Hace un par de semanas se produjo en el Teatro
Principal de Alicante el estreno nacional de En la orilla, la adaptación
para las tablas de la novela homónima de Rafael Chirbes.
El problema de adaptar para el teatro una novela de
Chirbes es que Chirbes es mucho Chirbes. La densidad narrativa de sus novelas,
su prosa torrencial y envolvente, exigen una purga dolorosa que acaba por
ofrecer un producto necesariamente desvaído. Y todo esto, a pesar de las buenas
intenciones, que lo son, de las adaptaciones de Adolfo Fernández y Ángel Solo.
Una poda implica una selección y una renuncia, y no estoy seguro de que las
selecciones hayan sido mejores que los pasajes descartados. Todo esto, claro
está, desde el prisma de alguien que ha leído la novela. Sin ese ejercicio
previo, la adaptación resulta correcta sin más, pero con la lectura en la
retina, el resultado puede ser más lacerante.
Si secundamos, como lo hacemos, la afirmación de José María Pozuelo Yvancos
que coloca a Rafael Chirbes como “el cronista moral de la realidad española
reciente”, se entenderá que condensar en una hora y media un texto que inspira
tales atribuciones, dejará la empresa en un sucedáneo. Se podrá aducir que ese
problema lo tienen todas las adaptaciones y tendrá razón quien así razone pero con
Chirbes esa dificultad es exponencial dada la naturaleza de su prosa.
Como se sabe, el libro de Chirbes empieza con el
hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba. A Esteban, el protagonista, le
han embargado su carpintería al endeudarse en un proyecto que tenia a medias
con Pedrós, quien ha desaparecido del mapa. A su condición de víctima se le
suma, a su vez, la de verdugo, pues sobre él carga la responsabilidad de los
trabajadores que ha dejado en el paro. Además, Esteban debe cuidar de su padre,
enfermo terminal, con quien mantiene una relación de amor-odio, y soportar la
hipocresía de Justino y Francisco, triunfadores durante la época de las vacas
gordas y ahora venidos a menos desde el estallido de la crisis. El recuerdo de
una hiriente historia de amor con Leonor, que acabó casándose con Francisco,
completa las tribulaciones del personaje. Chirbes desgrana con exhaustiva
exactitud y corrosiva sinceridad la corruptela de aquellos años de la burbuja
pero, además, resulta interesantísima la introspección en los debates morales y
existenciales del protagonista, que en la obra de teatro quedan prácticamente
fuera del discurso y que, sin embargo, son contenidos de un gran potencial
dramático.
Tampoco resulta demasiado convincente el actor que
representa a Esteban (César Sarachu), que bascula entre el narrador y el
intérprete sin acabar de ser del todo ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo, la
interpretación de la asistenta Liliana (Yoima Valdés) parece sobreactuada y hay
momentos en que resulta rayana en lo histriónico. Mucho mejor están Rafael
Calatayud y Marcial Álvarez en sus papeles de Francisco y Justino,
respectivamente, que dan la medida justa de la bravuconería altanera e impune
de aquellos que se sintieron durante la época de la burbuja por encima del bien
y del mal.
El espacio del pantano, tan simbólico en el libro, con
su atmósfera asfixiante de naturaleza corrompida, trasunto de la corrupción de
los hombres, que tanto recuerda a Blasco Ibáñez, aunque aparece constantemente
en la adaptación teatral, no consigue convertirse en ese lugar casi cosmogónico
que lo inunda todo. Con todo, la secuenciación de los pasajes del libro
elegidos están bien ensamblados y tienen una coherencia dramática.
Como homenaje a Chirbes, la intención resulta noble y
necesaria. Como producto artístico, en cambio, la adaptación pide algo más.
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