Dicen las
autoridades eclesiásticas que Hispanoamérica se ha convertido en el último
bastión del catolicismo, ese que resiste al ateísmo galopante instaurado desde
hace decenios en el mundo y especialmente en Europa. Si esto es así para la
religión, otro tanto se podría decir para la Literatura en español –entiéndase
la Literatura con mayúsculas– que, para quien esto escribe, está también
revestida de la sacralidad con que una feligresía mínima pero pertinaz unge las
obras de aquellos santos varones allende el Atlántico.
Es una sensación
que vengo alimentando desde hace ya varios años. Si la Literatura (no la
espuria, sino esa que han ido acuñando durante siglos los grandes maestros), si
esa Literatura –decíamos– está destinada a salvarse de la extinción, las
almenas que la defenderán se habrán levantado en Hispanoamérica. Quizás esta
sensación provenga del continuo fraude al que me vienen sometiendo muchos de
los escritores españoles actuales que aquí son vestidos con la casulla de los
grandes próceres y adorados por el paganismo de los ignorantes. Tal vez no he
sabido elegir a los autores que leo o las vicisitudes de la Literatura, siempre
inescrutables y azarosas, me han llevado por derroteros equivocados pero lo
cierto es que sufro de un desencanto rayano en el hastío que me incita a
prestar menos atención a la literatura patria (del chovinismo ya hace mucho que
me curé) y a buscar el santo grial en otro sitio. Y entonces leo a los
mexicanos David Toscana y Eduardo Ruiz Sosa o a las ecuatorianas Mónica Ojeda y
Gabriela Ponce, con su literatura de víscera doliente y palpitante, y me digo:
caramba, esto es otra cosa. El otro día leía en las redes sociales una
publicación del escritor Álex Chico, cuyo criterio es para mí dogma de fe,
donde decía que acababa de leer Vivir abajo, la novela del peruano
Gustavo Faverón, y se deshacía en elogios llegando incluso a afirmar que era
uno de los mejores libros que había leído en su vida y calificándola de «obra
maestra». De obra maestra califiqué yo la semana pasada La ciudad que el diablo se llevó del ya citado Toscana y yo nunca
hago halagos gratuitos ni tengo vocación de redactor lameculos de esas
solapillas y fajas hiperbólicas que tanto se estilan entre la hipocresía
mercantilista y la transacción amiguista quid
pro quo. Llama la atención, por cierto, que todos los autores citados los
edite Candaya, cuyo esfuerzo por trazar puentes con Hispanoamérica y traernos
lo mejor del continente se antoja impagable para la reciente y posterior
historia de las letras. También hay, claro, otras editoriales que apuestan por
horadar aquellos filones literarios: la literatura que explora el terror y la
locura de las argentinas Samanta Schwlebin y Mariana Enríquez o de la chilena
Nona Fernández; las crónicas de Leila Guerrero; la maestría narrativa de las
mexicanas Guadalupe Nettel y Ángeles Mastretta; el lirismo de la suculenta
prosa de los colombianos Héctor Abad y Evelio Rosero, entre otros muchos que no
caben aquí. Pero, sobre todo, está la corazonada de que en un continente
gigantesco como el americano, las joyas escondidas deben de ser tantas y tan
preciosas que el explorador dará con ellas a poco que tenga interés en
buscarlas y se olvide de patrioterismos y prejuicios acogiéndose a la única
nación posible que no es otra que el hermoso
idioma que nos une. Idioma, por cierto, que en Hispanoamérica queda
quintaesenciado en el alambique de su semántica fértil, exuberante y aguerrida,
depositaria de lo mejor de nuestro español peninsular, que se enriquece con los
ubérrimos matices de su visión del mundo desde el Nuevo Mundo. Y así es como
Hispanoamérica devendrá en fortaleza. En catedral y sagrario.
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