domingo, 1 de junio de 2014

253. El viaje de la luz



Se dice que la vida es una sucesión de renuncias hasta llegar a la renuncia definitiva que es a la vida misma. Pero, ¿y si en la asunción natural de esas renuncias se hallase la felicidad? La poesía de Antonio Moreno es precisamente la poesía del despojamiento voluntario. Pero no a la manera de los existencialistas que buscaban en la ataraxia una visión aséptica de la realidad y una contemplación indiferente de todo para lograr una serenidad indolente. Antes al contrario, Antonio Moreno es un observador activo del cosmos y participa de la belleza de la existencia pero limita esa participación a la radical sencillez de ser y estar en el mundo: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento”.
Podría desprenderse de lo dicho hasta aquí que Antonio Moreno reivindica la anulación de su ser para formar parte del todo, en una especie de misticismo laico de resonancias becquerianas. Pero hay en esa fusión una conciencia jubilosa del yo trascendido, que recuerda al optimismo vitalista de Cántico, de Jorge Guillén, y que es otra manera de autoafirmación: “Algo, quién sabe qué, nos acompaña / y nos excede porque somos suyos […] Un bien nos acompaña y nos excede, / algo que es un arcano afecto, y es / más que este pobre yo con su quimera. / Y más que esta armazón de piel y huesos”. A pesar de lo cual, sobre todo en sus poemas amorosos, la salvación puede llegar en algo tan físico como el abrazo y el contacto de la piel amada: “Sólo / el calor de tu cuerpo me acompaña, / sólo es tu piel, piel mía, quien me salva”; “Nada son la verdad ni la mentira, nada el dolor ni nuestras torpes creencias, si al fin te abrazo y triunfo de la muerte”.
Para esa catarsis, el poeta fija su atención en las cosas sencillas que le rodean. La vida elemental (pero plena) puede estar en una pared preñada de sol, en una concha hallada en la playa o en el acto humilde de barrer una estancia, pero, sobre todo, en esa inercia de dejarse llevar por el placer simple de la existencia: “La sencillez es lo sagrado […] Mimado por la vida, sin ser nada / lo soy todo a la vez: esta distancia / como una oxidación”. La consecuencia inmediata es el rechazo a dar explicación al misterio de la vida porque nada sabemos de ella: “Qué obtusa nuestra inteligencia, / un foco de linterna ante lo inmenso”; “La verdad siempre duele. No la pidas. / Qué pretendes saber, adónde quieres / llegar con esa antorcha que se extingue / helándose en la noche […] no quieras saber, no busques nada.” En su “Última plegaria a la luz”, el poeta le reclama a ésta la “cándida ignorancia”. 
Esta desnudez primigenia se traduce, a su vez, en una depuración lingüística donde la palabra queda reducida a su máxima esencialidad porque ésta fracasa en su intento de explicarnos: “Extraña lucha tienen las palabras / por alcanzar la luz sin ser de luz, / por conquistar la luz con su ceguera”. En el poema “Regreso”, el poeta se invita a volver a las palabras sustantivas y, como Pedro Salinas, limita el mundo a “una suma clara de pronombres”. Esta vocación es tan radical que el poeta halla más significado en el alarido instintivo y visceral de una gata en celo que en todas las palabras del mundo: “Tan sólo está sufriendo de deseo, / gritando a todo / como todo grita, / ciego frente a la noche, para ser”.
 El viaje de la luz (Renacimiento) es una luminosa revelación, elixir poético contra la zozobra de la duda e invitación exultante al viaje de la vida sin más equipaje que la vida misma y el milagro agradecido de su don.


4 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Espléndida reseña, Píramo. Me suena que ya escribieras en su día sobre Antonio Moreno, ¿puede ser?
¡Adelante con la buena poesía!

Agustín Pérez Leal dijo...

Crítica de altos vuelos sobre un poeta imprescindible
Una antología rigurosa y nítida, de una sabiduría luminosa. Sin duda, un poeta excepcional.
Y acaba de sacar en Adonais un librito maravilloso titulado "El caudal"

Pedro Gomila dijo...

Enhorabuena por esa excelente reseña. Pocos hay, en efecto, que lean tan pormenorizadamente un libro antes de ponerse a escribir sobre él

Tisbe dijo...

Muy buena reseña, Píramo. Coincido con la opinión de P. Gomila. Dudo que haya muchos críticos literarios que lean y analicen las obras que reseñan con tanto cuidado, esmero y profesionalidad como tú. Sigue así.