El recuerdo más vivo que
atesoro de aquel 2009, tras rubricar en el despacho de Josep Ramon Correal, a
la sazón director del Diari de Tarragona,
mi participación como nuevo colaborador
del periódico, es el de emprender ufano, casi exultante, Rambla Nova arriba, el
camino que conducía hasta el Balcón del Mediterráneo. Me sentía reconciliado al
fin con la ciudad y, en cierta medida, ya parte de ella. Mi condición de
charnego, habitante de un barrio de emigrantes de la periferia, había obrado en
mi relación con la capital un desarraigo que no solo venía motivado por cierto
prurito de pedigrí del catalanismo más excluyente, sino también por el
constructo identitario que aquel barrio, por compensación, había cimentado en
mi conciencia de injerto extraño. Hasta la distancia que mediaba entre el
barrio y el centro de la ciudad –cinco kilómetros por carretera nacional– parecía
corroborar la existencia de dos mundos casi antagónicos. Colaborar con el
periódico de mi ciudad y de la provincia entera y hacerlo con una columna propia
constituían la forma de alcanzar la deseada integración cultural y me permitía,
además, dar testimonio desde el altavoz de sus páginas de la pluralidad de la
que yo y tantos otros formábamos parte.
El artífice de todo fue el ya
mítico Antoni Coll, que por aquel entonces ostentaba un puesto casi honorífico,
el de director de publicaciones. A Antoni le habían llamado la atención algunos
de los artículos que Bea y yo escribíamos por pura diversión en nuestro blog, y
nos sugirió trasplantarlos a las páginas del Diari, manteniendo al final de cada escrito la referencia a nuestra
bitácora. «Ya te ha liado Antoni», recuerdo que dijo Correal al verme aparecer
por la puerta de su despacho.
El nombre de la columna nos
trajo de cabeza. Las primeras ideas fueron aberrantes como aquella de «Florilegio
literario» o «El espía del Parnaso». Qué horror. Felizmente se impuso la
cervantina «El cura y el barbero», tan a propósito para la crítica literaria y
el «donoso escrutinio» que iba a llevar a cabo como comentador de libros.
El primer artículo apareció
el domingo 21 de febrero de 2010, en una pequeña esquinita de la sección
cultural. Aprovechando el retorno de los tranvías a las grandes ciudades españolas,
metí con calzador un pequeño comentario sobre Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. Pronto, Isaac Albesa,
jefe de cultura, me propuso una colaboración semanal (hasta entonces había sido
quincenal) y la ampliación de los artículos hasta llegar a los 3500 caracteres
con espacios (una media plana). La periodicidad semanal me obligaba a leer con
demasiada premura los libros que reseñaba, de modo que se me ocurrió intercalar
entre reseña y reseña unos artículos que yo llamaba «de transición» y que
acabaron por convertirse en el verdadero sello de identidad de la columna.
Cabía allí todo lo que tuviera que ver con la reflexión literaria, con la
premisa de imbricar siempre literatura y vida y apostando por un estilo casi lírico
que permitía leer la columna, no como un texto meramente periodístico sino como
un artefacto con vocación artística. Enseguida conseguí ganarme la confianza de
los redactores jefes y no tuve problemas en ampliar a mi antojo los temas y la
extensión de mis artículos. Nunca nadie me impuso reseñas ni coartó mi libertad
ni se vetaron artículos polémicos.
La obligación de mandar una artículo
semanal me reportó una disciplina que luego se antojó decisiva para mi labor
como escritor. Muchas veces apuraba hasta el último día para mandar el artículo
porque trabajaba mejor bajo presión temporal. Del mismo modo, creo que la
extensión relativamente breve de los capítulos de mis novelas se debe a la
influencia del formato periodístico.
La columna y su difusión me
granjearon una gran cantidad de amistades, algunas de las cuales yo creía
inalcanzables. También algunos enemigos. Es lo que tiene la exposición pública.
Hay alguna anécdota entrañable como la de aquel lector que recortaba todos mis
artículos y los coleccionaba en un álbum de fundas. Y, claro, hay otras
experiencias igualmente preciosas que el pudor me obliga a callar.
"El cura y el barbero" quedó hasta 3 veces finalista del Premio de Periodismo Literario Francisco Valdés. Fue un orgullo colar una columna de provincias entre los finalistas de periódicos de tirada nacional. También estuvo entre las candidatas a hacerse con el Premio del Fomento de la Lectura del Ministerio. Ha habido tentativas de publicar en libro una antología de los artículos, pero no han acabado nunca de cuajar. Todo se andará. O no. Qué más da.
Pero tras casi 15 años y más de 600 artículos, ha llegado
el momento de poner punto y final. Nadie tiene la culpa. Es solo que el nuevo
enfoque de la sección cultural ya no me seduce. Sirvan estas últimas palabras
para despedirme de los lectores tarraconenses, cuya fidelidad, semana tras
semana, ha sido tan reconfortante, sobre todo porque uno no sabe, cuando manda sus palabras,
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