Antes
de llegar a Burgos, el viajero debe desviarse al monasterio de Santo Domingo de
Silos. Gonzalo de Berceo ya habló del santo riojano en su obra hagiográfica, la
Vida del glorioso confesor Sancto Domingo
de Silos que es, para mí, el mejor libro de Berceo, seguramente eclipsado
en el canon por ese criterio de manual escolar que solo habla de los Milagros de Nuestra Señora. Es
probablemente la obra más ajuglarada de Gonzalo de Berceo y no es para menos,
hablando como habla de aquel prior de San Millán de la Cogolla que se rebeló
contra el rey de Navarra y que se refugió en Castilla, amparado por el rey
Fernando I, el mismo monarca cuyo reparto de los reinos entre sus hijos iba a propiciar
un apasionante capítulo de la Historia para mayor gloria de nuestro Romancero.
Pero entre los recuerdos del santo y la sugestión de los maravillosos capitales
del claustro, el viajero busca el ciprés de Silos que evocase Gerardo Diego en
su célebre soneto. Conviene leer el poema allí mismo. El ciprés tiene grabados
en su corteza, como los álamos machadianos, los versos que cada peregrino
enamorado recita desde los corredores del claustro y diríase que su altura la
alimenta la devoción del visitante por el poema inmortal, allí conjurado. No
sabemos qué amarguras debía traer Gerardo Diego a su visita a Silos cuando
declaraba en el poema su deseo de «diluirme, y ascender como tú, vuelto en
cristales».
En
Burgos nos recibe, sobre el Arlanzón, como un venerable comité de recepción,
los personajes del Cantar de Mio Cid
jalonando el puente que conduce al Arco de Santa María, pórtico de la ciudad
medieval. En el interior se conserva un hueso del héroe de Vivar. El resto se
halla bajo la sencilla lápida situada simbólicamente en el corazón del crucero
de la catedral, donde el caballero descansa junto a su esposa Jimena. Aunque
esto es solo una evocación romántica. Probablemente los huesos del Cid se
hallen repartidos por media Europa. Ya se sabe, el ejército napoleónico y sus
estragos. Antes de su traslado a la catedral, los cuerpos de Rodrigo y Jimena
se hallaban en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, a escasos kilómetros de
Burgos. Es visita obligada; allí se hallan los antiguos sepulcros y el lugar
recuerda los versos del anónimo juglar de San Esteban de Gormaz que evoca la
despedida del Cid de su esposa e hijas antes de tomar el camino del destierro.
Muy cerca, en Vivar, hallamos el solar donde la tradición –y la imaginación
mitificadora– dicen que se hallaba el palacio de Rodrigo, donde hoy se erige
una estatua del Campeador. A pocos metros, en el Mesón del Cid, su dueño,
Javier, puede armarte caballero nada menos que con la Tizona y, si está de
buenas, te enseñará el pequeño museo de objetos cidianos que ha recreado en el
local anejo. En el Mesón comienza la ruta del Cid y es el primer punto de
sellado del salvonducto. En el próximo Monasterio de Nuestra Señora del Espino
se expone el cofre donde supuestamente se hallaba el códice del Cantar. De nuevo en Burgos, merece la
pena acercarse a la iglesia de Santa Gadea, donde la leyenda coloca al Cid
haciendo jurar tres veces a Alfonso VI que este no había tomado parte en la
muerte de su hermano Sancho en Zamora. Cerca de la catedral se halla también la
imprenta de donde salió la primera edición de La Celestina en 1499. En Burgos hay también un Museo del Libro con
numerosos facsímiles que recorren su historia. Las murallas de Burgos evocan a
la terrible doña Lambra que se quitaría la vida lanzándose desde una de las
torres. Y, claro, doña Lambra nos recuerda la leyenda de Los siete infantes de Lara (o de Salas), cuyas cabezas reposarían en Salas de los Infantes, que no
los cuerpos, que se dice están en el Monasterio de San Millán de la Cogolla.
Así que ya hemos vuelto a Berceo. Y si les ha parecido bien el guía, «bien
valdra, commo creo, un vaso de bon vino». Y si es Ribera del Duero, mejor que
mejor. Salud, viajes y libros.
A
María Albilla, burgalesa de pro, patrimonio de la Humanidad y amiga planetaria.
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