Quienes me conocen bien saben que no profeso en la
cofradía del encomio gratuito, ni siquiera cuando el cedazo del cariño (como es
el caso) pudiera tamizar la capacidad del discernimiento. Digámoslo, pues, de
una vez: Pilar Blanco Díaz es una de las voces más deslumbrantes de la actual
poesía española. Y esto hay que decirlo alto, claro y sin complejos, con la
certeza de quien se sabe legitimado por la lectura jubilosa de una obra de
incuestionable altura.
Tras cuatro años de silencio, Pilar Blanco nos regala Vigía
de tu paso, una joya engarzada en la preciosa edición de Chamán. El libro
se divide en tres secciones. En la primera, titulada “El que observa”, toma la
voz poética una suerte de abstracción que no es más que el trasunto de la
vocación trascendente de la poeta. A esta entelequia “clavad[a] en lo absoluto”
se la llama a veces “hermética presencia” o “el otro”, “el hermano”, “el que
escucha”. Desde su dimensión inalcanzable nos recuerda la finitud de lo que
somos y la falacia de la búsqueda, pese a la tozudez contumaz del ser humano
por responder a los enigmas de su propia existencia y por erigirse en
interlocutor perpetuo y estéril del misterio. A la postre, somos sólo el “sueño
de un loco” que amó en nosotros “lo inmortal que le fuera negado”, “un acaso de
células cuyo fin desconozco”. “No te rebeles: respiras y ya has sido”.
En la segunda parte, titulada “La criatura”, es ésta
quien toma la palabra para interpelar al metafísico vigía, pues necesita atar
su canto a él para explicarse; de este modo
alimenta su ficción y agranda la oquedad del dolor, pues no hay
respuestas si no hay a quien preguntar: “ni siquiera existes, producto de mi
mente y de mi hambre”. La identificación con ese ideal anhelado pasa entonces a
configurarse hacia adentro, estableciendo una tensión entre el yo público y el
yo esencial, ese que “dice que es yo y no lo reconozco, / y me desprecia desde
mis sangre misma”, o ese ser atávico, el arcano prediluviano, el origen
telúrico del que venimos, de la tercera parte. Para el acceso a la eternidad
queda entonces la palabra demiúrgica, la que nace de su veta prístina, pues lo
que no se nombra no existe, o la asunción del tiempo presente como el único
posible: “todo es hoy y avanza hacia sí mismo”, “luego no será más que un
siempre y un ahora”, “completar el
ahora, / cauce único del siempre”.
La última sección se titula significativamente “El
espejo del agua”, pues en ella dialogan la criatura y el vigía, que son las dos
caras de una misma alegoría. Se alterna
aquí la letanía y el tono oracular. La “hermética presencia” se postula, allá
en lo alto, como un dios soberbio y nihilista, que se alimenta de nuestro miedo
y que niega toda perfección, destino y trascendencia a los hombres. La poeta se
rebela a veces enarbolando la fuerza del amor (“soy eterno, pues amo”) y otras
acepta la nada de su sino dando dimensión al espejismo a través de la belleza y
de la poesía, que la salvan.
Vigía de tu paso es la epopeya elegíaca de una búsqueda imposible, la épica de una
derrota cierta. Y, sin embargo, el misterio de la existencia debe oscurecerse
precisamente para entenderlo: “porque el hombre que eres me usará de fanal”
–dice ese eón anhelado–. “Ceguera que abre luz”, –corrobora la poeta–. Pues
toda nuestra radical humanidad se halla en “amar así el bastón que nos conduce,
el reflejo que evoca / este vacío repleto de preguntas. / Y amar en quien
camina a nuestro lado / la misma pequeñez con la que se alza”.
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