lunes, 24 de abril de 2023

605. Es el futuro

 


Uno de los aspectos que más admiro de la literatura de Marta Sanz es su radical e insobornable independencia respecto a los temas y propuestas estilísticas. Marta Sanz levanta barricadas contra la ramplonería literaria y lo hace sin complejos ni autocensuras apelando, cómplice, al bagaje cultural de sus lectores, que es una de las formas más respetuosas con que cuenta un escritor para dirigirse a ellos. Su última novela, Persianas metálicas bajan de golpe, es un claro ejemplo de lo que decimos. Cada pocas líneas, el lector se topa con un guiño literario, musical, cinematográfico o de otro orden resuelto con humor o ironía o simbólica pertinencia o por el simple gusto del homenaje; y cada pocos renglones, hallamos también el trallazo estilístico, la sorpresa auspiciada por el lenguaje mismo. Nada hay de prurito pedantesco en esta profusión de referencias culturales, pues en ese espacio distópico llamado Land in Blue que la autora ha creado en su novela, la acumulación de alusiones más o menos veladas a la cultura parecen querer contribuir a la confusión de voces espectrales en un mundo en descomposición donde esos referentes se nos presentan como pecios a la deriva en mitad del piélago tecnológico.

El nuevo libro de Marta Sanz, que se inicia con el tópico del manuscrito encontrado, nos sitúa en un mundo regido tiránicamente por el «ingeniero jefe», compuesto socialmente por una suerte de gerontocracia donde los niños, casi extinguidos desde la victoria de los antivacunas, son especímenes en peligro y donde los jóvenes colman los asilos. En Land in Blue no hay bibliotecas o los autores clásicos han sido atrozmente reformulados; han triunfado los terraplanistas, y los horóscopos tienen más trascendencia que la biología o la física. Los jardines están poblados de flores violetas letárgicas, cuyos estambres anestesian la memoria de los ciudadanos. Estos viven asistidos por drones, que controlan incluso los pensamientos y que, solo a veces, les permiten «conservar un pequeño margen de triste autonomía». La ciudadanía recibe consignas repetitivas en eslóganes de burbujas y aquella se siente cómoda «con las repeticiones y los runrunes. Con el ruido de fondo de los generadores, los medios de comunicación y los aparatos de aire acondicionado». O con el opiáceo de las series de televisión. Porque «olvidar y repetir son acciones básicas para la supervivencia». El Subestrato lo habita, sin embargo, la aristocracia, que dispone de cascos protectores de pensamiento, y donde se hallan los Siete Jorobados (genial, el guiño a la novela de Emilio Carrere). Y en mitad de este mundo deshumanizado, se narra la historia de una tragedia familiar, de cuyos detalles se nos va dando cuenta con inteligente dosificación a lo largo del libro.

Toda la novela está imbuida de una tristeza aséptica, de luz de tanatorio, hostil, perturbadora. La mezcla de tradición y vanguardia contribuye a crear un artefacto verdaderamente representativo de la novela moderna. Con unos pocos mimbres, a veces deliberadamente vagos, la autora consigue que habitemos esa ciudad donde parece que la humanidad haya quedado reducida a los accesos de piedad de los drones. Y lo más desasosegante: que con el pasar de las páginas vayamos reconociendo los pormenores de esa distopía en nuestro propio tiempo. Como si Marta Sanz, a la manera de Valle-Inclán, hubiera querido colocar ante los espejos cóncavos del Callejón del Gato el mundo en que vivimos y que la distorsión grotesca resultante se nos antojase mucho más real que la supuesta distopía. Las persianas metálicas bajan de golpe. Es el futuro.

lunes, 10 de abril de 2023

604. El éxito literario

 


La semana pasada volvió a hacerse viral un antiguo tuit en el que una escritora debutante mostraba su desazón porque a la presentación de su libro no había acudido absolutamente nadie. La anécdota ha servido para avivar el debate sobre la idea del éxito literario. Habrá quien defienda que el éxito literario es vender muchos libros, llenar librerías y auditorios, salir en los periódicos o que te entreviste Óscar López en Página 2. Y tendrá razón quien así argumente porque no cabe duda de que todos esos detalles dan cuenta objetiva de un éxito. Lo que no tengo claro es de que se trate de un éxito literario o, al menos, no en todos los casos. Que un escritor atesore decenas de miles de lectores puede ser indicativo de muchas cosas, pero no necesariamente de calidad literaria. Han podido contribuir a la estadística el oportunismo comercial al servicio de un tema de moda o una propuesta literaria eficaz por su enorme asequibilidad para una gran mayoría de personas. Sin embargo, el tipo de lectores y la calidad de los mismos puede tener un valor más importante que el número. Una forma de éxito literario es aquella en la que un libro atrae a lectores exigentes, experimentados, con un amplísimo bagaje de lecturas complejas y extraordinarias. Son los lectores que después de probar la carne de Kobe ya no pueden ir al McDonald’s. Y estos lectores siempre serán mucho menores en número, no por una vanidosa y mal entendida cuestión de elitismo cultural, sino por una realidad que obedece a una lógica bien fácil de entender: el esfuerzo intelectual siempre es inversamente proporcional en las estadísticas a la comodidad de una lectura meramente pasiva o facilona. Esto no significa que haya que caer en esa dicotomía nuevamente elitista que distingue entre buena y mala literatura. Todo es literatura. Y, en cualquier caso, ya me parece un mérito que un libro despierte en alguien el interés por la lectura, necesitados como estamos de incrementar en nuestra sociedad esa saludable actividad. Pero sí es cierto que existe otra literatura que trasciende su mera naturaleza mercantil, otra literatura que no es un producto de consumo que se olvida al día siguiente, sino que permanece en nosotros para siempre, dejando un poso perenne en la construcción espiritual e intelectual que nos constituye, interpelándonos en lo más hondo de lo que somos, y que supera modas y coyunturas porque la asiste una calidad incontestable en el uso del lenguaje (algo más que una prosa notarial) y en la profundidad de sus asuntos. Esto tampoco significa que un libro muy vendido no aúne todas esas virtudes y que no pueda existir una comunión entre el éxito comercial y la calidad de la obra, pero siempre serán felices excepciones. Ahora bien, hay que entender a la escritora del tuit. Todos los escritores desean tener público en las presentaciones y ventas. No seamos hipócritas arrimándonos a la bobada del malditismo. Pero esto es así, sobre todo, porque la literatura es un acto de comunicación y cuando alguien escribe un libro, desea un interlocutor con quien compartir aquello que ha querido contar. Incluso los autores de diarios secretos, meramente confesionales, deben de desear en lo más íntimo que alguien encuentre algún día el diario y pueda ver la luz. Lo demás es palabra que se muere y se pudre. Pero querer hallar el éxito en el número per se es una falacia. Al Premio Nobel que vi, aburrido y solitario tras su caseta, no hace tanto en una Feria del Libro, no creo que le hiciese mucha gracia ver las largas colas ante la caseta adyacente donde firmaba el último yotuber de turno. Pero tampoco ese era su público. Y, a fin de cuentas, el éxito o la derrota en literatura están, sobre todo, delante de un escritorio.

martes, 4 de abril de 2023

603. Tarragona, la patria de Tisbea

 


Ya mediado el acto primero de El burlador de Sevilla, don Juan Tenorio arriba náufrago a las costas de Tarragona. Viene huyendo de Nápoles después de haber burlado a la duquesa Isabela en palacio. Antes de la aparición en escena de don Juan y de su criado Catalinón, escuchamos el monólogo de la bella pescadora Tisbea donde se jacta de no haber nunca sucumbido a la tiranía del amor. Durante su parlamento, pueden rescatarse algunas descripciones muy tangenciales que hacen referencia a Tarragona. Así, el brillo dorado de la arena de sus playas que, con el tiempo, ha dado nombre –Costa Dorada– a la parte del Mediterráneo que nos ha tocado en suerte, así como su grano fino,  parecían ser conocidos ya en la época de Tirso de Molina si atendemos a los versos en que Tisbea dice que en Tarragona «el sol pisa / soñolientas ondas, /alegrando zafiros / las que espantaba sombras, / por la menuda arena, / unas veces aljófar, / y átomos otras veces / del sol, que así le adora». Menciona también la actividad pesquera (Tirseo, Anfriso y Alfredo son pescadores tarraconenses) dando detalles sobre la técnica más común de la faena: «ya con la sutil caña, /que el débil peso dobla / del necio pececillo, / que el mar salado azota, / o ya con la atarraya, / que en sus moradas hondas / prenden  cuantos habitan / aposentos de conchas». La mención a la atarraya –red redonda usada para pescar en los fondos marinos– remite a la pesca artesanal de la época, practicada desde las pequeñas embarcaciones llamadas esquifes, también mencionados en el monólogo de Tisbea. Más adelante, la pescadora presume de despreciar el amor «de cuantos pescadores / con fuego Tarragona / de piratas defienden», clara alusión al azote de la piratería de cuya amenaza se daba aviso con señales luminosas, hechas con fuego, que advertían desde las torres de vigilancia de la presencia de turcos, corsarios o piratas. Algunas de estas torres, como se sabe, aún permanecen diseminadas por varias zonas de nuestras costas, como las que jalonan el término de Vila-seca. Tisbea dice, además, que vive en una humilde choza a la que coronan nidos de tórtolas, lo que demuestra la baja extracción social del gremio. Asimismo, se alude a las fiestas de los pescadores y a sus canciones y se mencionan algunos instrumentos musicales que, metafóricamente, Anfriso utiliza para su frustrado cortejo a Tisbea, como la vihuela o la zampoña, instrumentos que se usarían también en la fiesta que se celebra en la obra de Tirso, aunque esas recreaciones del folklore popular era un tópico literario que vemos también en las Soledades de Góngora, por ejemplo.

Ya en el último acto, el navío de la agraviada Isabela, de camino a Sevilla para casarse con don Juan y reparar así su honor, se detiene también en Tarragona por temor a un temporal y Fabio menciona una torre que corona una playa. Allí se conocen Isabela y Tisbea y aquella conoce por ésta la nueva tropelía de don Juan.

No tenemos en Tarragona una estatua que conmemore la figura de Tisbea, que puso a Tarragona en el mapa literario del siglo XVII como no tenemos tampoco una placa que recuerde dónde se imprimió el Quijote apócrifo de Avellaneda. Hay Regentas en Oviedo y Lazarillos en Salamanca y los raqueros de Pereda en Santander pero aquí cuesta ver esos detalles pequeños que enriquecerían sugestivamente la tradición cultural y literaria de la ciudad. Sería, yo qué sé, una bonita alegoría de la tradición pesquera de nuestra tierra y de la mujer trabajadora y de la dignidad de una mujer deshonrada. Ay, pero Tirso no era catalán.

lunes, 27 de marzo de 2023

602. Profe, ¿y esto para qué sirve?

 


Probablemente, en algún momento de su carrera profesional, todo docente haya recibido por parte de sus alumnos la inevitable pregunta de marras. Especialmente aquellos profesores que imparten asignaturas correspondientes a la rama humanística. No es nada nuevo que un estudiante, llevado de su impaciencia e ímpetu juveniles y, ajeno su espíritu, vivaz y efervescente, a las mieles del recogimiento intelectual, se cuestione la contribución que aporten a su vida práctica el latín o un poema de Góngora. Lo que ya no es tan habitual es que sea el propio sistema educativo el que secunde ese sesgo de inmadurez, que en los alumnos siempre hemos aceptado como algo connatural, pero que resulta alarmante en quienes deben velar por el conocimiento y el rigor en los planes de estudio. Basta con echar un vistazo a algunos postulados de la nueva ley educativa o a sus propuestas evaluadoras para concluir que lo único que les interesa a nuestros legisladores es que los muchachos se desenvuelvan con éxito y pragmatismo durante el desempeño de su vida adulta y laboral. O lo que es lo mismo, aunque esto no se diga explícitamente, que se acoplen al pérfido engranaje del sistema productivo. Hace unos días, en el telediario, un profesor se jactaba de la utilidad de sus cursos sobre formación financiera y uno de los adolescentes entrevistados celebraba que por fin alguien les enseñara cosas de la vida real. Es decir, ganar dinero. Para este alumno, claro, el latín y Góngora no eran cosas de la vida real, sino pertenecientes a alguna suerte de dimensión paralela, onírica e intangible. El descrédito del conocimiento y de la curiosidad per se es el mismo que está detrás del aprendizaje por ámbitos o de la paulatina pérdida de profesores especialistas en su materia. Hace solo unos días, conocíamos la noticia de que a partir del próximo curso, los periodistas podrán impartir clases de Lengua y Literatura en Secundaria. A mí, que soy licenciado en Filología Hispánica, nunca se me ocurriría dar lecciones a nadie sobre Periodismo, pero cualquiera –también los maestros de Primaria y profesores de las llamadas asignaturas afines– podrán dar mejor que yo la Historia de la Literatura Medieval, por ejemplo. Pero el debate es baladí. Porque tampoco es importante si se da o no Literatura Medieval. El Arcipreste de Hita no factura.

La tiranía de la inmediatez y del rédito instantáneo, el imperio de la felicidad cómoda y a toda costa, el desprestigio del sacrificio, han arrumbado el conocimiento a la buhardilla de los trastos viejos. Pero hoy existen más casos de trastornos por depresión que nunca. Nuccio Ordine lo explica maravillosamente en su ensayo La utilidad de lo inútil: «si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad».

¿Saben? A mí, que soy puro lego en formación financiera, también me escuece no saber por qué Christine Lagarde se empeña en subir los tipos de interés para bajar la inflación ni en qué beneficia eso al ciudadano a quien, además de hacerle pagar los alimentos a precio de oro, le suben también la hipoteca. Pero nunca me voy a tirar desde un rascacielos de Wall Street, como hacían en el 29. Con mis libros seré un hipotecado feliz. Y en cualquier caso, si hay que suicidarse, joder, un poco de clase. Háganlo en las aguas del río Ouse o en el de la playa de la Perla, por caminos de algas y de coral, dormidos y vestidos de mar.

lunes, 20 de marzo de 2023

601. Peritos en tempestades

 


Aunque muy conocido en el mundo filológico por el grupo de Sintaxis que desde el año 2015 administra en Facebook (y que cuenta ya con casi veinte mil seguidores), conviene recordar que Alfonso Ruiz de Aguirre es un escritor de larga y fructífera carrera literaria jalonada por numerosos reconocimientos. Su último libro, Recoge tempestades (La Discreta), incluye trece relatos que, como se señala muy acertadamente en la solapilla, coquetean con el realismo sucio americano, el tremendismo español o la literatura fantástica de Borges.

La primera sección del libro, titulada «Apalaches», recoge cuatro relatos ambientados en Norteamérica, cuyos personajes, inmigrantes españoles en su mayoría, desnortados e invisibles, tratan de afirmarse desesperadamente en un territorio hostil donde son ninguneados y en el que corren el riesgo de difuminar los límites de su propia identidad. «Yo necesitaba que alguien me mirara para sentir que seguía siendo, a pesar de todo, una persona», dice la protagonista del primer relato, una mujer que enloquece tras perder a su bebé. Y el niño del tercer relato, huérfano de madre y cuyo padre se emborracha todas las noches, se agarra a las piernas de éste cuando su progenitor se derrumba en el sofá y allí se queda dormido concentrándose en soñar lo mismo que el padre, unos sueños en los que éste no bebe y no lo deja solo en casa. Los relatos de esta primera parte le sirven al autor, además, para denunciar la mentira del «sueño americano» y la situación de la comunidad hispana en EEUU, donde no se sabe distinguir a un español de un mexicano y donde la xenofobia está a la orden del día, como ocurre en el cuento que cierra la sección, en el que un hombre que acude a un club de streptease por primera vez, acaba metido en una trifulca por su condición de español. También se critica una forma de nacionalismo distorsionado: «a los americanos les encanta volver a escribir su historia para imaginarse que todo sucedió como a ellos les gustaría». Meritorias son también las escenas costumbristas de Nueva Orleans, que contrastan con la desolación tras el paso del Katrina del segundo relato.

La segunda parte, titulada «Carabanchel y otros arrabales» insiste en el desamparo de sus personajes. En el relato «Un día inolvidable», un niño del castizo barrio madrileño se niega a obedecer a su padrastro, que quiere trasladar a toda la familia a Morgantown (o a Morgantonio, como la llama el protagonista). El uso del registro infantil, enternecedor por su ingenuidad y muy divertido, le sirve al autor para trazar una parodia del estilo de vida americano y el desarraigo que supone la emigración para un niño. En el relato titulado «Lluvia», un hombre que quiere invertir su escaso dinero en la autopublicación de su novela se da de bruces con la realidad: «Yo hubiera preferido editar mi libro, pero tengo que reconocer que las ventanas aíslan muy bien del ruido y del frío». Es un relato sobre los sueños frustrados y la tiranía de la cotidianidad. Por eso concluye su protagonista: «En la vida, si uno sueña, lo mejor es que sea con algo parecido a lo de los demás […]. Si uno no pacta con sus sueños, sus sueños se lo comen crudo». En «Hazme gemir», una mujer con aires de tragedia lorquiana y obsesionada con tener un nuevo hijo intenta quedarse embarazada de otro hombre al no conseguirlo con su marido. El relato parece parodiar un concepto equivocado sobre la maternidad y bucea en el asunto de las dobles vidas y los secretos ocultos dentro del seno familiar. Completa la sección un cruda estampa que aborda un atentado de ETA.

El libro se cierra con la sección «En otro tiempo, en otro lugar» que incluye dos relatos belicistas, ambientados uno durante la Guerra Civil española y el otro en la guerra de Marruecos, y un precioso relato sobre un embalsamador egipcio en tiempos de los faraones, que es una reflexión sobre el opiáceo de la fe religiosa. Mención aparte merecen los dos microrrelatos que flirtean con el surrealismo y lo paranormal.

Los relatos, imbricados entre sí a través del recurso galdosiano de reutilizar personajes, y con el uso de la autorreferencialidad, como aquella que juega con el título del libro, otorgan una unidad al conjunto, completada por el recuerdo de estos personajes desvalidos que Ruiz Aguirre redime al cobijarlos en el siempre seguro hospicio de la literatura.

lunes, 6 de marzo de 2023

600. Escritores que no leen

 


Hace un tiempo, un alumno me confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo donde el galán confía a un su amigo los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a escribir.

Existe entre la fauna literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector. Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta, encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el virtuosismo de quienes les han precedido.

Escribir es siempre una derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.

lunes, 27 de febrero de 2023

599. Siempre la aurora.



Fernando Villamía ha ganado la 56ª edición de los Premios Literarios Kutxa Ciudad de San Sebastián con su último libro de relatos, Dioses de quince años, publicado por Algaida. A la trayectoria de este vitoriano de trato afabilísimo y natural humilde, cualidad esta última tan poco frecuente en el mundillo literario, la jalonan, sin embargo, numerosos reconocimientos que él se guarda mucho de sacar a la palestra, como son los premios Felipe Trigo y Ciudad de Badajoz o su condición de finalista en el Premio Setenil, el galardón más prestigioso del género cuentístico en España.

Dioses de quince años recoge doce relatos que, entre otras virtudes, respetan el corte clásico del género, con su introducción, su nudo y su desenlace, lo que no deja de ser, en los tiempos que corren, una posición casi revolucionaria. Efectivamente, un poco cansados ya del cuento-estampa o de aquel otro que se aboca a la mera sugestión, y añorantes de una narratividad en desprestigio, se agradecen estos relatos redondos donde el lector puede pisar en algún momento en tierra firme.

Uno de los aspectos más llamativos de los cuentos de Villamía es el estilo, que a mí me resultó emparentada, además de manera muy reconocible, con la prosa de Luis Landero. Hay en el fraseo del autor, en el léxico utilizado, en la construcción sintáctica y en la voluntad estética resuelta en hallazgos líricos muy hermosos, una forma de hacer literatura que yo echaba en falta y que ya solo hallo en escritores de la generación de Villamía.

Otro aspecto que se debe destacar de los cuentos de Dioses de quince años es la maestría de su autor para los inicios. La capacidad de Villamía para, con apenas unas pocas frases, atraer la atención del lector hacia la historia que recién empieza, es una excelente demostración de aquello que los retóricos clásicos llamaban captatio aunque sin necesidad de la benevolentiae, pues esta última brota con naturalidad en el lector y le dispone favorablemente a la lectura. Interesantes son también las referencias culturales que aparecen en todos los cuentos. Su pertinencia, lejos de la impostura pedantesca, es absoluta y se ensamblan con las historias como complementos perfectos que ilustran, con sus ejemplos, las tribulaciones de los protagonistas. Finalmente, el coqueteo con la literatura fantástica, casi en la frontera con lo paranormal verosímil, completan el atractivo de estos cuentos.

Los personajes de Dioses de quince años se duelen en su vulnerabilidad pero es en ese mismo territorio de lo frágil donde reside su grandeza. Un corazón que revienta de amor por el viento; una adolescente con sobrepeso que acepta en bellísimo martirio la humillación de sus compañeros; la redención del arte en la senilidad; el perro que se reconoce en la misteriosa mujer loba; las cartas que envía un niño a su padre fallecido («Querido papá: ahora que te has ido a vivir a la muerte…»); los hilos que unen o que se cortan vengativamente; la obsesión de un fotógrafo por obtener la foto de Dios; el martillo que acaba con el maltrato; una lección de metaliteratura; la complicidad en el silencio; muertos que regresan para un idilio; el misterio del sexo y la necesidad de la niñez. Y, en todos ellos, Aurora, el mismo nombre para personajes distintos, quizás porque en todos ellos triunfa el alborear de la vida después de la larga noche del sufrimiento.


lunes, 20 de febrero de 2023

598. Talleres de escritura

 


No se puede juzgar lo que se desconoce. Y yo no conozco lo que se cuece en esos talleres de escritura que, de un tiempo a esta parte, proliferan por doquier. Pero como el hombre imperfecto que soy, tengo mis prejuicios (infundados o no) sobre las supuestas bondades de su pedagogía. Albergo, eso sí, mucho interés en participar alguna vez como alumno en alguno de ellos porque mi natural optimista en materia cultural (optimista o ingenuo) siempre me impele a pensar que en algo podré enriquecerme. Algunos de los cursos de los que tengo noticia me merecen el mayor de los respetos, sobre todo por la presencia en ellos de escritores a los que admiro. Pero, aun así, me cuesta verles la utilidad. Lo que es seguro es que yo nunca impartiré un taller de escritura. Primero, porque no ostento la relevancia literaria suficiente como para que alguna institución o persona se interese por mis servicios; pero, sobre todo, porque no tendría ni la más remota idea de qué decirles a todos esos escritores o aspirantes a escritores que han depositado sus esperanzas en la palabra oracular del experto. El talento se tiene o no se tiene, pero, desde luego, no se aprende. Sí, uno puede familiarizarse con algunas técnicas. Puede, por ejemplo, resolver problemas habituales como decidir cuál es la mejor voz narrativa; el uso del espacio y del tiempo; trucos más o menos conocidos sobre los inicios y los remates de los capítulos; consejos para evitar las rimas internas, las cacofonías o los lugares comunes; cuestiones de estilo; las posibilidades del género que se cultive; los juegos estructurales y decenas de cosas más. Pero el talento, la chispa de la genialidad y, sin ir tan lejos, las capacidades individuales e intransferibles (por lo inexplicables) del buen escritor no se pueden colocar negro sobre blanco en un corpus teórico. Por no hablar del riesgo de la estandarización a la que se ha referido recientemente y con enorme tino, el escritor Carlos Zanón; esa uniformidad que hace indistinguibles a los miembros de una generación de escritores educados en la idea de gustar a toda costa a miles de lectores y que adoptan sin atisbo de personalidad las tretas de la mercadotecnia. Y en todo caso, dominar toda la teoría de la creación literaria no te hace mejor escritor, igual que a un cantante no lo hace superior sólo el dominio de la voz o de la respiración. Bonnie Tyler no es una gran cantante por su técnica vocal, sino porque es, en esencia, Bonnie Tyler. Los triunfitos educados en la Academia, sin embargo, cantan todos igual. Es lo mismo que le ocurre a esos pintores que dominan su arte hasta la perfección, pero cuyos lienzos no nos transmiten nada más allá de reconocerles el purismo irreprochable de su ejecución. El genio creador –y permítanme la ascendencia romántica del término– es un misterio insondable y está bien que permanezca así. Y pueden ustedes colocar pósits de diferentes colores en un gigantesco panel de corcho o esturrear por el suelo de su cubículo de escritor láminas con los retratos robot de los personajes de su novela en ciernes, preñados de diagramas y esquemas y flechas, que si no irrumpe el pellizco genial de la idea ante su propio asombro, va usted a escribir una cosa muy normalita. La mejor escuela de escritura es la lectura. Ay, rima interna. La mejor escuela de escritura es leer. Y leer mucho. Hoy todo el mundo quiere escribir bien por la vía rápida y sin haber leído un puto libro. Pues, lo siento, pero no hay atajos para escribir algo grande Empaparse del magisterio de autores excelsos, aquellos que han conseguido permanecer en el tiempo porque sus propuestas no estaban diseñadas por la estrategia sino por la autenticidad. Las escuelas de escritura están en las bibliotecas. Sus maestros, alineados en los anaqueles. Y son gratis.

lunes, 13 de febrero de 2023

597. Cuevas de las maravillas

 


Ya el título, tomado de Paul Theraux, es una declaración de intenciones. Rosa Cuadrado nos invita a un viaje por diferentes ciudades europeas para hacer un muy especial estudio cartográfico, nos coge de la mano para trazar junto hermosos mapas literarios que tienen marcados como puntos de interés esos refugios que son las librerías.

Quienes, como yo, sean lectores empedernidos y viajeros infatigables sabrán que el algoritmo «viajar + libros» incluye inevitablemente la variable «librerías». Cómo no visitar, además de los monumentos turísticos de rigor, esas «cuevas de las maravillas», para dar cobijo a las desnortadas almas que a veces somos. Cruzar el umbral de una librería siempre tiene efectos balsámicos.

En cualquier otra parte (Ediciones Menguantes)  no incurre en el error de ser un mero catálogo de librerías ni la aséptica descripción de una guía de viajes al uso. Su autora ha sabido crear un texto sugestivo, con una voz narrativa, perfecta cicerone , que nos descubre historias fascinantes sobre librerías, libreros, autores, hechos históricos, sucesos políticos…

Rosa Cuadrado tiene la capacidad de crear atmósferas envolventes que permiten al lector ver y sentir aquello que está leyendo. Así, paseamos por París con Hemingway, quien nos presenta la icónica Shakespeare and Co., y a su librera Sylvia Beach, madrina del Ulises de Joyce; conocemos la historia de los beaterios belgas, esos centros que acabaron ejerciendo una importante labor social, educativa y sanitaria en época medieval (¿y acaso no son eso también las librerías, lugares de encuentro, de aprendizaje y de sanación a través de la palabra y de la belleza que se esconde en ellos?); nos refugiamos del frío en hermosas librerías-cafeterías en Holanda, en Viena o en Londres y leemos, a través de los ojos de la autora, poemas que ella también leyó en esos lugares, en un bisbiseo a dos voces acompasado por el olor a café, a té humeante, a chocolate caliente y a lignina. Siguiendo los pasos de Pessoa recorremos Lisboa, una ciudad en la que el mar y la saudade invitan a la lectura sosegada en librerías tan icónicas como Bertrand. Nos adentramos en episodios de la historia como la operación Market Garden en la librería de Arnhem; deambulamos por librerías de viejo, por puestos callejeros con libros de segunda mano,  como el del Tío Turgut en  Ankara, que parecen implorar a los posibles compradores una segunda vida en otras manos amorosas; descubrimos que una librería también puede dar cobijo a un árbol, el famoso «eje del mundo» de la librería Dost, símbolo de la conexión entre cielo  y tierra (¿y no son las librerías también lugares de conexión con otras vidas, con  otros mundos, con otros yoes?).

Página a página recorremos la ruta del Ulises en Dublín y peregrinamos por librerías con impresionantes escaleras de caracol, por las más antiguas de las ciudades, por librerías especializadas en todo tipo de literaturas, por las más arriesgadas que han creado su propio sello editorial, convirtiéndose así en adalides de primer orden en la defensa de la cultura, por librerías que son en sí mismas obras de arte, como la Taschen de Milán… Este paseo también nos permite conocer la historia del icónico Grupo de Bloomsbury o a personajes como Aspasia de Mileto, en el último capítulo dedicado a Grecia, un homenaje a la cuna de la cultura europea que no podía faltar.

En cualquier otra parte se puede definir como un libro interdisciplinar por el que desfilan en perfecta simbiosis nombres de escritores, músicos, pintores, escultores… y en el que todo lo descrito forma parte de la experiencia personal de su autora, quien consigue un equilibrio entre la parte informativa y su propia intrahistoria personal. El libro fusiona las cualidades de ambos registros para convertirse, al igual que las librerías que nos descubre, en un «puente de la palabra» que nos hermana a quienes sentimos la necesidad, en ocasiones, de estar en cualquier otra parte, pero con la sempiterna compañía de los libros, «esas pequeñas promesas de felicidad».

lunes, 6 de febrero de 2023

596. La voz de Paco

 


Ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, yo debería estar en un tanatorio de Barcelona. Pero, a veces, la voluntad de querer estar en otro sitio no basta, al igual que tampoco es suficiente la voluntad de seguir viviendo. Eso lo sabía muy bien el corazón de Paco Robles.

Su voz. Oigo continuamente su voz. Desde que el lunes conocí la noticia, es la voz de Paco el recuerdo que más vivamente se me impone, como aquellos ojos desasidos de la rima de Bécquer. Como si Paco fuera ahora solamente su voz. Quizás en esta sugestión tengan algo que ver las jornadas maratonianas al teléfono, cuando Paco y yo corregíamos las pruebas de imprenta de aquella novela mía (aquella novela suya) por la que apostó. Tan cerca entonces, la voz de Paco desde el auricular. Tan cerca. Él proponía cambios, yo concedía, buscábamos juntos alguna alternativa para aquella cláusula subordinada con las que tanto peco. Y, eureka, allí aparecía la fórmula mejor. Luego, un silencio, y el teclado lejano del ordenador. Es Paco, que maqueta. Al cabo, vuelve su voz al teléfono con otro cambio. No hablaba mucho Paco. En las presentaciones de libros, oficiaba el acto protocolario con timidez. Y, después, al terminar la presentación, echaba un pitillo silencioso en la puerta de la librería. No le gustaba el protagonismo. Hablaba cuando había que hablar. Pero entonces: una receta mágica para aquel pasaje que corregíamos; una palabra de aliento en mitad del ruido de afuera (voz-hogar; voz-padre, Paco); un chascarrillo inopinado; una anécdota jugosa y divertida. En las cenas donde se celebraba la puesta de largo de un libro del catálogo en cualquiera de las ciudades de la ruta, Paco miraba callado a los comensales con satisfacción paternal, algo así como en aquel poema de Gil de Biedma, «Amistad a lo largo» («y yo aunque esté callado doy las gracias, /porque hay paz en los cuerpos y en nosotros»). Y el final de la fiesta lo sellaba luego con un abrazo cálido.

En esas míticas rutas, metía en su coche al autor que la editorial promocionaba y se lo llevaba por media España. Paco conducía y Olga, mientras tanto, trabajaba infatigable y vehemente al teléfono con la prensa de la ciudad que los recibiría. Dos profesores de institutos metidos a mecenas de algunas de las nuevas voces más sobresalientes de la literatura reciente. Y Paco conducía.

Con la pérdida de Paco Robles, se va una de las figuras decisivas de la edición en nuestro país. La Historia, que es sabia, reubicará su figura al lugar destinado a los grandes hombres de nuestra crónica literaria. Será con el tiempo, como ocurre siempre con los mitos. Entretanto, su voz seguirá presente en todos y cada uno de los libros del catálogo de Candaya, porque en los libros que escribimos, nuestra voz está mezclada con la suya. Y otro tanto pasará con los libros futuros que escribiremos. ¿Qué diría Paco de esta subordinada? ¿Y de esta rima interna? Y Paco nos asistirá y escribiremos juntos la novela y oiremos a Paco maquetar.

Yo debería, ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, estar en un tanatorio de Barcelona. Pero estoy en mi piso de Alicante, velando a Paco de la única forma que sé, ante un escritorio que se ha quedado, como su dueño, más huérfano de referentes. En este panegírico o lo que quiera que sea esto, escrito torpe y atropelladamente desde la ofuscación del dolor, hay un abrazo grande a Olga y a Miqui. Y también a toda la tribu Candaya, especialmente a sus escritores, a los que hoy no les asisten las palabras, porque no las hay. No temáis, las encontraremos. Dejad que macere el desconsuelo, y ya más lúcidos, oiréis, franca y serena, la voz de Paco.