Siempre he creído que el verdadero éxito de un
escritor no se debe al número de ventas de sus libros ni a la buena recepción
de la crítica, ni siquiera a que haya entrado en las páginas de los manuales de
literatura. El verdadero éxito de un escritor es ingresar en los diccionarios,
en el lenguaje cotidiano de las personas, en sus expresiones coloquiales o en
los tecnicismos de una profesión. Es, incluso, olvidar que aquellas palabras
que usamos habitualmente proceden, en realidad, de una obra literaria. No
debiera haber mayor privilegio para un escritor que sentirse así, mezclado con
el habla de las gentes, fundido en el magma del idioma, fagocitado por las
palabras, el escritor mismo hecho ya palabra más allá de su biografía.
Si nos ajustamos bien nuestros quevedos
podremos ver mejor cómo la lexicografía española homenajea a muchos de los más
ilustres escritores universales. Así, si queremos emprender una empresa idealista
como conquistar a esa chica imposible que nos arrebata, nada mejor que ponernos
quijotescos. Pero antes habrá que acicalarse de la mano de un buen fígaro
(que puede ser perfectamente el cervantino maese Nicolás) para
convertirnos en un auténtico donjuán o en un tenorio o en un casanova.
Convendrá, eso sí, mantener la sensatez y no enamorarnos de una dulcinea
y, mucho menos de una lolita. Si el cortejo no resulta bien, siempre se
puede echar mano de una celestina o de una trotaconventos que,
con sus estrategias maquiavélicas y rocambolescas a buen seguro
conseguirán su propósito con las pobres incautas. Quizás convenga también no
dar con una novia a la que le vaya el sadismo, aunque para gustos los
colores. También sería conveniente que no fuera lectora de Jorge Bucay, no hay
necesidad de ser masoquista. Si hay suerte, nos tocará en fortuna una
bella e inesperada serendipia. Una vez establecida la relación, hay que
guardarle fidelidad, tratando de evitar las tentaciones mefistofélicas y
fáusticas: no seamos tartufos. Que ella lleve los pantalones
o no en la casa, eso ya es cosa de cada cual. Si hemos decidido ofrecerles el
palacio de nuestros corazones, hay que ser buenos anfitriones,
regalarles la más grande y mejor habitación del alma porque el amor no cabe en
una casa liliputiense. Si nos casamos, montemos un banquete pantagruélico,
a la altura de nuestra felicidad. El amor y la convivencia son casi siempre una
odisea, pero si se sabe navegar por sus procelosas aguas, no tienen por
qué convertirse en una pesadilla dantesca o kafkiana. Como dicen
que el amor es ciego, que el perro lazarillo del cariño nos alumbre el
camino.
Recuerdo con ternura y nostalgia cómo mi madre, cada
vez que yo llegaba a casa y me oía entrar, pronunciaba siempre desde la cocina
o desde alguna de las habitaciones donde realizaba sus labores, la siguiente
expresión: “¿Quién anda en el arca?” Mi madre no supo, hasta que yo se lo dije,
que aquella frase procedía en realidad del Lazarillo de Tormes, aunque
deturpada por quién sabe qué azares. Quizás no haya mayor gloria para el autor
de la famosa novela picaresca que esta anécdota. A su anonimato suma luego su
ingreso en el acervo popular y se somete a los designios de la tradición oral. Y
se convierte en patrimonio de todos, que no es poca cosa si pensamos en esta
España cainita nuestra donde tanto cuesta ponerse de acuerdo en algo y
sentirnos herederos de un capital cultural común. Y pasa lo de siempre: que La
literatura nos ofrece su bálsamo sin necesidad del fierabrás.
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