Durante las escasas treguas que ha permitido el enojoso teletrabajo del confinamiento, Bea se ha dedicado a fabricar divertidos puntos de libro como el que mostramos en la fotografía. Una presumida monstruita –no debe obviarse la jactanciosa coquetería de su lacito– que se aferra a las páginas de mi libro –uno de los Episodios Nacionales de Galdós– y que el lector retira cuidadosamente de la esquina, temeroso de sufrir la dentellada de tan celosa centinela, con esos grandes ojos avizorantes, cuando desea retomar la lectura. A mí me parece que la criatura ha engordado ya algo y ello se debe, sin duda alguna, a los atracones de palabras que su voraz apetito ejercita una vez que la dejamos a solas entre los manjares galdosianos.
Hay en los puntos de libro, también llamados por algunos «marcapáginas», «señaladores», «puntos de lectura» o «separadores», entre otros términos difusos, una camaradería silenciosa con el lector. Y desde hace un tiempo, también con el escritor. Durante las jornadas en que escribía mi novela, al abrir el archivo del procesador de textos del ordenador para iniciar una nueva sesión de escritura, aparecía siempre, en la esquina inferior derecha de la pantalla, un pequeño globo en forma de mensaje que me daba la bienvenida y que luego me impelía a hacer clic en él preguntándome antes si deseaba seguir por donde lo había dejado la vez anterior. «¿Quieres continuar por donde lo dejaste?» –me inquiría, servicial–. En ese trabajo solitario que es la escritura, aquella deferencia del programa informático, aquel gesto de complicidad, tan solícito y amable, me parecía proceder de alguna suerte de amigo que en su abstracción ejerciera su compañía silente, discreta y leal, conocedor de las lides que el escritor entablaba cada día con el lenguaje indómito. Un testigo fiel que aún guardaba en su memoria la última batalla y que en la reanudación de la liza te recordaba que él la había seguido hasta el final, respetando desde su silencio, las escaramuzas contra las palabras. Y ahora, como esos asistentes de los boxeadores, tras una de las rondas del pugilato, el mensaje en la pantalla te recoloca la protección dental y te empuja de nuevo al ring.
Pero el punto de libro acompaña, sobre todo, al lector. Guardo numerosos puntos de libro dispersos entre las páginas de novelas y poemarios. Casi siempre hay una razón de ser en la unión de unos y otros. Es fácil que en el Cantar de Mio Cid se halle un marcapáginas con la efigie de Alfonso VI extraída del códice del siglo XII, el Libro de las estampas. O que a un poemario lo acompañe el punto de libro con el retrato de su autor; o que un separador con la catedral de Oviedo se halle entre las páginas de La Regenta; o que otro recuerde el día de la presentación de aquella novela; o que aquel folleto teatral se haya reconvertido para darse asilo en el texto que lo inspiró.
Puntos de libro, también, la saliva y el dobladillo hereje en una página, pero cuya apostasía nace de la bendición de haber pasado por allí el dedo de un lector; punto de libro, la romántica y tradicional flor reseca, recuerdo de alguna lectura compartida en el campo, o despojo de la que se halló un día prendida en el pelo de ella antes de amojamarse, como se acartonan el amor y el tiempo y la vida, entre los nichos de papel. Punto de libro, en fin, este simpático engendro fabricado por Bea durante un confinamiento, que me recordará un día que los libros, una vez más, volvieron a salvarnos.
lunes, 25 de mayo de 2020
lunes, 18 de mayo de 2020
486. 'Cielo y Chanca'
El
barrio almeriense de La Chanca constituye uno de esos espacios míticos capaces
de espolear el alma de los artistas, tan permeables a las sugestiones que los
paisajes singulares y sus ocultos arcanos, solo visibles a su sensibilidad
avezada y acechante de la belleza, ejercen sobre su creatividad. La Chanca,
humilde barrio donde se quintaesencian las culturas acrisoladas en la copela de
sus calles estrechas, marineras, afeudaladas bajo el señorío secular de la
Alcazaba, con sus cuevas y casas cúbicas que ya enamorasen en su día a Juan
Goytisolo en uno de sus libros de viajes, La Chanca, decimos, solo espera la
mirada atenta del poeta para expiar su miseria en la dignificación siempre
redentora de los versos.
No
nos extraña, pues, que el poeta José Antonio Santano, haya puesto al servicio
de esa manumisión de La Chanca respecto del yugo de su precariedad, los versos
de uno de sus últimos libros (con Santano y su portentosa fecundidad las reseñas
de sus obras siempre se quedan antiguas)
titulado Cielo y Chanca y
publicado por la editorial Alhulia.
La
primera parte del libro, «Blanco silencio», la conforman 25 cuartetas que
aspiran a una esencialidad prístina que depura las palabras hasta hacer
palpables la blancura y el silencio que da título a la sección. Diríase que sus
versos, en su despojamiento de lo accesorio, son rayos de sol que en la
implacable siesta andaluza reverberan desde las paredes encaladas de las casas
de La Chanca hasta envolvernos también a nosotros en una luz sacrificial que
nos fagocita hasta confundirnos con su totalidad cegadora, trallazos de luz que
son espasmos gozosos en la claridad. De
estos breves poemas destaca el uso de asociaciones sintagmáticas nominales que
generan nuevas unidades léxicas como «magia silencio», la «rutina cansancio» de
las campanas, «luz laberinto», «gruta secreto», etcétera.
La
segunda parte del poemario, titulado significativamente «Silencio roto», como
si Santano quisiera despertarnos de la autocomplacencia de la primera
parte, lo constituyen ya poemas más
extensos donde La Chanca se despereza y sus tipos humanos y sus paisajes cobran
vida y contorno. Para ello, en numerosas ocasiones, Santano se vale de lo que
otros han dicho sobre el barrio: Goytisolo (de ahí el significativo título
«Señas de identidad» del primer poema), pero también artistas plásticos como
los pintores Jesús de Perceval o Cantón Checa o fotógrafos. Entonces Santano
reformula la mirada de aquellos con la hermosa écfrasis de su juicio poético y
ese eclecticismo artístico parece trasunto de la multiculturalidad abigarrada
del libro, con menciones al gitanismo y al origen árabe del barrio, heredero
aún hoy de su historia en la morfología de sus calles y casas y en sus gentes.
Hay poemas donde esa comunicación entre el pasado árabe de La Chanca y el
barrio actual parece desafiar los vórtices del tiempo.
La
tercera sección, «Ciudad marina», se llena de nostalgia y parece remansarse en
la reflexión metafísica, volviendo al silencio de la primera parte en un
ejercicio de circularidad que da unidad al poemario. La «Adenda» final es una
preciosa coda que homenajea los hogares de los amigos, allí donde el poeta
siempre puede volver para encontrar la paz al abrigo de la amistad.
En
los últimos tiempos, Santano ha publicado también Maraparaíso (Diputación de Córdoba) y Tierra madre (Alhulia, Premio José Antonio Ochaíta de Guadalajara),
que habrá también que leer parar que él también nos aloje en su casa donde el
amor «solea el zaguán de regreso a los besos».
lunes, 11 de mayo de 2020
485. Calle Reding
En
una de las intersecciones con la emblemática calle Unió de Tarragona, nace la
calle Reding, estrecha, casi un pasadizo, flanqueada a izquierda y a derecha
por una sucesión de bolardos metálicos, como un escuadrón de soldados
liliputienses ataviados con sus corazas que pretendiese honrar la memoria del
general que da nombre a la calle. En el margen de las angostas aceras se abren
pequeños negocios que acicatean la curiosidad del transeúnte, pues las más de
las veces su género no responde a los productos comunes de las calles
principales. Si quisiéramos comprar un gremlin, seguro que tendríamos que
acudir a la calle Reding, y apuesto a que Michael Ende imaginó para la tienda
en que Bastian adquiere La historia
interminable algo parecido a una calle Reding. Al final del callejón se
abre la Plaza Corsini, donde se erige el Mercado Central, construido al gusto
modernista. En Málaga hay también un paseo de Reding y en Bailén una plaza de
Reding.
Teodoro
Reding (1755-1809) fue general del ejército español en el llamado Tercer
Regimiento Suizo de Reding. En 1802 fue destinado a Málaga para contener las
epidemias de fiebre amarilla que asolaron la ciudad. La fiebre se llevó a 7000
personas, 200 de las cuales pertenecieron a hombres de su regimiento. Su
denuedo contra la epidemia le valió luego el cargo de gobernador de Málaga, función
que desempeñó con una clara vocación de servicio y unas políticas sociales,
sanitarias y urbanísticas que pretendían redundar en el bienestar de los malagueños,
especialmente de aquellos más desfavorecidos. En 1808, durante la Guerra del
Francés, participó en la exitosa batalla de Bailén bajo las órdenes del general
Castaños, infligiendo la primera derrota a las tropas de Napoleón. En el cuarto
de sus Episodios Nacionales, el
titulado Bailén, Benito Pérez Galdós
hace que su protagonista, Gabriel, forme parte de la división comandada por
Reding. Bailén, que no es, al menos
para mí, el mejor libro de la serie, describe aquel capítulo de nuestra
Historia patria con la plasticidad en él frecuente, aunque la novela encalla en
la profusión de detallismo sobre los datos estratégicos de la contienda, quizás
interesante para los amantes de la literatura bélica pero no, desde luego, para
quien esto escribe. Lo mejor, quizás, de Bailén,
es el memorable pasaje donde se describe La Mancha, infiriendo de la sugestiva
monotonía de sus planicies el inapelable acierto de Cervantes para convertir
aquella tierra en la patria de don Quijote.
Participó
después Reding en la campaña de Cataluña contra el ejército bonapartista pero
fue derrotado en Valls por el general Laurent de Gouvion-Saint-Cyr, batalla en la que resultó herido. Murió dos
meses después, al contraer una infección por tifus, tras visitar el hospital
militar de Altafulla. El 23 de abril de 1809 –el año pasado se cumplieron 210
años– fue enterrado en la Catedral de Tarragona, aunque más tarde sus restos
fueron depositados en el lujoso panteón del cementerio de cuyo mantenimiento se
encarga el Ministerio de Defensa. Reding fue uno de los primeros en ocupar el
nuevo cementerio extramuros que se había habilitado en 1809 para poder ubicar a
los numerosos muertos causados por la guerra contra los franceses.
Enfilando
la estrecha y oscura calle Reding, uno no puede más que sugestionarse pensando
en las dos epidemias –fiebre amarilla y tifus– a las que se enfrentó el
ejemplar héroe militar. Pero conforme uno avanza y llega, al fin, al espacio
abierto de la plaza Corsini, y descubre su mercado y recuerda la barahúnda
comercial de otro tiempo que nos parece muy lejano aunque no lo sea tanto, y halla
las terrazas atestadas y los niños jugando a la pelota y la tremolina de la
vida, entonces, la estrecha y oscura calle Reding se queda atrás y el general
vuelve a ganar en Bailén y nosotros nos damos a la luz. Fase 1.
lunes, 4 de mayo de 2020
484. La revancha del tigrillo
Entre
las teorías conspiranoicas que se postulan para explicar el origen de la
pandemia que nos azota –y no, por cierto, la más descabellada– está aquella que
afirma que el virus es el modo en que el planeta se venga ahora de la humanidad
como castigo por los agravios con que sistemáticamente hemos ido sometiendo su
soberanía natural. Recuerdo ahora, con la nostalgia de la cotidianidad robada,
aquel concurso literario ecológico que organizamos en mi instituto cuyo lema,
ideado por mi compañera Eloísa, era «La venganza de don Mundo», jugando con el
título de la obra de Muñoz Seca, aunque a los alumnos se les escapara el guiño
literario. Pero disculpen esta concesión a la melancolía. A lo que iba. He
pensado todo esto mientras leía, a modo de homenaje póstumo, Un viejo que leía novelas de amor, el
libro de Luis Sepúlveda, a quien también ha desterrado de la vida la ira regia
de ese tirano arrogante que hasta en el nombre se corona de soberbia. En la
novela del escritor chileno, Antonio José Bolívar Proaño, que vive en El
Idilio, un remoto pueblo amazónico, ocupado en leer novelas románticas, es
requerido por el gobernador del lugar para matar al tigrillo, que está causando
estragos entre la población. En realidad, la cólera del ocelote se debe a que
los cazadores extranjeros que, como los buscadores de oro, pululan a sus anchas
por la zona provocando todo tipo de abusos, han matado a las crías de la hembra
y herido de muerte al trigrillo macho. El animal, pues, cegado por el dolor,
arremete contra todo hombre que penetra incauto por la selva. Antaño, Antonio
José Bolívar Proaño había sido acogido por los indios shuar hasta el día en que
cometió, involuntariamente, un error que vulneraba el código de la tribu. Pero
durante su estancia con los indígenas, supo apreciar el respeto de ese pueblo
por la Naturaleza, su pacto cruel pero honroso con ella, las leyes no escritas
de la selva, la simbiosis de la vida dentro de la vida. Es por eso que el
gobernador le encomienda la misión. Cuando Antonio José Bolívar Proaño cumple
con su cometido, arroja al río, entre lágrimas, a la hembra y maldice a los
gringos que provocaron aquel desajuste en el cauce natural de las cosas. La
novela, que por momentos tiene algo de El
corazón de las tinieblas, de Conrad, y que subyuga como lo hacen todos esos
libros que colocan al hombre frente al colosal misterio de la Naturaleza en su
majestad (Don Segundo Sombra, de
Güiraldes, La vorágine, de José
Eustasio Rivera, el mismo Conrad…) es un canto a la coexistencia y la armonía
del hombre con su entorno y, a la vez, una denuncia a quienes transgreden esa
alianza sagrada. Va mucho más allá de la ecología y, por supuesto, no tiene
nada que ver con la baratija del mantra naturalista de perroflaúticos,
porreros, talibanes del veganismo y demás ralea. El libro de Sepúlveda sondea
los arcanos de la vida profunda sin atenerse a modismos circunstanciales. En la
parte final, cuando el protagonista se esconde de la tigrilla bajo una canoa y
la siente pasear por encima de la madera, aquel siente que va a morir. La misma
tigrilla, que «capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo»,
marcaba con sus orines la presa, «considerándolo muerto antes de enfrentarlo».
Bolívar se queda dormido y sueña que el brujo shuar masajea su cuerpo con
puñados de ceniza fría para salvarlo, mientras atisbaba los ojos amarillos de
la muerte en todas direcciones. Entonces el sortilegio chamánico tuvo efecto.
Pero ahora no puedo dejar de sugestionarme pensando –llamadme paranoico– que la
tigrilla de Sepúlveda ha vuelto buscando su revancha.
lunes, 27 de abril de 2020
483. Ejecutoria de hidalguía
Este
viernes se cumplen 20 años desde que apareciera el primer número de La Poesía, señor hidalgo. La revista,
codirigida por Ramón García Mateos y Juan Ramón Ortega Ugena salió a la luz el
1 de mayo del año 2000, «finisecular e ilusivamente apocalíptico», al precio de
700 pesetas. La publicación debe su nombre al famoso pasaje del capítulo XVI de
la segunda parte del Quijote, cuando el
bueno de Alonso Quijano realiza ante el Caballero del Verde Gabán su definición
del género poético. El fragmento se halla reproducido en la portada de la
revista, diseñada por José F. Ríos. El consejo de redacción lo formaban, además
de sus dos directores, los poetas Guillermo Fernández Rojano y Juan
López-Carrillo. La revista salió de las planchas de la imprenta Day Print, de Reus, y desde el principio
llamó la atención por el tamaño de sus páginas (21x33).
Con
sugestivos dibujos del artista Pere Barniol, aquel primer número dio acogida a
14 poetas y a más de una treintena de poemas. Por sus páginas desfilaba la
mirada tamizadora del mundo de Joan Elíes Adell; el cromatismo musical y la
apología serena de la cotidianidad y de la verdad prístina de Antonio Carvajal;
el amor azaroso de Francisco Castaño; los versos de tierra germinadora de
Flavia Company; la evocación de la belleza y la pérdida de la inocencia entre
el entrañable cortejo de mitos literarios de Luis Alberto de Cuenca; el
erotismo pérfido y la rebeldía contra la domesticación social de Guillermo
Fernández Rojano; la nostalgia con olor a eneldo, luz de albahaca y hojas secas
de Ramón García Mateos y su aguerrido olifante llamando a los enfermos de luna;
el amor redentor y la tensión entre la palabra y su silencio de Alfredo Gavín;
la bella taxonomía de los poetas de Juan Carlos Mestre, su casa roja alucinada;
el erotismo displicente y la amanecida cruel de Eduardo Moga; el terrible envés
de la inocencia, agazapado tan cercano, y el milagro de hacer hablar a los
muertos, de Jesús Munárriz; el anhelo de la palabra libre y esencial de Juan
Ramón Ortega Ugena; el descreimiento del mundo y su marchitamiento, y el recuerdo
consolador, de Ramón Oteo; la ternura y el desvalimiento irreverente de José
Viñals.
Luego
la revista se nutrió, como anunciaba el editorial fundacional, de textos en
prosa, crítica literaria y reseñas de
novedades con la participación también de escritores de primera fila. En ese
mismo editorial, tras la presentación de rigor, se advierte también de la
personalidad atractivamente belicosa de la publicación: «no sólo es una
publicación insumisa […] sino que además, nacemos con vocación de
francotiradores de la palabra. Tenemos bueno tino y sabemos escoger el blanco.
Y no debemos a nadie la escudilla».
Ángel
Luis Prieto de Paula ya lo apuntaba en uno de sus deliciosos artículos
recogidos en Monólogos del jardín. En
«De la vida de provincias» dice el maestro de Ledesma: «Uno, muy limitado a lo
que se cuece en las grandes editoriales, se conmueve al comprobar la feracidad
de tantos escritores, editores y lectores que, lejos de la corte y sus
reclamos, trabajan sin esperar reconocimiento o sin obtenerlo cuando lo
esperan». En esa vocación apasionada y desinteresada por la literatura se cifró
también aquella revista nacida en una de esas ciudades de provincias de las que
habla Prieto. El proyecto, como suele suceder casi siempre, duró los números
que tenía que durar. Ahora, con la perspectiva que dan las dos décadas desde
aquel primer número, ningún notario de corte se atrevería desestimar su
indiscutible ejecutoria de hidalguía.
lunes, 20 de abril de 2020
482. El dolor sin brida
Hay
libros que solo pueden escribirse desde un rapto de la conciencia. Una suerte
de arrobamiento que suspende el accidente prescindible que somos para hacernos
bucear por las esencialidades que más radicalmente nos constituyen. Así me
imagino yo a Alejandro Morellón mientras escribía su Caballo sea la noche (editorial Candaya): inmerso en el trance
febril de una novela cuya creación acabaría por convertirse en una experiencia
agotadora, casi física, cuando las palabras supuraban en el papel su pus de
ignominia.
Al
principio me pareció estar leyendo una novela de José Donoso, su prosa
alucinada, derramada a borbotones hirvientes y delirantes; luego, para tonta
vanidad del crítico vaticinador, hallo aquel sintagma revelador que me lo
confirma, aquel «obsceno pájaro de la noche» que me remite a la obra del
escritor chileno. ¿Un guiño premeditado que reconoce su deuda literaria? No en
vano, el libro de Donoso no deja de ser, él también, una demolición del yo. El
título procede de una cita de Henry James escrita a sus hijos: «[La vida]
florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria
esencial en la que hunden las raíces del sujeto […], una selva indómita en la
que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche». Esta cita podría
resumir perfectamente el libro de Morellón.
La
novela narra, mediante el recurso del monólogo interior de dos de sus
personajes, la ruina vital de una familia de la que ya solo sobreviven Rosa y
su hijo Alan. La reconstrucción de la trama que les ha llevado a esa situación
va abriendo claroscuros por los que el lector atisba, aterrado, la ominosa
verdad. La novela reclama el envés de nuestras identidades (de enorme
simbolismo es la fotografía que la familia se hace de espaldas) y explora cómo
ese reverso puede ser tan auténtico como el anverso que mostramos al mundo. Morellón
nos hace entender cómo la naturaleza proscrita del yo se justifica solamente
por la construcción social de la culpa que, es a veces, incompatible con la
verdad que nos participa muy adentro, lo que desemboca en el nihilismo
identitario: «soy un ser arbitrario y sin concreción, una latencia indefinida
[…] un ente sin identidad, vulnerable y desfragmentado…», (magnífico el
desarrollo de esta idea en las páginas 50 y 51). En este sentido, cobra capital
importancia el lenguaje, que se convierte en una ontología contradictoria: por
un lado, dotar de palabras a la abyección otorga carta de naturaleza a la culpa
(las palabras son también una construcción social); por otro, encarnar el dolor
en las palabras permite generar asideros y contornos allí donde solo hay vacío
y abismo. Al final las palabras escritas en una carta serán promesa de
redención. Siempre las palabras, a pesar de todo. La novela se estructura a
través de los monólogos de Alan y su madre. Cuando es el turno de Rosa, la
prosa, sin dejar el tormento, se remansa algo. Su contrapunto no es solo
estilístico, también temático: las fotografías del álbum nos hablan de un
tiempo antiguo de felicidad, inocencia, infancia y ángeles. La ausencia de
puntos ortográficos contribuye al ritmo estudiadamente caótico del flujo de la
conciencia, aunque a veces la gramática es lo suficientemente lógica como para
encontrar algo forzado el asíndeton. En cualquier caso, el dolor no tiene
ortografía. Como no tiene brida el dolor de ese caballo blanco «atravesado por
la caída de los relámpagos como por la mirada de un dios infatuado»
lunes, 13 de abril de 2020
481. El humor en los tiempos de cólera
Coincidiendo
con el 75 aniversario de la incorporación de Wenceslao Fernández Flórez a la
Real Academia de la Lengua, he estado leyendo estos días su correspondiente
discurso de ingreso, que el escritor gallego tituló «El humor en la literatura
española». Aunque la preparación del discurso se llevó a cabo en la primavera
de 1936, no fue hasta el 14 de mayo de 1945 cuando pudo leerlo ante sus
recientes adláteres académicos. La Guerra Civil, claro, había dejado en
barbecho el tradicional ritual. Fernández Flórez confiesa que llegó a quemar
los apuntes sobre los que había trabajado, temeroso de «los peligros
revolucionarios». Y uno se pregunta qué naturaleza subversiva o más bien
reaccionaria tendrían aquellos papeles para dar con ellos en la chimenea de su
casa.
Entre
los pensamientos del flamante académico hay una reivindicación del humor,
género siempre menospreciado por el oficialismo literario de turno. F. Flórez
lo compara con la casita de caramelo del cuento. Unos se acercarán a la casita,
la lamerán y se marcharán sin averiguar quién vive ahí; otros, además, querrán
conocer a su inquilino y, al hallar al ogro dentro, le reprenderán por haber
construido una casa de caramelo; aquellos se habrán interesado solamente de
forma superficial, una vez que el sabor de la casa les ha satisfecho un
capricho y les ha hecho pasar un buen rato; los otros le afearán al ogro que,
siendo él un personaje tan importante, se haya entretenido en construir una
casa de caramelo. En resumen, están los que piensan que el humor es un
ejercicio simpático sin más y los que lo menosprecian por no ocuparse de las
cosas serias. Y, sin embargo, como dice F. Flórez, el humor podrá no ser
solemne, pero desde luego es algo muy serio. El autor de El bosque animado lo define como «la sonrisa de una desilusión». No
es, pues, la carcajada desaforada, que el escritor compara con las cosquillas:
«Las cosquillas pueden obligarnos también a retorcernos en carcajadas
estentóreas, y, sin embargo, cuando cesa el estímulo, no se ha enriquecido
nuestro espíritu con un pensamiento ni con una emoción. Tal ocurre con el
chiste».
La
sonrisa de una desilusión. Porque el literato es, ante todo, un hombre
descontento: «El día en que el mundo sea tan perfecto que exista conformidad
entre los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas y, desde luego, nadie las
escribirá. Una novela es el escape de una angustia por la válvula de la
fantasía». Y ante el descontento, la ira y el lamento, hijas del instinto, se
enseñorean en las diferentes manifestaciones literarias, muchas de ellas
excelsas. Pero hay un tercer elemento que trasciende el instinto para situarse
en el ámbito de la inteligencia. «Ni el insulto, ni la súplica, ni la execración,
ni los suspiros tienen una fuerza semejante»: el humor, que no es la sátira
cruel ni la burla. El humor, según F. Flórez «es siempre un poco bondadoso,
siempre un poco paternal. Sin acritud, porque comprende. Sin crueldad, porque
uno de sus componentes es la ternura. Y si no es tierno ni es comprensivo, no
es humor». Y sigue: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también
la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus
ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».
No
es baladí pensar que Wenceslao Fernández Flórez pronunciara estas palabras
después de haber salido de una guerra, una experiencia que debió de resituar
los límites de su concepto del humor:
«Ignoramos
qué nos traerá la literatura posterior a la guerra –dice– pero si en ella
sobrevive el humorismo diremos que se ha salvado algo muy importante de la
ternura humana, entre tantos odios y tantas espantosas violencias». Setenta y
cinco años después, también nosotros deberemos plantearnos qué hacemos con
nuestro humor cuando sobrevivamos a la pandemia. Si lo usamos para herir o si,
en su necesaria mueca de acíbar, lo derramamos sobre la humanidad con la bondad
que defendía don Wenceslao, ahora que más falta nos hace para restañar la hemorragia
de las vidas que se fueron.
![]() |
Busto de Wencesleo Fernández Flórez en la Praza do Humor (La Coruña) |
lunes, 6 de abril de 2020
480. Manual del buen misántropo
La
gente cree que en estos días de confinamiento forzoso está llevando a cabo una
suerte de épica de la resistencia que convierte a cada confinado en un héroe
contra el enemigo invisible. Una especie de paladín del batín que soporta con
arrojo las acometidas del temible aburrimiento, eso sí, asistido de todas las
comodidades y conectado al mundo, como nunca en otro tiempo, a través de la
tecnología. Menudos titanes. Yo entiendo que existan personas que deseen
sentirse protagonistas de la Historia y que para ello necesiten remedar la
epopeya de las películas, importar el apocalipsis de las grandes gestas del
pasado, adoptar su lenguaje belicista y revestirse del aura de las proezas.
Poder decir orgulloso: «yo estuve ahí; yo sobreviví al virus». Pero no, oiga:
usted solamente está tumbado en su cómodo sofá, deglutiendo series,
comunicándose con quien quiera a través de su teléfono móvil, bien abastecido
de comida, cubiertas todas sus necesidades higiénicas y haraganeando. Eso sí, a
las ocho en punto sale usted a aplaudir al balcón para seguir sintiendo que
forma parte de la hazaña colectiva. No. Usted no es ningún héroe: usted es solo
un insignificante ciudadano más que tiene la única obligación de quedarse en su
jodida casa. Nada más. Porque pensar que está usted haciendo algo más que eso
es insultar a todas aquellas personas que se mantuvieron ocultas en un zulo
inmundo durante 30 largos años hasta que Franco decretó la amnistía del 69. Por
ejemplo. Y quejarse de un encierro que aún no alcanza el mes es un insulto aún
mayor, además de demostrar el poco alcance de su supuesto coraje contra el fin
del mundo.
El
confinamiento nos ha traído también a los gurús de la cultura, que se arrogan
ahora la potestad de tutelar nuestro supuesto aburrimiento, como si los pobres
mortales a los que regalan su benefactor amparo no supiéramos organizar nuestro
propio ocio sin su eminente guía salvífica. Sé que hay quien lo hace
bienintencionadamente. Pero, cuando todo esto pase, algunos tendrán que hacer
inventario de su mezquindad, sobre todo aquellos que, con el subterfugio de un
altruismo hipócrita ofrecen sus obras para hacer más llevaderas las horas de
enclaustramiento, en un ejercicio oportunista de autobombo sonrojante.
Resulta
curioso pero yo siempre había creído que la mejor forma de alejarse de la
estupidez humana era aislarse de la gente, huir al iglú. Y no. Justamente en mi
encierro es cuando estoy asistiendo a un mayor embate de imbéciles por doquier.
La culpa es mía, claro, por ceder también a las redes sociales, a la televisión
y a otros opiáceos de la inteligencia. Quizás se deba esto a que antes la
imbecilidad se dispersaba entre los actos cotidianos de la vida y sus prisas.
Ahora, en cambio, se concentra en la intimidad (por tanto, en su dimensión más
cierta) de los hogares prostituidos para todos en repulsiva exhibición. Por eso
entiendo tanto a Manuel, el protagonista de Los
asquerosos, de Santiago Lorenzo, que es la novela de la que quería hablar
aquí antes de acalorarme con toda esta diatriba contra la majadería humana.
Manuel debe ocultarse de la policía al verse involucrado involuntariamente en
un acuchillamiento. En su encierro, una casa desocupada en un pueblo
deshabitado, descubrirá las mieles de la soledad y la irrelevancia de todo
aquello que antes le resultaba imperiosamente necesario. Hasta que una familia
de domingueros, trasunto de nuestra sociedad con todos sus defectos,
hipocresías, superficialidades y sandeces, se instala en el pueblo y da al
traste con su seguridad, convirtiéndose a partir de entonces el libro en todo
un manual del buen misántropo. Y yo quería analizar un poco el libro de
Santiago Lorenzo y hablar de algunos pros y contras de su planteamiento
argumental, de su estructura, de su estilo. Pero me he tirado tres cuartos del
artículo hablando de toda esa caterva de idiotas en lugar de lo importante y se
me ha acabado el espacio. ¿Lo ven? Lo han vuelto a conseguir.
lunes, 30 de marzo de 2020
479. 'Massé' literario
El
escritor José Avello nos dejó hace ya 5 años. En su haber, una producción
literaria tan escasa como deslumbrante, capaz de convertir al autor asturiano
en un clásico de culto sin necesidad de haber engrosado su quehacer creativo
más allá de los dos únicos títulos que dio a la imprenta. En diciembre del año
pasado recibí una carta de Milagros Gonzalvo, su mujer, acompañada de las dos
novelas de Avello, Jugadores de billar
y La subversión de Beti García, ambas
recientemente rescatadas por la editorial Trea (antes habían sido publicadas
por Alfaguara y Destino, respectivamente, con unánime entusiasmo por parte de
la crítica, conformidad que hace aún más incomprensible el limitado recorrido
editorial que sufrieron luego ambas obras). Milagros envió su carta pulcramente
presentada, a ordenador, con fecha, membretes y firma. «Te envío las dos
novelas de mi marido», rezaba uno de los renglones. Yo no pude más que recibir,
conmovido, los dos libros con profundo respeto. «Te envío las dos novelas de mi
marido». Habrá quien diga que todo esto no es importante en una reseña, si es
que acaso esto es una reseña. Para mí sí es importante. Hay en la carta de
Milagros una dulce obstinación en traer de vuelta a su marido conjurando su
recuerdo a través de aquello que probablemente más le concernía. Nadie que no
haya convivido con un escritor podrá entender la importancia casi ontológica de
una obra propia. Hay en el gesto de Milagros una demostración de la
prolongación de su amor que fue, para mí, al desembalar los sobres, una
emocionante epifanía.
Leí
Jugadores de billar, que debe su
título a los cuatro protagonistas que se citan cada tarde para jugar en el Mercurio, un café ovetense. El billar
representa, en las vidas desnortadas de sus protagonistas, la metáfora de sus existencias
mecanizadas, a merced de la inercia de los días, pero también, en cada
carambola, el asidero inequívoco de la lógica matemática, la certidumbre de la
física, que les permite agarrarse a una seguridad objetiva cuando todo se tambalea.
El eje argumental gira en torno al expolio al que el bando vencedor sometió a
los vencidos durante la Guerra Civil. Aquellas malas artes volverán a salir a
la luz más de medio siglo después involucrando a varios personajes en un thriller familiar tremendamente
enjundioso. El marco narrativo, no obstante, se antoja muchas veces un pretexto
para bucear por las simas de las almas de los protagonistas y sus miserias
personales. De todos ellos, el mejor perfilado, por su impresionante hondura,
es Álvaro Atienza, personaje atormentado por sus complejos físicos, que se
enamorará enfermizamente de una estudiante de Artes con la que aspira, por
derroteros psicológicos de extraordinaria sutileza, a redimirse. Atienza es
heredero de una fábrica de loza situada dentro de los territorios usurpados.
Por su parte, hallamos a Floro, escritor frustrado que vive parasitariamente de
las rentas del negocio de su madre y que está enamorado desde niño de Adelina
Valle sin atreverse nunca a declararle su amor. El tercer jugador es Manolo
Arbeyo, periodista en cuyo poder obran documentos reveladores sobre el expolio
y del que pretende sacar tajada. Completa el cuarteto la voz del narrador, que
al final de la novela nos revela también su concurso en algunos de los avatares
argumentales.
Mención
aparte merece el estilo literario. José Avello escribe con una precisión
quirúrgica que ennoblece el idioma hasta convertirlo en un massé literario. Todo ello dentro de una estructura perfectamente
ensamblada. El estilo avanza con personalísima elegancia, segura, contundente
en su autoafirmación, salpicada a veces de ironía y fino sentido del humor,
sabiamente dosificado. Conforme uno avanza en la lectura de la novela, se da
cuenta de que Avello ha echado el resto en su proyecto literario, que no ha
dejado nada a la improvisación. El resultado es uno de esos libros con empaque,
sólidos, perdurables, una obra maestra que, como tal, merecía una carta de
amor.
lunes, 23 de marzo de 2020
478. El efecto Vallejo
Hallábame
una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio
que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó
mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El
escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable
volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de
manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el
barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así
que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a
tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue
casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras
el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe
acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres
importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La
anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal
pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en
el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al
suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los
amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita
premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al
tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos
ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde
la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos
hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa
nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los
grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria
hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los
vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en
contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del
presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter
ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco,
y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora,
la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una
sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus
páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán
la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo
el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del
armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me
permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como
una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese
infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.
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