Hay costumbres domésticas que, a fuerza de repetirse,
tienden a sacralizarse. Y todo acto sagrado requiere de su ritual. En mi casa, a
la fórmula “¿nos hacemos un Página Dos”? le sigue todo el ceremonial
correspondiente: las velas, el incienso de vainilla, la tetera y las pastitas
de té. Así que, cuando empieza la música de apertura del programa, nuestro
salón ya está a oscuras, el aroma del incienso se mezcla con el del roiboos
pakistaní y en las paredes llenas de libros, junto a los haces de luz de la
televisión, las llamas de las velas recortan dos sombras sinuosas que alargan o
reducen sus siluetas al capricho cimbreante del fuego. El mito de la caverna de
Platón en el salón de casa. Y, efectivamente, sentimos que hay en nosotros más
verdad en esas sombras nuestras que en los cuerpos prisioneros de nuestro peso.
Junto a la sintonía del programa, desfilan, a modo de
índice, las imágenes de la promesa literaria de la nueva edición. Una voz
masculina murmura una melodía que nos mece en la expectativa; podría sonar
perfectamente en la entrada de la grieta de la Pitia, como una antesala de las
palabras, siempre oraculares, del escritor entrevistado. Antes de su definitiva
epifanía, la cámara se detiene en esos espacios de la desolación que ya son una
de las señas de identidad del programa: un ventanal roto, una fábrica
abandonada, un solar cubierto de maleza, un grafiti solitario, la hojarasca a
merced del viento, las vías del ferrocarril, un skyline de los tejados de una
ciudad cualquiera. Gatos, antenas y cables eléctricos. Toda una estética
desconsoladora que parece estar allí para ser redimida por la literatura. Como
si la palabra necesitase de los yermos para brotar más libre y soberana. Y,
después, Óscar López, el peregrino del oráculo que sabe hacer las preguntas
correctas. Y el escritor interpelado, que desgrana su obra y abre caminos al
lector. Escritores conocidos, mediáticos. Pero también “los otros”, los que no
existen y hace tiempo han emprendido su epopeya solitaria y casi invisible: los
editores independientes, los guionistas, los ilustradores, los traductores, los
libreros, los outsiders de la literatura, corajinosos y coherentes con
su credo más allá de los focos y la fama. “El impostor” nos descubre los
entresijos íntimos de la literatura; una receta literaria nos recuerda el sabor
antiguo de aquel libro que leímos –que degustamos–; Desirée de Fez hilvana
fotogramas con la tinta de las novelas; otros escritores nos orientan más allá
del canon; Óscar nos lleva de compras a las librerías; viajamos a los rincones
geográficos de los libros y, así, estos se trascienden y están vivos en las
calles y cafés, en las plazas y estaciones que habitaron sus personajes, tan
reales como el caminante que los recrea en su ruta. Las efemérides resucitan a
nuestros escritores, si es que alguna vez hubieron muerto y en el miniclub los
ojos asombrados de dos niños explican mejor que ellos mismos el virus inoculado
por la literatura, incurable y eterno, mientras sujetan el libro que acaban de
leer. Ellos, custodios del futuro y supervivencia de la literatura.
Página Dos
cumple una década. El tiempo pasa deprisa y se diluye como las volutas de
nuestra varilla de incienso, que observo ahora, apenas una brasa extinguiéndose
ya entre las cenizas de su propia consumición. La vela también va menguando y
los vasos albergan los posos fríos del té. También Página Dos
amarilleará sus bordes algún día. Deseamos que eso pase muy tarde; eso es, al
menos, lo que se desea en los cumpleaños. Pero cuando eso ocurra, el papel de
esa página dos, permanecerá en nuestro recuerdo con la prístina blancura del
satinado. Porque Página Dos es todos los libros que hemos leído gracias
a su amistad semanal. Y si se dice que somos los libros que hemos leído, entonces
somos, también nosotros, Página Dos.
1 comentario:
La verdad es que no soy seguidor de este programa. Si alguna vez lo veo, me disgusta su ritmo tan acelerado con unos cámaras que parecen hiperactivos. Yo me quedo con las entrevistas reposadas de Eduardo Sotillos, un programa de libros que desgraciadamente pasó a mejor vida.
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