Quienes siguen
habitualmente mis reseñas literarias sabrán que no frecuento en mis
valoraciones el calificativo de «obra maestra» para casi ninguna de las
novedades editoriales que llegan a mis manos. Suelo reservarme tamaño epíteto
para los clásicos; y no responde ello al prurito del purista exigente y snob que no ve ya mérito en nada de lo
que se escriba hoy, sino a la constatación de una verdad que honestamente
debemos asumir: es muy difícil alcanzar con un libro la categoría de «obra
maestra». Pues bien, David Toscana ha escrito con La ciudad que el diablo se llevó (Candaya), una obra maestra, una
novela destinada a perdurar en los anales literarios porque condensa en su
ejecución los dos rasgos que considero esenciales para su inmortalidad: el
respeto por la tradición literaria y la reformulación de esa misma tradición
mediante una voz particularísima que no remeda sino que crea de nuevo cuño.
Porque en esta novela, efectivamente, se compendia todo lo mejor de la
tradición literaria europea de la primera mitad del siglo XX: el decadentismo
modernista en su mórbida relación con la muerte, aunque con matices
irreverentes y desnaturalizados; el esperpento valleinclanesco en el
comportamiento y diálogos de los personajes, entre el cinismo y el desamparo,
títeres de sí mismos y del demiurgo de la desgracia, que maneja –irónica y
displicente– los hilos de su existencia. (Cambiemos Madrid por Varsovia y ya
tenemos redivivo por las páginas de Toscana el viaje onírico y noctámbulo de
Max Estrella en Luces de bohemia).
Pero también, trazas del teatro del absurdo en la irracionalidad de las
acciones y conversaciones de los personajes, que reflejan el sinsentido de una
sociedad en ruinas, la sobreviviente a las atrocidades de la II Guerra Mundial,
abocada al nihilismo, único espacio ontológico en el que poder reconocerse tras
haber desparecido el hombre como tal, aniquilado en su propio envilecimiento.
Y todo ello con
unos protagonistas inolvidables, cuyo desvalimiento y orfandad –indigentes como
son de un tiempo periclitado donde los hombres aún ejercían como tales– tanto
me han recordado a los personajes inocentes, bonachones y tiernamente cómicos
(aunque con sonrisa de acíbar) de Antonio Skármeta.
Feliks, Kazimierz,
Eugeniusz y Ludwick, que así se llaman los antihéroes de esta novela, se libran
milagrosamente de ser ejecutados por un pelotón nazi en las postrimerías de la II
Guerra Mundial, antes de la liberación soviética. Su existencia, sin embargo, a
partir de ese momento, será el errático deambular del superviviente desnortado que
ha sido despojado de su condición de ser humano. Son, como la ciudad misma,
cascotes de un derrumbe general que intentan en sus reuniones alucinadas de
borrachera y camaradería, retornar con la imaginación y performances desesperadas a la cotidianidad de antes de la guerra,
rasgar la capa mugrienta del presente para hallar, como en los muros de
Varsovia, aquella cartelera de teatro oculta tras los sucesivos pasquines
propagandísticos de nazis y bolcheviques. Una imaginación que es recreativa en
el doble sentido del término: el esparcimiento lúdico que los salva de la
terrible realidad, pero también la re-creación, la vocación de refundar el
mundo desde los vestigios de un pasado feliz que se antoja remoto.
La atmósfera que
crea Toscana es absolutamente inmersiva: uno siente el viento colarse por las
oquedades de los edificios derruidos, inhala el polvo en suspensión de la
destrucción, escucha crujir los cascotes bajo los pies, y todo es grisura y
luna helada de posguerra. Y entre todo ese ambiente, de repente, el bellísimo
trallazo poético, esporádico pero luminoso, como otra niña de rojo en La lista de Schindler. Y así, el
novelista que ha perdido su novela durante la guerra y que busca
desesperadamente entre las tumbas del cementerio por si hallase su epitafio,
quizás la haya encontrado al fin.
1 comentario:
¡Ésta caerá! La otra tarde entrevistaron al autor en "El ojo crítico", y era una delicia escucharlo. Sólo falta que ahora vengas tú y la pongas por las nubes. Está claro que caerá.
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