Hay en los cines antiguos el rubor de las viejas
meretrices. Ajada ya su belleza, recuerdan en su trato y en su atavío el porte
distinguido de la casa, otrora selecta y exquisita, y ofrecen al fiel cliente,
que acude contumaz a engañarse, las novedades de la semana. Ellas son jóvenes y
extranjeras y casan mal con la vetustez de la pieza, que no puede disimular su
ruina ni aún con los nuevos afeites de la farmacopea tecnológica. Sólo cuando
se apaga la luz, en la penumbra tibia de la estancia, la sábana blanca de las
fantasías envuelve el mismo tálamo que en cualquier otra parte. Los sentidos se
envician entonces en la belleza desnuda de la doncella y ya la ornamentación
trasnochada de la alcoba deja de tener importancia.
Sólo en la oscuridad, los viejos cines sienten a salvo
su dignidad. Porque entre las sombras no se aprecian los muñones de las
butacas, ni el pellejo rasgado de las arpilleras, que vomitan su esponja
amarillenta, ni los números borrosos de los respaldos, como lápidas anónimas
erosionadas por la intemperie. Aunque ya no huelen a zotal no pueden evitar impregnarse del olor rancio
de las moquetas desgastadas. Al pasillo central lo bordean sendas láminas de
neón que apenas orientan al incauto espectador impuntual y cuyo tenue haz de
luz azulada languidece por momentos o parpadea en la pugna fosforescente de un
último estertor. Sólo en la oscuridad, los apliques circulares adosados a las
paredes, pueden encubrir los cadáveres de moscas y mosquitos atrapados durante
años tras el sucio cristal amarillento como fósiles ambarinos expuestos en un
museo abandonado. Las cortinas de terciopelo rojo, sobadas y descoloridas,
ocultan puertas secretas que quizás conduzcan a otro tiempo. El sonido monótono
del proyector anestesia la conciencia y amenaza con apresarnos, también a
nosotros, en la dimensión fantasmal de un tiempo detenido, como un despojo más
de la desolación general. Desde la pequeña sala de proyección, apenas un
pequeño altar demiúrgico sobre nuestras cabezas que huele a celuloide caliente,
el polvo en suspensión hace su epifanía como una vía láctea perdida en una
galaxia errante. Todo el espacio se sumerge en un frágil y falaz ensueño.
Pero al encenderse las luces, tras los últimos
créditos, el cine se duele de la mirada compasiva e indulgente de los
espectadores que desfilan callados, los pasos amortiguados por el tapiz del
suelo, hasta la salida. Queda entonces la sala en su silencio sordo de panteón
irreal, presidido por la mortaja blanca de la pantalla. Queda el vestíbulo
desierto, con su escalera sinuosa, su balaustre y su pasamanos bruñido por la
caricia de cientos de personas. Quedan los carteles de las películas, como estelas
funerarias. Fuera, junto a la acera, la diminuta taquilla semicircular donde
aún se expiden pequeñas entradas de cartón barato con sus esquinas redondeadas,
cierra la ventanilla. Quizás esa misma ventana aparezca mañana ya tapiada con
yeso y ladrillo como un nicho a medio terminar y hagan nido en su interior las
telarañas. Los viandantes y los coches pasarán a su lado indiferentes. La
arrogancia de la modernidad mirará con altivez los vestigios del pasado y sólo
algún transeúnte nostálgico se detendrá ante la fachada decadente para saberse,
él también, como las películas, producto del sueño de algún dios inmisericorde que
algún día nos archivará en la caprichosa filmoteca de la vida.
(En memoria del Cine Palace, de Reus, que hoy viernes, 31 de abril de 2017, cierra sus puertas tras 40 años).
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