Me entero por un artículo del
dramaturgo Alberto Conejero de que la compañía cinematográfica
Warner Bros se ha visto obligada a emitir una nota explicativa donde
deja claro que una de sus última películas, Joker, no
constituye un alegato a favor de la violencia. Y yo me pregunto, ¿de
verdad alguien en su sano juicio ha pensado realmente que la
productora, el director, los actores y toda la larguísima nómina de
profesionales que participaron en la cinta se habían confabulado
para dar al mundo un ideario programático y sectario del mal a
través del cine? Pues seguramente sí, porque de lo contrario, la ya
casi centenaria empresa estadounidense no habría tenido que salir a
la palestra para desmarcarse de su supuesta connivencia con el
Maligno. Está claro, pues, que alguno de los miles de ofendiditos
que fiscalizan nuestra moral y nuestra conciencia, arrogándose sin
pudor esa autoridad, ha debido de poner el grito en el cielo porque
–oh, anatema– el Joker es un sádico criminal y, lo que es peor,
el séptimo arte lo legitima. Sin entrar en la infinita lista de
cineastas, literatos, cantantes, pintores o escultores que, por esa
regla de tres, tendrían también que pedir disculpas o explicar su
intención a estos pieles finas de la moral, lo verdaderamente
terrible es la cortedad intelectual de quienes mezclan churras con
merinas e introducen de manera sonrojante la ética –su ética–
en el campo de la pura ficción, territorio que por su propia
naturaleza libérrima debe siempre permanecer ajena a ese tipo de
juicios. Tener que explicarle a cualquiera de estos adalides del
terrorismo moral la diferencia entre personaje, narrador y autor de
una obra literaria, por ejemplo, es lo que da verdadero miedo, más
aún que las atrocidades ficticias del Joker. Miedo porque demuestra
el retroceso intelectual de quienes así se ponen en evidencia y
miedo también por el retroceso en la libertad creativa, censurada
precisamente por aquellos que creen estar defendiendo una suerte de
progreso moral. Pensar que Dostoyevski es Raskolnikov o que Vladimir
Nabokov es el depravado Humbert en lugar de pensar que ambos, desde
la ficción, están buceando por las oscuridades del ser humano, es
para hacérselo mirar. Como si no hubiera, como dice Conejero,
escritores abyectos que han escrito novelas hermosísimas y, al
revés, maravillosos seres humanos que han creado obras donde la
vileza se enseñorea de cada una de sus páginas. ¿Qué tendrá que
ver una cosa con la otra? La libertad de expresión artística,
siempre que no esté concebida expresamente para hacer daño a
particulares o que limite la libertad de otros (cosa esta última
difícil porque uno siempre tiene la libertad de no consumir el arte
del que no guste) debiera permanecer soberana por encima de cualquier
prejuicio. Que el arte tenga que dar explicaciones, o peor aún,
pedir disculpas por cuestiones externas al propio debate artístico
demuestra hasta qué punto la injerencia de la dictadura moral ha
traspasado todos los límites. El arte solo puede responder ante sí
mismo, él es su tribunal y también la Historia, que reubica casi
siempre con justicia el destino de una obra de creación. Y si nos
ponemos morales, más inmoral me parece el caradura que expone en
ARCO un calcetín colgado de una percha que todos los crímenes de
Raskolnikov, Humbert y Joker juntos.
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