A
estas alturas no vamos a descubrir la excelencia artística de Núria Espert. A
los que, por edad, no tuvimos la oportunidad de verla actuar en aquellas obras
que granjearon su mitología viva, no nos hacen falta las palabras emocionadas y
enteladas de nostalgia que refieren los que sí tuvieron la suerte de asistir a
aquellos hitos inmarcesibles de nuestro teatro. A mí me bastó con verla en 2011
interpretando ella sola los versos shakesperianos de La violación de Lucrecia para saber que estaba ante una irrepetible
diosa del escenario. En aquella representación inolvidable, Núria Espert, a sus
76 años, afrontó 75 gloriosos minutos ininterrumpidos en los que desplegó con
una intensidad sobrecogedora –peligrosa, diría yo, hasta para su propia salud–
toda la raza de ese animal herido de teatro del que hablan los más veteranos.
He
vuelto a ver a la Espert tras aquella proeza de las tablas pero ya nunca he
logrado sentir esa conmoción de la belleza que viví hace ocho años. Tampoco en
su último espectáculo, el homenaje al Romancero
gitano de Federico García Lorca, dirigido por Lluís Pasqual, he conseguido
vibrar como entonces, lo que no resta un ápice a la encomiable heroicidad que
supone representar un monólogo durante aproximadamente una hora a la edad de 84
años con el mismo entusiasmo e ilusión que la de aquella joven debutante que interpretara a Medea en el
Teatre Grec de Barcelona en 1954.
La
relación de Núria Espert con García Lorca es ya muy dilatada. Su consagración
en el teatro llegó de la mano del poeta granadino al interpretar a Yerma en el
Teatro de la Comedia de Madrid en 1971, donde llegó a superar las dos mil
representaciones. Más tarde llegarían Doña
Rosita la soltera (1980-84) y La casa
de Bernarda Alba (1986, ésta primero como directora, dirigiendo a Glenda
Jackson, y luego como actriz en una revisión del clásico lorquiano a cargo de
Rosa Maria Sardà y, Lluís Pasqual).
El
Romancero gitano que la actriz está
llevando actualmente de gira por nuestro país es la culminación de esa relación
que Núria Espert ha mantenido con Lorca y que ha marcado su andadura
dramatúrgica. A los poemas de este libro, se le añaden durante la
representación fragmentos de otras obras lorquianas, como pasajes de Yerma, lo que convierte el homenaje a
Lorca en otro homenaje a la propia actriz al repasar hitos fundacionales de su
propia trayectoria. Ello lo corroboran algunos parlamentos de la propia Espert
en donde rememora desde la nostalgia su vínculo con la literatura del poeta
granadino desde bien niña. El montaje también incorpora textos de algunas
conferencias de Lorca donde el poeta daba cuenta, glosándolos, de algunos de
los poemas que formaban su Romancero
gitano.
El
problema del Romancero lorquiano es
que requiere para la recitación de sus versos una disposición especial que
Núria Espert no acaba de conseguir. Para interpretar esos versos hay que
ensuciarse la voz, embarrarse en el lodazal de esa pena gitana y estrictamente
andaluza de las que nos habla Soledad Montoya en el «Romance de la pena negra».
Hace falta un desgarro ancestral, un llanto telúrico que se pierde en la noche
de los tiempos, un dolor inconsolable que los jirones artificiales de la Espert
durante la recitación no logran alcanzar. Es como si Núria Espert recitase
desde las altas almenas de su condición de diva del teatro, como si no quisiera
mancharse las galas de su peplo divino; una suerte de recitación
aristocratizante que no baja a la arena excepto en la maravillosa
interpretación del último poema extraído de Poeta
en Nueva York que cierra el espectáculo. Pero claro, Poeta en Nueva York es otra cosa. No es el Romancero gitano.
A
Núria Espert le ha faltado en este espectáculo olvidarse un poco de Núria
Espert para hacerse gitana en Federico.
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