A los columnistas que colaboramos de forma regular en
diferentes periódicos nos suelen colocar, presidiendo la sección, una foto del
careto acompañado del nombre y profesión del articulista en cuestión. Pues
bien, en uno de esos medios, hasta no hace mucho tiempo, aparecía,
efectivamente, mi fotografía y mi nombre. Respecto a la profesión, el
encabezado rezaba “crítico y profesor de Literatura”. Cuando, tiempo después,
se desveló que también me dedicaba a la escritura de creación, que había
quedado finalista en un premio literario importante y que dos editoriales se
habían comprometido ya a publicarme las dos novelas que aguardan su turno en el
cajón, les faltó tiempo en el periódico para eliminar de cuajo mi labor como
docente. Ya había dejado de ser “crítico y profesor de Literatura” para pasar a
ser “crítico y escritor”. Y todo ello, siendo yo todavía un inédito sin obra
alguna en las librerías. Resulta curioso que se me defina con los dos únicos
oficios que no me dan de comer y que, por el contrario, se prescinda del único
verdaderamente retribuido. La anécdota no es baladí. Demuestra el escaso
prestigio social que a día de hoy se les confiere a los profesores. Y, a la
vez, el que aún parece detentar el oficio de escritor. A quien se le ocurriera
el trueque debió de pensar que eso de “escritor” le daría más caché a la
columna que el simple “profesor”. A todo esto, yo no soy ni crítico ni
escritor. Me considero, más bien, lector voraz y exigente, y diletante de las
letras en mis ratos libres, inédito aún, como dije. Así que mi nombre figura al
lado de una suerte de fantasmagoría profesional. ¿Seré yo ese del que hablan?
Es signo de estos tiempos contradictorios: todo el mundo coincide en pensar que
los grandes males de nuestro país tienen que ver con la educación pero a nadie
le importa un pito la educación.
Pero la anécdota da aún para más. Si, como parece, en
poco tiempo podré decir (con mucho rubor, respeto y notable incredulidad) que
soy, efectivamente, escritor (aunque sea de segunda) entrarán en liza dos
oficios cuya simultaneidad resulta embarazosa. Pues claro que se puede ser
escritor y crítico literario. Para eso, sigo la máxima lopista de que “quien lo
probó lo sabe”. Y hay innúmeros escritores que han ejercido, a su vez, la
crítica literaria con excelente solvencia. Pero queda la duda sobre si, una vez
quede expuesto en la palestra literaria, el crítico elaborará sus reseñas con
el mismo escrúpulo y exigencia con que lo hacía antes de ser escritor. ¿Nacerá
en él cierto proselitismo gremial? ¿Temerá, él, escritor imperfecto, recibir su
dosis de vituperios y se guardará, por tanto, de hacer lo mismo por si acaso?
¿Será, en definitiva, honesto? Y al revés: ¿la exigencia del crítico que ha
educado el gusto literario y la severidad de juicio, hará mella en el escritor?
¿Le apocará? O, por el contrario, la exigencia demandada a los demás, ¿permitirá, por coherencia, que ahora él escriba un libro meritorio por el celo
de no incurrir en los errores que en su día censuraba en los otros? ¿Y si ese
celo no le permite avanzar en la escritura? ¡Ay,Dios! ¡Qué tribulaciones! ¿Y si
me quedo como estaba y le pido al redactor jefe del periódico que me devuelva
el antiguo “profesor de Literatura”?
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