Creo haber citado ya en alguna ocasión las palabras de
Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas cuando decía que la
condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] –dice
Sabato– tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su
creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede
hacer nada importante”. De tan radical
aseveración se infiere la incompatibilidad existente entre la labor creativa y
la vida misma con sus inevitables obligaciones cotidianas, que lastrarían al
escritor en su vocación. Claro que, siempre se podrá argüir, como hace la
señorita Fancourt en La lección del maestro, de Henry James, que el
arte, cuando es verdadero, es “la más
intensa forma de vida”, pero la sentencia, aunque está bien en su vertiente
romántica, no soluciona el prosaico, aunque perentorio, problema de la vida
práctica. Ya cada vez es menos frecuente tener en casa a una Zenobia Camprubí
que exonere a su marido de las tareas domésticas o que incluso, como la mujer
de Juan Ramón, se encargue de la administración burocrática del hogar. Esa
mujer generosa y abnegada ya no existe porque, afortunadamente, ellas también
tienen sus propios planes para realizarse en la vida, incluido el de la propia
escritura, aunque la sociedad patriarcal todavía impone sobre ellas
determinados roles que dificultan su crecimiento personal. Si para un hombre de
hoy en día es difícil delegar en otros las tareas meramente mecánicas para
centrarse en exclusividad en la literatura, no quiero ni imaginar los
obstáculos que entrañarán para una mujer escritora los cometidos que la
sociedad aún le otorga injustamente sólo a su sexo, como las tareas del hogar o
la maternidad. En cualquier caso, si queremos seguir la máxima de Sabato y
escribir una obra maestra, sea uno hombre o mujer, ya no bastará con tener el
talento para poder acometer tamaña empresa, sino que, además, habrá que ser
millonario o habrá que buscarse a una Carmen Balcells para desentenderse
totalmente de toda la rémora de la servidumbre cotidiana. Porque, amigos
escritores, aspirantes a la obra cumbre de la literatura contemporánea, todo
eso está muy bien pero uno tiene que comer, vestirse y pagar hipotecas. Y, en
todo caso, habría que valorar hasta qué punto compensa el sacrificio que nos
exige Sabato y si el arte debe ir contra la vida. En La lección del maestro,
Henry Saint George, afamado escritor que disfruta de las mieles de su
prestigio, le confiesa a Paul Overt, notable escritor novel encandilado por el
magisterio de aquél, que detrás de la aureola de gran creador que le corona,
hay un escritor frustrado que ha sido incapaz de escribir la obra soñada,
debido a los imperativos de la vida familiar y social. E insta al joven Overt a
no caer en el mismo error si desea escribir algo realmente imperecedero. Éste,
que se ha enamorado de la señorita Fancourt, sigue su consejo y detiene el
recién iniciado cortejo de la dama para marcharse sin decir nada a nadie a un
retiro a Suiza, donde comienza a escribir fervorosamente. A su regreso a
Londres, Saint George ha quedado viudo, noticia cuya naturaleza luctuosa
entraña, sin embargo, la posibilidad de que Saint George pueda centrarse, ya
sin ataduras afectivas, en aquella obra ideal que anhela. Pero, cuál es su
sorpresa, cuando Overt se entera de que su admirado escritor va a casarse con
la señorita Fancourt. Al sentirse burlado, Overt, que ha escrito una novela
excelente pero no una obra maestra, se distancia de Saint George, y vivirá el
resto de su vida con la zozobra de que éste sí escriba, a pesar de todo –y
casado–, la gran obra a la que aspira. Quizás Henry James, solterón
empedernido, del que este año se cumplen
100 años de su muerte, nos adelantó con esta pequeña novela corta su gran
lección: que, pese a todo, el arte no debiera desasirnos nunca de la vida.
Porque sólo tenemos una. Y porque aquella otra inmortal de la fama, que
predicara Jorge Manrique, no nos la garantiza el libro que anhelamos. Y, en
todo caso, no estaremos aquí para comprobarlo.
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2 comentarios:
A veces, repasando biografías de los consagrados del "boom" latinoamericano (pienso sobre todo en Cortázar, en Vargas Llosa o en García Márquez), no dejo de admirarme por lo mucho que se sacrificaron para sacar adelante su obra. Pero, por lo mismo, no puedo dejar de plantearme cuántos escritores pasaron por las mismas penurias y, sin embargo, no vieron reconocida su producción. Como en la canción de Pablo Milanés, muchos de ellos se dirán: "¿ha valido la pena?, pregunto, no sé".
Imagino que debe de ser un gran dilema para los escritores dejarlo todo por la literatura sin tener la seguridad de que ésta les reportará las alegrías que ellos esperan.
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