lunes, 26 de marzo de 2018

397. El cartógrafo



En esta época nuestra en la que algunos desean levantar muros y hacerse fuertes tras las fronteras, conviene no olvidar el daño que han hecho en Europa y en el mundo entero las cartografías nacionalistas. El turista juega a poner el dedo al azar en el mapa para decidir el destino de sus próximas vacaciones y la yema que pasa con cuidado por los contornos limítrofes de algunos países ya no nota la cicatriz de antiguas y dolorosas suturas. El niño que fui a quien el maestro pide que sitúe sobre el mapa colgado de la pizarra aquella nación, ese tipo de cosas que se hacían antes en las aulas y que ahora  prohíben los imbéciles de la nueva pedagogía, intuye en los caprichosos perímetros de las líneas divisorias –una línea sinuosa allí, una raya picuda allá, un jirón en aquella linde–, el arbitrario boceto de un loco esquizofrénico. El adulto que hoy soy no  reconoce ya el rostro de la Europa de su infancia, sus facciones, la orografía de su piel. En su lugar, hay nuevos costurones que delimitan nuevos nombres y nuevas capitales y destruyen una cartografía sentimental donde uno creía que todo era seguro, inamovible, cierto. Los mapamundis son puzles trágicos cuyas piezas encajan coaguladas con la sangre derramada de los inocentes.
“Buenos tiempos para los cartógrafos, malos tiempos para la humanidad”, dice uno de los personajes de El cartógrafo, la obra de teatro dirigida por Juan Mayorga y protagonizada por Blanca Portillo y José Luis García-Pérez. En la actual Varsovia, Blanca investiga la leyenda según la cual la nieta de un cartógrafo impedido y oculto ayuda a su abuelo a dibujar el mapa del gueto judío de la ciudad durante la ocupación nazi. La obra transcurre durante esas dos épocas, con continuos saltos en el tiempo que facilitan unas excelentes transiciones, perfectamente ensambladas. La niña memoriza durante sus paseos los detalles del gueto, que luego traslada a su abuelo en la habitación clandestina donde se esconde. La obra es un alegato contra el olvido. Así, el cartógrafo reconviene a la niña cuando ésta se fija sólo en la generalidad de los paisajes y la insta a detenerse en las cosas pequeñas para hacer de su mapa, un mapa real, un mapa de personas, de sueños, de congojas, de miserias, de injusticias, un mapa vivo que se duela de la barbarie para legar su aflicción a las generaciones venideras. La sensibilidad de Blanca recoge de algún modo esa empresa del cartógrafo judío y trata de que su proyecto de memoria no quede en saco roto. Sobre el mapa de la actual Varsovia, trata de reconocer los límites del gueto, cotejándolo con antiguas fotografías, y se lamenta y avergüenza de que el urbanismo implacable haya borrado de ese mapa aquellos rincones de sufrimiento, sellando su recuerdo, como si allí nunca hubiera pasado nada: la Gran Sinagoga es ahora la central de Peugeot. El drama de la historia del cartógrafo se convierte, además, en trasunto del drama personal de la propia Blanca y de su marido, que han perdido un hijo y que tratan de obviar su tragedia, silenciada tácitamente en sus conversaciones. Asumir esa tristeza es también trazar una cartografía de su propia persona: ellos son también esa tristeza, forma parte de su geografía. La escena en que Blanca pide que su marido trace con tiza el perfil de su cuerpo tumbado sobre el suelo rebosa, en ese sentido, de un simbolismo conmovedor. Especialmente emotivo es también el momento en que la obra se interrumpe, se encienden las luces y los actores abandonan el rol de sus personajes para describir los horrores del holocausto porque es imposible representar esa barbarie sobre un escenario y, quizás también, por temor a desvirtuar con la ficcionalización, sucesos que superan en sí mismos a la propia realidad imaginada.
El cartógrafo sigue de gira por España, colonizando su particular mapa. Los únicos que queremos, los que se construyen con el teodolito de la cultura.

lunes, 12 de marzo de 2018

396. Etimologías (II). 'Huelga'.




La huelga del pasado 8 de marzo me ha vuelto a abrir el apetito por las golosas etimologías. En un mundo donde la palabra está cada vez más desvirtuada, bucear por los orígenes de los vocablos nos descubre interesantes revelaciones, mucho más cercanas a la verdad que lo que el desgaste semántico ha operado en ellos.
La palabra ‘huelga’ procede del verbo ‘holgar’ y éste, a su vez, del latín ‘follicare’, que significaba ‘jadear’ o ‘resoplar’, como lo hace un fuelle. Esa idea del resoplido o del jadeo explica el sentido de ‘holgar’, que en un primer momento significó descansar después de haber realizado una labor fatigosa tras la que se precisaba atenuar ese resuello o respiración acelerada. La ‘huelga’ era, por tanto, un descanso, que con el tiempo tomaría su cariz sindical y reivindicativo. ‘Holgar’ significó asimismo ‘sobrar’, por aquello de vaciar los pulmones del aire sobrante del resuello; por eso se usa la expresión ‘huelga decir’ o ‘huelgan las palabras’. También se usó para referirse al coito, pues su práctica también suele producir jadeos. El Arcipreste de Hita dice, socarrón, en su Libro de buen amor: “«Otorgóle Doña Endrina de ir con ella folgar, / a tomar de la su fruta e a la pella jugar” (en el siglo XIV, ‘holgar’ mantenía aún la efe inicial). Y, de hecho, la palabra ‘fuelle’, del latín ‘follis’, dio el vulgarismo ‘follar’, una vez más vinculado a los bufidos que imitan al fuelle, y puede referirse tanto al coito como a expulsar una ventosidad, aunque su primera entrada en el diccionario define al verbo, simplemente, como ‘soplar con el fuelle’. En Andalucía, como consecuencia de la fuerte aspiración de la hache y la permuta de las consonantes líquidas, surgió la palabra ‘juerga’.
Llegados a este punto cabría preguntarse si nuestras huelgas significan hoy lo que creemos que significan o si están más cerca de algunos de los significados que han ido adoptando durante su evolución semántica. Porque, ¿quién no ha aprovechado una huelga para hacer una juerga? ¿O quién no se ha quedado en la cama, no por huelga, sino por simple holganza? ¿No le dicen a la huelga en catalán significativamente ‘vaga’?  (Del latín ‘vacare’, vacío, ocioso, de donde procede ‘vacaciones’). A mis alumnos huelguistas suelo decirles que deben buscarse la vida para preparar el temario que no se ha impartido durante la jornada de huelga y entonces me dicen que soy injusto y que los coacciono para venir a clase. No saben que lo hago justamente para ennoblecer su acto. Toda huelga necesita una renuncia para dignificarse. Renuncio a mis 100 euros al día como profesor porque me compensa perder ese dinero si estoy en paz con mis principios. Si no perdiéramos nada, haríamos huelga todos los días. Me causa tristeza comprobar cómo muchos estudiantes aprovechan la huelga, no para ir a la manifestación y mostrar su descontento en las calles sino para robarle unas horas más a la almohada. Pervierten así un derecho que costó muchas vidas e insultan a los precursores que lucharon por las libertades de las que hoy ellos disfrutan. También ocurrió el 8 de marzo, aunque ello no menoscaba la lección rotunda que nos dieron las mujeres el pasado jueves y no empaña su épica.
Y luego está cuando uno no sabe si hacer huelga o no. En su canción Chi non lavora non fa l’amore (1970), Adriano Celentano se queja de que su mujer lo tiene a pan y agua porque con la huelga no trae dinero a casa, así que va trabajar y entonces recibe una paliza de los huelguistas por esquirol. Trata de ir al hospital para curarse de las heridas pero hay huelga de tranvías y hasta el médico ha hecho huelga. ¿Qué hacer? Si hace huelga malo y si no también. Para que en cada casa entre el amor, “deme un aumento, señor patrón” –acaba la canción. Poderosa huelga la de la mujer de Celentano.
50 años después son otras las huelgas que hacen las mujeres. Por fortuna. Y por desgracia.

lunes, 5 de marzo de 2018

395. La originalidad




Andan algunos escritores y editores bebiendo los vientos por publicar libros que tengan en la originalidad su principal virtud. Ser original, distinto, rompedor, provocador, se ha vuelto imprescindible para abrirse paso en el mundo literario y en el arte en general. Quizás es signo de este tiempo, el nuestro, en que la sociedad se cansa muy rápidamente de todo y necesita satisfacer su inagotable hastío con aquella novedad que lo sacuda, por mucho que esa novedad esté abocada irremediablemente a su destino efímero. Nunca como en nuestra época, las personas han tenido tantas posibilidades de ocio y, sin embargo, tampoco nunca antes había habido tanta gente que se aburriera tanto.
El concepto de originalidad es, en realidad, relativamente reciente. Se consolida, sobre todo, en el siglo XIX, cuando el Romanticismo apeló a la individualidad del genio creador y a la particularidad de su universo artístico. Y, sin embargo, el ideario romántico acabó por convertirse, él también, en escuela de tópicos en sí mismo. Tiempo atrás, la noción de originalidad no era siquiera contemplada y se prestigiaba, sin embargo, el seguimiento de los modelos clásicos. Gonzalo de Berceo se jactaba de tomar sus Milagros de fuentes fidedignas y Don Juan Manuel, a quien la tradición española atribuye la cualidad de ser el primer escritor con conciencia de su oficio, basó los relatos contenidos en El conde Lucanor en las traducciones de los cuentos y apólogos griegos y orientales que podía hallar sin problema en la biblioteca de su tío, Alfonso X, el Sabio. El Renacimiento y el Neoclasicismo volvieron la vista a los modelos greco-latinos, con las lógicas reformulaciones que reclamaban sus siglos. Y sólo las vanguardias rupturistas del primer tercio del siglo XX que respetaron la tradición consiguieron hacerse un hueco reconocido en los manuales de historia de la literatura; las demás, quedaron como mera bagatela sin solución de continuidad que hoy se recuerdan con la mirada curiosa de la anécdota.
Una concepción radical de la originalidad podría defender perfectamente que toda obra artística es original en tanto que ha sido creada por un individuo que es único e irrepetible. No se trata, pues, de buscar asuntos alternativos a los que han conformado los temas universales de la historia de la humanidad porque, entre otras cosas, eso es imposible. Todo está ya dicho en Homero, Shakespeare y Cervantes. Ser original no es inventar de la nada, sino conseguir que los temas que han preocupado desde siempre a los hombres, cribados en el cedazo de una sensibilidad extraordinaria y talentosa, adquieran la capacidad de emocionarnos, de decirnos aquello mismo que sentimos y no sabíamos decir, de impregnarlos de la personalidad profunda y extraordinaria del literato, que no es más que otro ser humano en el que nos reconocemos. Hay más sorpresa en cualquiera de los temas más manidos de la literatura, si éste ha pasado por el tamiz de las grandes almas e inteligencias de los escritores, que en todos los fuegos de artificio de quien quiere llamar la atención y sólo consigue el histrionismo banal, el minuto de gloria, ridículo, prescindible y al rato olvidado.
Tal vez, en último término, ser original estribe precisamente en no serlo o, al menos, en no serlo demasiado. Es algo parecido a la rutina, de la que tanta gente se queja, sin saber que la felicidad reside muchas veces en los corazones donde nunca pasa nada y, sin embargo, ocurre todo.

lunes, 26 de febrero de 2018

394. Poesía para tontos como yo



Me considero un asiduo a los encuentros literarios donde se realizan veladas poéticas o donde se presentan libros de poesía. Sirve para el reencuentro con los amigos con quienes compartimos nuestra común afición por la literatura, para conocer en persona a los poetas que se admiran o a los que no tenía el gusto (o el disgusto) de conocer y, sobre todo, para escapar del ruido de afuera y sumergirse en la atmósfera, casi oracular, de la palabra esencial. Cuando el poeta invitado recita sus poemas, se hace un silencio reverencial en la sala, como si hasta las respiraciones pudieran mancillar la ceremonia sagrada, y la feligresía se dispone a recibir la aspersión sanadora del hisopo de los versos (aunque conviene no ponerse en primera fila para no recibir otros bautismos procedentes de la vehemente pasión del vate).
Sin embargo, hay algunas de estas reuniones, que a veces tienen trazas de conciliábulo, de donde salgo totalmente desazonado. Y más que desazonado, me siento un absoluto ignorante. Y, aún diría más, un pobre necio, corto de entendederas, torpe, inculto, falto de sensibilidad y casi analfabeto. Esto sucede cuando escucho a los poetas que no entiendo, aquellos que recitan sus versos y lo mismo podrían hacerlo en zulú porque habrían hecho el mismo efecto en mi menguada sesera. Pero no me laceraría tanto esa sensación de incompetencia comprensiva (uno tiene sus limitaciones y debe aceptarlas) si no fuera porque, cuando miro a la concurrencia para tratar de buscar solidaridad a mi perplejidad, la hallo, en cambio, en un estado de arrobamiento semiorgásmico, asintiendo con la cabeza en cada verso, esbozando una sonrisa cómplice de la que se infiere que todos ellos han captado los difíciles matices de las palabras y han llegado poco menos que a la iluminación suprema; hay quien suspira o emite interjecciones admirativas y, luego, acabada la recitación, ahí es de ver con qué frenesí se aplaude al poeta. ¿De verdad soy yo el único imbécil entre el público que no hay entendido una mierda de lo que acaba de escuchar?

Admiro la inteligencia de toda esa gente. Yo, que necesito leer los poemarios que reseño en el periódico al menos tres veces y que lleno de anotaciones mis apuntes, tratando de hallar motivos recurrentes que me permitan bucear con cierta intuición en la oscuridad de algunos versos, me empequeñezco ante tanta lumbrera. Por eso, desde estas páginas, reivindico la poesía para los tontos como yo. No la poesía facilona y prosaica de los caraduras de turno, sino la buena poesía glosada. Aquella en la que un recital está acompañado de las experiencias del autor que lo inspiraron o aquella en cuyos libros se acompañe de notas interpretativas del propio poeta. Es verdad que el poema exento puede tener autonomía propia y que es válido en sí mismo, y que una vez que el poema es leído ya es propiedad del lector y que su interpretación no tiene por qué coincidir con la voluntad primera del poeta; y es verdad también que hay quien quiere leer poesía sin los prejuicios de las notas aclaratorias. Pero, caray, hay libros que son imposibles para los tontos como yo, libros que están excesivamente vinculados al universo hermético del propio autor. Libros, probablemente hermosos, que abandono por pura frustración. ¿Qué no harán con eso libros entonces, aquellos que ni siquiera tienen la poesía como afición? ¿Podemos quejarnos, entonces, de los pocos lectores del género? Y si alguien está en contra de las glosas de los poemas, siempre puede no mirarlas para no sentirse condicionado. Seguramente no lo harían nunca los asistentes extasiados a los que me he referido antes. Pero sean solidarios y piensen que también existen y tienen derecho a la poesía los pobres tontos como yo. 

lunes, 19 de febrero de 2018

393. Hidalgo Bayal: el genio recóndito



Con los cuarenta enseñando sus fauces en el mensario de mi vida, uno ya no está para perder las horas de lectura en trivialidades. El idioma es sabio y ya coloca detrás del temible número el sufijo aumentativo. Se deja de ser –añero, ese morfema que democratiza la sensación de sentirse joven, emparentándote incluso con los de quince, para convertirte en –ón, con su tilde grave y severa, arrastrando la pesada fonética de la desolación. Cuarentón. Y, aunque aún vemos lejos el –genario del invierno y apenas hemos dejado atrás la primavera, el principio del otoño estampa las aceras con su solemne alfombra de hojas secas como si quisiera mostrarnos el camino.
Y todo este preámbulo metafísico-lingüístico, ¿a cuento de qué? Pues a cuento de Gonzalo Hidalgo Bayal. Porque leer a este autor cacereño es sumergirse en esas sutilezas del lenguaje que son, a la postre, nuestra gran ontología: somos en la palabra. Por eso es tan inquietante el penúltimo libro de Hidalgo Bayal publicado por la editorial Tusquets, Nemo, ese forastero sin nombre ni pasado que se retira como huésped a un lejano pueblo con la firme intención de no volver a hablar nunca más, probablemente como consecuencia de alguna triste convalecencia existencial. Y si somos en la palabra, ¿quién es entonces Nemo? Nadie, como lo han bautizado, a la latina, los habitantes del pueblo. Con un lenguaje elegante, deslumbrante, de precisión casi quirúrgica, heredero de la prosa de Sánchez Ferlosio, y que a veces recuerda al primer Landero,  Hidalgo Bayal hipnotiza al lector con esta historia que tambalea los pilares sobre los que se sustenta nuestra concepción radicalmente lingüística del mundo. Por eso los personajes de Nemo no pueden concebir la renuncia al lenguaje de su misterioso huésped y el escribano (todos los personajes de la novela carecen de nombre propio y son aludidos por sus respectivos oficios) debe dar cuenta de todos los detalles de ese silencio y registrar las especulaciones que los habitantes del pueblo, reunidos en el ágora de la bodega, emiten acerca de ese voluntario mutismo. La novela se interrumpe a veces con algunas interpolaciones de historias paralelas, que recuerdan otros silencios ilustres de la historia del pueblo, y la sucesión de las mismas nos recuerda a veces el género del filandón, que el lector acepta gustoso, olvidado incluso de la trama central por el mero placer de sentir la inercia de la narración sin otra motivación que dejarse mecer por ella.
En un mundo donde la palabra se ha desvirtuado hasta convertirse en la “portavoza” de la insulsez o de la estulticia; donde, en su saturación, cada vez significa menos, uno comprende a Nemo y su ascetismo del silencio. Sin embargo, por eso mismo también, se agradecen voces como las de Gonzalo Hidalgo Bayal, que entronizan de nuevo a las palabras en el sitial de su venerabilidad y les hacen decir el mundo con la certeza de su esencialidad primera.

No sé si Hidalgo Bayal es lectura de cuarentones. Desde luego, no está en el candelero de todas las operaciones del mercantilismo literario ni su rostro luce en los grandes carteles de las librerías, ni hay pilas de sus libros hacinándose para el consumo feroz de los lectores adocenados. Pero en los albores del sufijo aumentativo, y con el empaque que da su oronda madurez, me van a permitir este orgullo generacional de saberme ya, para siempre, en la gran literatura, que a veces hay que buscar, en mitad del ruido, a la vera de estos genios recónditos.

A Concha D’Olhaberriague

lunes, 12 de febrero de 2018

392. El infierno está en nosotros



Fue Jean Paul Sartre quien acuñó aquella famosa sentencia según la cual “el infierno son los otros”. Con ella, el filósofo francés pretendía denunciar el tormento que sufre el hombre contemporáneo, pendiente siempre del juicio que sobre él infligen sus semejantes. La cita de marras no es aquí baladí, pues Luis García Montero ha tomado prestado para su nuevo libro de poemas el título de la obra de teatro donde Sartre hizo popular su máxima, A puerta cerrada. Sólo que García Montero reformula al existencialista parisino y concluye que, quizás, el infierno seamos nosotros mismos. El poemario se convierte entonces en una suerte de purga donde se alerta del peligro de nuestro propio yo y nos conmina a vaciar nuestras cenizas para hacernos más dignos. Detrás de ese requerimiento se intuye, también, un ajuste de cuentas del propio poeta con sus fantasmas personales. Sólo así, restituido, el hombre puede buscar su propia redención y convertirse también en partícipe de la acción que permita cambiar el mundo. No es, sin embargo, tarea sencilla: son enemigos el descreimiento que da la edad y la difícil voluntad de querer despertar cada día con la convicción de que se espera algo de uno mismo, aunque el poeta “resist[e] como un niño sin familia / esperando en la casa del extraño / que [l]e dejen volar una cometa”. También es un enemigo el desamparo del hombre consciente y lúcido. Todo el poemario está revestido de una grisura urbana, “la selva fría” de su poema homónimo, en mitad de cuyo ruido y soledad  deambula el poeta desorientado, muchas veces insomne. Otras veces es su propia vida doméstica la que se le antoja hostil, la que lo interpela o le  reprocha como a un desconocido. Pero, pese a todo, hay una disposición para la acción, simbolizada en ese lobo que merodea por muchos poemas del libro. El lobo que se indigna ante la injusticia y que desea clavar sus colmillos sobre los poderes fácticos que nos anulan y a quien el poeta debe amansar con diplomacia porque los cambios deben producirse desde la serenidad del pensamiento.
Hay en el poemario una gran presencia de versos dedicados al tiempo y sus estragos. En “Última hora”, el poeta desmonta las melancólicas imágenes machadianas y, explícitamente, dice que el tiempo es un reloj de pared y el hombre la víctima propiciatoria que se sitúa en ese paredón. Otras veces el tiempo parece repetirse, como en el poema “Vigilar un examen”, donde el Montero profesor se evoca a sí mismo entre los pupitres de sus alumnos, trazando una cronología de su juventud para concluir que, en materia de calidad democrática, algunas cosas siguen igual. La añoranza de la infancia y de los amores, las oportunidades perdidas, las ausencias (precioso el poema “El silencio y el ruido”) y un afán de preservar de los buitres del tiempo la carroña de su pasado feliz, completan los poemas que toman al tiempo como motivo poético central.

Y, por supuesto, la poesía. La poesía, necesaria allí donde es urgente; la poesía que escapa de la preceptiva para hacerse viva donde se la necesita, no aquella que amenaza con sus autocomplacientes inviernos o que marchita la palabra viva de las calles Y, sobre todo, la poesía que nos salva de nosotros mismos, la poesía que indulta para hacer del escritor, al fin, “padre de mundos libres, / poeta y perdonado”.

sábado, 3 de febrero de 2018

391. El doble luto de Hércules



Teócrito nos ofrece en sus famosos Idilios, en concreto en el idilio XIII, una de las versiones que con mayor recorrido ha llegado hasta nosotros sobre el mito de Hilas. Amante de Hércules, Hilas acompañó al héroe en la nave Argo, camino de la Cólquide, en busca del vellocino de oro, junto al resto de argonautas capitaneados por Jasón. Al tercer día de travesía, la nave llegó al Helesponto e hizo noche en la Propóntide (en el actual mar de Mármara, concretamente en la isla de Cío). La tripulación se disponía a preparar la cena cuando Hilas abandona la playa y se aventura en la espesura en busca de agua para Hércules. Halla entonces un manantial rodeado de juncos y, cuando se resuelve a llenar su vasija de bronce, las ninfas Eunica, Malis y Niquea, deidades de las aguas, emergen de las profundidades y, heridas de atracción ante la belleza de Hilas, lo agarran por el brazo hasta sumergirlo en el manantial “como cae del cielo el astro encendido, de golpe, en el mar”. Nunca más se supo de Hilas. Hércules lo buscó con desesperación, desertando, incluso, de la nave Argo, que reemprendió el viaje sin él. En términos actuales, diríamos que Hilas fue secuestrado por las ninfas llevadas por un móvil sexual.

Ahora, una galería de Manchester ha retirado de su exposición el bellísimo cuadro del pintor prerrafaelita Waterhouse,  Hilas y las ninfas, que reproduce la historia de marras. Aducen que los desnudos de las ninfas contribuyen a la cosificación de la mujer. Sin embargo, aquí el único cosificado que yo veo es el desgraciado de Hilas, cuyo único pecado había sido ser hermoso y estar en el lugar equivocado, cayendo víctima, solo, sin amparo y contra su voluntad, de la actitud libidinosa de unas ninfas sin escrúpulos. Pero la ignorancia convierte la desdicha del amor truncado de Hércules e Hilas en un atentado contra la dignidad de la mujer. No veo, en cambio, que nadie retire de los museos los cuadros de Salomé sosteniendo la cabeza del Bautista (Botticelli, Berruguete, Tiziano, Caravaggio, ¿sigo?). Ni se censuran los cuadros donde aparecen sátiros y, de hacerse, estoy convencido de que el criterio siempre sería el de la vunerabilidad de las víctimas femeninas, generalmente las ninfas, pero nunca nadie reprobaría, no sé, por ejemplo, “la inaceptable generalización que el sátiro representa de la virilidad masculina y de sus oscuras pulsiones sexuales” (por definirlo con esos términos grandilocuentes con que el puritanismo más rancio expone sus diatribas contra los agravios del patriarcado). Y que conste que estoy en modo parodia: consideraría igual de imbécil a quien argumentara esto último. Es la misma ignorancia que lleva a algunos de estos mentecatos a atacar al diccionario de la RAE por incorporar en sus entradas palabras machistas. El diccionario no defiende el uso de esos términos: se limita a registrar la realidad del idioma en boca de los hablantes. La lengua es de los hablantes, no del diccionario, cuyo único propósito es el catálogo descriptivo de esa realidad. O, dicho de otra manera: el diccionario no es machista, sino la sociedad que ese diccionario refleja. Si la sociedad no usara esos términos degradantes y quedaran en el olvido, el diccionario no los recogería o colocaría la abreviatura de arcaísmo o de desuso precediendo la entrada. El feminismo de nuevo cuño tiene que hacérselo mirar. Si las feministas de los años 70, que tanto lucharon por los derechos de las mujeres, que defendieron la desnudez de su cuerpo, el amor libre o que rechazaron la exclusividad de sus roles maternales, vieran a la mujer de hoy, escandalizada por unos desnudos artísticos o reproduciendo las funciones de la maternidad con sonrojante talibanismo, precisamente el papel que la cultura patriarcal les ha impuesto desde siempre, seguro que se rasgaban las vestiduras. Entretanto, Hércules llora por segunda vez a Hilas.

domingo, 28 de enero de 2018

390. Fui lo que fui: Nicanor Parra



Figuras como la de Nicanor Parra son necesarias porque sacuden la anestesia que a lo largo del tiempo han ido inoculándonos aquellos que él llamaba “doctores de la ley” en su poema “Advertencia al lector”. Los doctores de la ley han existido siempre en literatura: son los gurús del canon literario, los popes de la poesía, los dueños del cortijo editorial, los comisariados a dedo, los teóricos que limitan la literatura a la cómoda taxonomía, algunos críticos literarios. Un día, Nicanor Parra inventa la “antipoesía” y pone en tela de juicio todas aquellas certezas que aseguraban la poltrona literaria de muchos.

La “antipoesía” no llegó, sin embargo, de repente. Hay primero una conciencia de que la poesía debe librarse de su hermetismo, desliteraturizarse, llegar a más gente y convertirse en un lenguaje casi conversacional. Es aquello que Huidobro reclamaba en una carta al poeta Juan Larrea: una poesía no cantante, sino parlante. De ahí los poemas que Parra incorpora en la primera sección de sus Poemas y antipoemas de 1954. Poemas con una clara vocación narrativa, que abordan temas aparentemente prosaicos: las impresiones al volver a su pueblo, su descubrimiento del mar, la reconvención a un niño que tira piedras a un árbol, el recuerdo de un amor. Pero aún estos poemas no se han despojado de sus ropajes literarios: el ritmo, la asonancia de las rimas, el cómputo silábico, resguardan todavía la esencia literaria, aunque mitigada por la oralidad, casi romancística de los poemas. Sólo en “Sinfonía de cuna”, parece Parra rebelarse contra los géneros de moda, al reformular ingeniosamente las canciones de cuna de Gabriela Mistral. En la segunda sección del libro, concebido como un bloque de transición, los poemas luchan ya sin tapujos por una nueva concepción; existe una tensión rupturista que sólo explotará en la tercera parte del poemario. En esta segunda, Parra incorpora la fealdad a la poesía y lo hace deconstruyendo irónicamente los postulados de Pablo Neruda. Éste, que había intuido años antes el nuevo rumbo de la poesía chilena, había abandonado el hermetismo de su Residencia en la tierra para “bajar del Olimpo” a los poetas. El resultado es su poemario Odas elementales (1954). Sin embargo, Neruda baja del Olimpo a los otros poetas, mientras que Parra radicaliza esa postura burlándose incluso de sí mismo, como ocurre en el poema “Autorretrato” o en “Epitafio”. Por otro lado, en su afán de hacer terrenal la poesía, Neruda buscó en la cotidianidad la forma de hacer poetizable lo anecdótico o lo convencional: todo es susceptible de inspirar poesía. Parra, sin embargo, imita, hasta en la misma estructura, los poemas de Neruda pero, en lugar de hallar el lirismo de los objetos triviales como hace éste, introduce, como en un trallazo inesperado, la fea realidad del mundo. Un ejemplo paradigmático es su poema “Oda a unas palomas”. La tercera sección, que tiene como pórtico la vehemente “Advertencia al lector”, que es casi un manifiesto, rompe definitivamente con cualquier molde; con el señuelo de una sintaxis clara y aparentemente diáfana, atrapa al lector mediante unos versos que atentan contra toda lógica pragmática, confusamente articulada y donde el lirismo aparece, como una flor perdida entre la maleza, justo donde menos debe aparecer. De tal modo que el lector, casi sin darse cuenta, rechaza en su lectura aquel verso bello que chirría irónicamente en el poema. Parra lo ha conseguido: el lector desdeña el verso estético, el verso cantante que repudiaba Huidobro. El lector se ha convertido al nuevo credo: es un lector de antipoesía. Y cómo no hacerlo si ésta podría ser el trasunto existencial de la fatuidad de la vida o el descreimiento del género humano, esos “imbéciles que bajan de los árboles” a un mundo que no tiene sentido, aunque nosotros queramos trascenderlo. “Fui lo que fui”, dice en su “Epitafio”, Nicanor Parra: "un embutido de ángel y de bestia".

lunes, 22 de enero de 2018

389. Héroes editoriales



En estos momentos reposan, olvidadas en la oscuridad de algún cajón, cientos de obras literarias inéditas pertenecientes a otros tantos escritores, tan inéditos como sus libros. El anónimo autor habrá enviado su obra, encuadernada en barato canutillo de plástico, a algún premio literario o al juicio profesional de una editorial. Desestimada su calidad, estará pasando aquélla por la implacable trituradora, desangrando sus ilusiones en las virutas de papel cuyos tristes despojos aún revelan, mutiladas, las palabras que formaron parte de una historia o de unos versos, que no son sólo las historias y los versos del libro en cuestión, sino también las historias y los versos de la epopeya del escritor novel ante la titánica aventura de la creación.
Muchos de esos libros destruidos quizás lo merecían. El escritor novel tiene que saber ponderar la calidad de su obra antes de decidir que el mundo está en su contra, que es un incomprendido y que está sufriendo una injusticia; nadie le puso una pistola en la nunca para que escribiera y el mundo no necesitaba su libro. Pero, entre ellos, también figurará alguna obra meritoria que, sin embargo, correrá el mismo fatal destino. La calidad del libro, entonces, se verá sometida al criterio arbitrario de la endogamia editorial o al del mercantilismo literario que sacrifica un buen libro a la pira sacrificial de la literatura de masas y a los ingresos correspondientes.
Es entonces cuando aparecen, salvadoras, las editoriales independientes, aquellas que sobreviven a la sombra de los grandes sellos y apuestan, con criterios estrictamente literarios, por aquellas obras desdeñadas. ¿Hay mayor contradicción? Una editorial que factura millones de euros y a quien una apuesta fallida apenas supondría un ridículo porcentaje de pérdidas, no se arriesga a publicar al escritor novel que ha demostrado su valía literaria. En cambio, una editorial independiente, que debe medir escrupulosamente su balance de riesgos para no quebrar y desaparecer, se lanza románticamente al vacío con la única baza de creer en el valor literario del libro que se dispone a editar. “No necesitamos más libros. Necesitamos Literatura”, reza el lema de la jovencísima editorial Tolstoievski. O “el funambulista sólo logra su objetivo confiando en el vértigo y no resistiéndose a él”, dice la editorial Funambulista haciendo suyas las palabras de Roger Callois. ¿No es ésta una disposición heroica en los tiempos que corren? ¿No hay en esa vocación algo de quijotesco, como aquella región de Candaya que da nombre a la editorial del mismo nombre que con tan amoroso afán dirigen Olga Martínez y Paco Robles? ¿Hasta dónde se ha desentendido el tradicional mecenazgo de las personas o instituciones con posibles? En tiempos de Cervantes, los patrocinios los realizaban gente como el duque de Sessa, el marqués de Malpica, el duque de Alba, el conde de Lemos y otros nobles influyentes. Hoy, las grandes marcas editoriales, a quienes les correspondería, por analogía, realizar esa misma labor de padrinazgo, son las que menos la emprenden y en las pocas ocasiones en que se la juegan por un escritor desconocido, generalmente ocultan alguna suerte de nepotismo.

La buena literatura no es patrimonio exclusivo de las editoriales independientes. Hay escritores tan consolidados por su indiscutible magisterio literario que, con justicia y siguiendo el orden natural de las cosas, publican con las grandes editoriales. Desgraciadamente, junto a estos maravillosos escritores, el catálogo se nutre de otros autores mediocres pero rentables. En cambio, una editorial pequeña, precisamente porque no puede permitirse el lujo de fallar con su apuesta, nos garantiza que el cuidado en la selección de su catálogo es absoluto. Porque les va la vida en ello. Y es así como aquel original encuadernado en barato canutillo de plástico que se presentó a tal o a cual concurso o que llamó inútilmente a las puertas del gigante editorial, consigue sobrevivir a la temida trituradora y hacerse libro y sueño de escritores y lectores al amparo de estos nuevos héroes de la cultura.

lunes, 15 de enero de 2018

388. France Gall, mi radio y yo.



Entre las canciones de France Gall que más me gustan hay una titulada “Le soleil au coeur” (“El sol en el corazón”). Qué difícil se me hace escucharla estos días cuando el mío está pasando frío en esta intemperie que resulta siempre de perder un pedazo de nosotros mismos. Qué punzada en el pecho visionar el vídeo en que France Gall pasea entonando esa misma melodía con su sonrisa luminosa y confiada y esa voz juvenil que se antoja una flor germinando hacia la vida. Y qué tristeza verla desaparecer, luego, como una terrible premonición, hacia la luz entre la que se diluye su figura grácil y delicada.
Conocí a France Gall gracias al mítico espacio radiofónico de Juan de Pablos, Flor de pasión, en Radio 3, cuya sintonía empezaba precisamente con un tema de la cantante francesa, “Attends ou va-t'en” y que terminaba con “Azurro”, de Adriano Celentano. Aquella madrugada el programa realizaba un monográfico sobre ella y comoquiera que la primera de las piezas de la selección me dejara cautivado, busqué rápidamente una cinta virgen y grabé el programa entero en aquel radiocasete –también mítico– que mis padres habían comprado en Andorra y que era mi compañero habitual de cama en aquellos viajes nocturnos por el dial a la caza de tesoros musicales. Al día siguiente, camino de la Facultad, escuché la cinta y me enamoré para siempre. En la antigua Facultad de Letras de Tarragona mis compañeros de carrera asociarían siempre su nombre al mío, tal fue mi entusiasta apostolado de su música, y el poco francés que sé lo aprendí chapurreando sus canciones, sobre todo aquellas que llegan hasta los años 70. A partir de los 80, salvo algunas felices excepciones, la música de France Gall no alcanza el delicioso encanto de sus primeras etapas.
La imagen aniñada y candorosa de France Gall fue un handicap para ella. Los letristas (aunque no todos) explotaron ese perfil para componer canciones que trataban de reflejar las inquietudes estereotipadas de una adolescente pero también para abusar de su ingenuidad como hizo  Serge Gainsbourg al componer para ella la polémica letra de “Les sucettes”, que narra la afición de Annie a las piruletas, trasunto de una felación. Sólo France Gall pareció no darse cuenta del doble sentido. Cuando fue consciente del engaño, abandonó al compositor. Desde que conocí esta historia no puedo evitar que Gainsbourg, a quien le reconozco su innegable talento, me resulte del todo repulsivo. El éxito eurovisivo de France Gall representando a Luxemburgo en 1965 con la popular “Poupée de cire, poupée de son” y el marbete de chica yeyé limitaron en gran medida la percepción de su música, que va mucho más allá de esa visión reduccionista. Así, hay etapas de un excelente sincretismo donde se dan la mano el jazz, la balada, lo étnico, y lo pop con una gracia insuperable. Es en estos temas donde se aprecia a una France Gall más cómoda, con un estilo más personal e independiente, desasida al fin de la brida de su imagen inocente, que amenazaba con encasillarla para siempre. Sólo hay que ver el vídeo de su canción “Avant la bagarre”, que aunque no abandona los temas de amor adolescente, adquiere la frescura de un tono más jocoso. No he visto una actuación suya como la de esa canción donde más haya visto disfrutar a France Gall, con aquel baile divertidísimo y contagioso que no me canso de mirar.

El pasado 7 de enero la luz de Isabelle Geneviève Marie Anne Gall se apagó. Pero no la de France Gall. Como dice en su canción “Mon bauteau de nuit”, sólo ha partido del puerto con su barco, por la noche, hacia países lejanos, de donde vuelve cada nuevo amanecer. El amanecer de su voz cada vez que pulso el “play” de mi viejo, triste y cansado radiocasete, al que ya va pareciéndose su dueño.