lunes, 19 de abril de 2021

527. Registrar la belleza

 


La noticia pasó casi desapercibida. El torero Miguel Ángel Perera quiso registrar una de sus faenas como obra protegida por la propiedad intelectual. Al desestimarse su petición, interpuso en vano varias quejas, primero ante el Juzgado n.º 1 de lo Mercantil de Badajoz y después ante la Audiencia Provincial. Ahora es el Supremo el que ratifica ambas sentencias. Entre las razones del alto tribunal para rechazar la petición del torero destaca aquella que afirma la imposibilidad de evaluar con precisión y objetividad qué parte de su actuación puede ser considerada una creación artística original, «más allá del sentimiento que transmite a quienes la presencien, por la belleza de las formas generadas en ese contexto dramático». Al torero, que había comparado la naturaleza de su faena con la de las coreografías –que sí pueden incluirse en dicho registro– el tribunal le recuerda que el toreo es diferente, pues «la creación intelectual atribuible al torero, a su talento creativo personal, estaría en la interpretación del toro que le ha correspondido en suerte, en la que, además de la singularidad de ese toro, influiría mucho la inspiración y el estado anímico del torero».

Aunque la petición del torero me pareció, al principio, una ocurrencia peregrina, después no he podido dejar de sentir hacia él una íntima solidaridad, sobre todo cuando he leído las razones de la sentencia recogida por la prensa. Porque cuando un escritor registra en la Propiedad Intelectual su libro, ¿acaso cree el juez que el autor no ha estado condicionado, él también, por el toro que le ha correspondido en suerte y por su inspiración y estado anímico? ¿Y quién es el toro en literatura? Pues los personajes, sin duda, que le retan y acometen, que escarban la arena o hacen extraños, que hocican o se humillan, que reculan o rematan, y todo ello desde la soberana verdad de su condición de entes de ficción. Y así es que la lidia del escritor con sus personajes resulta impredecible y hasta estos pueden rebelarse de su condición de criatura imaginada, como aquel Augusto que se enfrentara a Unamuno en Niebla («Niebla», qué gran nombre para un toro). De manera que aquel libro que registra el autor en las oficinas de la Propiedad Intelectual podría haber sido otro muy distinto si los personajes hubieran sido también otros o si el escritor hubiera usado el capote o la espada de matar en un arrebato de «la inspiración y el estado anímico» que el juez usa para desacreditar la petición del torero.

No obstante, si al diestro le puede servir de consuelo, yo le diría: ¿para qué registrar la belleza? Para aquella gloriosa tarde de toros grabada a fuego en la retina de los aficionados que acudieron a la plaza, ¿hace falta un papel que la constate? ¿O vive mejor entre las palabras emocionadas de quienes transmiten la memoria de aquella jornada hasta hacerla legendaria? Y, a la postre, la belleza no es de nadie. En España, la ley fija 70 años desde la muerte de un escritor para que su obra pase a ser patrimonio de todos. Leal la belleza a su creador, le guarda por decoro un largo luto de siete décadas, pero luego se emancipa y vuela libre de tasas y cánones. La belleza no se registra. La belleza, simplemente, sucede.

lunes, 12 de abril de 2021

526. Yo también he estado en Comala

 


Son muchas las ciudades míticas que forman una especial geografía literaria por la que podemos viajar a través de las páginas de las obras en las que han sido construidas. Uno de estos lugares es Comala, un subyugante espacio en el que Juan Rulfo nos sumerge de lleno con su novela Pedro Páramo (1955), que se inscribe dentro de los límites del llamado realismo mágico y que forma parte del canon de obras imprescindibles de la literatura universal. La última muestra de su vigencia es la adaptación teatral que ha preparado Pau Miró y que dirige Mario Gas. Un proyecto que, a priori, se presenta como muy arriesgado pues no es fácil llevar a las tablas una obra tan compleja. Sin embargo, Miró y Gas han salido airosos de este reto dramatúrgico. El carácter fragmentario de la novela, su inexactitud temporal y sus saltos en el tiempo, lejos de constituir escollos insalvables, facilitan la creación de las diferentes escenas que forman un espectáculo teatral cuyo resultado final es brillante.

Todo el peso interpretativo recae en dos actores magníficos: Pablo Derqui y Vicky Peña, quienes hacen un trabajo digno de encomio pues infunden vida a un extenso ramillete de personajes. Únicamente con su voz – el trabajo de ventriloquía de Peña es excelente- y con mínimos cambios de atrezo, se meten en la piel de una veintena de personajes que el espectador identifica fácilmente, sin perderse por ese dédalo de relatos y de situaciones que transitan entre la vida y la muerte y que acaban confluyendo en el personaje de Pedro Páramo.

Mario Gas ha declarado que su objetivo es “que el público se sienta en mitad de un bosque de noche, alrededor de una hoguera, mientras alguien le cuenta una historia”. En cuanto Derqui aparece en escena y pronuncia las primeras palabras de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, la llamada cuarta pared se rompe y el espectador se convierte en un habitante más de Comala. Nuestras referencias espacio-temporales desaparecen y nos hallamos en ese inquietante lugar en el que transcurre la acción. Respiramos la tristeza de Comala y somos –también nosotros un muerto más– destinatarios de los relatos que los diferentes personajes le cuentan al hijo de Dolores. La narración oral, las palabras sustentan el peso de la acción con un respeto máximo al texto original y permite reconocer el estilo de Rulfo en todo momento. Estas historias relatadas por seres fantasmagóricos, misteriosos, marcados por el sufrimiento, sirven para dibujar el perfil de Pedro Páramo. Así, gracias a la palabra descubre Juan Preciado que su progenitor es un ser déspota, malvado, tirano e injusto que ha condicionado negativamente la vida de Comala, un lugar muerto en el que solo quedan voces grises, lamentos ahogados, recuerdos dolorosos de seres que vagan en una especie de limbo que acaba engullendo también a Preciado. El único rasgo que humaniza a Pedro Páramo es el amor que siente por Susana San Juan, pero no le ayuda a redimirse sino que acentúa su nivel de maldad cuando ella pierde la vida.

La puesta en escena es sencilla pero muy efectista. Unas paredes grises, hojas secas en el suelo, un par de escaleras móviles, algunas sillas desvencijadas y una pantalla en la que se proyectan imágenes que contribuyen a crear la angustiante atmósfera de Comala. No hace falta nada más porque lo importante, como ya se ha señalado, es la palabra. Con estos elementos, los actores nos regalan escenas impactantes como la asfixia de Juan Preciado, el genial diálogo entre él y Dorotea en la tumba,  la ira de Pedro Páramo cuando el pueblo festeja mientras él entierra a Susana San Juan o su muerte a manos de su hijo Abundio.  

En definitiva, la adaptación teatral de Pedro Páramo corrobora la máxima de que “menos es más”. Bastan dos buenos intérpretes y un texto fiel al original, muy bien trabajado, con escenas perfectamente hilvanadas que dibujan un patrón exacto de ese “rencor vivo” que ha pasado a la memoria colectiva de la literatura, para que los espectadores podamos afirmar que nosotros también hemos estado en Comala.

lunes, 5 de abril de 2021

525. Bernarda, cara de leoparda

 


Con esta frase se rebela María Josefa, la madre de Bernarda Alba, contra el encierro en que su hija la tiene y, por extensión, contra el encierro de sus cinco nietas, en edades casaderas, tras decretar Bernarda los ocho años de luto tras la muerte de su segundo marido. Pero nunca tuvo tan fácil María Josefa su insubordinación como en la última versión de la obra de Lorca, dirigida por José Carlos Plaza, y cuyo estreno nacional se produjo hace apenas una semana. Porque nunca antes tampoco se había encontrado María Josefa con una Bernarda tan floja y desvaída como esta que representa Consuelo Trujillo. Señora María Josefa, así no tiene mérito; así nos atrevemos todos: Bernarda, cara de moscarda; Bernarda, cara de avutarda. ¿Lo ve? Y nos quedamos tan panchos, sin miedo a la reacción autoritaria del inolvidable personaje lorquiano. Y es que la Bernarda Alba de este último montaje es un mero sucedáneo del que imaginase Federico. Ni el timbre de su voz se enseñorea tiránico entre las paredes de la casa; ni su presencia, casi frágil, acogota la voluntad de sus hijas; ni el bastón resulta amenazante entre sus manos dubitativas. Hay, además, una suerte de exhibicionismo de la autoridad que resulta impostado, sobre todo cuando la actriz, tras su enésima demostración de despotismo, dibuja una sonrisa sardónica más propia de los risibles y maniqueos villanos de los dibujos animados que de quien se siente depositario de una jerarquía familiar que se pierde en el tiempo. La autoridad no se exhibe: simplemente se tiene. El culmen del despropósito es esa escena final en la que Bernarda pide silencio a sus hijas tras el suicidio de Adela y que Consuelo Trujillo emite en un hilo de voz con la pretensión simbólica, imaginamos, de hacer presente el silencio en una secuencia declinante supuestamente efectista que ignora los signos de exclamación que Lorca dejó bien claros en su manuscrito, justamente porque el poeta granadino quiso colocar el clímax en el remate de todo ese crescendo insostenible y desbordante con que se ha ido preparando la tragedia final.

El resto del montaje no le va a la zaga. Poncia, representada por Rosario Pardo, es quizás el personaje más inspirado, aunque hay momentos rayanos en lo histriónico. Tampoco Adela (Marina Salas) acaba de hacer estallar sobre las tablas la pulpa de su juventud ansiosa de vida, y solo hacia al final, cuando le arrebata a Bernarda su bastón, parece reivindicar algo de nervio interpretativo. El resto del reparto se acomoda a la insulsez general a excepción de María Josefa (Luisa Gavasa) cuyo papel maneja con acierto.

A la obra le falta también algo de ritmo. Hay silencios que no acaban de llenar el escenario. El silencio debe ser un personaje más, debe hacer notar su losa; en lugar de eso, los silencios parecen vacíos interpretativos, desconexiones que desconciertan al espectador o lo exasperan. Otras escenas, en cambio, se exceden en su propósito, como el momento en que se oye, extramuros, las canciones de los segadores, y las hijas, excitadas por las voces de los hombres y por la intención erótica de sus romances, comienzan a masturbarse. No es mojigatería ni incomodidad: es que resulta ridícula la ultrainterpretación del motivo lorquiano.

Tampoco la escenografía acierta. Si en las acotaciones, Lorca dejó muy clara su voluntad de que las paredes fueran «blanquísimas» como símbolo de la virginidad que allí se protege y como contraste cromático con los vestidos enlutados, aquí los muros semejan una suerte de frescos pompeyanos decolorados no sé con qué finalidad. Debieran también las actrices levantar algo la voz. Si a mí, en la fila 7, ya me costaba oírlas bien, no quiero pensar qué oirían en la fila 15 o en el anfiteatro. No ayudaba tampoco, el solapamiento de registros sonoros pregrabados, como en la escena del linchamiento de la hija de la Librada, donde no se puede oír la defensa, tan importante en la obra, que hace Adela de la libertad de la malaventurada. Hubo también errores en algunos parlamentos y olvidos muy evidentes.

Así pues, no hubo catarsis lorquiana. Porque si Bernarda tiene cara de leoparda, ésta ni muerde ni espanta los corazones.

lunes, 29 de marzo de 2021

524. Landero quintaesenciado



 

Creo que Luis Landero se ha ganado el derecho de escribir un libro como El huerto de Emerson. Si la literatura de Landero representa, antes que cualquier otra cosa, el fluir natural de la escritura, el mecerse en las palabras sin otro propósito que dejarse llevar por su muelle tibieza, viajar al territorio de la evocación y de la nostalgia, transitar hechizados por los vagos intersticios de la memoria en la hipnosis del fraseo, paladear cada hallazgo del lenguaje, su elegante cortejo al idioma, si todo eso y mucho más significa Luis Landero, entonces El huerto de Emerson es el alambique donde se han quintaesenciado 32 años de labor literaria. ¿Y qué se ha quedado en la tela del cedazo? Pues el argumento. Él mismo lo confiesa al inicio del libro: «Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco». El argumento es el peaje por el que hay que pasar para la vertebración de un libro. Las editoriales lo exigen y también cierto tipo de lector. Pero es probablemente lo que menos le importe a Landero cuando escribe y, tal vez, lo que menos les importe a sus lectores incondicionales. No es nada nuevo. Landero ya lleva tiempo diciéndonoslo de forma velada en todos sus libros, pero ya se ha ganado liberarse de ese lastre: las cartas están boca arriba, las cartas que siempre presumimos, y sus lectores aceptamos su invitación. Así que, querido Luis, llévanos de la mano donde tú quieras, conversa con nosotros hasta la madrugada, toma el paso del baile y haznos girar a tu antojo en tu vals de palabras. Y así nos hablarás de tu vocación por la lentitud, la soledad y la concentración; del asombro y extrañamiento ante el mundo que hay en la mirada del niño que aún conservas. Nos contarás las lecturas que te han marcado y abandonarás el frío academicismo profesoral para hacernos vívidamente humanas algunas escenas, como aquella maravillosa del Lazarillo y el escudero o las evocaciones eróticas de Faulkner en El villorrio o Santuario, en Los pasos perdidos de Carpentier o en la conmoción del señor Bloom cuando mira a Gerty en el Ulises de Joyce: primorosas écfrasis que justamente consiguen lo que cualquier profesor desearía: seducir a sus alumnos a la lectura. Porque aunque el conocimiento de manual es necesario, nunca será comparable al poso que los libros dejan en el constructo espiritual de quien los lee: «¿qué podría decir yo sobre [el] pensamiento [de Adorno]? Cosas sueltas, medio anecdóticas […] Y sin embargo sé que sin Adorno yo no sería el que soy ahora». Nos hablarás de la importancia de la oralidad, de su magia, del arrobo de sus escuchantes. De tu vocación sedentaria y, paradójicamente, de todos tus viajes de la mano de los libros. Y, justamente, nos harás viajar también en el tiempo, como en aquella sugestiva estampa del siglo XVII. Y, claro, nos evocarás algunos episodios de tu vida, tan imbricados siempre con la literatura, como aquella delicia melancólica y amarga del capítulo de Pache o aquella otra, divertidísima, que confronta el temperamento de mujeres y hombres; o tu anecdotario personal: tu suplantación como profesor de francés, tu trabajo gris en una revista financiera donde se marchitaba la poesía. O esa portentosa «Plegaria», que es, en realidad, una poética literaria, llena de consejos impagables para los que aspiramos a parecernos remotamente como escritores a tu ejemplo. Y cerraremos el libro y aún resonará tu voz y el caleidoscopio de imágenes, que son más bien sensaciones, heredadas de tus palabras. También tú, querido Luis, un poso en nuestros corazones agradecidos, sin necesidad de trama argumental.


lunes, 22 de marzo de 2021

523. 'Yo escribo la noche'


 

Defender que el último libro de Pilar Blanco constituye su obra más personal es una afirmación rayana en la perogrullada, más aún si hablamos de poesía. Quién puede negar a estas alturas que el género poético es el cauce por donde mejor circula el caudal de todas las turbulencias individuales. Pero con ser cierto eso, también lo es que en Yo escribo la noche (Chamán), la poeta de Bembibre parece ceñirse con mayor explicitud a unas circunstancias vitales, cuya concreción aleja a este libro de algunas de sus obras precedentes donde temas como el anhelo de trascendencia, la vocación de altura y la nostalgia de absolutos otorgaban a aquellos libros un carácter más universalista. Efectivamente, Yo escribo la noche es el relato real de un amor luminoso, de su posterior pérdida y su consecuente devastación y, finalmente, del intento de reconstrucción desde los añicos, la cicatriz y la esperanza.

El libro se divide en tres secciones. La primera se titula «Ello», que es una deturpación deliberada del pronombre «Él», trasunto del amor fallido, y cuya transformación en pronombre neutro parece castigar al referente desposeyéndolo de su carta de naturaleza. En esta primera sección, el amor correspondido ilumina los versos hasta hacerlos arder, no escatimando un glorioso erotismo cuando hace falta. El amor es entonces ese «ser en el otro» que con resabios a Pedro Salinas aparece en el poema «El don de la mirada», o el refugio ante la intemperie y el desvalimiento de la vida: «Ato a ti mi orfandad y protejo la tuya». En definitiva, un desensimismamiento «para ser otro, para dejar de ser», en la alteridad. En este amor jubiloso cobra especial importancia el lenguaje como ontología amatoria: «así el amor: / dos lenguas que construyen un lenguaje». Cuando llegue el desamor, la poeta tendrá que «ir[se] a vivir a otro lenguaje / que infilitrar[se] en
la piel de otro alfabeto». Un desamor que ya se anuncia mediada la sección, con la luctuosa enumeración de despojos en el poema «De donde huyó la luz» o con la vida al ralentí, solamente sujeta por la inercia de los días en una cotidianidad cuyos automatismos evitan el suicidio (léase el impresionante «Todo mirando»).

El segundo bloque se titula «–S–», solitario morfema residual de un «Ellos» calcinado. La noche, que en la primera sección había sido un espacio propiciatorio, a la manera de San Juan de la Cruz («entramos en la noche como en el cuerpo amado»), se torna ahora el tiempo del insomnio y las tribulaciones sin fin: «Noche abierta de perros que no ofrece salidas» y que «aguarda el martilleo de los pájaros / para cernirse en luz». Los versos se llenan de nostalgia, «corazón de ámbar sobre una mano huida», una búsqueda de físuras donde «no hay un hueco que abrace», y los amantes son seres abisales de «membranas y branquias, viscosidad y fango», tan lejos de los «seres alados que [antaño] se henchían de oxígeno y altura». Hay en toda la sección una lucha entre la desazón y la asunción de la pena: la poeta sostiene el candil de su noche, aplaza el suicido cuando el amanecer la unge de vida y amputa «el rincón del cerebro donde hincan su garra los sentimientos», y lo hace sola, rechazando la conmiseración, «pues nadie se calienta en la intemperie ajena», o con la ayuda de la poesía, que es, no obstante, un dios ciego a quien la poeta ora en el último poema de la sección.

La última parte, supone un intento de autoafirmación. El título, en ese sentido, no puede ser más significativo: «Ella». Así, el poema de reminiscencias cortazarianas, «Siempre la Maga» o el precioso homenaje a las mujeres poetas. La poesía también llega en su auxilio, con dos poemas que son dos hermosas poéticas sobre la defensa de la belleza o sobre el carácter supurante de los versos. Y aunque el pugilato entre la tristeza y la esperanza jalonan parte de la sección, es esta última la que parece imponerse: «la cicuta de esperanza» cuando llega la primavera; o el amanecer retenido en el cuenco de las manos que la vivifica: «lenguaje de mis venas, no te has ido». El poema «Porque es ceniza y arde» constituye un balance vital que transita desde la primera inocencia donde el mundo está por estrenar, pasando por las frustraciones y los adioses para acabar regresando a la luz: «El viaje cumplido en su raigal misterio». Y el consuelo final: «Muere solo lo que ha vivido».

A Mari Carmen Díaz, que ya escribe la noche.

lunes, 15 de marzo de 2021

522. Escritura y humildad

 


El otro día felicité a un buen amigo por su reciente candidatura a unos premios literarios. Me dio las gracias y me dijo que lo importante de los premios son las puertas que se abren, las nuevas oportunidades que brindan para que el trabajo del escritor siga teniendo un recorrido editorial y, por tanto, una visibilidad. Y que esa visibilidad no busca el reconocimiento ni los focos, sino que es una visibilidad altruista, la de quien comparte amorosamente un don para hacer partícipes a los demás de un momento de belleza, porque la belleza hay que compartirla, no se la puede guardar uno egoístamente para su disfrute privado. Que lo de menos es el éxito, «el éxito lo enmierda todo», me dijo. De entre los aspirantes seleccionados para el premio fue el único que no aireó la noticia. No la compartió en redes sociales, no descorchó botellas de vino ni dedicó una sola palabra a su merecida condición de finalista. Yo tal vez sí lo habría hecho. Él no.

La conversación me hizo pensar en la difícil relación que existe entre el ejercicio de la escritura y el cultivo de la humildad. Supongo que debe de resultar difícil no envanecerse. El escritor insufla vida (aunque sea vida literaria) a sus personajes, es un creador, un demiurgo, un pequeño dios, y lo hace (o debiera) con el prurito de la belleza, esa aspiración a la que solamente a unos pocos les está permitido acariciar –que no poseer– con la yema de los dedos. Supongo que la vanidad en el artista es perdonable, quizás no tanto las ínfulas, pero sí la vanidad y el orgullo. Y, sin embargo, no creo que exista en el mundo un oficio en el que sea más necesaria la humildad que en el de la escritura. Basta con mirar atrás y recorrer la nómina de los que nos precedieron en el arte de escribir para sentirnos empequeñecidos por su magisterio insuperable. No es complejo de inferioridad (que también), porque es verdad que el escritor debe soltar ese lastre de que haya existido Cervantes antes que él y debe afirmar su propia personalidad y valor literarios. Pero pretender uno creerse alguien en medio de aquellos gigantes es pensar en lo excusado.

Qué voy a decir yo de mi escuetísima carrerita literaria. Dos novelas no dan derecho ni a medio mililitro de agua en la fuente del Parnaso. Pero es que aunque las musas me otorgaran la gracia de seguir publicando una novela tras otra, creo sinceramente que con cada una de ellas se harían más hondos la timidez y el recato. Solo con pensar que alguien ha decidido desembolsar los 18 o 20€ que vale tu novela; con imaginar que tu libro va a formar parte de la intimidad de un hogar, que va a acompañar al lector en sus sagradas horas de asueto, que reposará tal vez en el regazo del lector vencido por el sueño en su cama (ojalá no por el tedio de la novela), que formará parte de uno de los regalos con quien alguien obsequiará a otra persona por su cumpleaños o por el aniversario de bodas; con pensar que la historia pueda interpelarle y removerle en lo más hondo y entrar, pues, como el hereje, en el sagrario de su conciencia, pensar todo eso, digo, supone para mí una responsabilidad tan abrumadora que, con cada nuevo libro dado a la imprenta, no puedo más que pedir perdón. Es por eso que lo paso tan mal en las inevitables labores de promoción. Desconfío del exhibicionismo pero debo participar en él. Detesto las estrategias de la mercadotecnia pero uno se debe a la editorial que apostó por tu libro. Y en esa dicotomía del escritor recóndito que solo quiso redimirse en su obra y en la poca belleza que pudo alcanzar con ella, y el escritor social que debe airear su nominación al premio equis, se libra una batalla casi moral. Qué bueno si los libros pudieran caminaran solos. Qué bueno si el autor desapareciera y quedasen solamente sus palabras. Qué mundo más hermoso el de los libros sin escritores.

lunes, 1 de marzo de 2021

521. 'Loción de lengua'



Recordaba hace unos días el maestro Ramón García Mateos, a propósito de su reciente retiro profesional, que la tercera acepción de la palabra «jubilación» recogida en el diccionario de la Real Academia reza lo siguiente: «Viva alegría, júbilo». Solamente desde ese significado del término pueden explicarse obras como la que acaba de publicar el poeta Juan Ramón Torregrosa con la editorial malagueña EDA Libros. Porque Loción de lengua es un gozoso festín filológico que quiere poner el broche a los más de treinta años que el escritor guardamarenco ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura. Liberados al fin de los corsés académicos y curriculares que imponen los planes de estudio, pareciera que la gramática, la lexicografía, la fonética, la morfología, la literatura, la retórica, la pragmática y, en fin, todas aquellas disciplinas que integran la asignatura de Lengua, se lanzasen de repente, ebrias de libertad, a la vacación y a la jarana, y con esa misma disposición las recibe el lector, igual que recibiera el pueblo a los victoriosos ejércitos de don Carnal en aquel memorable capítulo del Arcipreste.

El libro se divide en cuatro secciones. La primera, titulada «Juego de espejos», la forman estampas, guiños y reformulaciones de grandes clásicos literarios y pasajes bíblicos. A mi entender, en algunos de estos relatos sobra en los remates la solución explícita del «enigma» literario que el cuadro propone, justamente porque, a la manera del Romancero, la excelente sugestión narrativa se basta a sí misma. Me gustó mucho la redención que Torregrosa regala a Calisto, no solo por salvarlo de la muerte prematura sino por la reparación que se le hace del castigo paródico al que lo sometió Rojas. Cuando lean el relato me entenderán. La sección tiene el encanto de permitir reconocernos en el bagaje lector que cada cual atesora, además de ser un precioso homenaje a los clásicos.

La segunda parte se titula «Ejercicios de retórica» y en ella Torregrosa despliega todo su ingenio para regalarnos originales artefactos donde los conceptos retóricos, desterrados en los planes de estudio a su condición de mero catálogo, se erigen aquí soberanos y se independizan de su servidumbre para ser, ellos mismos, protagonistas de la composición. Especial agudeza alcanza el tramo final de esta sección, cuando aparecen los poemas, donde el autor demuestra los años de oficio y pericia para darle una vuelta de tuerca a los juegos conceptuales o violentar la métrica, como en el «Soneto al revés» al que luego endereza con un estrambote a modo de dos tercetos que devuelven el orden a la composición. Solo es un ejemplo de tantos. Una gozada, al alcance solo de quien se ha manejado toda su vida con las intimidades y vericuetos de la poesía.

Para el tercer bloque, los «Gramaticuentos» nos sirve lo dicho anteriormente, con la salvedad de que aquí los protagonistas tienen que ver con juegos ortográficos o gramaticales. Y termina el libro con las «Etopeyas, homonimias y otros artefactos verbales», pequeñas píldoras de ingenio con su punto canalla y guasón.

Con una prosa clasicista, de corte cervantino, sobre todo en los relatos; con humor, sátira política, malabares lingüísticos, retos intelectuales y mucho amor por el idioma y su literatura, Loción de lengua es un tesoro de contento, un pasatiempo luminoso y tremendamente adictivo que se lee a carcajada limpia y con sana envidia: la que suscita la admiración por alguien que baila con el lenguaje con la destreza de un Fred Astaire filológico lleno de sabiduría y experiencia.


lunes, 22 de febrero de 2021

520. Decálogo del buen crítico literario

 


Sin ánimo de sentar cátedra, he aquí las 10 condiciones que todo buen crítico literario debiera reunir para la dignificación de su tarea:

1) LIBERTAD. El crítico literario debiera reseñar solamente aquellas obras que le dicte su insobornable independencia. Las reseñas por encargo o las presiones del mercado, tan frecuentes en muchos medios, solo producirán críticas deshonestas que edulcorarán el valor literario de las obras para cumplir con el compromiso a que obligan esas coacciones espurias. El lector no es bobo y, si en el cotejo de la reseña con el libro en cuestión descubre el jabón, no volverá a creer nunca más en nosotros.  

2) TIEMPO. El tiempo que va a dedicar el crítico literario a realizar su reseña nunca será tanto como el que el escritor ha invertido en la creación de su obra. Correspondámosle, al menos, con una lectura atenta y evitemos las urgencias: anotemos, subrayemos, releamos, buceemos por las claves del libro, interpretemos con profundidad y rigor, evitemos las generalidades vacías o las burdas reformulaciones de las contraportadas. Respetemos su labor, en definitiva.

3) DESINTERÉS. No reseñemos por interés. No queramos agradar a la editorial de turno para que en el futuro nos publique nuestro proyecto de libro que descansa ahora en el cajón. No busquemos el do ut des con el escritor al que halagamos para recibir luego de él otra crítica laudatoria que pague el peaje del anterior favor. Esta endogamia perjudica la credibilidad de las reseñas y convierte la crítica literaria en un cortijo donde siempre se habla de los mismos.

4) BONDAD. No me resisto a reproducir a Cansinos-Assens: «En la obra ajena, -dice Cansinos-, entra [el crítico] lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté oculta en el cáliz de la araucaria, la sacará a la luz y la festejará». Nada se consigue con hacer sangre de un libro, más allá de pergeñarse vanidosamente la fama del crítico duro. Si un libro no es bueno, basta con no reseñarlo.

5) DISIDENCIA. Otra cosa, sin embargo, es cuando un mal libro recibe toda clase de encomios desde la prensa oficialista e interesada. Entonces es obligación del crítico independiente poner las cosas en su sitio.

6) ESTILO. Evitemos el frío academicismo, a no ser que el medio donde publiquemos la reseña exija cierto rigor ensayístico. En publicaciones no especializadas y en la prensa generalista conviene convertir las reseñas en un género literario más: ameno, pulcro, preciosista, elegante. Literario.

7) DISCRECIÓN. Pero el protagonista de la reseña es el libro y solamente el libro. Evitemos el escaparate de la crítica literaria para el lucimiento personal, a la manera en que determinados periodistas tratan de imponer su personaje a la noticia misma. En lo posible, desaparezcamos de las reseñas.

8) BAGAJE. Solo un amplio bagaje de lecturas autorizará al crítico en sus juicios de valor. El bagaje lector educa el gusto y ayuda a discernir el arte de la ramplonería.

9) CREATIVIDAD. No es obligatorio ser escritor para realizar buenas críticas. Pero convendremos que quien conoce desde dentro los resortes de la creación hablará con conocimiento de causa. «Quien lo probó lo sabe», que decía Lope.

10) HUMILDAD. El crítico debe aceptar la discrepancia respecto a sus juicios de valor. Nadie tiene la verdad absoluta, aunque hay ciertas constantes en el arte que son indiscutibles. No obstante, no debe habitar en el inmovilismo. Debe estar abierto a otras interpretaciones y debe tratar de comprenderlas e incluso de rectificar las suyas a la luz de otros juicios más lúcidos que el suyo. El crítico es solo un servidor.

lunes, 15 de febrero de 2021

519. Literatura de la víscera




La pandemia ha provocado que volvamos a poner el foco en el cuerpo, en la biología, en la fisiología. Nos hemos familiarizado con un vocabulario recurrente que conforma la isotopía de nuestra realidad y así hablamos de mutaciones microbiológicas, de sistemas inmunológicos, de antígenos, de patologías previas, de células, de coronavirus, de contagio, de disneas, de febrícula, de morbilidad y de otros tantos términos que hemos incorporado a nuestro lenguaje cotidiano y cuyo inventario detengo ahora por pura hipocondría, pues no puedo dejar de sentir cierta aprensión al verlos así enumerados, unos renglones más arriba, como dispuestos sus significantes a provocar una septicemia lexicográfica y a acabar infectando también ellos la belleza del lenguaje.

Cuando la cruda realidad se impone con sus argumentos de enfermedad y muerte, el lenguaje no está para florituras ni filosofías. Debo discrepar de aquel ingenioso diálogo que mantienen Babieca y Rocinante en el soneto que cierra el prólogo de la primera parte del Quijote. En él, el caballo del Cid le espeta al viejo jamelgo: «Metafísico estáis», a lo que Rocinante responde: «es que no como». Yo creo que justamente la necesidad del hambre, al igual que la amenaza de una enfermedad o la conmoción de una guerra, de lo que menos precisa es de ponerse uno metafísico. Ya lo dice la cita latina: «primum vivere, deinde philosophari» o su versión análoga de andar por casa que reza que no se puede filosofar con el estómago vacío.

Por eso me pregunto qué tipo de literatura nos deparará la experiencia pandémica. Y si esa focalización en el cuerpo traerá una literatura de la víscera que ponga en solfa la realidad de fluidos y humores que somos, ahora que estamos redescubriendo nuestra materialidad más inerme y finita. No sería, desde luego, nada nuevo. El Naturalismo de Zola o de Blasco Ibáñez ya cargaron las tintas sobre la enfermedad y el deterioro físico con la brocha gruesa de sus crudas descripciones. Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, vive tan intensamente su tuberculosis y su conciencia fisiológica que llega a adorar la radiografía de su amada Claudia Chauchat: el amor reducido a unas costillas y unos pulmones, la irónica degradación de la manida idea que defiende que la belleza está en el interior. También recuerdo la obscenidad del cuerpo en las novelas del japonés Kenzaburō Ōe. Y más recientemente Sergio del Molino nos ha hablado de su psoriasis en La piel; Gabriela Ponce, de la resistencia del cuerpo contra el propio cuerpo en la novela de muy significativo y menstrual título Sanguínea; Rosa Montero había titulado La carne a su novela sobre el deterioro de la vejez; Andrés Neuman recorre con ingenio los intersticios del cuerpo en las estampas irónicas, denunciadoras y reivindicativas de su Anatomía sensible; la literatura de Mónica Ojeda es víscera ella misma y su prosa estomagante entronca con el arcano de la primera célula. Y tantos otros que no cito por no resultar prolijo. Si todos ellos escribieron ya estas obras antes de la pandemia, ¿cómo no exacerbar ese itinerario de la carne tras la terrible constatación de nuestra lucha por la vida en guerra abierta con la vida misma?


lunes, 8 de febrero de 2021

518. ¡Es ficción, idiotas!

 


La cosa es muy sencilla. Imaginemos que un historiador o un prestigioso analista político me reprochase ahora la expresión con que he decidido encabezar el presente artículo. Quizás me afeara mi decisión aduciendo que el título es una burda manipulación, que no se ajusta al verdadero origen de la locución, que la he adulterado zafiamente. Después luciría su sapiencia explicando que la expresión de marras, en realidad, formó parte de la campaña electoral del equipo de Bill Clinton cuando James Carville decidió contrarrestar el prestigio de George Bush padre, basado en su exitosa política exterior, colocando carteles con mensajes que pusieran el foco en las necesidades reales de los ciudadanos norteamericanos. Y que entre estos carteles uno rezaba: «the economy, stupid». Y que la frase se hizo tan popular que hay quien piensa que fue el espíritu de su contenido el que hizo ganar las elecciones a Clinton. ¡Bravo, señor historiador o analista político! Ya nos ha quedado clara su excelsa erudición.

Al señor historiador o al ana-listo político, sin embargo, no se les ha ocurrido pensar que la adulteración de la expresión responda quizás a una decisión deliberada y que este pobre articulista de provincias solamente haya querido echar mano de la metáfora, de la captatio benevolentiae y hasta del guiño cómplice dirigido precisamente a los que saben perfectamente el origen de la expresión. En definitiva, tan atentos han estado a la salvaguarda de la fidelidad a los hechos históricos, que se han olvidado de que existe algo llamado creatividad.

Viene todo este largo preámbulo motivado por la lapidación que han sufrido los guionistas de la serie El Cid, creada y codirigida por Luis Arranz y José Velasco. Atentos a las minucias históricas, todos estos talibanes del rigor han arremetido contra la serie pensando que quizás estaban ante un tratado de Historia y no ante una serie de ficción. Los juglares del Cantar de Mio Cid también cometieron varias inexactitudes históricas. El Cid fue desterrado tres veces y en el Cantar solamente una; las hijas del Cid no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, ni fueron violadas en ningún robledal de Corpes; no existió ningún rey moro llamado Búcar; el conde de Barcelona fue apresado por el Cid dos veces y no una, etcétera. Y, sin embargo, nadie se ha rasgado las vestiduras por estos errores, antes bien, se ha aplaudido la creatividad del juglar que en aras de lo que le convenía a la estructura del poema, ha reducido el número de destierros o ha convertido una posible rivalidad nacida por las lindes de unas tierras en una cuestión de honor mediante el capítulo de la afrenta de Corpes. Seguramente los juglares ya ni recordaban las circunstancias reales de lo que narraban pero eso no actuó en menoscabo de nuestro primer monumento literario. Otra cosa es que las prosificaciones cronísticas dieran crédito a los cantares de los juglares. Eso sí es reprochable: los cronistas sí son, a su manera, historiadores. Los juglares son, en cambio, artistas.

Luego llegó el Romancero y con él el famoso silencio de Sancho ante el lecho de muerte de su padre; y se sugirieron los amores incestuosos de Urraca y Alfonso; el carácter manipulador de esta y la sospecha de su connivencia con el inexistente traidor de Zamora en la muerte de Sancho; y el enamoramiento de Urraca con el Cid; y la legendaria jura de Santa Gadea donde el Cid hizo jurar al futuro rey Alfonso que no había tomado parte en la muerte de su hermano; y en la victoria del Cid una vez muerto, que acrecentó la leyenda. Todo mentira. Pero todo lleno de verdad literaria. De todo eso hay en la serie de televisión, a poco que uno conozca algo las fuentes literarias. En la factura técnica ya no entro. Nada es reprochable en la ficción, salvo la verosimilitud, que no es lo mismo que la veracidad. En las series históricas debe cuidarse esta última evitando anacronismos flagrantes pero no hasta el punto de arruinar un hallazgo creativo interesante o el filón de una tradición apócrifa. Porque, con el permiso de Carville: ¡es ficción, idiotas!