Está totalmente fundamentada
la excelente recepción que el último libro de Maggie O’Farrell ha suscitado
entre críticos y lectores. Efectivamente, Hamnet
(Libros del Asteroide) reúne todos los ingredientes necesarios para la buena mesa
del gourmet literario. La novela
atesora un estilo particular, reconocible y bien sazonado; un universo propio,
coherente y jugoso; unos personajes creíbles, perfectamente macerados y, en
algún caso, como con el de Agnes, candidatos a engrosar la antología de
heroínas inolvidables de la alacena parnasiana; la historia, potente en su
aparente sencillez, cocida a fuego lento y sin prisas, completa la receta.
El lector debe tratar de
olvidarse de Shakespeare por mucho que la contracubierta del libro nos recuerde
que el relato quiere reconstruir las circunstancias en que fue escrita Hamlet. O’Farrell parte, es cierto, de la
historia familiar del dramaturgo universal, pero pronto el foco apunta a la
esposa e hijos de Shakespeare, y la presencia de este último, salvo en el
emocionante final, tiene más bien una función estructural. El hecho de que la
autora deje innominado al poeta de Stratford durante toda la novela,
sustituyéndolo por fórmulas de parentesco u otros recursos, parece querer
remitirnos a su carácter secundario, una suerte de reivindicación de Agnes en
las dramatis personae, aunque esta
omisión in praesentia puede
contravenir el propósito de la autora, pues nada está más presente que los
personajes a los que se trata de ocultar (Drácula es un buen ejemplo en la
novela de Stoker). Pero esto no es un problema, porque es el propio lector
quien va a volcar su atención en el personaje de Agnes sin necesidad de esos
subterfugios literarios. Agnes tiene tanta fuerza, su carácter deliciosamente
agreste, nutricio, telúrico, mitad mujer mitad divinidad de los bosques, es tan
magnético, que ella sola llena las páginas del libro.
Hay en la novela una esencia
delicadamente femenina que impregna toda la lectura. Los espacios,
eminentemente domésticos, se convierten en el sanctasanctórum de la intimidad
de la mujer (contexto histórico mediante, nadie se me vaya a ofender) y allí se
destilan todas las vicisitudes vitales y psicológicas de los personajes. Quizás
sea esa primorosa mirada femenina la que convierte las numerosas descripciones
que jalonan la historia en un canto a lo pequeño. Efectivamente, leer a
O’Farrell es aplicar el zoom a los
detalles más inadvertidos; es colar una y otra vez la hebra de hilo por el ojo
de la aguja para hilvanar un tapiz minucioso –con algún exceso– donde cada
objeto y emoción importan.
El contexto histórico, apenas
esbozado por algunos detalles sociales y por la sugestivas menciones a la vida
en los corrales de comedias, no requiere de grandes exhibiciones pedagógicas
(el gran mal de la novela histórica), pues los grandes temas universales –y en
la novela de la autora norirlandesa aparecen unos cuantos– no precisan de
lindes cronológicas que los delimiten, pues forman parte de la historia de la
humanidad. Entre ellos, la crónica de la pérdida y la batalla cruel y feroz con
la vida para reponerse a la mayor de las desgracias. Y, una vez más, la
literatura, imbricada en la existencia para redimir a los personajes, realiza
su epifanía al final del libro en uno de los desenlaces metaliterarios más
hermosos que he leído. Allí donde descubrimos que «Hamlet» se escribe con «N».
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