El último y bellísimo libro
de Eva Losada Casanova demuestra, una vez más, que es en las editoriales
independientes desde donde la literatura de calidad resiste los embates del
adocenamiento libresco. Efectivamente, Moriré
antes que las flores (Funambulista) recoge el guante de la mejor tradición
literaria y permite al lector reencontrarse con una forma de entender la literatura
que corre el riesgo de desaparecer, fagocitada como está por las prescripciones
de quienes, desde su atalaya de poder, sirven a los intereses de los grandes
circuitos mediáticos.
La novela de Losada narra la
historia de Livia, una veinteañera que aspira a convertirse en escritora y que
recibe el encargo por parte de la editorial donde trabaja de escribir las
memorias de Ada, una adusta octogenaria recluida desde hace años en un vetusto
caserón segoviano con vistas a la Sierra de Guadarrama. Livia, que carga con la
mochila emocional de su reciente orfandad, hallará en sus entrevistas con Ada
no solamente una catarsis para su vacío, sino también el impulso que necesitaba
para escribir su novela al sentirse hondamente interpelada. Las conversaciones
entre Livia y Ada, que desembocarán en una sorprendente genealogía, devienen
para el lector en una literatura de carácter confesional e intimista que a mí
me recordó, en estilo y tono, a Retahílas,
la novela de Carmen Martín Gaite. La referencia no es baladí. Bogdan, el
personaje que cuida de Ada y con la que mantiene una relación ambigua, llega a
llamar a la anciana “la reina de las nieves”, y en el ubicuifacio del final del
libro, el historiador Eduardo Juárez sugiere sin decirlo explícitamente la
deuda literaria con la escritora salmantina, lo que no es poca cosa. La prosa
reposada y la relegación de la trama argumental son, en sí mismas, poéticas que
la propia Ada defiende en muchas de sus intervenciones metaliterarias.
Lo que más llama la atención
de la novela de Eva Losada es su capacidad magistral para la creación de
atmósferas. El libro de la autora madrileña es evocador, sugestivo, repleto de
lirismo. Su fraseo envolvente, casi onírico, regala al lector una experiencia
inmersiva, cuyo pergeño está solamente al alcance de quienes, como Eva, dominan
la capacidad hipnótica del lenguaje. Su pericia se observa también en la forma
de utilizar esa misma virtud con fines estructurales. Así, la presencia
recurrente de las urracas y de los jugadores de dominó cumplen la misión de
constituir imágenes simbólicas trasunto del tiempo detenido y circular de la
novela y, a la vez, sus apariciones estratégicamente dispuestas otorgan a la
narración una unidad casi capitular cuando no rítmica.
El libro es también una
constelación de referencias culturales (literarias, cinematográficas,
musicales, pictóricas) que complementan el relato y que, lejos de cualquier
prurito exhibicionista, jalonan la lectura con una oportunidad tal, que su
imbricación en las imágenes o en las reflexiones se ensamblan con admirable
aleación. Así Ada le sugiere a la autora la Violet de Tennessee Williams; el
tiempo detenido le evoca a Hans Castorp en La
montaña mágica; o el recuerdo de Clara, otro personaje de la novela que
trata de asirse a la costura para no reconocer la terrible realidad que se
cierne en las calles, le recuerda a Marianne, La mujer zurda de Handke, que cifra su supervivencia en la asepsia
de la cotidianidad. Hasta el gato negro de Livia se llama Aretha, en un claro
guiño a Arteha Franklin. La banda sonora del libro, por cierto, es maravillosa,
repleta de figuras de la canción francesa, cuyos temas acompañan la juventud de
Ada durante su exilio en el país vecino (Françoise Hardy, France Gall, Sylvie
Vartan, Marie Laforêt…). Cuando Martin, el hijastro de Ada se insinúa a Livia,
esta ve en los ojos de él los ojos lascivos de Degas y Lautrec mirando a sus
musas.
Pero, por supuesto, la novela
es una reivindicación de lo que Eva gusta en llamar la «memoria viva». Ada
cuenta sus terribles vicisitudes durante la guerra civil y el exilio y todas
esas vivencias desafían los vórtices del tiempo para dejar su sedimento en el
presente y explicar quiénes somos hoy. Pero Ada reclama en Livia que escriba
desde el corazón más que desde el frío dato para que fechas, sucesos y nombres
sean también epidermis y conmoción. Ada aspira a ser todas las Adas; de ahí su
empeño en trascender la anécdota personal para alcanzar la universalidad.
La novela no es, sin embargo,
un testimonio más de la guerra civil y hay que entender el libro como lo que
es: una ficción. Ni siquiera la presencia de José Antonio Balbontín, tío abuelo
de la autora, poeta y primer diputado comunista en las Cortes, menoscaba la
vocación estrictamente literaria y no historicista del libro. Porque lo que
esta novela destila es, sobre todo, un amor insobornable por la literatura y
por la palabra. Así, las hermosas descripciones de la biblioteca de la casa de
Ada; pero también la promesa redentora del arte y de la belleza, cuando Ada
cuenta que durante su exilio francés, mientras trabajaba en la imprenta,
recibían muchos encargos de editoriales españolas; o cuando, tras el recuerdo
de uno de los sucesos más aterradores que vive la protagonista, la
contemplación de la raya del mar la redime de su humillación y puede olvidarse
de los orines de las letrinas infectas y de las heridas de los soldados. La
literatura, el arte y la belleza se erigen entonces en salvadores de la
protagonista. Nada que no supiéramos, por otra parte. Muchos nos salvamos merced
a ellos cada día. También yo me sentí a salvo mientras conversaba con Ada entre
las páginas del libro de Eva Losada. Aún dura el sortilegio.
Los derechos de este artículo pertenecen a la Revista República de las Letras donde fue publicado el 22 de julio de 2021. El lunes 19 de ese mismo mes fue publicado (en su versión reducida) en el Diari de Tarragona
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