lunes, 29 de abril de 2019

443. Futuro de subjuntivo



En la Gramática de la Lengua Española de Emilio Alarcos, en concreto en el apartado donde el insigne filólogo salmantino clasifica los diferentes modos verbales, se dice lo siguiente respecto al modo subjuntivo: es el de “los hechos ficticios, cuya eventual realidad se ignora o cuya irrealidad se juzga evidente (hechos que se imaginan, se desean, se sospechan, etc)”. El apunte filológico que inicia esta reseña literaria no es baladí. No me he detenido en hacer el cómputo de las numerosas ocasiones en que Gonzalo Hidalgo Bayal utiliza en su último libro, La escapada (Tusquets), el futuro de subjuntivo, pero su profusión es lo suficientemente llamativa como para no ignorar su uso deliberado, más aún cuando sabemos que ese tiempo verbal está ya en desuso. Pero como la prosa inteligentísima del novelista extremeño nunca es azarosa ni aséptica, habrá que convenir que detrás del insistente anacronismo morfológico hay una intención más profunda: la de constatar que, efectivamente, la vida en ciernes es siempre un futuro de subjuntivo, una ficción, una irrealidad prendida muchas veces del deseo y de las aspiraciones, pero ficción a la postre, en la que pocas veces se cumplen las expectativas que el entusiasmo juvenil proyectado sobre el porvenir traza ingenuamente sobre la línea temporal que imaginamos, sospechamos, deseamos.
Sobre la base de un argumento muy sencillo, el reencuentro 40 años después de dos compañeros universitarios, el autor se desdobla entre el confesante memorialista, el narrador y el personaje de la novela, para contar ese encuentro casual que provoca toda una evocación del pasado trufada de reflexiones vitales. Y así conocemos a Foneto, apodo pergeñado en los tiempos de la facultad debido a las sutiles y prolijas elucubraciones fonéticas del entonces estudiante, que nos hace partícipes, Hidalgo mediante, de las vicisitudes de su vida tras abandonar la universidad. Sabemos, por ejemplo, que ha acabado regentando la soledad de un quiosco y algunos avatares amorosos, entre otros detalles. La trama, como digo, apoyada en esa mínima estructura, se pierde maravillosamente por los vericuetos de la reflexión de toda índole, algunas de naturaleza filológica que hará las delicias de los que fuimos estudiantes de Filología, con sus guiños y chascarrillos gremiales. No digo que la novela esté destinada solo a los filólogos pero estos lo van a disfrutar, si no mejor, sí de otro modo.
Con Gonzalo Hidalgo Bayal me pasa algo que es, quizás, el mejor elogio que puede decirse de un escritor: cuando leo sus novelas llega un punto en que ya me da igual lo que me esté contando; lo que deseo es que no pare de contarlo. Cada reflexión, cada ironía, cada puya, cada inquietud, cada nostalgia y evocación son una delicia tras otra que respeta la inteligencia del lector, que casi la adula, un filandón intelectual estimulante, profundo y certero, en ocasiones también conmovedor, a pesar de ese estilo tan característico del autor de Nemo, que por su naturaleza cincelada, de pulcritud casi académica, pudiera pensarse en las antípodas de las concesiones líricas.
La escapada deja un poso de desolación estoica, de tiempo periclitado, tiempo fuera del tiempo, que obra en el lector, al acabar el libro, el enhebro de la melancolía y la aceptación serena de la vida que no será. Un epitafio para aquel futuro de subjuntivo que está ya solo en el lenguaje arcaizante de los viejos romances pero desterrado de este romancero de la modernidad donde solo ha lugar para el modo indicativo de la decepcionante realidad, lejos de ya de los sueños que se conjugaron, aquellos sí, en futuro de subjuntivo.

lunes, 22 de abril de 2019

442. Caperucita (versión progre)



Érase una vez una ciudadana liberada, independiente, autosuficiente y empoderada que, sin embargo, no había podido aún emanciparse de su madre soltera debido a las imposiciones macroestructurales de un sistema económico al servicio del capitalismo y el heteropatriarcado. Respondía esta ciudadana al nombre de Caperucita, aunque a ella, aquel diminutivo la molestaba sobremanera, pues consideraba que el sufijo menoscababa su dignidad de mujer y advertía en él una suerte de condescendencia paternalista y protectora, como si ella fuera un ser delicado y débil al que hubiera que proteger. Prefería, pues, que la llamaran Caperuza, sin más aditivo morfológico. Vivía, como dijimos, con su madre, que había decidido concebirla sin mediar hombre alguno, pues no deseaba someterse a esa falocracia que desde tiempo ancestral había supeditado la maternidad de una mujer al concurso imprescindible del hombre dominante: sus orgasmos eran suyos y solo suyos y ella era la dueña de su menstruación. El caso es que Caperucita, o Caperuza, recibió el encargo de su madre de llevarle una cesta con comida a su abuela, pues andaba ésta algo pachucha y no podía salir a comprar. A Caperuza no le apetecía hacer aquella larga caminata hasta la casa de su abuela, pues había pasado la mañana haciendo deporte con su grupo femenino de runners y estaba algo cansada. Pero su madre negoció con ella durante largo tiempo, al cabo del cual, Caperuza accedió y su madre, como premio a su buena disposición, colocó en el cuadrante de buenas tareas que había pegado en la nevera, un precioso adhesivo con una cara sonriente. A Caperuza le faltaban ya solo dos caritas sonrientes para conseguir un aumento de su paga mensual. Pero el Lobo Feroz, que había escuchado hasta el aburrimiento la larga conversación de Caperuza y su madre, vio su oportunidad de conseguir el cariño de un ser humano, estando como estaba en peligro de extinción. Así que se adelantó a Caperuza, llegó a casa de la abuela, la metió en el armario y pegó el cambiazo. Entretanto, Caperuza se dirigía por los caminos del bosque con su cesta de comida ecológica y vegana para su abuela mientras oía a Bebe en su ipod. Al llegar notó a su abuela algo cambiada y no hizo falta preguntarle por sus ojos grandes, ni por su nariz grande ni por su boca grande, porque ella era una mujer inteligente y con título universitario y pronto descubrió que era el jodido lobo otra vez. Tampoco fue necesaria la intervención del cazador, pues al irrumpir éste para salvar a Caperuza, ésta ya había domesticado al lobo acariciándole el lomo, le había colocado un chándal para perros y se estaba divirtiendo jugando con él a lanzarle una pelotita, que el lobo devolvía sumiso y, al fin, satisfecho del cariño anhelado. Al cazador no le dio tiempo a ver más, pues una horda de animalistas lo había masacrado con lanzas de picador para que experimentase en sus propias carnes el sufrimiento animal. ¿Y la abuela? Pues su salida triunfal del armario fue del todo reveladora, pues en aquel acto de salir del armario, la abuela comprendió que el destino había obrado simbólicamente para que al fin pudiera gritarle al mundo su orientación sexual: la abuela era pansexual y desde ese momento ya no quería que la llamasen abuela, sino abuele o abuelx, y su salida del armario fotografiada por algunas de las personas que habían acudido hasta allí debido a todo aquel alboroto, se convirtió en el símbolo de la libertad sexual y salió en todas las portadas LGTBI del mundo. Y de este modo, todos fueron felices, aunque no comieron perdices, pobres perdices, sino que se atiborraron de todas aquellas deliciosas viandas veganas que había traído Caperuza y que compartieron con alegre camaradería. Y colorín colorado.

lunes, 15 de abril de 2019

441. Veinticinco años sin Gil-Albert



El silencio que a veces se cierne sobre los grandes escritores no responde siempre a la desidia de los estudios literarios o al desinterés institucional. En ocasiones, simplemente, es la mala suerte la que extiende su agorero manto de olvido sobre quien, por derecho propio, debería hallarse entre la pléyade de las grandes figuras de las letras universales. Ese es el caso de Juan Gil-Albert, autor de quien este año se conmemoran los 25 años de su deceso y a quien, salvo los estudiosos que amorosamente se han afanado en rescatar su semblanza literaria y biográfica, pocos lectores conocen.
La mala suerte de Gil-Albert comienza por incorporarse tarde al grupo del 27, única promoción de escritores a la que por aproximación generacional pudiera adscribírsele. Pero el escritor alcoyano, que ya había iniciado su carrera literaria en prosa lejos de los temas e intereses del 27, comenzó a forjar su marbete de poeta-isla con el que a veces se le ha etiquetado. Luego llegó la guerra civil, durante la que publicó varios libros, entre los que destacan Misteriosa presencia (1936), de marcado contenido homoerótico y cuyos sonetos probablemente influyeron de manera decisiva en los Sonetos del amor oscuro de García Lorca; y Candente horror, del mismo año, con su sesgo surrealista, tan a propósito para la barbarie de la contienda cainita. El exilio en México alargó su silencio, sólo atenuado por las colaboraciones en revistas como Taller, al socaire de Octavio Paz y, eso sí, por la memorable publicación de Las ilusiones (1944) en Argentina, seguramente su mejor libro de poemas. En 1947 vuelve a España para cuidar de su madre, lo que acentuó su ostracismo: algunos intelectuales republicanos le reprochan su abdicación y los del otro bando le recuerdan su pasado rojo, secretario como fue en Valencia del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrada en 1937. El régimen, por otro lado, le impone su mutismo editorial, lo que no impide que Gil-Albert siga escribiendo, aunque sin publicar, salvo algunas pequeñas ediciones de corto recorrido a veces costeadas por él mismo. Es en 1972 cuando se produce el gran hito en la carrera literaria de Gil-Albert al publicar en Ocnos una antología de toda su obra poética diseñada por el propio autor, Fuentes de la constancia. El libro espolea el reconocimiento del poeta, que cuenta ya con 68 años, y entonces se produce una vorágine editorial que recupera su obra silenciada en los años del franquismo, efervescencia que no siempre le ayudó, pues la publicación de hasta 10 títulos en tan solo un año, como si a Gil-Albert le pudiera la ansiedad de ver publicadas en vida todas sus obras, fue contraproducente en lo refereido a la recepción de la crítica literaria o a las reseñas en prensa, a las que se les acomoda mejor el análisis paulatino y sosegado de las obras con márgenes razonables de tiempo entre las distintas publicaciones. Otra piedra en el camino.
Admirador de Valle-Inclán, Gabriel Miró, Azorín, Proust y Gide, la prosa de Gil-Albert, muchas veces mejor ponderada por la crítica que su poesía, es de un preciosismo estilístico de auténtica orfebrería. Defensor del ocio productivo, vindicador de una suerte de hedonismo espiritualizante, pero comprometido en su sensibilidad filantrópica con el hombre sufriente, heredero de la cultura greco-latina, de la que se siente hijo y habitante, y defensor de un europeísmo que aspira a lo universal, trascendiendo el terruño, siempre querido, de su Alcoy natal (algo de lo que debieran tomar nota quienes quieren arrogarse su figura con fines espurios de carácter nacionalista), Gil-Albert es una figura aún por descubrir que tiene que regalarnos todavía momentos literarios muy felices. El Congreso Internacional celebrado estos días en Alicante y Alcoy, codirigido por José Ferrándiz, José Carlos Rovira y Eva Valero, que ha reunido a lo más granado de los estudiosos sobre el escritor alcoyano, debe constituirse en la espoleta definitiva para una recuperación que es ya casi un imperativo moral.

lunes, 1 de abril de 2019

440. Calados hasta los huesos



Es lo que tiene la lluvia fina, que parece que no moja hasta que descubrimos que estamos empapados de su húmeda melancolía, como aquel inolvidable orballo de Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos. Algo así es la escritura de Luis Landero, una lluvia mansa y paciente de palabras que en su último libro acaba por calarnos hasta los huesos en medio de esta intemperie que es, a veces, la vida.
Con el objeto de reunir de nuevo a toda la familia y restañar viejas heridas, Gabriel intenta organizar un reencuentro alrededor del cumpleaños de su madre. Su buena intención pronto halla los primeros obstáculos cuando, ante la perspectiva de coincidir todos juntos, se reabren antiguas tensiones, imperdonados rencores y terribles secretos que habían permanecido hasta entonces en barbecho.
Una de las primeras impresiones que tuve al leer Lluvia fina (Tusquets), fue la de su fácil traslación al género teatral. Y no sólo porque la última novela de Landero sea una de sus obras más dialogadas, sino porque en su estructura se activan con sorprendente naturalidad determinados resortes dramatúrgicos que la hacen perfectamente permeable a su adaptación a las tablas. Es cierto que cuando se establecen esos diálogos, uno está deseando reencontrarse con el Landero narrativo, más reconocible para sus lectores leales, pero las treguas dialógicas no sólo no menoscaban la incuestionable calidad de la novela sino que la enriquecen, al dejar que los personajes configuren ellos mismos sus rasgos personales mediante sus propias intervenciones, matizando con sus respectivas formas de hablar las marcas de su carácter y ayudando a desbrozar las oscuridades que esconde la maleza de la trama. En ese sentido es magnífico el dominio de los registros de los personajes, que consigue individualizarlos y hacerlos creíbles, especialmente, el usado con Andrea, de la que Landero parece reírse a veces, con su cursi y trasnochada grandilocuencia victimista extraída de las letras de heavy metal a la que es aficionada. 
Especialmente relevante es el personaje de Aurora. Si en otras obras de Landero, el protagonismo recae sobre el que cuenta (recordemos, por ejemplo, las historias de la abuela Francisca en El balcón en invierno), aquí cobra importancia capital la figura del escuchante. Aurora atiende, merced a su capacidad para escuchar, las miserias que le explica el resto de personajes, trata de no juzgar, de ser equidistante, de generar una atmósfera conciliadora, de comprenderlos. A Aurora, en cambio, nadie le pregunta cómo está.
Dos ideas jalonan continuamente la trama de Lluvia fina: que las historias no son nunca inocentes; y que el pasado es, casi siempre, una reelaboración más o menos artificiosa e interesada de la memoria. Efectivamente, despojadas de su naturaleza adánica, las palabras sustituyen sus dientes de leche por los colmillos maliciosos que buscan su carnaza. Y respecto al pasado, éste entronca con el concepto de la verdad, tan voluble y sospechoso, y con la siempre importante en Landero noción de oralidad, cuya idealización en obras anteriores, al calor de las consejas y de las maravillosas fábulas, se degrada aquí ante la incertidumbre tendenciosa de las diferentes versiones que dan los personajes de sus historias y que convierte un fenómeno literario hermoso –el de la misma oralidad, con su vida en variantes, siempre enriquecedoras– en una perversión de ese mismo acervo. Y así, la lluvia fina de las palabras es aguacero inmisericorde que se vierte desde los nubarrones del corazón.

lunes, 25 de marzo de 2019

439. Leer a la luz de las velas



Un forzoso apagón eléctrico me obligó hace unas semanas a cumplir uno de los fetiches más deseados desde siempre en mi relación con la lectura: leer a la luz de unas velas. Que en pleno siglo XXI, en la era del libro electrónico, uno pretenda quedarse ciego alumbrado sólo por el pabilo zozobrante de una candela, puede parecer, cuanto menos, extravagante, pero es que la otra alternativa –renunciar a la lectura esa noche– era del todo inaceptable. Y puestos a buscar soluciones tecnológicas –ayudarse de la luz del móvil o acoplarse en la frente, a modo de minero ilustrado, esas linternas para lectores clandestinos–, pues qué quieren que les diga, prefiero la calidez natural de la llama, que, puestos a hacer el ridículo, más se me acomoda un donquijote estrábico que un polifemo espeleólogo. Y que no, narices, que yo tenía allí la posibilidad de ver realizado mi viejo capricho y así sería y así fue.
El libro a la luz de una vela parece más libro. Como si el fuego ceremoniase el culto a su antigüedad venerable. Al chisporroteo de la cera se une el sonido delicado de las páginas que pasan y hay en ese armónico concierto una vindicación de la Naturaleza donde se aunasen los cuatro elementos primigenios, como si el libro se erigiera en el compendio perfecto de aquel arjé de los filósofos presocráticos que trataban de explicar la molécula fundacional del universo. Y así, el libro es fuego bañado por su luz ambarina; y es aire, el del vuelo de sus páginas, como un aliento demiúrgico que insuflase de vida futura a las palabras; y es la tierra que recuerda el origen vegetal del papel; y es el agua de una lágrima furtiva o el de la saliva con que humedecen los dedos la página esquiva. Imposible esa comunión con las esencias sin la tutela propiciatoria de esa vela y su llama ritual. ¿Y no fue Heráclito quien dijo que el origen del universo estaba en el fuego y en el logos?
La llama se cimbrea sobre su palmatoria como una salomé vestida de crepúsculo y su danza de azafrán sobre la página contagia a las palabras, que parecen bailar, también ellas, en el papel, contoneándose con la lenta lubricidad de la resina que supura de sus secos significantes, con la morosa epifanía de la miel que rebosa del panal de las letras, para decir más, mucho más de lo que muestran panal y tronco. La cera se consume y se apelmaza en el platillo, como si el lector purgase en aquel sedimento el veneno de sus desventuras y adversidades purificadas en la unión chamánica del libro, el fuego y su catarsis. La habitación se llena de sombras que trepan por las paredes y el techo. Los objetos de la estancia geminan en esos adláteres espectrales que reclaman su carta de naturaleza más allá de la limitación de sus contornos, de la caducidad de sus materiales, de la arbitrariedad de sus nombres. Así también el lector. El cuerpo de ese hombre que ahora lee, ese despreciable conglomerado de carne, humores y células que sujeta un libro, trasciende por mor del fuego y su promesa de eternidad, a esa figura gigantesca, colosal, etérea,  proyectada en el techo, esa silueta desprendida, libre, el tamaño de cuya alma soberana no cabe entre las cuatro paredes de la habitación, aún menos entre las lindes de aquel pobre cuerpo, y crece y crece y crece avivada por la llama de la vela y ya no hay nada de aquel hombre en su cama, todo él es esa sombra jubilosa que se extiende sobre el techo, la sombra más cierta que ese hombre que ya no existe, de ese hombre que hace un rato leía a la luz de una vela.

lunes, 18 de marzo de 2019

438. De oportunismos y linchamientos



Ante la polémica surgida a raíz del premio Biblioteca Breve de Seix Barral, otorgado este año a Elvira Sastre, confieso que mi posicionamiento puede resultar ambiguo o incluso contradictorio. Sobre todo, no me encuentro cómodo entre los que han aprovechado la controversia para entregarse a la despiadada lapidación de autora, libro y editorial con esa malsana inquina que suele brotar de aquellos que no saben gestionar  las frustraciones de sus propios fracasos y aspiraciones literarios. Igual que también me disgustan los dictámenes adversos vertidos sobre la obra de la escritora segoviana sin que quienes los emiten se hayan tomado siquiera la molestia de leer la novela, prejuzgándola aun sin tener elementos de valor con que formular tales veredictos, como si, desde la supuesta autoridad de un elitismo altivo y mal entendido, se diera por sentado que la obra de Sastre tiene necesariamente que incluirse entre la bazofia que consumen los lectores adocenados. Que lo mismo es que sí, pero, hombre, leamos al menos la novela para hablar con conocimiento de causa.
Empezaba mi reflexión afirmando que mi posicionamiento ante este debate puede llegar a ser incoherente y confuso. Me explico. Yo no voy a leer el libro de Elvira Sastre. Y no lo voy a hacer porque creo que no comulga con mi credo literario. ¿Incurro en los prejuicios que hace un momento reprochaba a otros? Claro que sí. Con la salvedad de que yo me he empapado de decenas de reseñas antes de escribir estas líneas y que esas reseñas proceden de personas mesuradas, juiciosas, razonables, inteligentes, objetivas, que analizan las obras con temperamento constructivo y sistema. Al igual que uno tiene sus escritores favoritos, también uno tiene a sus críticos preferidos y de confianza. ¿Son sus opiniones dogma de fe para mí? No, pero casi. Y, sobre todo, me sirven de filtro para no leerlo todo, a salvo de los cantos de sirena de la mercadotecnia. La vida es breve y hay que saber seleccionar. Por eso no voy a leer a Elvira Sastre. Por eso y porque no hace falta ser muy inteligente para saber que el Premio Biblioteca Breve ha sucumbido al oportunismo mercantilista más atroz, al albur del predicamento del que la autora goza en el nuevo orden del éxito literario: no la calidad de sus escritos sino los seguidores que atesore en las redes sociales. Pero de esto no tiene culpa Elvira Sastre. Ella ha sabido granjearse su celebridad con sus propias armas, le ha ido bien y Seix Barral ha ido a buscarla. Tampoco podemos demonizar su literatura. Se puede divergir de ella pero hay un tipo de consumidor que la demanda y su presencia es legítima. Más difícil es el papelón de Seix Barral, que tendrá que explicar por qué un certamen de su solera, con una nómina de autores premiados que representan lo mejor de nuestra tradición literaria, decide menoscabar así su prestigio y, sobre todo, acabar con una idea sagrada de literatura que corre serio peligro de extinción si no fuera por el esfuerzo heroico de las editoriales independientes. Tampoco Elvira Sastre puede sentirse víctima de un linchamiento. Ella sabía lo que hacía cuando aceptó el premio. Porque no seamos ingenuos: Elvira Sastre no ha ganado un premio, se lo han ofrecido. Así que ahora tendrá que cargar con los vilipendios que le lluevan de todas partes. Era el precio a pagar y ella lo sabía, aunque a mí no me gusten los linchamientos. Aun así, el trabajo de la escritura me merece tanto respeto que, como Cansinos Assens, pienso que no hay obra mala que no pueda albergar algo bueno. La pena es que, cuando el Biblioteca Breve lo ganaba gente como Juan Marsé, no había que buscar los buenos pasajes. Todo el libro lo era. Lo sabíamos por la elevación de espíritu que producía su lectura, no por el número de likes en Instagram.

lunes, 11 de marzo de 2019

437. 'Apocalypse Now' cumple 40 años



Cuentan que durante un viaje en avión cayó en las manos de Francis Ford Coppola la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y que, tras su lectura, el director americano supo enseguida que el argumento de aquel libro iba a inspirar su siguiente película. El capricho de las efemérides ha querido que ambos, película y libro, celebren este año sendos aniversarios redondos, de esos que gustan a los amantes de las fechas y que a mí me regala el pretexto perfecto para hablar de lo que me apetece, sorteando los imperativos de la prensa y su servidumbre a la actualidad, mediante este subterfugio de los cumpleaños. Pues sí,  Apocalypse now cumple 40 años y El corazón de las tinieblas, 120. Y ya legitimado por la obligada tiranía de las coyunturas, hablemos ahora de lo que verdaderamente importa.
El corazón de las tinieblas es uno de esos pocos libros de los que uno no logra salir nunca. Inspirada en los viajes africanos de Conrad, narra la expedición de Charlie Marlow remontando el río Congo con la misión de encontrar al misterioso comerciante Kurtz, que se ha granjeado las envidias de sus colegas por su éxito en el acopio de marfil y que hace años que no sale de la estación que dirige. Durante el viaje, la figura mítica de Kurtz irá engrandeciéndose merced a los comentarios que de él hacen quienes lo han conocido hasta transformarlo poco menos que en un tótem para idólatras. Cuando logra alcanzar la estación de Kurtz, Marlow descubre que aquel se ha convertido en el líder de la comunidad negra que le asiste, que lo trata como a un dios, y que parece haber perdido todo vínculo con los patrones que rigen la civilidad de su origen europeo. Lo fascinante de la novela de Conrad reside en el paulatino poder que ejerce la jungla sobre sus personajes, que acaban siendo fagocitados por el misterio telúrico de la Naturaleza en su sentido más primigenio, ejerciendo en ellos una involución o una regresión hacia las esencias de su animalidad o de su origen ontológico, conduciéndolos al misterio de ser desde la raíz misma de la vida. También Marlow experimenta esa llamada atávica conforme se adentra en las profundidades del continente africano pero es Kurtz quien ha sucumbido enteramente a la comunión radical con el arcano que todo lo explica. Es ese crescendo el que subyuga en cada página. Por eso en la versión cinematográfica, en concreto en la versión extendida que Coppola presentó en Cannes en 2001, creo que sobra la escena de la guarnición francesa, con su vida acomodaticia y civilizada, que es un anticlímax contraproducente en el ritmo creciente hacia el tuétano de la barbarie. Por lo demás, la película de Coppola es una excelente versión del libro, transportada a la guerra de Vietnam, respetando con todas las licencias que se quieran (geniales las excentricidades del coronel Kilgore con un Robert Duvall en estado de gracia) los temas de Conrad, como los abusos del colonialismo, entre otros. Pero es, sobre todo, la atmósfera apocalíptica que da título a la película, las tinieblas que dan título al libro, donde parece que el principio de todo se funde esquizofrénicamente con el final de todo, lo que produce ese efecto narcótico que impide separarse de la pantalla durante 3 horas y también del libro, que puede leerse del tirón, porque la selva, como en aquella Vorágine de José Eustasio Rivera o como la infinita pampa en Don Segundo Sombra, de Güiraldes, o como la Comala de Pedro Páramo, no nos suelta nunca. Quizás porque sabemos que en esos territorios se halla, tal vez, la verdad de lo que somos más allá de lo que somos.

lunes, 4 de marzo de 2019

436. Machado de usar y tirar



En el prólogo a la primera parte del Quijote, Cervantes critica, con su ironía y elegancia habituales, la costumbre de preñar los pórticos de las obras literarias con citas doctas y recónditas que mejor legitimasen la indudable autoridad y la naturaleza sapiencial del impostado prologuista. Y todo ello sin que el prócer de turno hubiera leído, claro está, a ninguno de los autores y libros que exhibe en su brillante retahíla de erudición. Más de cuatro centurias después, esa ostentación de cultura hecha de pastiches recogidos aquí y allá, adoptados de oídas y sin asomo de haberse cotejado con ninguna de sus fuentes, continúa enviciando ese prurito de intelectualidad de pacotilla con que algunos pretenden reivindicar su inteligencia como cosmético de su espantosa mediocridad. El ágora de Internet –nunca la palabra “ágora” se había degradado tanto– ha contribuido de manera colosal a extender la pandemia del listo ignorante, pues basta con preguntarle al tótem googleico por alguna frase que venga pintiparada a la ingeniosa apostilla de un frívolo debate en las redes sociales, para hallar todo un filón de expresiones sentenciosas, proverbiales y categóricas, con que adornarse de cara a la galería.
Hace unos meses cientos de usuarios de Facebook y de Whatsapp nos felicitaban el año nuevo con el noble deseo de cambiar el mundo, y citaban para ello un supuesto pasaje del Quijote donde el caballero le dice a Sancho: “cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía, sino justicia”. Si logran ustedes encontrar la cita en alguna parte del libro cervantino avisen  a Francisco Rico para la oportuna revisión filológica porque lo mismo han descubierto una variante desconocida. Es esa ambición de parecer lo que no se es lo que ha hecho incurrir a nuestro guapo presidente del Gobierno (o al negro que le ha escrito el libro) en la tan traída confusión entre Fray Luis de León y San Juan de la Cruz al respecto de la célebre frase que el inmortal agustino supuestamente pronunciase al ser restituido en su cátedra de la Universidad de Salamanca tras casi un lustro en prisión.
Nuestros políticos son muy dados a citar a literatos en sus discursos para disimular su lamentable oratoria. Juanma Moreno se atrevió en su investidura nada menos que con Virgilio, al que seguro que ha leído en incontables ocasiones y, por supuesto, con Lorca y Machado. A este último lo han exprimido hasta la saciedad, quizás porque su modelo irreprochable tiene la virtud de encajar en todos los maniqueísmos que los políticos diseñan de acuerdo a su molde ideológico, de tal modo que desde VOX como a IU, pasando por los independentistas, todos sacan tajada de su figura incontestable. Y ahí están las fotos en su tumba de Colliure, en la que todos quieren salir, carroñeros ya hasta de la memoria de los muertos. De todos los que salen en la foto, seguro que el cien por cien ha leído Campos de Castilla. Ya… Eso no fue un homenaje, fue un escrache. Por cierto, que faltaba Puigdemont. Para aclararle, más que nada, qué significa la palabra “exiliado”.
Y claro, cuando ya se produce este mangoneo con figuras intocables como Fray Luis, San Juan de la Cruz, Lorca o Machado, al amante de la Literatura ya se le empieza a revolver el estómago porque ya nos están manoseando algo muy nuestro y muy querido y muy sagrado. Y uno se indigna y se apunta también a eso de las citas. Y así, uno puede soltar aquello de: “Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta”. Aún no he escuchado a nuestros políticos citar a don Benito Pérez Galdós.

lunes, 25 de febrero de 2019

435. Pasión a flor de Juan



El día que murió Lucio Battisti, me lo dijo él mismo. Aquel 9 de septiembre de 1998 –más de 20 años ha corrido ya el calendario–, andaba yo deambulando por el dial de aquella vieja radio que habían comprado mis padres en Andorra, cuando todavía los españoles tenían por costumbre adquirir tecnología más barata en el Principado, y todas las emisoras no hacían más que repetir Il mio canto libero, la famosa canción del cantante italiano. Un pálpito me dijo entonces que algo andaba mal. Así que, para confirmar mis sospechas, aguardé a que empezase Flor de pasión, el veterano programa musical de Radio 3 y, tras la sintonía inicial, allí estaba la voz rota de Juan de Pablos, anunciando entre sollozos la muerte del poeta de Poggio Bustone, a quien esa noche el locutor cacereño iba a dedicarle un monográfico prácticamente improvisado como homenaje. Casi un año después, volvería a escuchar a Juan destrozado por la muerte de Dusty Springfield, una de sus cantantes más queridas, en un programa sobrecogedor para sus fieles oyentes, en el que Juan de Pablos apenas podía articular palabra y donde podían sucederse eternos silencios sin que el radioyente supiera ya a qué atenerse al otro lado de las ondas. Ese es Juan de Pablos. La pasión, la emoción y la autenticidad por encima de todo protocolo radiofónico. ¿Hay, acaso, anomalía mayor en un programa de radio que el mutismo? La radio es, por su propia naturaleza, el medio que menos puede prestarse a los vacíos de silencio; estos causan enorme extrañeza en el oyente, que se siente, de pronto, abandonado en el abismo de las ondas. Pero con Juan de Pablos los silencios eran siempre significativos y sus oyentes devotos acabaron normalizándolos, diríase que incluso los acompañaban con el aliento contenido; en las noches de Flor de pasión el dial era un enorme silencio compartido entre las miles de almas que respetaban el tiempo que Juan necesitase para recobrarse de quién sabe qué recuerdos, de quién sabe qué demonios personales. Y nos alegrábamos sinceramente cuando, de pronto, se venía arriba y un tema lo resucitaba de los taludes de su depresión. A cambio de esta complicidad, Juan nos regalaba su sabia selección nocturna. Nunca podré agradecerle lo suficiente el haberme dado a conocer a cantantes como France Gall o Françoise Hardy que, por una cuestión generacional, quizás nunca habría descubierto. Había madrugadas en que me quedaba dormido escuchando el programa, y dejaba grabando el casete. A la mañana siguiente, rebobinaba la cinta y descubría los tesoros nocturnos que había cazado y yo me imaginaba que aquellas canciones insólitas habían sido rescatadas desde alguna extraña y fabulosa región de mis sueños merced al ejercicio de chamanismo de Juan. Algunas de esas rarezas no he podido recuperarlas más que en aquellos casetes que grabé. Por ejemplo, una pieza instrumental titulada Andorra, que a día de hoy, en la era de Internet, donde casi toda la información está a nuestro alcance, soy incapaz de encontrar.
La semana pasada, Juan de Pablos anunció que se jubilaba a sus 71 años. Con él se va también Flor de pasión, programa nacido en 1979. Era inevitable: Juan y Flor de pasión son una misma cosa. Añoraremos su selección musical, que forma parte de la educación sentimental de mucha gente de diferentes generaciones, pero también su frágil sensibilidad y la honestidad emocional de aquellas madrugadas cómplices. El tema de cierre, Azzurro, de Adriano Celentano, como el de inicio, el Attends ou va t’en en versión de France Gall, son ya himnos por mor de Juan de Pablos. También su mítica frase de despedida tras cada programa, la única manera posible de cerrar esta humilde semblanza de su persona: “Forza, saluti a tutti, bacioni, auguri, in bocca al lupo, arrivederci e a presto pino!

lunes, 18 de febrero de 2019

434. Puro Shakespeare



Uno de los mayores méritos que puede distinguir a una compañía teatral es la de hacer reconocible la esencia del dramaturgo al que representa. Las obras teatrales pueden adaptarse a los nuevos tiempos, cambiar la escenografía, el vestuario y hasta rayar en la iconoclasia, pero si el espectador es incapaz de percibir el alma del original, es mejor no hablar de versión o de adaptación, sino de otra obra nueva. Con Shakespeare, quienes mejor consiguen ese propósito son los propios británicos en todos los órdenes artísticos. Aún recuerdo maravillado la adaptación cinematográfica que de Macbeth hizo Justin Kurzel en 2015, por nombrar sólo una de las últimas reverenciales manifestaciones artísticas que se han hecho sobre el inmortal autor de Sratford. Ahora, la celebrada y veterana Compañía Atalaya está de gira por España paseando por las tablas al rey Lear, y esa alianza con el espíritu de Shakespeare se produce en sus representaciones con tan inextricable comunión, que parece resucitada telúricamente del polvo indeleble de sus palabras. Los claroscuros de la escenografía, la atmósfera neblinosa, la reformulación majestuosa del coro, tan caro a Shakespeare, con sus cánticos atávicos (¿en griego?); los movimientos acompasados de los actores, como movidos sus hilos por el caprichoso titiritero del fatum; la cadencia casi silábica de la dicción, con sus efectistas pausas a mitad del sintagma, todo contribuye a captar la inquietante sustancia de las tragedias shakesperianas. Y todo ello, y esto lo digo yo, en uno de los textos que menos me han conmovido del autor de Hamlet, por muy pesada que se ponga la crítica especializada en incluir El rey Lear en la famosa tríada de las obras cumbre de Shakespeare. Ni las motivaciones del rey me convencen ni hallo una exploración verosímil en las pasiones humanas que se ponen en solfa; los personajes me parecen maniqueos (y no hay excusa en su vocación alegórica) y la pérdida de la cordura de algunos me parece algo pueril. Sí me parece interesante la degradación del rey hasta su animalización como metáfora de la destrucción del orden establecido (la pérdida del cariño de sus hijas y su traición) pero me parece todo insuficiente para colocar El rey Lear entre las mejores obras de Shakespeare. Y, sin embargo, la Compañía Atalaya obra el milagro de revertir la insatisfacción que produce la lectura de la obra y convertirla en una maravilla, colocando el texto y el argumento al servicio del mejor Shakespeare, como si fuera el mismo Shakespeare quien, reconociendo sus defectos, remendara sobre las tablas las hilachas sueltas. O, en otras palabras, realizando un montaje a la altura del genio inglés, superando los defectos del propio genio. Hasta el final, algo abrupto e insustancial en el original, es modificado por una coda del bufón (que, en realidad se recupera de una intervención de éste en otra escena del texto), subsanando con ese remate, la escasa contundencia del final shakespeariano. Muy notable la actuación de Carmen Gallardo como rey Lear, que nos convence de que los héroes masculinos de la tragedia pueden alcanzar grandes cotas en la interpretación de una mujer (acordémonos de Blanca Portillo como Segismundo) y, sobresalientes las intervenciones de Lidia Mauduit como bufón, cuya dicción y movimientos espasmódicos tan bien casan con la función oracular de sus misteriosas y proféticas palabras. Para enmendarle la plana a Shakespeare hay que ser un gran conocedor suyo. Lo otro sería osado sacrilegio. A la Compañía Atalaya, que lleva ya 36 años sobre la escena, se le nota el oficio. Su versión de El rey Lear mejora a un Shakespeare despistado. Lo redime y lo convierte en puro Shakespeare.