lunes, 23 de marzo de 2020

478. El efecto Vallejo



Hallábame una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco, y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora, la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.

4 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Para regocijo de tus lectores más asiduos, te has marcado otro texto marca de la casa. Te lo agradecemos. Y, por cierto, no paro de oír elogios de este libro. Hasta me lo ha ofrecido un compañero para cuando acabe este confinamiento macondino al que nos vemos todos sujetos.

Javier Angosto dijo...

El unknown soy yo, Javier Angosto, al mando de mi móvil que, en realidad, es el que manda sobre mí.

Concha D'Olhaberriague dijo...

El libro se merece una lectura tan atinada y regocija nte como la tuya, Fernando. Es verdad que irradia pasión por los libros, y por la lengua,
que en Irene Vallejo fluye fresca y viva como arroyo serrano. No me extraña que te haya hechizado. A mí me ocurrió lo mismo.

Julián Montesinos Ruiz dijo...

Fernando, me ha encantado tu reseña. Un abrazo.