Con esas palabras se refería Federico García Lorca a
la Alpujarra en alguna de las ocasiones en que el poeta granadino visitara
Lanjarón entre 1917 y 1935. Era costumbre familiar tomar los baños en el
balneario, principalmente la madre, que hallaba en las propiedades curativas
del agua alivio a sus dolencias. Lanjarón conserva la memoria de aquellas
visitas en el Hotel España, donde se alojaba la familia Lorca y en sus
numerosas fuentes, que mezclan los versos del agua con los de Federico. En
Lanjarón se dice que el joven Lorca –apenas dieciocho años– halló su primer
amor, Maria Luisa Natera, de catorce, las manos de ambos apenas rozándose sobre
el teclado de un piano donde compartían su pasión por Chopin.
Desde hace ya 12 años, el Balneario de Lanjarón organiza
los cursos sobre cultura y agua. Asistir a ellos es darle la razón a Federico:
uno siente, efectivamente, que se encuentra en el país de ninguna parte. En una
sociedad empeñada en la contumacia de las banderas, el viajero encuentra en la
universalidad del agua y del conocimiento la única patria posible: el país de
ninguna parte y el de todas las partes a la vez. En el curso de Lanjarón, uno
puede escuchar en arameo todas las voces del agua usadas por los judíos de
Al-Andalus en la Biblia. O traspasar los vórtices del tiempo para hallar el
origen del agua en el universo. O conocer que el agua en Japón es mucho más que
la ola de Hokusai. O que el sueño de los viajes en el tiempo es científicamente
posible –ciencia y poesía de la mano, ¿acaso estuvieron alguna vez separadas?–.
O caminar por Sierra Nevada, los ojos peregrinos sobre los trazos sorollescos
del artista. O bucear por la historia del cine. O denunciar la degradación de
nuestra España vacía (vacía de tanto). O pasear por el entorno natural de Lanjarón
esmaltándola de literatura. O sentir vivo a Zorrilla. O degustar gotas de
microrrelatos. O hallar en el haiku la destilación de la poesía. Y hacerlo con
el cuerpo ungido por el agua salutífera del balneario, hisopos ambos, el de la
cultura y el del agua para el bautismo definitivo y la promesa del recuerdo
perenne.
Y, entre tanto talento, don Antonio Carvajal, agua
nutricia de estos cursos, llenando con su presencia de clepsidra cada charla,
cada cena, cada palabra. Y recordarlo
subido a la concha que preside la sala de fiestas, –en la concha de
Venus amarrado–, flor de Gnido su verbo que enamora y perturba, narrando la
famosísima historia de “La Motrilova”, figura señera del imaginario colectivo
que ya está pidiendo un romance en perfectos octosílabos.
El próximo año, fíjense si les aviso con antelación,
el curso versará sobre agua y superstición, como no podía ser de otra manera en
su decimotercera edición. Dicen que Thomas Mann se enjuagaba las manos con agua
de violetas antes de escribir. Que el agua estancada en las obras de Lorca
presagia la muerte y la esterilidad. Que los griegos colocaban sendas monedas
en los ojos de los cadáveres para que las almas de éstos pudieran pagarle al
barquero Caronte. Pero en Lanjarón, las
palabras huelen a espliego y romero, el agua corre viva desde sus manantiales
de salud y a Caronte –tan largo me lo fiáis–, lo invitamos a una buena
sobredosis de agua Capuchina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario