel; frente a la violencia de quienes se creen con derecho a agredir gratuitamente a quien no piensa como ellos; frente a la hipocresía y la mezquindad se yergue con fuerza la figura de Atticus, personaje que encarna –cual héroe épico- los valores positivos que toda sociedad debiera poseer. Es un ejemplo de integridad moral, de justicia, de mesura, de bondad, de ética y de templanza cuya máxima aspiración es trasmitir estos valores a sus hijos para que sean personas de espíritu respetuoso. Son sus actos y su forma de responder ante las agresiones verbales y físicas que sufren él y su familia por defender a Tom los que van moldeando la personalidad de sus hijos. Educa con el ejemplo. En este sentido, la novela pudiera entenderse como un tratado de ciudadanía que actualmente tiene vigencia en una sociedad en la que hacen falta más Atticus.

El título, bella metáfora, incide en esta idea de respeto. Se dice que es pecado matar a los ruiseñores pues son pájaros que no hacen daño a ninguna criatura, únicamente nos deleitan con su canto. Son seres inocentes e indefensos, igual que lo son Tom Robinson y Boo Radley, ese misterioso vecino que salva la vida de los hermanos Finch cuando son atacados por Bob Ewel, padre de la joven blanca supuestamente violada. Protejamos, pues, a los ruiseñores y tengan su merecido castigo las aves carroñeras.

Tras el apabullante éxito de la obra -recordemos que ganó el premio Pulitzer en 1961 y que fue llevada al cine con una oscarizada película protagonizada por Gregory Peck - el canto literario de Harper  Lee enmudeció. Optó por una vida discreta y retirada, alejada del mundanal ruido y de los destellos de la fama. Este silencio únicamente fue quebrantado en el verano de 2015, cuando se publicó Ve, aposta a un centinela; una secuela de Matar a un ruiseñor en la que la protagonista es Scout adulta, que vive en Nueva York y regresa a Maycomb para visitar a su padre. He aquí el planteamiento inicial de su obra, pero su editor le sugirió, acertadamente, que sería interesante que la acción fuese presentada desde el punto de vista de la niña pequeña. Tras este tímido gorjeo, Harper Lee nos ha dejado haciendo gala del estilo de vida que eligió, de modo discreto, durmiendo en la residencia de ancianos donde miraba pasar el tiempo, sin hacer ruido, en silencio.


domingo, 10 de abril de 2016

319. Convalecientes


"Leyendo al abuelo", Abert Anker, 1893.

Toda convalecencia conlleva necesariamente un despojamiento. Nuestra entidad como seres sociales, con sus roles y sus imposturas, se diluye; las obligaciones diarias, que siempre nos parecen tan apremiantes, de pronto se relativizan bajo el peso de la enfermedad y pierden su falaz condición perentoria; la medida del tiempo se dilata y el vértigo de los minutos se convierte en una morosa contemplación de la vida. Desprendido de todo ese atavío mundano, el convaleciente indaga entonces en su yo más oculto y, sin pretenderlo, lo halla virgen, envuelto aún en la crisálida que ha ido tejiendo sobre él la quiescencia de una voluntad fagocitada por la inercia anestesiante de los días. Y al ser descubierto así, en su confortable quietud, el yo se despereza, extiende sus alas y vuela. Al fin.
Quizás por ello, las grandes vocaciones literarias se han gestado durante las largas convalecencias. Al ejercicio de la escritura y al autoconocimiento –¿acaso no son lo mismo? –, les estorban las prisas, el ruido del mundo y los quehaceres que nos impone la vida en sociedad. En Monte Sinaí, libro compuesto, por cierto, durante una convalecencia, José Luis Sampedro sublima ese desasimiento del mundo y hasta de uno mismo, que es origen de la más excelsa libertad: “Yo no tenía nada que hacer y la expresión «tener que hacer» me resulta la más odiosamente esclavizante que cabe imaginar. Excluirla de mi mente era nada menos que sentirme libre y feliz por no «tener que» ejercer mi voluntad. No más ansiedad por algo que espere mi actuación, nada de ser responsable. Era la gran libertad de la sumisión, de la aceptación”. Y luego: “No tener voluntad, no decidir, no querer nada más: ésos son los arroyos creadores del ancho río de la libertad [….]. Libertad máxima no es tanto la que nos pone a salvo de órdenes ajenas, sino las que nos desesclaviza de uno mismo, ese a quien no podemos engañar como a los otros”. Y, sin embargo, es en esa libertad de la no acción de donde surge su libro y de donde han surgido tantos otros. Porque la literatura nace del desprendimiento de quienes somos, cuando descubrimos quiénes somos de verdad.
Pero no sólo la convalecencia es útil para quien escribe, sino también para quien lee. Reducirse uno a existir como ente lector, activar el piloto automático del razocinio, que es la luz de emergencia de nuestro ser cuando el cuerpo, en su provisional standby, no quiere colaborar. Y dejarse llevar, como Sampedro, hasta que las palabras del libro, cómplice y amigo, alcancen el tuétano de lo que realmente somos, derramen su calor, derritan el glacial y, en el deshielo, nos descubramos como descubre el entomólogo el precioso insecto en su tesoro ambarino. Conviene, eso sí, que no sea el último libro del juntaletras de turno.

Y hay, aún, un tercer tipo de convalecencia. La que sobreviene tras la lectura de un libro subyugador. Y de esta convalecencia pueden ser víctimas sanos y enfermos. Es la que se siente cuando somos incapaces de escapar del hechizo de un libro una vez terminada su lectura. Entonces ningún otro nuevo libro nos libera. Uno sigue cautivo de su embrujo y no hay lectura que luzca o que rompa el sortilegio hasta que se topa con otro bebedizo literario que se le asemeje. Todavía recuerdo cuánto me costó resucitarme yo otro muerto más, de Pedro Páramo. He escrito antes que esta convalecencia afecta tanto a sanos como a enfermos. Me retracto. Porque sólo afecta a los enfermos. Los que el diagnóstico literario llama letraheridos.

domingo, 3 de abril de 2016

318. 'Medea': bastaba con Eurípides



Cuando Juan Ramón Jiménez dijo aquello de “no la toques ya más, que así es la rosa”, estaba poniéndole veto a su obsesión, casi enfermiza, por los retoques del poema en su aspiración de alcanzar la “perfección viva”. Sin embargo, como apunta Ricardo Gullón, el poeta aclaraba después que si tal decía era “después de haber tocado el poema hasta la rosa”, es decir, sólo después de conseguir esa aspiración última y definitiva.
Vicente Molina Foix ha tenido la noble intención de alcanzar también la rosa del mito de Medea y, para ello, ha acudido a sus tres principales fuentes greco-latinas (Eurípides, Séneca y Apolonio de Rodas) en una suerte de síntesis troncal del mito que permitiera ingresar en la pura esencialidad de la leyenda y hasta en su antropología telúrica. Después introdujo pasajes de su propia minerva con amoroso respeto al espíritu griego y de toda esa mezcolanza surgió el texto definitivo –la rosa– de esta nueva Medea que dirige José Carlos Plaza y que protagoniza Ana Belén.
Sin embargo, a Molina Foix se le ha pasado por alto pensar que la rosa ya la había escrito Eurípides y que no hacía falta tocarla ya más. El autor ilicitano navegó con valentía y tesón en el piélago bibliográfico del mito pero ya había quien había llegado a la Cólquide antes que él para hacerse con el vellocino de oro. El resultado de todo ello es un texto que, en su disolución, en su obligación de dividirse entre sus fuentes, pierde la fuerza del texto original de Eurípides, que se resiente, sobre todo, en los potentes monólogos de Medea, reducidos aquí en su intensidad, pese al encomiable esfuerzo de Ana Belén, que está espléndida y que se desvive fervorosamente por otorgarle al texto el realce que no tiene. Sólo ella salva la obra.
Otro punto en el debe del texto es la excesiva inversión de tiempo dedicada a explicar el mito de Jasón y el vellocino de oro. Si el público que acude al teatro no viene leído desde casa es un problema que no atañe al dramaturgo. Hay en ese pasaje un tufo a didactismo algo sonrojante y un tanto ofensivo que sólo podría exculparse si creyéramos que el autor pensaba utilizarlo para homenajear al maravilloso milagro de la oralidad a través de la cual se han ido perpetuando en el imaginario colectivo las historias antiguas. También se podría indultar al autor si lo que pretendía era justificar la actitud vengativa de Medea quien, como sabemos, ayudó a Jasón en aquella aventura y renunció a su patria, y que después se vio pagada con la traición de su marido. En todo caso, el exceso de celo en las explicaciones y justificaciones de las tramas argumentales, siempre me han parecido un punto débil del ejercicio narrativo, al que se le ven demasiado las solduras.

Punto y aparte merecen los actores masculinos del reparto que están francamente horribles, especialmente Adolfo Fernández (Jasón), que deambula patéticamente por el escenario con una dicción tabernaria y aguardentosa con el que, –vuelta a las justificaciones– quizás se pretendía contribuir a la degradación del héroe en particular y a los hombres en general, pues su egoísmo machista es el responsable de los males que sobrevienen; ello comulgaría bien con la reivindicación feminista del propio Eurípides (injustamente llamado misógino por algunos críticos) y explicaría la inconcebible actuación de los personajes masculinos. Pero llegados a este punto, ¿no es un tanto sospechoso que el cronista de una obra de teatro como este que escribe estas líneas, en su afán absolutorio, sea quien tenga que salvar los muebles del espectáculo? 

jueves, 24 de marzo de 2016

317. Hedda Gabler




Uno de los personajes más desconcertantes de la literatura es Hedda Gabler, creada por Ibsen. Hedda Gabler forma parte de la nómina de mujeres que luchan por sobrevivir en una sociedad hecha por y para hombres. Se rebelan ante el papel sumiso que les ha sido impuesto, no se resignan a ser meras espectadoras del teatro de su vida y aspiran a ser las protagonistas con mayúsculas. Nora Roberts, Emma Bovary, Anna Karenina… son algunos de los nombres con los que el público / lector suele empatizar con facilidad.  
Ahora bien, la hija del general Gabler suscita más desconcierto que empatía en un primer momento. Es una mujer con carácter, casada con Jorge Tesman –joven que la adora y que se desvive por cumplir los deseos de su esposa -. A priori, nada hace pensar que Hedda haya sido obligada a elegir esa vida. ¿De dónde procede, por tanto, esa angustia vital, ese inconformismo extremo? A diferencia de otras heroínas, que tienen una vida que les insatisface y sienten la necesidad imperiosa de buscar su propia felicidad, Hedda ha elegido libremente a su esposo y se deduce que ha tenido aventuras amorosas con diferentes hombres antes de comprometerse con Tesman. Parece que este joven bibliófilo representaba la mejor opción que tenía Hedda, pero ¿por qué? Es una mujer que nunca ha conocido el amor, esa “empalagosa palabra”, y su única inclinación en la vida es “aburrirse de muerte”. Únicamente siente atracción por sus pistolas, peligrosas amigas en las que halla consuelo y emoción. Evidentemente, Hedda Gabler es víctima del momento histórico en que vive, marcado por convenciones estrictas que coartan la libertad de la mujer, quien se ve relegada a la función de esposa y madre. Totalmente escandalosas le resultarían al público de 1891 las angustiosas sensaciones que experimenta Hedda al pensar en la maternidad. Ella no encaja en el rígido molde femenino, pero tampoco sabe qué hacer para ser feliz. Ni lo era siendo soltera ni lo es estando casada. La solución no está en lanzarse en brazos de otro hombre ni en abandonar a su nueva familia. El origen del problema es, por tanto, más profundo que las convenciones sociales. La hija del general es víctima de sí misma, de un hastío vital que la condena a la infelicidad y a la insatisfacción perpetuas, un spleen que la aboca a la muerte como último acto de rebeldía. Ensalza la belleza del suicidio, acto heroico según su opinión puesto que pone de manifiesto la libertad del individuo. La única forma de sentirse libre es decidiendo cuándo poner fin a su existencia y a la del hijo que alberga en su vientre. Este desenlace bien puede interpretarse como un triunfo o como una derrota que evidencia que sólo los humildes y conformistas triunfarán en la vida, mientras que los inconformistas desaparecerán ante su incapacidad para adaptarse a un mundo encorsetado por férreas normas.
En cualquier caso, no cabe duda de que Hedda Gabler es un personaje complejo. He ahí el origen de su grandeza y de su actualidad. Henrik Ibsen sigue estando vigente gracias a estos personajes femeninos tan vivos, tan llenos de aristas, tan complejos y tan fascinantes.

El drama que nos ocupa fue estrenado en Madrid en 1901 ante un público dividido entre el fervor de la élite intelectual y el recelo de los más conservadores. Actualmente, Eduardo Vasco nos ofrece una nueva visión de la obra en un espectáculo en el que Hedda cobra vida en la figura de Cayetana Guillén Cuervo, quien nos regala una interpretación bastante acertada junto al resto del reparto. La frialdad nórdica de Hedda se respira en la representación, con un decorado minimalista que cede el protagonismo a la palabra. Sin duda, la compañía Noviembre nos brinda la oportunidad de ver en escena a una de las protagonistas femeninas más inquietantes. El debate está asegurado.

miércoles, 9 de marzo de 2016

316. Carvajal, prometeo de la poesía.




Comentar un libro de Antonio Carvajal produce tanto placer como embarazo porque, junto a la fascinación que generan todo su despliegue poético y su abrumadora erudición, el sufrido reseñador se sabe pequeño y acomplejado y es consciente de que su análisis por fuerza ha de ser incompleto y hasta desatinado. Sin embargo, el gusto de leer a Carvajal bien vale la paternidad de algún error.
Ocios de la senectud. Así reza la contraportada de El fuego en mi poder (Hiperión), el último libro del poeta granadino. Y, en efecto, la obra, amén de otras cosas, es todo un divertimento en cuyo juego es Carvajal el primero que descaradamente se refocila. Al amparo de su experiencia y de su pasmoso dominio de los resortes poéticos, Carvajal malea el poema a su antojo, retoza con los metros (preciosa la balada dedicada al soneto), exhibe ostentosos e inteligentes juegos conceptuales o los enmascara, conquista la intertextualidad, escribe pero también pinta y esculpe. Se divierte.
En pocos libros de Carvajal como en éste se halla con tanta profusión la presencia del arte como elemento redentor y como inspiración. Así, si la Amazona de Écija ha salido victoriosa ante la muerte, así los versos de Carvajal se tornan también inmortales; si en un fresco de Pedro Garciarias unas flores hacia el cielo son ejemplo de “trémulos anhelos”, así los versos buscan también su trascendencia; si el azul de las acuarelas de José Guerrero conquistan las sombras, ¿no es eso acaso el poema?; si los dibujos vegetales de Paco Lagares son las ramas que ofrecen soporte “al aire que se quiere pájaro”, así los versos de Carvajal son mimbre para lo inefable. Otras veces deconstruye la obra que le inspira para adaptarla a la sencillez de sus anhelos vitales. Así, ante una exposición de Antonio Jiménez, probablemente la dedicada a su serie de grandes ríos, Carvajal le dedica una deliciosa oda al Genil y a su seco cauce, procedimiento que repite con el Lanjarón a partir del soneto CXLVIII del Cancionero de Petrarca. 
Y es que la intertextualidad es también piedra angular del libro, desde el mismo título, extraído de un verso de Lope de Vega. Ya hemos mencionado a Petrarca. Pero hay ecos machadianos en sus evocaciones del agua, gongorinos en la “Elegía catanesa” y el juego llega a su culmen en la “Soledad enésima”, que es ya un memorable fasto literario.
El paisaje es también un tema recurrente. En “Paisaje, evocación…”, Carvajal crea delicadas estampas que podrían perfectamente constituir glosas o ampliaciones de cualquier haiku japonés; y en “Herencia del paisaje”, el paisaje de su infancia está ya sólo en la memoria y en las paletas de los pintores, pero también en sus esencialidades, estas sí, perpetuas.
Además de la amistad y el amor, el poeta se preocupa también de los desahuciados por la vida o a las injusticias, como el poema dedicado a Mariana Pineda. Es insuperable la serie de tres poemas sobre los inmigrantes arribados a las costas de Sicilia, que el poeta construye como un genial palimpsesto de las Soledades gongorinas, aunque en el primero de ellos le reprocha al tardogongorismo su oscuridad cuando el tema de marras no puede (no debe) admitir paliativos retóricos.

El libro termina con el crescendo musical de su “Concerto grosso”, que es el colosal colofón de bombo y platillo grande para un libro sencillamente perfecto. 

SUGERENCIAS ARTÍSTICAS PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE ALGUNOS POEMAS DE ANTONIO CARVAJAL.


Antonio Jiménez: "Nilo" (para el poema "Este río los ríos")

La "Amazona de Écija" (para el poema "Ante la Amazona de Écija")
"Chirivello" (para el poema "Himno a Dionisos")
Pedro Garciarias (para el poema "Balada en una paleta del pintor Pedro Garciarias")
José Guerrero: "Cuenca" (para el poema "Azules de acuarela")
Paco Lagares: "Rama" (para el poema "Piedra en rama")
Manuel Rodríguez: "Lorca y su obra" (para el poema "Las ausencias")

Francisco Fernández Ramírez: "Alhambra" y "El Darro" (para el poema "Herencia del paisaje")


lunes, 22 de febrero de 2016

315. Sonata de invierno (al fin)



Me confieso siervo de la rutina. Y lo hago a la manera de aquellos poetas cortesanos de los cancioneros que sufrían gozosamente el desprecio de alguna dama desdeñosa y altiva. A la postre, la rutina es una señora vestida de gris a quien también le resultan indiferentes los colores con que queremos teñir nuestros sueños. Y, sin embargo, pese a todo, le tengo apego a su manto plomizo y a la muelle inercia de los días. Quizás se deba todo a que siempre que la rutina me ha abandonado ha sido para empeorar, como le pasó a aquel don Diego Tello, caballero de Sevilla, que perdió la vista refinando un poco de pólvora; como quiera que aquel año se decía que la Virgen de la Consolación había hecho muchos milagros, acudió a su capilla para rogarle curación y, untándose los dos ojos con aceite en señal de devoción, sintió gran dolor en ambos y no pudo abrir ninguno de ellos. A lo que el caballero imploró ante la imagen: “¡Madre de Dios, siquiera el que traje!”. El cuento es del poeta barroco Juan de Arguijo (1567-1623), aunque el hispanista francés Marice Chevalier decía haberlo hallado también en las Cartas de Juan de la Sal, en otra de Luis de Góngora y en la comedia de Pérez Montalbán, No hay vida como la honra. De ahí tal vez proceda aquella expresión popular que reza: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Así que yo, como don Diego Tello, apostato de la diosa Fortuna y me hago también cofrade de la Virgen de la Consolación, que debe de ser la de los perdedores, patrona de la dulce rutina.
Viene todo este largo preámbulo a ponerle el pórtico a una celebración: la que festeja la llegada, al fin, del invierno, otra dama fría y altanera, que pese a las canas, se ha hecho de rogar este año con la lozanía primaveral de una muchacha. Les confieso que ya no la esperaba y que su ausencia me causaba a estas alturas la desazón del amante impaciente. Uno prefiere calentarse las manos ateridas en el cucurucho de castañas asadas, antes que comérselas en manga corta en pleno mes de noviembre; también guarecerse en algún café y tomar un chocolate caliente mientras, tras los cristales empañados, se observa a los transeúntes domando sus paraguas en su envite contra el viento. En lugar de eso, en enero aún tomaba yo helados.

Pensaba inaugurar la estación hablándoles a ustedes de la Sonata de invierno, de Valle-Inclán, que este año cumple 80 desde su muerte; pero la reseña no halló la complicidad de la meteorología y se ha hecho esperar hasta hoy, aunque ya veo que mis divagaciones anteriores no me van permitir demasiadas efusiones más (cosas del espacio). Las andanzas del Marqués de Bradomín son posiblemente las máximas representantes de la prosa modernista española, aunque para mí la más propiamente modernista es la Sonata de otoño. En un momento en que la rutina está desprestigiada, también la literaria, yo me acerco a las añejas Sonatas de Valle y me dejo mecer en su prosa decadente. Quizás nunca haya sido más necesaria como hoy la recuperación de la lánguida elegancia del preciosismo modernista, hoy que prima lo feo, lo vulgar y lo estentóreo. En todas las épocas se han buscado nuevas formas de expresión, se han buscado la provocación y la subversión artísticas, y es legítima esa aspiración cuando se entiende que hay un agotamiento de los temas y de las formas. Pero hay quien, aprovechando esa brecha que parece admitir cualquier cosa con tal de considerarse nueva o perturbadora, ha colado su baratija de vanguardia para medrar en los bazares del artisteo. Esa necesidad de romperlo todo y de despreciar lo viejo quizás provenga de aquellos que no han probado las mieles de la rutina; de los que comen castañas en la playa, vamos. Cuando me siento abrumado por tanta tontería, vuelvo a reencontrarme con Valle (que no era precisamente un reaccionario) y todo vuelve a estar bien. Porque le pese a quien le pese, el invierno siempre acaba por volver, con su bendita monotonía sobre los cristales.