lunes, 29 de octubre de 2018

420. La "P" con la "A": "PA"



Los que se dedican a la interesante bagatela de investigar el origen de determinadas expresiones del habla cotidiana, dicen que la frase hecha “andar con pies de plomo” procede de las botas fabricadas con ese metal que usan los buzos para desplazarse con seguridad por el fondo del mar. Hay quien la atribuye a las botas de los primeros hombres en pisar la luna, que evitaban, por su peso, las peligrosas eventualidades de la gravedad. Si buceamos nosotros también por el lenguaje o si decidimos dejar nuestra huella en el polvo lunar de nuestro idioma, habremos igualmente de calzarnos los pies de plomo y ataviarnos asimismo con la escafandra y con toda suerte de indumentaria que nos proteja del zarandeo de las corrientes marinas de los lectores o de la liviana gravedad de sus aseveraciones críticas. Habrá que escribir pues, también, con pies de plomo. Porque de un tiempo a esta parte vivimos bajo el imperio de la literalidad. La metáfora y el sentido figurado han muerto. Y los que no sabemos –y no queremos– escribir con el estilo de los prospectos de los medicamentos, asistimos al sepelio con más estupor que indignación. El estupor que resulta de comprobar la cantidad de imbéciles que se mueven por el mundo con la vitola del buenismo y de  lo políticamente correcto como bandera. Por cierto, ya que hablamos de la luna, los astronautas que pisaron por primera vez nuestro satélite colocaron un travesaño horizontal en la parte superior de la bandera americana para que no se cayera y diese sensación de movimiento, pues ya se sabe que en la luna no hay viento. Cuántos travesaños no habrá colocado también en los estandartes de su buenismo pueril toda esa caterva de adalides “bienintencionados” para seguir viviendo del cuento. Si Mecano incluye en la letra de su canción “Quédate en Madrid” la expresión “mariconez” (“siempre los cariñitos me han parecido una mariconez”, dice el texto), llega el triunfito de turno para decir que eso es una falta de respeto al colectivo gay. Algunas veces me he ido a tomar algo con Ana, una compañera del instituto donde trabajé y ésta me reprochaba, en broma, que mientras ella se pedía una cerveza, yo me pidiera “mariconadas” como una clara. “Para mi compañero, la mariconada de siempre” –le decía al camarero–. Y el camarero y yo reíamos el chascarrillo sin pensar en ningún momento que me estuviera colocando en la acera de enfrente (reubicación, por otra parte, con la que no tendría ningún problema, ya ven que yo también me tomo mis precauciones por si acaso), ni que menoscabara mi heterosexualidad pedirse una cerveza con limonada. He conocido a pocas personas tan comprometidas con las causas sociales como mi compañera Ana. Pero a ella no le hacía falta exhibirse (colocar el travesaño en la bandera) con el lenguaje. La avalaba la nobleza de sus pensamientos y de sus actos. Hoy todo escrito tiene que estar trufado de paréntesis, incisos, aclaraciones y matizaciones, por si ofendemos a alguien sin querer, atentando contra la propia fluidez del texto. Uno empieza a escribir y ya casi está pidiendo disculpas. El estilo literario renuncia a la fantasía del lenguaje, se encorseta en el envaramiento de la precisión. Si el hombre descubrió el fuego hay que matizar: también lo hizo la mujer. Si aquello no lo sabe ni dios, quizás atento contra las creencias religiosas y la infalibilidad omnipotente de la divinidad. Y ya no sé si debo escribir “dios” con minúscula o mayúscula porque decida lo que decida, voy a ofender a alguien. Vayamos, pues, con pies de plomo. Seamos literales: la “P” con la “A”, PA. Para contentar a la bandera ondeante de los lunáticos. Aunque en la luna no haya viento.

A Ana Reyes, con mi recuerdo y cariño. Pero sin mariconadas.


lunes, 22 de octubre de 2018

419. De todos. De nadie.



Siempre he pensado que la Literatura no tiene dueño. Ni siquiera cuando conocemos el nombre del autor individual que dio vida a una obra. Los textos, cuando terminan de escribirse y se dan a la imprenta y se hacen libros, ya no pertenecen a su creador, son patrimonio de los lectores. El escritor acaba la novela o los versos con los que ha estado conviviendo quizás algunos años, que han sido, tal vez, asidero de su supervivencia, y luego los cede al mundo y a las azarosas vicisitudes de su existencia independiente. Y desde la dolorosa atalaya de su desprendimiento, contempla con nostalgia –o con alivio– cómo su historia deja de ser suya para ser de todos.
Si esto ocurre con la literatura de autor, imagínense qué otro tanto pasará con la literatura tradicional de carácter oral, esa que nace anónima de las entrañas del pueblo y que forma parte del imaginario colectivo. Nadie podría arrogarse nunca su propiedad y aquel que lo hiciera, es seguro que lo haría con algún tipo de intención espuria. Hago esta reflexión después de visionar la excelente película Cold War, recién estrenada en las carteleras de nuestros cines. En ella, un grupo de folcloristas polacos recorre el país para recolectar las viejas canciones que el pueblo ha ido heredando de generación en generación desde tiempo inmemorial, algo así como aquel mítico viaje de novios que emprendieran Menéndez Pidal y María Goyri por tierras de Castilla. El objetivo es crear un coro profesional que dé difusión a ese tesoro y homenajee la riqueza del acervo popular. Es maravilloso escuchar las letras de todas esas canciones, cantadas por las encantadoras y risueñas muchachas polacas ataviadas con sus vestidos regionales, con la frescura de sus letras y la lozanía rústica de sus melodías, especialmente cuando canta Joanna Kulig, la actriz que da vida a la protagonista, cuya juventud desbordante y subyugadora tan bien casa con la gallardía de aquellas tonadas. Pero estamos en plena Guerra Fría, como reza el título, y el régimen comunista obliga a la agrupación coral a transformar aquellas letras en una apología del estalinismo. Resulta llamativo cómo, a partir de ese momento, la deliciosa frondosidad abigarrada de aquellas canciones, se torna lúgubre y grave, al servicio de los himnos patrios. Despojadas de su filiación primigenia, instrumentalizadas por la política, aquellas canciones adulteradas son trasunto también de la desorientación identitaria de los dos principales personajes de la cinta. Su deserción y huida de Polonia a París no es más que una búsqueda de ese centro de gravedad perdido. Pero en la capital francesa, Zula y Víktor se ganarán la vida cantando aquellas mismas canciones adaptándolas a los gustos de esa otra Europa, traducirán las letras al francés, serán sometidas a los arreglos que impone el jazz y volverán, especialmente Zula, a sentirse agraviados y humillados en aquella desvirtualización de las esencias de su pueblo. Y volver a Polonia, como se verá, no es una opción tras la deserción.
La película, rodada en blanco y negro, es de una belleza arrebatadora, fotograma a fotograma. Y más allá de su dramática historia de amor, reivindica la libertad de la creación artística lejos de las proclamas ideológicas y de la apropiación ilegítima que éstas hacen de la cultura.  Porque la Literatura es de todos. Y de nadie.

Al poeta Ramón García Mateos, que me enseñó que “la copla es pasión y sentimiento volando libremente hacia la nada, abriéndose en canción, grito, paisaje, dejándonos la voz entrecortada”.

lunes, 15 de octubre de 2018

418. Don Quijote, yo sí te creo.



No se sale indemne de la Cueva de Montesinos. Uno quisiera, al regresar de la sima, acomodar los ojos a la cegadora luz del exterior, recuperar la lucidez y no decir tonterías. Pero es imposible. Una suerte de atolondramiento se instala en nuestra conciencia y nos impide articular cuatro palabras coherentes. Durante los primeros minutos tras la salida, guardamos un mutismo cómplice con nuestra recién inoculada locura. No debemos contar lo que hemos visto, si no queremos que los cuerdos con los que nos reencontramos afuera nos miren con compasiva prevención y desconfianza.
Y sí: la oferta turística del folleto decía que la visita duraba una hora. Pero ¿quién duda que estuvimos allí abajo mucho más tiempo? ¿Días quizás? Y sí: los cuerdos te dicen que aquella figura impresa en la roca la ha formado caprichosamente el carbonato cálcico. Pero ¿quién duda que aquel era el mismísimo Montesinos con sus blancas y luengas barbas? Y sí: los sensatos repiten que aquella oquedad es el resultado azaroso de años de erosión y humedad. ¿Cómo no son capaces de ver que allí se halla el sepulcro de Durandarte y, tendido sobre él, Durandarte mismo con el pecho abierto? Aquí y allá desfilan algunas sombras por la caverna. Otros turistas, dicen los juiciosos. Pero ya sabemos que es la cohorte de la bella Belerma, que transporta el corazón ajado del caballero. Y aquellas otras que pasan de largo sin mirarnos son, sin duda, Dulcinea y su séquito encantado de labradoras.
Si Miguel de Cervantes bajó a esta sima para refrescarse del sol implacable de Castilla y a beber el agua de sus acuíferos, dándose una tregua en su ingrata tarea de recaudador de impuestos, es seguro que en la cueva se encontró con Merlín y que con él cerró algún tipo de pacto. Libróse así del encantamiento a que había sometido a todos aquellos espíritus del Romancero. Quizás el pago que Cervantes tuvo que abonar al pérfido mago fue verse abocado al fracaso literario a cambio de la libertad. Pero hay contrahechizos más poderosos que cualquier sortilegio. Y Cervantes empezó a romper el maleficio en otra cueva. Encerrado en la prisión de la casa de Medrano, en Argamasilla de Alba, se conjuró, pluma en ristre, contra las artes de Merlín. Y volvió a la cueva de Montesinos encarnado en Don Quijote, que había de sobrevivirle, y puso en su boca todo lo que en la cueva había visto. Sancho no creyó una palabra de su señor, aunque eso no le impidió ofrecer luego su sarta de mentiras a lomos de Clavileño. Don Quijote, entonces, se tomó cumplida revancha y respondió a su escudero: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”.
Y doy fe. Todo lo que el valeroso caballero andante don Quijote de la Mancha dijo haber visto en la Cueva de Montesinos es rigurosamente cierto. Los cuerdos me tomarán por persona de plomos fundidos y no me creerán un ardite. Pero ¿qué valor tiene el aval de un cuerdo? Juro por mi honor que vi todo lo que nuestro héroe contó punto por punto. Y juro que mientras allí estuve, a cien brazas de profundidad,  todo aquello me pareció más cierto y real que el sueño de la existencia que andamos. Querido Don Quijote, yo sí te creo. Porque en ello me va la vida.



A Jose,  Mª Carmen, Fabio, Claudia, Mª José y Bea, que bajaron conmigo a la Cueva de Montesinos y pueden dar fe de que no soy hombre loco.

lunes, 1 de octubre de 2018

417. Descatalogados



Hay repartida por el mundo una legión de libros desahuciados tratando de sobrevivir en la intemperie tras haberles notificado los usureros del tiempo y del olvido que ya forman parte de esa caravana del exilio editorial en la que se arrastra, como una afrenta, el terrible estigma de los libros descatalogados. Los buscamos en las librerías ordinarias y el librero se afana en la pantalla del ordenador para hallar el título en la base de datos. Mientras, el comprador escruta el rostro del empleado y adivina ya, en su expresión contrariada, la noticia fatal. Cuando al fin consigue dar con él, una mueca misericordiosa confirma la defunción. El título en la pantalla del ordenador es ya, tan sólo, un epitafio o un responso.
Entretanto, las fantasmagorías errantes de estos libros deambulan por el limbo de las librerías de viejo o entre los cachivaches de los rastrillos de cualquier plazoleta y humillan los harapos de sus cubiertas fatigadas y los andrajos de sus páginas gastadas a la mirada compasiva o desdeñosa de los cazadores de gangas. Asisten luego, ofendidos, al vejatorio regateo por el precio que los degrada. Otros guardan su reposo en las casas de beneficencia de las bibliotecas y languidecen en los nichos de los anaqueles hasta que alguien decide invocarlos a la vida; algunos, en cambio, yacen inconscientes en los depósitos de los sótanos porque hace años que ya nadie los reclama.
Se estima que en Estados Unidos existen más de seis millones de libros descatalogados. No he logrado averiguar cuántos existen en España, quizás porque nadie se ha querido molestar en hacer el luctuoso cómputo de los muertos. Se habla de la digitalización de todos ellos para ofrecerles, como Dios a los judíos, su tierra prometida de promisión de lectores. Y, sin embargo, esa nación virtual sigue teniendo algo de limbo, como todo lo que se refiere a Internet. Quizás muchos de estos libros deseen antes desaparecer en las empresas de reciclaje. Éstas pagan unos ochenta euros por una tonelada de libros, el equivalente a mil libros, y hacen con ellos pasta de papel o papel para los periódicos. En su reencarnación, estos libros olvidan quiénes fueron y se redimen de su condición mendicante. De otros, da buena cuenta la trituradora.
Y hablando de limbos, ¿en cuáles de ellos se hallan los libros que aún no se han publicado? Los “incatalogados”, si se me permite el neologismo. Los que aguardan su oportunidad en el cajón de un escritorio, embriones que duermen en la placenta de una barata encuadernación de canutillo o en el archivo de un ordenador. Los que se destruyen en los premios literarios que no se ganan o en las editoriales que les denegaron la cédula de existencia. Abortos de libros practicados en el quirófano de los arbitrarios escrutinios de los departamentos de lectura y su comité de sabios mercantilistas. Los libros como aquellas maduras muchachas solteronas de otros tiempos, acicalándose cada día para mantener una belleza ya ajada, marchitándose a la espera del pretendiente que las libere de la autoridad paterna.  Pero, ¿quién sabe? Quizás estos libros “incatalogados” estén mejor instalados en su ingenua y perpetua esperanza de nacimiento, siempre asidos a su brizna de promesas y sueños, antes que vivir una vida efímera y acabar en el cementerio ambulante  de los unavezlibros, de los yanolibros, de los erráticos espectros de los libros descatalogados.

lunes, 24 de septiembre de 2018

416. Las ánimas del limbo urbano



Si una suerte de teología literaria crease un limbo laico, ese sería, sin duda, Fantasmas de la ciudad (Candaya), el nuevo libro de relatos de de Aitor Romero Ortega. Y es que por sus páginas desfilan las almas en pena de unos personajes desnortados en busca siempre de una redención que no llega. La redención puede llamarse identidad, conciencia de uno mismo, restitución, centro de gravedad. Naima huye de una canción de John Coltrane titulada como su propio nombre y se embarca en un nomadismo feroz sin solución de continuidad; un huérfano viaja a Italia para establecer vínculos con su padre fallecido a través de la literatura de Pavese, o quizás para librarse de su sombra; Kubalita, el supuesto hijo ilegítimo del mítico jugador del Barça, peregrina por los bares para contar a otros antihéroes urbanos su glorioso abolengo, y luce la camiseta de su padre, aunque esta sea sólo una burda reproducción; un escritor sin inspiración se abandona a la calle buscando que la realidad le asista. También los personajes secundarios arrastran sus harapos: el misterioso autoestopista de Alabama que aparece y desaparece como una mota de polvo; el recepcionista de un hotel bosnio, que parece anclado en la Yugoslavia anterior a la guerra; Bob Dylan, reconociendo que sería incapaz de ganar un concurso de imitadores de sí mismo, como si él mismo fuera una ficción. Muchos no tienen nombre o lo odian y se lo cambian, y andan por la treintena, esa edad donde la madurez se vislumbra ya en el horizonte y, sin embargo, no se han alcanzado todavía las promesas soñadas. La treintena: esa intemperie. La búsqueda constante de esa plenitud identitaria convierte a los personajes en viajeros perpetuos. La huida y el movimiento constante constituyen una forma de vivir anclada únicamente en el presente, “como si intuyese[n] que detenerse para mirar atrás es empezar a morir un poco” y necesitasen “esquivar esa leve muerte a plazos”. Pero la búsqueda es siempre infructuosa. El narrador del primer relato rastrea las huellas de Trotski en Barcelona y tras una constelación de referentes culturales que le hacen cruzarse con el revolucionario ruso, acaba topándose con Ramón Mercader, el asesino de Trotski. La conlcusión es demoledora: “uno siempre quiere ser Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader”. Quizás lo que los personajes buscan es la ruina de sí mismos para volver a comenzar. Como la búsqueda es baldía, los protagonistas se sumen muchas veces en la indolencia, la abulia, el spleen baudeleriano, que es unas veces balsámico y otras autodestructivo. Las ciudades que los acogen, por su parte, no les regalan su arraigo. Porque ellas mismas son el limbo; porque ellas mismas son también fantasmas. La despersonalización de las ciudades, la pérdida de su propia identidad fagocita y anula a los personajes, ya de por sí perdidos y éstos, en una circularidad atroz no reconocen los lugares que una vez visitaron o creen estar siempre en la misma ciudad, como si su despersonalización las sincretizase a todas en un mismo páramo. Descartada la ciudad como referente identitario, Naima acaba en el yermo de la pampa argentina, como otro monstruo de Frankenstein en la Antártida, o en Portbou, la no-ciudad por antonomasia, donde dice no hacer nada. Como las ciudades son fantasmas, un muerto más, hay que inventarlas. Emilio, el personaje del quinto relato que se dedica a escribir guías de viaje, dice escribirlas sin haber visitado jamás la ciudad correspondiente. La despersonalización de las ciudades es, en realidad, trasunto del fracasado proyecto europeo. El Café Odeón y el barco Montserrat son fragmentos de la Europa que pudo ser y nunca fue. Y en último término, si de buscar patrias interiores se refiere, ninguna mejor que la cultura, aquella donde podemos clavar nuestra pica sin temor. El libro se agarra a ese asidero con verdadera devoción. Fantasmas de la ciudad está escrita con esa lírica de la desolación que mece los corazones. Y el lector acepta gustoso el quite, y entra en el limbo. Y se queda para siempre. Fantasmas también.

lunes, 17 de septiembre de 2018

415. No puedo con Bolaño (Anatema)



El problema de tener criterio propio en materia literaria es que aquel no siempre coincide con el aceptado por la mayoría, con eso que los cursis llaman el establishment. Una suerte de club en el que todo el mundo quiere entrar aunque para ello se deba aparentar estar muy interesado y muy puesto en los autores que el cenáculo ha consagrado oficialmente para su adoración incondicional. Ocurre entonces que uno ya no sabe si tiene atrofiado el intelecto, si ha perdido toda sensibilidad o si pertenece a otra dimensión del espacio-tiempo pues al atribulado lector le es imposible hallar en aquella idolatría libresca del insigne ateneo de sabios los tesoros que éstos descubren en cada página escrita por su prócer, deificado y venerado en los altares de las columnas periodísticas, de las tertulias literarias, de las librerías outsiders. Y a mí ya me deben de estar seduciendo algo, pues en las pocas líneas que llevo escritas hasta aquí atesoro ya dos anglicismos muy  chupiguays, de esos que uno debe soltar en los corrillos que se producen tras la asistencia a las presentaciones de libros. Pero no, la cursiva delata mi resistencia, del mismo modo que mis silencios en esos corrillos de marras delatan mi perplejidad ante los juicios hiperbólicos sobre autores que no me han dicho nunca nada o que maldita la noticia que tengo de ellos. Y a ver quién es el guapo que se pone contestatario ante estas verdades literarias nunca puestas en duda, cuando todo quisque habla maravillas y los entendidos las ratifican en sus sesudas reseñas. Tiene uno el riesgo de ser excomulgado de inmediato por su santísima autoridad literaria y sacrificado a la pira de los necios incapaces de admirar tamaño magisterio. Me pasa con Roberto Bolaño –¡oh, anatema!– y un  poquito menos con Julio Cortázar –¡oh, herejía!–. Si en nuestro tiempo uno no se considera bolañista convencido es imposible sobrevivir en los nuevos casinos de la palabra. Existe, además, una pléyade de autores que siempre estará en los decálogos de los bolañistas. Es como una constelación necesaria y contingente, un sistema de relaciones literarias inevitable. Hagan la prueba: busquen en Google a Roberto Bolaño y comprobarán atónitos cómo el buscador le responde sugerente: “Otras personas que buscaron a Roberto Bolaño, también buscan…” Y ahí aparece el glorioso listado de autores afines, de los que yo salvaría a escasos cuatro o cinco. Venga, a seis. Mejor no entrar en detalles del donoso escrutinio, no vaya ser que pierda amistades, que no me inviten a presentar libros o que, directamente, me lancen a aquel círculo noveno del infierno donde Dante colocó a los traidores.
Juro que lo intento. Que escudriño cada frase, que me sugestiono hasta creer haber hallado la piedra filosofal en aquel otro párrafo, que invento –hasta creérmelas– sugestivas interpretaciones sobre el argumento para darle la razón a toda esa gente entusiasta que no puede estar equivocada. Pero no puedo. Frustrado, agarro el libro y lo cierro con un gesto, a veces de desolación, a veces de agravio por la tomadura de pelo. Entonces, cuando creo que mi brújula está desnortada sin remedio, me refugio en mis autores favoritos, que aparecen mucho menos en los suplementos culturales y de los que incomprensiblemente casi nunca se habla en los debates literarios, y respiro. Y me reconcilio con la literatura y conmigo mismo. Y pienso –qué caray–, que no. Que mi intelecto y mi sensibilidad parecen estar en buen estado de revista. Y que no soy un bicho raro ni puedo estar tan equivocado. Y la brújula vuelve a señalar el norte.

lunes, 10 de septiembre de 2018

414. Cuando el dolor ajeno es el propio



Cuando desde la crítica literaria se pondera el valor de la autenticidad, sobre todo en aquellos casos donde se relatan sucesos reales, no se hace tanto para destacar la prolijidad de los detalles narrativos, su rigor argumental o documental, ni siquiera su verosimilitud. La autenticidad tiene más que ver con la verdad experiencial, que puede emanar tanto del contenido que se evoca como del propio proceso de escritura y su trance a la hora de volcar sobre el papel la visceralidad de la que se nutren las palabras. En ese sentido, lo auténtico es esa punzada imprecisa pero certera de verdad donde lo literario se comporta como mero nigromante para quedar trascendido luego por esa sinceridad radical que lo inunda todo en el texto. Conviene, eso sí, que a esa franqueza inapelable y torrencial se le ciña la brida de la contención para que su galope no levante la polvareda del exceso, de la cursilería o del morbo en que tan fácil es incurrir cuando se desbocan los corceles del alma.
Sirva todo este amplio preámbulo para concluir que El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández es, efectivamente, una obra de una autenticidad deslumbrante, administrada con la dosificación que el magisterio narrativo pero también la conciencia ética ejercen sobre un asunto tan delicado y doloroso. Y es que la novela evoca el crimen real acaecido en la Nochebuena de 1995, cometido por el mejor amigo del autor, quien asesinó a su propia hermana y luego se suicidó tirándose por un barranco. La reconstrucción de los hechos, que ocultan algunos pormenores aún oscuros, podría dar lugar a una suerte de novela detectivesca con vericuetos insospechados que alumbraran alguna sorpresa escondida tras la pátina de lo archivado o que reparase algún agravio desapercibido en una investigación a la que se ha pegado carpetazo demasiado rápido. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que todo el libro es, en realidad, un registro personal del proceso de escritura, un cuaderno de notas previas que, una vez ordenadas, debían convertirse en esa novela policíaca que nunca se llegó a escribir porque lo importante ya no era la novela misma sino las propias notas, la catarsis que el proyecto literario, en su estado embrionario, estaba ejerciendo sobre el autor. Resulta que el embrión era, en realidad, la criatura misma. La búsqueda de sí mismo y la reconciliación con su tierra, esa huerta murciana que, a veces, y salvando las distancias, llega a parecerse a aquella Albufera de Blasco Ibáñez, cuyo ambiente sofocante y cerrado parece propiciar el advenimiento de las bajas pulsiones. Al libro lo jalona, además, toda una serie de escrúpulos éticos sobre la conveniencia de desenterrar el dolor de los demás, algo que me recordó un tanto a las reticencias que Fernando Aramburu exponía en Patria a la hora de escribir sobre ETA. Quizás por eso, Miguel Ángel Hernández halla en la resurrección literaria de Rosi, la víctima del relato, un contrapunto a esas reservas morales, y de algún modo le redime y le justifica. De todos modos, nada puede reprochársele en ese particular al autor. Porque cuando Miguel Ángel Hernández exhuma el dolor de los demás, cuando revive el miedo de tantas personas aterradas por aquel suceso, está también tratando de curar el suyo. Porque el dolor de los demás, es muchas veces, el dolor propio.  

lunes, 30 de julio de 2018

413. Mary



Una de las artimañas más inaceptables del nuevo feminismo (mucho más regresivo de lo que la mayoría de sus defensores cree) es la burda manipulación de la realidad y su hipocresía. Lo vimos hace poco, cuando en el programa de Susanna Griso, Espejo público, se grabó un reportaje donde se pretendía probar el comportamiento soez de determinados hombres que piropeaban groseramente a la periodista Claudia García. Luego se supo que los piropeadores eran falsos y que el reportaje estaba amañado. En otro programa matutino, no recuerdo ahora el nombre ni el canal, varias mujeres votaban por los futbolistas más macizos del Mundial, justo después de reprobar a los hombres determinadas conductas machistas. ¿Se imaginan que, pongamos por caso, en El Chiringuito de Jugones –otro infame producto televisivo–, los contertulios se pusieran a valorar a las tenistas más atractivas que han pasado este año por la ATP? El canal Cuatro mantiene su encarnizada cruzada por la dignificación de la mujer mientras en horario de notable audiencia mantiene el programa Mujeres y hombres y viceversa, donde la cosificación de la mujer y la degradación intelectual de sus participantes femeninas resulta sonrojante. Como mínimo, esa misma cualidad la comparten con los hombres de ese mismo programa, así que aún tendremos que celebrar la tan ponderada paridad.
En la literatura, el último intento de falsear los hechos lo ha llevado a cabo la directora saudí Haifaa al-Mansour, cuya encomiable labor cinematográfica en defensa de los derechos de las mujeres árabes no la legitima para deformar de manera capciosa la biografía de la escritora Mary Shelley, la protagonista de su última película. La cinta pretende presentar a la autora de Frankenstein como la mujer que tuvo que lidiar con la sociedad patriarcal de la Inglaterra del siglo XIX para poder reivindicar la autoría de su obra que –y aquí reside la falacia– había escrito sin el concurso de su marido Percy Shelley. Quizás Al-Mansour se tomó demasiado en serio aquella afirmación de Mary cuando en sus memorias había escrito que “no debo a mi esposo la sugerencia de una sola idea, ni siquiera de un sentimiento”. Además del famoso prefacio, hoy sabemos, por ejemplo, que el capítulo X de Frankenstein incorpora metáforas acuñadas por Percy para su poema “Mont Blanc”, fruto de su visita al glaciar Montanvert, que conoció junto a Mary. Pero es que, además, Percy fue determinante en la corrección de los numerosos errores de estilo y ortografía de su mujer, en la inclusión de interpolaciones y hasta en el desenlace de la novela.
Para que yo admire a Mary Shelley, no me hace falta que me mientan. Basta tan solo con que haya escrito Frankenstein, con o sin la ayuda de su marido, en una época donde el papel de la mujer parecía testimonial. Que se lo digan, si no, a la propia madre de Mary, la escritora Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo y autora de la célebre Vindicación de los derechos de la mujer (¡1792!), que tuvo el rechazo hasta de las propias feministas, por ver en la emancipación y liberación sexual de la mujer que aquélla defendía un riesgo demasiado alto para el decoro y el orden social. Para que yo admire a Mary Shelley, digo, me basta su batalla épica contra las calamidades de su vida, restañadas siempre con la fe en el amor. La podemita Irene Montero, la defensora de las portavozas, llegó a decir que “el amor romántico es opresor, patriarcal y tóxico”. Mary Shelley consiguió rescatar de la pira funeraria donde incineraron a su marido, el corazón de Percy, que conservó luego entre las páginas de uno de sus tomos de poesía, y se hizo enterrar con él y el único hijo que la sobrevivió. Y, sin embargo, Mary podría avergonzar con su lección de feminismo a todas las irenesmonteros. Porque el feminismo es otra cosa. Feminismo es escribir Frankenstein en el siglo XIX.

lunes, 23 de julio de 2018

412. El banco de los enamorados



Resulta enojoso toparse en un mismo párrafo con los nombres de Quim Torra y de Antonio Machado juntos. La distancia sideral que separa a ambos en la calidad humana, y no digamos ya en el plano intelectual, convierte al renglón que los comparte poco menos que en una afrenta ominosa para el poeta sevillano, aunque él, paradigma de la tolerancia y filántropo universal, no le daría importancia alguna. Pero la caprichosa tiranía de la actualidad ha querido colocar ambos nombres en la misma página, empeñado como estaba el Poc Honorable en que el presidente Sánchez le mostrara el jardín de la Moncloa donde se citaban, clandestinamente, don Antonio y doña Guiomar. Hubiéramos deseado asistir al mismo interés de Torra por Machado cuando sus acólitos radicales quisieron retirarle una calle en Sabadell pero entonces, el presidente de menos de la mitad de los catalanes no dijo esta boca es mía.
Efectivamente, Pilar de Valderrama –la Guiomar de los poemas de Machado–, y el poeta, que ya se conocían de un encuentro en Segovia, donde ejercía la docencia el sevillano, y a donde Pilar había viajado para recobrarse de una infidelidad de su marido (con suicidio de la querida incluido), comenzaron a verse durante el verano de hace 80 años en los jardines de la Moncloa, cuando la actual residencia oficial del presidente del Gobierno era sólo un palacete del siglo XVIII catalogado como bien de interés arquitectónico, propiedad del Ministerio de Instrucción Pública. Machado llamó a aquel jardín en sus cartas y poemas a Guiomar como “El Jardín de la Fuente” y al banco donde ambos se sentaban como “El Banco de los Enamorados”. Comoquiera que el jardín estaba sólo a un quilómetro y medio de la casa de Pilar, la pareja decidió citarse en el Café Franco-Español, sito en el barrio obrero de Cuatro Caminos, al que Machado se refería como “nuestro rincón”. La obsesión de Machado por Pilar de Valderrama llega a ser, para el lector que se acerque a su correspondencia, sonrojante. A veces, Machado se llegaba furtivamente a las inmediaciones del chalé de ella para verla aparecer por los ventanales. Los apelativos cariñosos, de lo más cursi (lo que demuestra que hablaba el hombre desbordado y no el poeta), y su entrega incondicional, parecen contrastar con la aparente frialdad de Pilar, siempre atenta a la salvaguarda de su castidad (algunos pasajes de las cartas de Machado han sido decoloradas por ella cuando veía en éstas alguna exaltación amatoria que comprometiera su virtud)  y en la que se intuye cierta ambición personal relacionada con el patronazgo que el poeta pudiera llevar a cabo de las obras de aquella, aunque no queremos ser mal pensados. De ideas conservadoras, Pilar de Valderrama no vio con buenos ojos el advenimiento de la República, y Machado, republicano convencido, debe hablarle con cautela cuando las conversaciones derivan hacia temas políticos. Su relación duró 8 años, el tiempo que tardó en llegar la guerra. La familia de Valderrama se refugió en la Portugal de Salazar, y del final de Machado no hace falta dar cuenta. Probablemente, Pilar fue el gran amor en la vida del poeta cuando éste ya no creía que reverdeciera la pasión en su corazón.
Ahora, en el Banco de los Enamorados ya no se sientan Guiomar y Antonio, sino Sánchez y Torra. Y estos, como otrora los amantes, también se profesan palabras de amor. Pedro y Quim. Pedro le acaricia el lacito amarillo y le dice cariñosamente “ay, mi terco tontín”; y Quim le recuerda a Sánchez que Estremera era el apellido de la amiga de Guiomar, la cómplice que ayudaba a que las cartas inflamadas de amor de Antonio llegaran hasta sus manos, y no una cárcel de Madrid. Y así, entre estas confidencias susurradas, cae el crepúsculo en el Jardín de la Fuente y Quim deja caer su cabeza sobre el hombro de Pedro en el Banco de los Enamorados.

lunes, 16 de julio de 2018

411. Literatura infeliz



Si hay algo en lo que el ser humano se reconoce radicalmente es en la infelicidad. Pulimos el espejo donde nos miramos, lo abrillantamos, lo decoramos con un bonito marco pero, indefectiblemente, el azogue de la vida acaba convirtiéndolo en una superficie purulenta que se superpone a nuestro rostro como un sarampión. Y es así, de esa guisa ante el espejo, como mejor nos reconocemos; es así, en las cicatrices del tiempo, donde aceptamos nuestra verdad más esencial, las más dolorosa y, a la vez, la más hermosa. Afirma el profesor Eric G. Wilson en su libro Contra la felicidad. En defensa de la melancolía, publicado por Taurus hace ya una década, que “fue el cavernícola melancólico y retraído que se quedaba atrás y meditaba, mientras sus felices y musculosos compañeros cazaban la cena, quien hizo avanzar la cultura”. Y es que lo mejor de la cultura no se entendería sin la melancolía, sin el destino aciago, sin la tristeza, sin la infelicidad. La experiencia de la propia melancolía es precisamente la que activa la conciencia del propio yo, su territorio incómodo pero auténtico y profundo, su esencialidad, lejos de las consignas de la sociedad materialista que nos quiere a todos felices mediante los mismos mecanismos de alienación, como cortados todos por el mismo patrón de un hedonismo salvaje que no se refuta: autómatas de la felicidad, zombis de la dicha. Quien no haya probado la hiel de la melancolía, jamás sabrá quién es de verdad: un ignorante aborregado que nunca buceará por las bellísimas simas de su humanidad. La felicidad sin cortapisas y la estupidez o la ignorancia son conceptos que pueden estar más cerca de lo que uno cree. Por eso, la mayor parte de las grandes obras de la literatura universal son infelices. Porque el genio que las creó, activó el resorte de su padecimiento, porque excavó el filón de su tristeza y halló el mineral precioso de su vocación trascendente. No abunda la literatura feliz porque la felicidad no genera creatividad, no activa ningún conflicto. Si se es feliz, no se cuenta. Se es y ya está. ¿Qué interés reporta? El inicio de Ana Karenina es significativo al respecto: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Casi todas las obras de Shakesperare, el más grande artífice de las pasiones humanas, son infelices. Don Quijote no tiene nada de cómico; Madame Bovary, Ana Karenina y Ana Ozores no fueron epicúreas del amor; al Paraíso de Dante le precedió su Infierno. ¿Y qué decir de la poesía lírica? Sólo esa suerte de celebración guilleniana del mundo, común a muchos poetas, parece optimista, pero hasta en ella hay una ambigua comunión con el cosmos donde el alma anhela diluirse y desaparecer. En la desgracia las palabras parecen sublimarse ataviadas en su luto, se desangran heroicamente en su trance luctuoso, como un ejército de letras derrotado regresando de la contienda de la vida en cuyos harapos ajados hubiera más grandeza que en las galas de las grandes fiestas. Palabras que desafían la comodidad de la semántica porque han vuelto del averno del sufrimiento empapadas de las vísceras de sus nuevos significados; palabras como negras erinias de una tragedia griega, procesionando el dolor, transportándolo en andas hasta el altar de la literatura; palabras inmolándose a su holocausto en la pira sacrificial de los libros mientras los lectores, feligresía en catarsis, entona en el bisbiseo de la lectura la universal letanía del sufrimiento. Tan terrible. Tan hermosa.