Espoleada quizás por el éxito
de Dicen los síntomas, la editorial
Tusquets recupera ahora La memoria del
alambre, que Bárbara Blasco había publicado con Ediciones Contrabando en
2018. Hay una suerte de justicia poética en la resurrección de estas primeras novelas
cuya innegable calidad no había contado en su día con una visibilidad
proporcional a su excelencia. Y no por el esfuerzo ímprobo de las editoriales
independientes y su heroica apuesta por la literatura de calidad, sino por las
lógicas limitaciones que lleva aparejadas la gestión de los sellos humildes. Y,
no obstante, no me parece osado afirmar que La
memoria del alambre es, incluso, mejor novela que Dicen los síntomas, lo que ya es mucho decir.
La narradora de La memoria del alambre recibe un día un
correo electrónico cuya remitente es la madre de Carla, una antigua amiga de la
protagonista, conminándola a aclarar si la muerte de su hija en las vías del
tren hace 25 años había sido accidental o fruto de un suicidio. La novela se
convierte entonces en un barrunto de respuesta a ese tú que la interpela en el
correo donde se evoca la adolescencia de las dos amigas en la Valencia de los
inicios de la Ruta del Bakalao. Esos recuerdos alternan con los saltos al
presente, gracias a los cuales conocemos que la protagonista es ahora una mujer
algo desnortada, integrante de una orquesta verbenera de carácter itinerante de
cuyo casposo repertorio musical se avergüenza la propia cantante. Las
reflexiones, por cierto, sobre la música (o más bien sobre su muerte) no tienen
desperdicio.
El magistral dominio de las
elipsis narrativas permite retener al lector, atento siempre a los vislumbres
argumentales que Bárbara Blasco dosifica con inteligencia. Y entretanto, la
alternancia de pasado y presente parece erigirse en una suerte de juego de
espejos en el que el ahora ofrece su resistencia al reflejo del ayer, como un
bastión desde el que defenderse de los embates de unos recuerdos laboriosamente
sepultados por el inconsciente para no recibir la bofetada de la verdad. En ese
sentido, el nomadismo de la orquesta, esa vida siempre en movimiento, que pasa
por los pueblos fugazmente y que nunca se ancla afectivamente en ninguno,
parece ser para la protagonista una huida desesperada hacia adelante que no
puede permitirse el lujo de detenerse a riesgo de que el estatismo subsiguiente
abone la memoria en barbecho. En esa misma línea actúa el sexo, de naturaleza
meramente evasiva, no siempre placentero, llevado a cabo en ocasiones con la
inercia del autómata, pero un opiáceo a la postre, tan distinto del sexo
rebelde y autocrático de la adolescencia evocada.
Pero la memoria siempre
vuelve y su reelaboración artera (preciosa la significativa metáfora que da título
al libro) nada puede contra el alambre que recuerda certero su forma inicial. Y
con ella llega la culpa pero también la redención en la asunción de la misma y
la famosa rendición de cuentas con el pasado. El reordenamiento catártico.
Respecto al estilo literario,
se ha hablado de la prosa directa de Bárbara casi como un elogio de su
espontaneidad. Y aunque, ciertamente, se trata de un estilo muy refrescante, a
veces jubilosamente descarado y provocador, yo aprecio un trabajo muy minucioso
con el lenguaje, lleno de hallazgos poéticos sorprendentes, originales e
inesperados y de guiños autorreferenciales que demuestran mucho pico y pala en
la elaboración de la prosa. Por eso un libro a perdurar. Y es que la Literatura
es también alambre, y tiene su memoria.
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