Entre algunas de las
actividades culturales que se están llevando a cabo para la conmemoración de
los 400 años del nacimiento de Molière, destaca el montaje teatral del Tartufo en la versión de su director,
Ernesto Caballero, con Pepe Viyuela como actor principal. Lantia Escénica, que
nació el año pasado como productora teatral integrada en el veterano grupo
catalán Focus, se estrena con esta adaptación del clásico del padre de la Comédie Française que lleva desde
septiembre de gira por las tablas españolas.
Hay en la versión de este Tartufo de Ernesto Caballero una
peligrosa ambigüedad en lo concerniente a su puesta en escena en tanto que esta
puede suscitar la mayor de las irritaciones o, por el contrario, contribuir al
reconocimiento de una apuesta inteligente que legitimaría los numerosas
desmanes y licencias que se toma el dramaturgo. En cualquier caso, esta
ambigüedad ya debe colocarse en el debe del director, que no llega a ser
taxativo en la defensa de su propuesta. Pero como el crítico, tomando las
palabras de Cansinos-Assens, debe entrar en la obra ajena «lleno de buena
voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y
escondidas gracias», prefiero tomar, de entre las dos posibilidades, la
interpretación que mejor favorezca el montaje.
El equívoco de la obra reside
en la incorporación de escenas arbitrarias que se justificarían solamente por
el tan traído prurito de acercar el clásico a nuestro tiempo. Así, aparecen
alusiones a las redes sociales como paradigma de la hipocresía, se adapta el
lenguaje de la criada Dorina a la ordinariez de una joven arrabalera, se
exhiben desnudos gratuitos al amparo oportunista del discurso feminista, se
incorporan escenas sexuales más o menos explícitas, se dota a la obra de un
tufo pedagogista que parecer pretender explicarnos a los pobres ignorantes del
público cuáles son las claves del texto de Molière, se interrumpe el desarrollo
de la acción mediante el esqueje del metateatro y otras tantas novedades. Sin
embargo, es justamente durante estas interrupciones donde el director parece
querer explicar su propósito. Cuando Pepe Viyuela se queja, por ejemplo, de las
escenas de sexo o del lenguaje de Dorina, son los propios actores quienes le
recuerdan que ha sido él mismo quien ha dado esas instrucciones, y se deja
entrever que esas concesiones modernizadoras tienen que ver, sobre todo, con la
necesidad de que la obra funcione en los teatros y pueda tener éxito. Pepe
Viyuela defiende con impostada solemnidad la versión clásica (quizás
hipócritamente, como un Tartufo dentro del Tartufo)
pero en el fondo está claudicando a la adaptación moderna porque desea que la
obra les reporte el beneficio económico que la compañía necesita. La propia
Dorina dice, en algún momento del final, que «todos somos Tartufos»,
corroborando quizás el guiño de marras. Solo así se podrían aceptar muchas de
esas licencias que, justamente por lo exagerado de su profusión, me hicieron
sospechar de la verdadera intención del director. Por lo demás, la idea es
inteligente, en tanto que la hipocresía se erige victoriosa justamente en una
obra como la de Molière, que desea denunciar la falsedad de todos los tartufos
de la corte, y constituiría asimismo una crítica velada a la moda de las
adaptaciones que, bajo el pretexto didáctico, solo desean, en realidad, el
rédito económico. Y si quisiéramos ir más lejos aún, esta versión estaría
denunciando el progresivo deterioro del conocimiento, al no hallar las
compañías, en medio de un público cada vez menos formado, otro medio de
representar sus obras que haciéndolas claras, fáciles y modernas. Haciéndolas
tartufas.
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