Cuando
se estrenó Mariana Pineda en 1927,
Juan Ramón Jiménez declaró que Lorca había sido arrojado del Parnaso pues era
indigno que un poeta escribiera teatro. Quizás Juan Ramón ignorase que donde
más poeta se sintió Calderón fue en sus obras teatrales. Prueba de ello es la
antología que la editorial Renacimiento acaba de sacar a cargo de Luis Alberto
de Cuenca.
Pues
bien, la nueva adaptación de Javier Hernández-Simón es pura poesía: la
lorquiana y la visual. La historia de Mariana Pineda es bien conocida: la mujer
granadina ajusticiada en 1831 por haber bordado una bandera en la que aparecían
las palabras Libertad, Igualdad y Ley. Ahora bien, Lorca añade a su personaje
la dimensión del amor, pues su heroína actúa movida por sus sentimientos hacia
Pedro de Sotomayor. Cada puntada que da forma a la bandera de la discordia
viene impulsada por el amor y no tanto por una verdadera convicción ideológica.
De hecho, Lorca siempre insistió en la interpretación no política del drama.
Mariana Pineda no lucha, a priori,
por una ideología sino por amor. Esta entrega desmedida a don Pedro provocará
que Mariana acabe siendo víctima de su propia pasión, que la conducirá a la
soledad, al rechazo social e, incluso, al abandono de sus propios hijos. Como
es característico en el universo lorquiano, el amor es una fuerza arrolladora
que transforma a los personajes. Cuando Mariana es apresada, se niega a
desvelar los nombres de los liberales que iban a sublevarse. Su acto de amor es
inquebrantable y prefiere poner su vida en peligro a delatar a su amante.
Javier
Hernández-Simón opta por una puesta en escena sencilla y, a la vez, muy efectista:
una serie de puertas móviles que se juntan, se separan, se cierran o se abren
le sirven para marcar la progresiva soledad en la que se sume Mariana.
Asimismo, aparecen en el escenario unos largos hilos rojos que simulan el telar
en el que teje la protagonista y que, además, son las hebras en las que se
enreda y en las que su vida queda atrapada, como si de una terrible telaraña se
tratase. Especialmente hermoso es el momento en que Laia Marull simula estar
enredada en esos hilos mediante un plástico trabajo de expresión corporal muy
poético.
La
actuación del elenco de actores es, en líneas generales, muy correcta. Si bien,
como punto débil, se podría destacar el acento andaluz bastante impostado de
una de las actrices que chirría en el conjunto de la obra. Esta nota localista desluce,
pues ningún otro personaje tiene acento andaluz, ni si quiera la protagonista,
y se aleja del carácter universal que Lorca quería imprimir a sus dramas.
Destaca
también la interpretación de Laia Marull en el punto álgido de la obra, cuando
la protagonista, recluida en un convento, evoluciona desde la negación de su
cruel destino: “tengo el cuello muy corto para ser ajusticiada”, a la esperanza
inquebrantable en que la salvará don Pedro hasta la dolorosa asunción de su más
absoluta soledad: su amante no vendrá a rescatarla ni a morir con ella. Esta
angustiosa realidad supone para la protagonista su propio autoconocimiento:
ella es la libertad. Si don Pedro ama más a la libertad que a ella misma,
Mariana Pineda será la libertad, será esa idea que domina los pensamientos y
los actos de su amante. Morirá siendo la encarnación de ese noble ideal y don
Pedro seguirá estando enamorado de ella, la amará a ella que es la Libertad
misma: “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”
En
definitiva, esta nueva puesta en escena de Mariana
Pineda nos ofrece la oportunidad de ver sobre las tablas, llena de vida, a
la mujer que se ha convertido en símbolo y paradigma de la lucha por los
ideales con una firmeza y coherencia dignas de encomio, sustentadas en el amor
que, en definitiva, es el sentimiento vertebrador del universo lorquiano y, por
extensión, de nuestro mundo.
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