Estoy seguro de que cualquier escritor que se precie
de considerarse como tal, renunciaría a parte de su obra solo por escribir algo
remotamente semejante al Calígula de Albert Camus. Estrenada en el
parisino Théatre Hébertot en 1945, pocos textos de tamaña intensidad literaria
y hondura filosófica como el del novelista y dramaturgo argelino. Calígula es
la historia de la fatal lucidez. La muerte de Drusila, la hermana y amante del
emperador, es el detonante de una terrible verdad: “que los hombres mueren y no
son felices”. A partir de esa clarividencia, Calígula ejerce su tiranía con un
afán pedagógico, el de mostrar a sus súbditos el verdadero sinsentido de la
vida humana. Para ello destroza todos los valores, a la postre falaces, en los
que se sustenta la humanidad: la patria, la religión, la amistad, el arte, el
amor, la dignidad, el bien y el mal, todas las grandes palabras son sometidas a
su despiadada destrucción. Subyace en la perspicacia de este delirio la idea de
la libertad. Al hombre se le ha negado la posibilidad de elegir, pues no puede
optar a la vida eterna. Es por eso que Calígula trata de rebelarse contra esa
privación llevando al máximo extremo su propia libertad, la libertad del
gobernante que no atiende a limitaciones de índole práctica, ética, o de
sentido común para ejercer su poder. En realidad, con su actitud, Calígula está
tramando deliberadamente su propio asesinato. Solo un cambio radical en el
devenir de nuestra existencia finita podría llevarnos a la esperanza. Pero como
esa esperanza se cifra en lo imposible, el nihilismo de Calígula no tiene cura.
Por eso el emperador se obsesiona con conseguir la luna; si ello fuera posible,
se revertiría todo el orden establecido, todo se transfiguraría: “Mi voluntad
es cambiarlo. Haré a este siglo el don de la igualdad. Y cuando todo esté
nivelado, lo imposible al fin en la tierra, la luna en mis manos, entonces
quizá yo mismo esté transformado y el mundo conmigo; entonces, al fin, los
hombres no morirán y serán dichosos”.
La nueva versión de Calígula a cargo de Mario
Gas se resume en dos palabras: Pablo Derqui. Me cuesta encontrar en la memoria
una interpretación tan apabullantemente estelar como la del actor barcelonés,
aunque era algo que me esperaba, porque después de verlo interpretar a Enrique
IV en la serie Isabel, de TVE, el papel de Calígula y su registro le
venían pintiparados. La escenografía, a cargo de Paco Azorín, también es
acertada, con ese frontispicio tendido que imita el Palazzo della Civiltà del
Lavoro, el Colosseo Quadrato, símbolo del fascismo italiano que mandó construir
Mussolini para aquella Exposición Universal de Roma que nunca se celebró.
También el vestuario, con sus elegantes trajes, es respetuoso con el deseo de
Camus de no presentar a los personajes con túnicas romanas. Chirría un poco la
escena del baile de Calígula disfrazado de David Bowie, acompañando a Joker y a
la Máscara. Aunque en el texto original se pone el acento en el histrionismo
afeminado de Calígula, lo cierto es que la escena desmerece el conjunto y resulta
incómoda. Lo que sí es un error imperdonable de dimensiones cósmicas es la
música que suena justo en la escena final, cuando Calígula es asesinado. En una
obra que nos recuerda continuamente la constatación de la nada que somos, el
momento culminante de la muerte del emperador debe ir acompañado necesariamente
de un silencio profundo y catártico –nihilista– que solo debe ser roto por los
aplausos entregados de los espectadores. Terrible mácula final para un montaje
que rozaba la perfección.
La versión, pues, quedará en la memoria, sobre todo,
por la deslumbrante actuación de Derqui. Y si alguna vez nos olvidamos del
estremecimiento que vivimos un día en el patio de butacas, siempre estará para
recordárnoslo la luna, recogida en el triclinio del cielo, altiva, bella. Desdeñosa.
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