Juan Ramón Torregrosa lleva desde 1975 regalándonos, en palabras de Antonio Carvajal, «poemas intensísimos, de limpia dicción y conmovedora verdad». Prueba de ello es la antología inversa El tiempo y la semilla que acaba de ver la luz a través de Eda Libros y que recoge sus mejores poemas hasta 2013. En lo que Torregrosa sí era inédito era en el terreno de la narrativa, hasta que ha llegado este Céfiro y Nube, que publica Ediciones Frutos del Tiempo en su colección Fif%ty y que constituye una delicadísima evocación nostálgica del mundo infantil del autor durante los últimos años de la década de 1960. La novela narra la breve historia de amor de un niño de 13 años y la inevitable transformación que esa experiencia auroral obra en él, abriéndole las inciertas puertas del mundo adulto. El gran acierto de la primera novela de Torregrosa es justamente esa capacidad evocadora, y no solo por la evocación misma, tan sugestiva, sino por la ternura, deliciosamente ingenua, con que se rememora aquel tiempo ya periclitado. Céfiro y Nube es una novela blanca, amable, un hermoso canto a la inocencia que conmueve porque nos acerca con un cariñosísimo cuidado el candor y la sensibilidad limpios de su atribulado protagonista en las primeras lides del amor. Uno se pasa toda la lectura del libro esbozando una sonrisa casi paternal y acogiendo a ese niño apocado en el corazón. Ese efecto lo logra Torregrosa a través de su magistral dominio de la voz narrativa, cuyo tono es tan difícil de alcanzar en este tipo de novelas pero que el autor sabe modular para imbricar perfectamente al narrador adulto, encargado de hilar los recuerdos, con la voz del niño.
Por otro lado, la
rememoración de aquella época está jalonada de una dosificada alusión a las
costumbres y referentes culturales del momento: la música (Sandie Shaw, Los bravos, Françoise Hardy, The Monkees, The Beatles…); las series de televisión (para los que disponían de
ella) como Bonanza; los tebeos
tendidos de unas pinzas en los quioscos, como El capitán Trueno; los guateques; los juegos infantiles; las
mágicas noches de San Juan; las procesiones; la faena de los pescadores; las
marcas de coches y motocicletas; la percepción de la masculinidad; el
incipiente turismo; los planes de estudio del régimen; la vida en la escuela
con el consabido abusón; los indicios de la modernidad europea a través de
revistas como Paris Match, etcétera.
En la novela se pueden
rastrear también numerosos ecos literarios que Juan Ramón, profesor de
Literatura durante tantos años, no podía, claro, soslayar. Así, el nombre de
los protagonistas, Céfiro y Nube, recoge la tradición garcilasista de las
églogas; el sufridor muchacho evoca los ojos desasidos de la niña amada a la
manera becqueriana de la rima XIV; la escuela a la que mandan a estudiar a
Céfiro se halla en Oleza, topónimo que ya usara Gabriel Miró para referirse a
Orihuela. Por no hablar de los capítulos «Amor cortés» y «Metamorfosis» donde
la literatura se muestra ya explícitamente al servicio de los sentimientos del
joven protagonista, cuyo carácter sensible no acaba de hacerle encajar entre
sus amigos varones. Sobre la suerte de nuestro pequeño Céfiro con su idealizada
Nube juzguen ustedes mismos a través de los nombres elegidos para la pareja
protagonista. Tampoco importa demasiado. A la postre, Céfiro, a quien la
mitología asignó el epíteto «de aliento dulce» fue luego un ligón de órdago. A
nosotros, este otro Céfiro nos ha conquistado también, acariciándonos el
corazón como esa brisa que preludia la primavera que fue.
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