Si vas a serle infiel, hazlo con un libro
La despertó en mitad de la madrugada aquella desazón
de otras noches que tan bien conocía. Cubría su cuerpo tan sólo con la camisa
blanca de él, en la que había decidido enfundarse para conjurarse contra la
añoranza de su ausencia. La prenda, varias tallas mayor que la suya, la vestía
hasta los muslos y conservaba aún el aroma de él. Quizás hubiera sido aquel
olor varonil, aquella mezcla como de cuero y naturaleza agreste, la que había
agitado su sueño y había desatado aquella íntima y lúbrica turbación que ahora
la desvelaba sumergiéndola en impúdicas evocaciones. Pero sabía muy bien lo que
tenía que hacer.
Se deslizó desde la cama hasta el suelo y, descalza,
los flecos de la camisa flanqueando sus caderas, anduvo por el pasillo hasta la
habitación que hacía las veces de biblioteca en la casa. Una vez dentro, se
acercó con paso reverencial hasta las estanterías y fue examinando los
anaqueles con las manos cruzadas en la espalda, como una general que pasara
revista a su batallón o una diosa en túnica blanca que decidiera caprichosa los
destinos. A veces, se detenía ante alguno de los libros y acariciaba con los
dedos su lomo un instante, apenas un roce, para luego desdeñarlo y pasar de
largo. Unos pasos más adelante repitió su ritual pero, esta vez, se detuvo más
tiempo en las caricias y, después, resuelta, tomó con su dedo índice la
cabezada del libro y lo extrajo de la hilera.
Ya en la cama, ella se desabrochó la camisa y retiró
luego, lentamente, la faja del libro y el forro que la estorbaban; después
colocó el libro a horcajadas sobre su pecho semidesnudo y, tras las páginas
preliminares, donde satisfizo la curiosidad del descubrimiento, se centró en el
cuerpo de la obra. Pendía del libro un marcapáginas de seda rojo cosido a la
tripa y algo deshilachado en su parte inferior. Mientras ella leía, boca
arriba, sujetaba el libro con pulso irregular, lo que facilitaba el movimiento
pendular del marcapáginas, que en su cadencia oscilante rozaba sus pezones;
estos respondían enhiestos a los besos rítmicos de la tela.
No sabemos, y ella no supo tampoco, en qué momento
dejó de sujetar el libro con ambas manos ni adónde fue a parar la mano que
había quedado libre. Ella sólo recuerda, ahora que ha amanecido y se ha
descubierto en negligente postura con el libro dormido sobre su pecho, que en
un momento dado, el libro le había susurrado palabras que olían a tinta y a
lignina, y que ella, cada vez más
enfervorizada por aquellas frases musitadas al oído, había pasado las páginas
del libro muy deprisa, cada vez más deprisa, frenéticamente deprisa, y que hubo
un momento en que ella alcanzó el colofón del libro, lo leyó ya casi sin
fuerzas, las pupilas se le volvieron hacia atrás, los ojos se le quedaron en
blanco y cerró el libro con tal fuerza que la tapa al cerrarse sonó como una
detonación atronadora que coincidía con el último estertor de su cuerpo
convulsionado.
Ahora, todavía tumbada sobre la cama, ella mira la
fotografía de su esposo en la mesita de noche. Mientras lo mira, se echa un
dedo a la boca, lo muerde, y sonríe, traviesa, como si pidiera perdón por la
trastada cometida por una niña. Después se levanta, toma el libro y lo devuelve
a su lugar en la estantería. Antes de salir de la biblioteca, le guiña un ojo y
con el dedo índice colocado en sus labios como cuando se manda callar a
alguien, le pide que le guarde el secreto. Después cierra la puerta de la
biblioteca y el aire que produce al cerrar, agita levemente, en el libro, el ufano
marcapáginas de seda rojo.
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