Ya sabemos que es fácil sentar cátedra a toro pasado
pero me van a permitir esta vez arrogarme (sin ánimo de exclusividad) el
vaticino de este nuevo libro de Ramón García Mateos, que más tarde o más
temprano había de darse necesariamente a la imprenta. Ya nos lo venía avisando
el autor mismo en sus anteriores obras, que siempre han reservado un espacio
para albergar la veta popularizante de muchos de sus versos. Pero si, además,
se tiene el privilegio de haber sido su alumno, de conocer su persona y de disfrutar
luego de su amistad, la premonición no tiene ya tanto mérito, pues basta con
recordar el entusiasmo con que explicaba en sus clases el fenómeno de la
oralidad, las jarchas, la juglaría y el Romancero (demorándose más de la cuenta
–no podía evitarlo– en detrimento del resto del programa); basta con rastrear
sus querencias literarias que, tanto cultas como tradicionales, han atendido
siempre a la belleza de la canción popular; basta con oírlo cantar a él mismo,
al calor del vino y de la amistad, viejas coplas de sabor añejo; basta con
verlo ajuglararse en su aventura poético-musical con el grupo Goliardos;
basta, en fin, con conocer el vínculo sentimental que, desde su infancia, ha
contraído con el folclore, en el sentido más noble y etimológico del término,
para convencerse de que este libro era casi una necesidad para la propia
autoafirmación de su credo poético.
Nuevo ramo de viejos cantares, publicado por la editorial Silva, es un verdadero
portento del dominio métrico y del espíritu del verso llano. Otros poetas
cultos se vieron también tentados por la frescura y espontaneidad de la poesía
popular, como aquellos que acabaron por conformar el corpus de eso que llamamos
Romancero nuevo. Pero hasta ellos, con toda la indiscutible belleza de sus
composiciones, no pudieron liberarse del todo del lastre de su propio ingenio,
valga la paradoja. Ramón, en cambio, consciente del peligro de la impostura,
tan en las antípodas del género, se ha hecho pueblo hasta el punto de que su
libro podría pasar por una antología de los viejos cantares. Para ello se ha
servido muy inteligentemente de los recursos congénitos a la propia tradición
oral: el metro corto (con un magistral despliegue del florilegio de estrofas
populares), la asonancia, los arcaísmos léxicos y gramaticales, la noble
rusticidad o los temas (amorosos, evocadores, históricos, festivos, agrícolas,
eróticos, procaces, viajeros, de escarnio, etc). Pero el verdadero mérito que
da fe de la maravillosa recreación que el autor hace de la canción popular es
la utilización de su fenómeno más señero: el de la transmisión oral. Y esto,
claro, resulta paradójico en un libro escrito. García Mateos toma versos de la
tradición y, o bien los glosa, o bien los transforma, o bien los continúa,
contribuyendo con ello a su vida en variantes, que es parte esencial del
género. Se da, pues, la anomalía de que un libro concebido para ser leído,
pues los poemas se han fijado por escrito, participa, en realidad, de un
presupuesto de la oralidad, que es el de ser parte del proceso de su vida en
variantes. El milagro se hace cierto porque, repetimos, los poemas no parecen
escritos por un poeta individual sino heredados de esa legión anónima que
llamamos pueblo. Para acabar de consolidar ese premeditado calco de los
procesos de la oralidad, el libro viene acompañado de un disco compacto donde
varios artistas ponen música a los poemas y trascienden, por tanto, la fijación
escrita. Se trata, en definitiva, de una maniobra originalísima cuyo gran
acierto es, precisamente, que no lo parece. Y quién sabe si se cumple el
sortilegio y algunos de estos viejos nuevos versos de Ramón toman vida propia y
se acaban injertando en el cancionero colectivo, como aquel “lobito bueno”, de
Goytisolo. Ramón, lo sé, renunciaría a ellos de buen grado, fundido y anónimo
en el seno del pueblo, eterno ya.
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