De un tiempo a esta parte se ha producido un aumento
significativo del número de empresas
editoriales que brindan sus servicios a todos aquellos que desean publicar un
libro. Y cuando digo a todos, estoy diciendo exactamente eso: a todos. Basta
con abonar las tarifas correspondientes, según número de páginas y tirada, y ya
tenemos un nuevo libro en la calle para alimentar la vanidad de verse uno
encuadernado y en letra de molde. El filtro es muy escaso porque ya se sabe que
el talento es proporcional al dispendio pecuniario del aspirante, pero estas
pseudoeditoriales tratan de guardar las apariencias y hasta contestan al
cliente mediante cartas con apariencia de seria profesionalidad ponderando las
calidades del manuscrito, que ha sido estimado por el distinguido equipo de un
departamento de lectura y que ha sido considerado por unanimidad merecedor de
formar parte de su privilegiado catálogo. Al publicador (me cuesta hablar de
escritor) ya no le cabe duda alguna: su libro es una obra maestra, ya han visto
ustedes los encomios que el departamento de lectura de la insigne editorial le
ha dedicado, y si ha sido desatendido o incomprendido por las grandes
editoriales (y las medianas; y las pequeñas; y las minúsculas) ha sido sólo
porque esa gente no entiende de
literatura y porque se prestan al mercantilismo de la literatura de masas y
porque hay mucha endogamia y porque y porque y porque. Y ya tenemos a nuestro
escritor ufanándose en las redes sociales y anunciando la presentación de su
flamante libro en la cafetería de su tío. El libro no tendrá más recorrido,
pero el autor ya habrá podido decir que ha vivido su experiencia de escritor
–sé escritor por un día, posa para la foto sujetando tu obra maestra,
experimenta la sensación de firmar ejemplares a tus nuevos lectores, a qué
esperas, cumple tu sueño, paga y con la primera tirada te regalamos tu pluma de
vate atormentado.
¿Significa esto que todos los libros autoeditados son
malos? En absoluto, igual que todos los libros publicados por editoriales
grandes no tienen por qué ser buenos. Pero el porcentaje es tan ínfimo que a lo
único que contribuyen estas empresas es a engrosar la masificación libresca de
mala calidad, a trivializar el hecho literario y a generar multitud de
frustraciones entre quienes confían en ellas. Si has presentado tu libro a
premios fiables y no has superado la primera criba; si todos los editores a los
que mandas tu libro lo han rechazado, ¿no será que el libro no vale tanto como
piensas? Es natural que, tras el ímprobo esfuerzo que supone escribir, la euforia de la palabra “FIN” después de
tropecientas páginas nuble el entendimiento y uno piense que su libro es el
mejor del mundo. Pero la primera criba debe ser tamizada por el propio escritor
en aras de un realismo terapéutico. Y no todo el mundo es capaz de convertirse
en el primer detractor de su propia obra. Si el libro es verdaderamente bueno
será publicado más tarde o más temprano, alguien sabrá valorarlo; quizás pase
mucho tiempo, pero verá la luz. Pero si
hay demasiados indicios (los que el escritor mismo percibe en su fuero interno
sin atreverse a reconocerlos) de que el libro es malo, es mejor tirarlo a la
basura, volver a empezar, aprender de los grandes maestros, leer mucho o, en
último término, en un ejercicio de honestidad que siempre nos ennoblecerá,
dedicarse a otra cosa. Pero que no se nos castigue más. Si un genio como Kafka
pidió antes de morir que sus obras fueran destruidas, ¿por qué ese empeño de un
juntaletras cualquiera por medrar a toda costa? ¿Y no resulta humillante pagar
para que le vean a uno? Los mejores escritores son, casi siempre, invisibles.
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