No sé si estoy enamorado de Vila-Matas o no. Enamorado
estoy, yo qué sé… de Luis Landero, por ejemplo. Pero con Vila-Matas no lo tengo
claro. Y, sin embargo, de vez en cuando, ya ven, engañaría a mis grandes amores
literarios con Vila-Matas, pasaría con sus libros una noche de amor
desenfrenada, me abocaría al excitante vértigo del adulterio libresco y, luego,
al alba, abandonaría clandestino el lecho donde se obró la deslealtad y
volvería, culpable, al tálamo de la literatura ordenada, doméstica, apacible y
feliz. Porque Vila-Matas es otra cosa. Y ya sé que es esa una vaguedad
inaceptable para una reseña literaria, pero es que es en la imprecisión de ese
sintagma donde radica precisamente el magnetismo irrefrenable que me conduce al
pecado. Sí. Vila-Matas es otra cosa. Y no sólo porque sea el escritor
metaliterario por antonomasia de nuestras letras, sino, también, porque hay en
la manera de hacer fluir su prosa, una turbación lectora, casi hipnótica, que
nos obliga a cederle nuestra mano para que nos conduzca, sumisos y extrañados,
por entre esa bruma insensata que da título a su último libro.
Esta bruma insensata (Seix Barral) es, ante todo, un canto al maravilloso sortilegio de la
intertextualidad. Simon Schneider es un hokusai, un abastecedor de citas
literarias que nutren los libros de un escritor de éxito, que permanece oculto
de la vida pública, a lo Pynchon. El mismo libro está preñado de citas que van
vertebrando el relato y que tratan de demostrar que la tan ponderada
originalidad no es más que un intento vano de vindicación literaria, pues todo
escritor es heredero indirecto de lo que otros han dicho ya antes. Aparece
también la consabida tensión vilamatiana entre la literatura como salvación o
la renuncia a la escritura. Y hay una crítica al mercantilismo literario, del
que, culpable, se siente depositario involuntario el exitoso escritor de
marras, cuando, por ejemplo, se dice: “Cuando uno lo que hacía era vender sus
éxitos y convertirlos en una mercancía y cuando en lugar de un espacio de
reflexión literaria afloraban sólo los elementos de exportación de unos textos
convertidos en los productos que escribía un tipo invisible, uno acaba
convirtiéndose en una marca”. Simon, en cambio, desde su vida anodina de
servidumbre al gran escritor, se siente el orgulloso custodio de la literatura
de verdad, atesorada en su archivo de citas, auténtica resistencia de esa
literatura que corre peligro de extinción amenazada como está por la tiranía
del éxito fácil y del beneficio económico al que se prostituyen las editoriales
poderosas.
Existe también en la narración lo que Vila-Matas
llama “la energía de la ausencia”. Simon
acaba de perder a su padre y, paradójicamente, es el vacío el que cataliza la
naturaleza palpable de la pérdida. Pero ésta es extrapolable también a un
tiempo periclitado, que parece residir entre las ruinas de las citas literarias
que Simon capitaliza, que son, ellas también, la “energía de la ausencia” de
los que le precedieron y de una forma de hacer literatura que camina hacia su
ocaso. El esperado encuentro entre Simon y Gran Bros, que así se hace llamar el
gran escritor al que aquel surte, dará pie a la confrontación de dos formas de
entender la creación literaria, que es también la expresión de dos formas de
entender la vida, no siempre antagónicas. Con el telón de fondo de los hechos
de octubre de 2017, en Cataluña, con la proclamación fallida de la barataria
catalana, la ficción política parece contribuir a esa suerte de irrealidad
sobre la que transita todo el relato. El lector adúltero, entonces, se deja
llevar, ebrio, de la mano, hasta la alcoba de las páginas y consuma su
flaqueza. Yo no quería. Fue solo un capricho. No volverá a pasar. Y una voz
interior dice escéptica: insensato… Como la bruma de Vila-Matas. Mi amante
literario.
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