Descubrí a Antonio Tocornal gracias a Bajamares, ese libro maravilloso que se mece delicadamente entre el onirismo, la feracidad y la lírica de lo primitivo, y desde entonces le declaré amor eterno a este autor gaditano, que se halla entre lo más granado de nuestros narradores actuales. Ahora publica su cuarta novela, Malasanta, editada por la Fundación José Manuel Lara (Planeta) y avalada por el Premio de Novela Felipe Trigo.
Malasanta
narra las terribles vicisitudes de una prostituta a lo largo de toda una vida,
dosificadas en sucesivos capítulos entre los cuales se realizan saltos
temporales de diez años. La novela hunde sus raíces en el Naturalismo del siglo
XIX y recoge de éste, no solo la sordidez explícita de las imágenes, sino
también aquella vieja idea del determinismo biológico y social. Efectivamente,
la prostituta Dámasa la Tuerta, madre de Malasanta, da a luz a su hija en pleno
ejercicio de su profesión y, luego, la niña crece acompañada del consabido
catálogo de obscenidades, a las que asiste, naturalizándolas, primero desde su
canasto de neonata y después detrás de un biombo. Su mismo nombre, impuesto por
doña Expiración, la dueña del burdel, es elegido por esta porque «dentro de
toda alma humana se esconde una contradicción», que en el caso de Malasanta se
resume en sus baldíos intentos de redención. Esta se le ofrece a Malasanta a
través del cuidado de Niño Truncado, un adolescente que nació sin extremidades
(y determinado, pues, biológicamente), con quien mantendrá una relación amorosa
donde descubrirá que «el sexo podía ser limpio y hermoso» (bellísimos los
pasajes eróticos) pero para el que no está preparada, pues, criada en aquel
ambiente despiadado «estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y
sobrevivirla». Es por eso que también eludirá, casi como un imperativo de su
destino marcado, una vida estable con el comerciante mercero. En el capítulo
del Niño Truncado, adquiere significado simbólico la isla de Chipre, cuando el
chico, mientras está solo en casa, cae de la silla y, al herirse, su sangre
crea un cerco en el suelo que se asemeja a la isla, que él imagina paradisíaca.
Desde ese momento, Chipre será el símbolo del sueño dorado. No es baladí aquí
recordar que Chipre es la patria de Afrodita.
Las escenas
naturalistas, muy frecuentes en el libro, alcanzan cotas de verdad
estremecedoras. Baste con citar el pasaje en que Malasanta usa los fetos de los
abortos practicados por doña Expiración como juguete infantil. Inolvidable es
también el fragmento de evidente ascendencia celestinesca donde se describen
los procedimientos de doña Expiración para tales apaños.
A veces, el humor
hace acto de presencia como paliativo. Pero se trata de un humor irónico, a
veces negro y otras emparentado con la tradición picaresca. Su bálsamo mitiga
algo la crudeza de algunas escenas para las que hay que tener cierto estómago.
En ese mismo sentido actúa el hermosísimo lirismo de algunas descripciones y
reflexiones. Su belleza es flor del loto en la ciénaga.
Existe, asimismo,
cierta compasión con los puteros: los clientes se vacían «de semen y de
insatisfacciones», y estas últimas parecen obedecer más bien a razones de
tintes existencialistas, como si el sexo fuera el campo de litigio entre Eros y
Tánatos. Por eso el marido de Baltasar necesita mirarse en el ojo de vidrio de
Dámasa mientras fornica con ella. El lector lo comprenderá cuando conozca el
origen de ese ojo de vidrio. Al lector de Bajamares
tampoco le pasará desapercibido el bonito guiño que con él se hace a dicha
novela. Sin embargo, no se es tan condescendiente con el puterío institucional,
cuya descripción cae a veces en un premeditado maniqueísmo quizás para no dejar
duda acerca de su abyecta conducta. Además del cura que asiste al prostíbulo,
el capítulo tercero es una crítica feroz a los abusos de poder, alegorizada en
los personajes de un juez, un banquero, un registrador de la propiedad y un
comisario de policía. Hagan ustedes sus cábalas.
El capítulo final
que culmina la degradación de Malasanta es aterrador y es también un intento de
zarandear las conciencias sobre un problema que solemos soslayar hasta que el
telediario nos sacude con la última atrocidad. En el último escenario de la
novela, una estación abandonada, no se expedían billetes para Chipre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario