Somos hijos de nuestro tiempo. Y nuestro tiempo
transita bajo el imperio del hombre digital. También en literatura. A todo
novelista que desee ubicar su trama argumental en el siglo XXI le debe de
costar dios y ayuda sustraerse a las innovaciones tecnológicas que dominan
nuestras vidas y prescindir de todo aquello que se nos ha vuelto cotidiano. Es
como si a Galdós se le pidiese que evitara las calesas en sus novelas. Y, sin
embargo, cada vez entiendo mejor a los escritores que huyen de ésta nuestra era
electrónica, y no porque no les atraiga convertirse en cronistas de una época –la
suya propia–, sino porque la integración de todo ese endemoniado aparato
de novedades digitales en una obra artística les debe de chirriar tanto como
una mala ortografía.
Sólo detenerse en los meros significantes de toda esa
verborrea tecnológica y ya siente uno cómo la libido literaria se va a hacer
puñetas. Chat, whatsapp, twitter, facebook, instagram, wifi…, son palabras
horribles desde el punto de vista estético. O la tiranía de la sigla, donde uno
en lugar de hablar, parece que esté todo el día deletreando, 3g, sms, usb, mp3,
jpg, gps. No digamos si alguno de esos palabrejos mancilla algún verso en un
poema (que los hay).
Pero ya no es sólo por una cuestión de belleza formal.
Es que con las tecnologías se ha perdido por completo el encanto de algunas
novelas, sobre todo de las policíacas. Ya no se investigan los crímenes como
antes, sin ese arrimo constante a lo digital, a la solución fácil, cómoda y
casi sobrenatural de la informática, cuyo ascendente apenas deja margen a la
pericia del investigador. ¿Dónde quedó aquella investigación artesanal, basada
en la intuición genial del detective, en la acumulación de indicios que van
componiendo el rompecabezas del crimen, en los avatares azarosos que alumbran
una nueva pista? ¿Se imaginan al comisario Maigret escudriñando el perfil de
facebook de su víctima? ¿O a Pepe Carvalho pidiéndole por whatsapp a Biscuter
que le envíe el informe del forense? ¿O a Moriarty dejando sus pullas en
twitter a Sherlock Holmes? ¿Y qué me dicen de las novelas de aventuras? Ya no
hay aventurero que no tenga a mano el gps del móvil para no extraviarse en
mitad de la selva. ¿Pero qué birria de aventurero ese ése? Robison Crusoe
cazando pokemons en su isla para superar el tedio; Phileas Fogg trazando su
itinerario en google maps; Gullivert usando el traductor automático para
entenderse con los Houyhnhnms; Segismundo enfadado porque a su cueva no le
llega el wifi que le permita ver en su tablet la serie de HBO, Prison break en
full HD.
Cuando la imaginación de Julio Verne se adelantó a su
tiempo, incorporando a sus novelas todos aquellos artilugios que acabaron por
convertir al autor francés en un visionario, lo tecnológico era aún una
posibilidad, una fantasía sugestiva. Del mismo modo, las novelas distópicas
ambientadas en un futuro aún lejano, nos permiten jugar con los imposibles
gadgets de un mundo nuevo y apasionante. En ambos casos, la tecnología tiene su
punto de fascinación. ¿Por qué no entonces en la novela ambientada en nuestros
días? Quizás no sea, en último término culpa de la tecnología misma, sino de
esa necesidad de distanciarnos de nuestra cotidianeidad que, a la postre, ha
sido desde siempre una de las funciones fundamentales de la literatura. Por
eso, de entre toda la terminología electrónica que nos inunda, sólo incluiría
una en una novela. La de la nube.
2 comentarios:
Excelente, como siempre, tu artículo. Ciertamente, el maridaje del léxico de las nuevas tecnologías con la literatura resulta muy complicado. Y es que tiene mal encaje porque es un léxico feo de narices. Y luego está, además, lo que escribía Benedetti en su poema "Mass media":
De los medios de comunicación,
en este mundo tan codificado
con internet y otras navegaciones,
yo sigo prefiriendo
el viejo beso artesanal
que desde siempre comunica tanto.
Coincido con Javier en que es un léxico "poco agraciado", que desentona muchísimo dentro de un texto literario que aspire a tener cierta calidad. ¡Cuánta razón tenía Benedetti!
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