sábado, 1 de octubre de 2016

335. La lección de Henry James



Creo haber citado ya en alguna ocasión las palabras de Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas cuando decía que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] –dice Sabato– tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada importante”.  De tan radical aseveración se infiere la incompatibilidad existente entre la labor creativa y la vida misma con sus inevitables obligaciones cotidianas, que lastrarían al escritor en su vocación. Claro que, siempre se podrá argüir, como hace la señorita Fancourt en La lección del maestro, de Henry James, que el arte, cuando es verdadero, es  “la más intensa forma de vida”, pero la sentencia, aunque está bien en su vertiente romántica, no soluciona el prosaico, aunque perentorio, problema de la vida práctica. Ya cada vez es menos frecuente tener en casa a una Zenobia Camprubí que exonere a su marido de las tareas domésticas o que incluso, como la mujer de Juan Ramón, se encargue de la administración burocrática del hogar. Esa mujer generosa y abnegada ya no existe porque, afortunadamente, ellas también tienen sus propios planes para realizarse en la vida, incluido el de la propia escritura, aunque la sociedad patriarcal todavía impone sobre ellas determinados roles que dificultan su crecimiento personal. Si para un hombre de hoy en día es difícil delegar en otros las tareas meramente mecánicas para centrarse en exclusividad en la literatura, no quiero ni imaginar los obstáculos que entrañarán para una mujer escritora los cometidos que la sociedad aún le otorga injustamente sólo a su sexo, como las tareas del hogar o la maternidad. En cualquier caso, si queremos seguir la máxima de Sabato y escribir una obra maestra, sea uno hombre o mujer, ya no bastará con tener el talento para poder acometer tamaña empresa, sino que, además, habrá que ser millonario o habrá que buscarse a una Carmen Balcells para desentenderse totalmente de toda la rémora de la servidumbre cotidiana. Porque, amigos escritores, aspirantes a la obra cumbre de la literatura contemporánea, todo eso está muy bien pero uno tiene que comer, vestirse y pagar hipotecas. Y, en todo caso, habría que valorar hasta qué punto compensa el sacrificio que nos exige Sabato y si el arte debe ir contra la vida. En La lección del maestro, Henry Saint George, afamado escritor que disfruta de las mieles de su prestigio, le confiesa a Paul Overt, notable escritor novel encandilado por el magisterio de aquél, que detrás de la aureola de gran creador que le corona, hay un escritor frustrado que ha sido incapaz de escribir la obra soñada, debido a los imperativos de la vida familiar y social. E insta al joven Overt a no caer en el mismo error si desea escribir algo realmente imperecedero. Éste, que se ha enamorado de la señorita Fancourt, sigue su consejo y detiene el recién iniciado cortejo de la dama para marcharse sin decir nada a nadie a un retiro a Suiza, donde comienza a escribir fervorosamente. A su regreso a Londres, Saint George ha quedado viudo, noticia cuya naturaleza luctuosa entraña, sin embargo, la posibilidad de que Saint George pueda centrarse, ya sin ataduras afectivas, en aquella obra ideal que anhela. Pero, cuál es su sorpresa, cuando Overt se entera de que su admirado escritor va a casarse con la señorita Fancourt. Al sentirse burlado, Overt, que ha escrito una novela excelente pero no una obra maestra, se distancia de Saint George, y vivirá el resto de su vida con la zozobra de que éste sí escriba, a pesar de todo –y casado–, la gran obra a la que aspira. Quizás Henry James, solterón empedernido,  del que este año se cumplen 100 años de su muerte, nos adelantó con esta pequeña novela corta su gran lección: que, pese a todo, el arte no debiera desasirnos nunca de la vida. Porque sólo tenemos una. Y porque aquella otra inmortal de la fama, que predicara Jorge Manrique, no nos la garantiza el libro que anhelamos. Y, en todo caso, no estaremos aquí para comprobarlo.

2 comentarios:

Javier Angosto dijo...

A veces, repasando biografías de los consagrados del "boom" latinoamericano (pienso sobre todo en Cortázar, en Vargas Llosa o en García Márquez), no dejo de admirarme por lo mucho que se sacrificaron para sacar adelante su obra. Pero, por lo mismo, no puedo dejar de plantearme cuántos escritores pasaron por las mismas penurias y, sin embargo, no vieron reconocida su producción. Como en la canción de Pablo Milanés, muchos de ellos se dirán: "¿ha valido la pena?, pregunto, no sé".

Tisbe dijo...

Imagino que debe de ser un gran dilema para los escritores dejarlo todo por la literatura sin tener la seguridad de que ésta les reportará las alegrías que ellos esperan.