Creo que Luis Landero se ha
ganado el derecho de escribir un libro como El
huerto de Emerson. Si la literatura de Landero representa, antes que
cualquier otra cosa, el fluir natural de la escritura, el mecerse en las
palabras sin otro propósito que dejarse llevar por su muelle tibieza, viajar al
territorio de la evocación y de la nostalgia, transitar hechizados por los
vagos intersticios de la memoria en la hipnosis del fraseo, paladear cada
hallazgo del lenguaje, su elegante cortejo al idioma, si todo eso y mucho más
significa Luis Landero, entonces El
huerto de Emerson es el alambique donde se han quintaesenciado 32 años de
labor literaria. ¿Y qué se ha quedado en la tela del cedazo? Pues el argumento.
Él mismo lo confiesa al inicio del libro: «Por el momento no sé qué escribir,
es cierto, pero eso importa poco». El argumento es el peaje por el que hay que
pasar para la vertebración de un libro. Las editoriales lo exigen y también
cierto tipo de lector. Pero es probablemente lo que menos le importe a Landero
cuando escribe y, tal vez, lo que menos les importe a sus lectores
incondicionales. No es nada nuevo. Landero ya lleva tiempo diciéndonoslo de
forma velada en todos sus libros, pero ya se ha ganado liberarse de ese lastre:
las cartas están boca arriba, las cartas que siempre presumimos, y sus lectores
aceptamos su invitación. Así que, querido Luis, llévanos de la mano donde tú
quieras, conversa con nosotros hasta la madrugada, toma el paso del baile y
haznos girar a tu antojo en tu vals de palabras. Y así nos hablarás de tu
vocación por la lentitud, la soledad y la concentración; del asombro y
extrañamiento ante el mundo que hay en la mirada del niño que aún conservas.
Nos contarás las lecturas que te han marcado y abandonarás el frío academicismo
profesoral para hacernos vívidamente humanas algunas escenas, como aquella
maravillosa del Lazarillo y el
escudero o las evocaciones eróticas de Faulkner en El villorrio o Santuario,
en Los pasos perdidos de Carpentier o
en la conmoción del señor Bloom cuando mira a Gerty en el Ulises de Joyce: primorosas écfrasis que justamente consiguen lo
que cualquier profesor desearía: seducir a sus alumnos a la lectura. Porque
aunque el conocimiento de manual es necesario, nunca será comparable al poso
que los libros dejan en el constructo espiritual de quien los lee: «¿qué podría
decir yo sobre [el] pensamiento [de Adorno]? Cosas sueltas, medio anecdóticas
[…] Y sin embargo sé que sin Adorno yo no sería el que soy ahora». Nos hablarás
de la importancia de la oralidad, de su magia, del arrobo de sus escuchantes.
De tu vocación sedentaria y, paradójicamente, de todos tus viajes de la mano de
los libros. Y, justamente, nos harás viajar también en el tiempo, como en
aquella sugestiva estampa del siglo XVII. Y, claro, nos evocarás algunos episodios
de tu vida, tan imbricados siempre con la literatura, como aquella delicia
melancólica y amarga del capítulo de Pache o aquella otra, divertidísima, que
confronta el temperamento de mujeres y hombres; o tu anecdotario personal: tu
suplantación como profesor de francés, tu trabajo gris en una revista
financiera donde se marchitaba la poesía. O esa portentosa «Plegaria», que es,
en realidad, una poética literaria, llena de consejos impagables para los que
aspiramos a parecernos remotamente como escritores a tu ejemplo. Y cerraremos
el libro y aún resonará tu voz y el caleidoscopio de imágenes, que son más bien
sensaciones, heredadas de tus palabras. También tú, querido Luis, un poso en
nuestros corazones agradecidos, sin necesidad de trama argumental.
lunes, 29 de marzo de 2021
524. Landero quintaesenciado
lunes, 22 de marzo de 2021
523. 'Yo escribo la noche'
Defender que el último libro
de Pilar Blanco constituye su obra más personal es una afirmación rayana en la
perogrullada, más aún si hablamos de poesía. Quién puede negar a estas alturas
que el género poético es el cauce por donde mejor circula el caudal de todas
las turbulencias individuales. Pero con ser cierto eso, también lo es que en Yo escribo la noche (Chamán), la poeta
de Bembibre parece ceñirse con mayor explicitud a unas circunstancias vitales,
cuya concreción aleja a este libro de algunas de sus obras precedentes donde temas
como el anhelo de trascendencia, la vocación de altura y la nostalgia de
absolutos otorgaban a aquellos libros un carácter más universalista. Efectivamente,
Yo escribo la noche es el relato real
de un amor luminoso, de su posterior pérdida y su consecuente devastación y,
finalmente, del intento de reconstrucción desde los añicos, la cicatriz y la
esperanza.
El libro se divide en tres
secciones. La primera se titula «Ello», que es una deturpación deliberada del
pronombre «Él», trasunto del amor fallido, y cuya transformación en pronombre
neutro parece castigar al referente desposeyéndolo de su carta de naturaleza.
En esta primera sección, el amor correspondido ilumina los versos hasta
hacerlos arder, no escatimando un glorioso erotismo cuando hace falta. El amor
es entonces ese «ser en el otro» que con resabios a Pedro Salinas aparece en el
poema «El don de la mirada», o el refugio ante la intemperie y el desvalimiento
de la vida: «Ato a ti mi orfandad y protejo la tuya». En definitiva, un
desensimismamiento «para ser otro, para dejar de ser», en la alteridad. En este
amor jubiloso cobra especial importancia el lenguaje como ontología amatoria:
«así el amor: / dos lenguas que construyen un lenguaje». Cuando llegue el
desamor, la poeta tendrá que «ir[se] a vivir a otro lenguaje / que
infilitrar[se] en
la piel de otro alfabeto». Un desamor que ya se anuncia
mediada la sección, con la luctuosa enumeración de despojos en el poema «De
donde huyó la luz» o con la vida al ralentí, solamente sujeta por la inercia de
los días en una cotidianidad cuyos automatismos evitan el suicidio (léase el
impresionante «Todo mirando»).
El segundo bloque se titula
«–S–», solitario morfema residual de un «Ellos» calcinado. La noche, que en la
primera sección había sido un espacio propiciatorio, a la manera de San Juan de
la Cruz («entramos en la noche como en el cuerpo amado»), se torna ahora el
tiempo del insomnio y las tribulaciones sin fin: «Noche abierta de perros que
no ofrece salidas» y que «aguarda el martilleo de los pájaros / para cernirse
en luz». Los versos se llenan de nostalgia, «corazón de ámbar sobre una mano
huida», una búsqueda de físuras donde «no hay un hueco que abrace», y los
amantes son seres abisales de «membranas y branquias, viscosidad y fango», tan
lejos de los «seres alados que [antaño] se henchían de oxígeno y altura». Hay
en toda la sección una lucha entre la desazón y la asunción de la pena: la
poeta sostiene el candil de su noche, aplaza el suicido cuando el amanecer la
unge de vida y amputa «el rincón del cerebro donde hincan su garra los
sentimientos», y lo hace sola, rechazando la conmiseración, «pues nadie se
calienta en la intemperie ajena», o con la ayuda de la poesía, que es, no
obstante, un dios ciego a quien la poeta ora en el último poema de la sección.
La última parte, supone un
intento de autoafirmación. El título, en ese sentido, no puede ser más
significativo: «Ella». Así, el poema de reminiscencias cortazarianas, «Siempre
la Maga» o el precioso homenaje a las mujeres poetas. La poesía también llega
en su auxilio, con dos poemas que son dos hermosas poéticas sobre la defensa de
la belleza o sobre el carácter supurante de los versos. Y aunque el pugilato
entre la tristeza y la esperanza jalonan parte de la sección, es esta última la
que parece imponerse: «la cicuta de esperanza» cuando llega la primavera; o el
amanecer retenido en el cuenco de las manos que la vivifica: «lenguaje de mis
venas, no te has ido». El poema «Porque es ceniza y arde» constituye un balance
vital que transita desde la primera inocencia donde el mundo está por estrenar,
pasando por las frustraciones y los adioses para acabar regresando a la luz:
«El viaje cumplido en su raigal misterio». Y el consuelo final: «Muere solo lo
que ha vivido».
A Mari Carmen Díaz, que ya escribe la noche.
lunes, 15 de marzo de 2021
522. Escritura y humildad
El otro día felicité a un
buen amigo por su reciente candidatura a unos premios literarios. Me dio las
gracias y me dijo que lo importante de los premios son las puertas que se
abren, las nuevas oportunidades que brindan para que el trabajo del escritor
siga teniendo un recorrido editorial y, por tanto, una visibilidad. Y que esa
visibilidad no busca el reconocimiento ni los focos, sino que es una
visibilidad altruista, la de quien comparte amorosamente un don para hacer partícipes
a los demás de un momento de belleza, porque la belleza hay que compartirla, no
se la puede guardar uno egoístamente para su disfrute privado. Que lo de menos
es el éxito, «el éxito lo enmierda todo», me dijo. De entre los aspirantes
seleccionados para el premio fue el único que no aireó la noticia. No la
compartió en redes sociales, no descorchó botellas de vino ni dedicó una sola
palabra a su merecida condición de finalista. Yo tal vez sí lo habría hecho. Él
no.
La conversación me hizo
pensar en la difícil relación que existe entre el ejercicio de la escritura y
el cultivo de la humildad. Supongo que debe de resultar difícil no envanecerse.
El escritor insufla vida (aunque sea vida literaria) a sus personajes, es un creador, un demiurgo, un pequeño dios, y
lo hace (o debiera) con el prurito de la belleza, esa aspiración a la que
solamente a unos pocos les está permitido acariciar –que no poseer– con la yema
de los dedos. Supongo que la vanidad en el artista es perdonable, quizás no
tanto las ínfulas, pero sí la vanidad y el orgullo. Y, sin embargo, no creo que
exista en el mundo un oficio en el que sea más necesaria la humildad que en el
de la escritura. Basta con mirar atrás y recorrer la nómina de los que nos
precedieron en el arte de escribir para sentirnos empequeñecidos por su
magisterio insuperable. No es complejo de inferioridad (que también), porque es
verdad que el escritor debe soltar ese lastre de que haya existido Cervantes
antes que él y debe afirmar su propia personalidad y valor literarios. Pero
pretender uno creerse alguien en medio de aquellos gigantes es pensar en lo
excusado.
Qué voy a decir yo de mi
escuetísima carrerita literaria. Dos novelas no dan derecho ni a medio
mililitro de agua en la fuente del Parnaso. Pero es que aunque las musas me
otorgaran la gracia de seguir publicando una novela tras otra, creo
sinceramente que con cada una de ellas se harían más hondos la timidez y el
recato. Solo con pensar que alguien ha decidido desembolsar los 18 o 20€ que
vale tu novela; con imaginar que tu libro va a formar parte de la intimidad de
un hogar, que va a acompañar al lector en sus sagradas horas de asueto, que
reposará tal vez en el regazo del lector vencido por el sueño en su cama (ojalá
no por el tedio de la novela), que formará parte de uno de los regalos con
quien alguien obsequiará a otra persona por su cumpleaños o por el aniversario
de bodas; con pensar que la historia pueda interpelarle y removerle en lo más
hondo y entrar, pues, como el hereje, en el sagrario de su conciencia, pensar
todo eso, digo, supone para mí una responsabilidad tan abrumadora que, con cada
nuevo libro dado a la imprenta, no puedo más que pedir perdón. Es por eso que
lo paso tan mal en las inevitables labores de promoción. Desconfío del
exhibicionismo pero debo participar en él. Detesto las estrategias de la
mercadotecnia pero uno se debe a la editorial que apostó por tu libro. Y en esa
dicotomía del escritor recóndito que solo quiso redimirse en su obra y en la
poca belleza que pudo alcanzar con ella, y el escritor social que debe airear
su nominación al premio equis, se libra una batalla casi moral. Qué bueno si
los libros pudieran caminaran solos. Qué bueno si el autor desapareciera y
quedasen solamente sus palabras. Qué mundo más hermoso el de los libros sin
escritores.
lunes, 1 de marzo de 2021
521. 'Loción de lengua'
Recordaba hace unos días el
maestro Ramón García Mateos, a propósito de su reciente retiro profesional, que
la tercera acepción de la palabra «jubilación» recogida en el diccionario de la
Real Academia reza lo siguiente: «Viva alegría, júbilo». Solamente desde ese
significado del término pueden explicarse obras como la que acaba de publicar
el poeta Juan Ramón Torregrosa con la editorial malagueña EDA Libros. Porque Loción de lengua es un gozoso festín filológico
que quiere poner el broche a los más de treinta años que el escritor
guardamarenco ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura. Liberados
al fin de los corsés académicos y curriculares que imponen los planes de
estudio, pareciera que la gramática, la lexicografía, la fonética, la
morfología, la literatura, la retórica, la pragmática y, en fin, todas aquellas
disciplinas que integran la asignatura de Lengua, se lanzasen de repente,
ebrias de libertad, a la vacación y a la jarana, y con esa misma disposición
las recibe el lector, igual que recibiera el pueblo a los victoriosos ejércitos
de don Carnal en aquel memorable capítulo del Arcipreste.
El libro se divide en cuatro
secciones. La primera, titulada «Juego de espejos», la forman estampas, guiños
y reformulaciones de grandes clásicos literarios y pasajes bíblicos. A mi
entender, en algunos de estos relatos sobra en los remates la solución
explícita del «enigma» literario que el cuadro propone, justamente porque, a la
manera del Romancero, la excelente sugestión narrativa se basta a sí misma. Me
gustó mucho la redención que Torregrosa regala a Calisto, no solo por salvarlo
de la muerte prematura sino por la reparación que se le hace del castigo
paródico al que lo sometió Rojas. Cuando lean el relato me entenderán. La
sección tiene el encanto de permitir reconocernos en el bagaje lector que cada
cual atesora, además de ser un precioso homenaje a los clásicos.
La segunda parte se titula
«Ejercicios de retórica» y en ella Torregrosa despliega todo su ingenio para
regalarnos originales artefactos donde los conceptos retóricos, desterrados en
los planes de estudio a su condición de mero catálogo, se erigen aquí soberanos
y se independizan de su servidumbre para ser, ellos mismos, protagonistas de la
composición. Especial agudeza alcanza el tramo final de esta sección, cuando
aparecen los poemas, donde el autor demuestra los años de oficio y pericia para
darle una vuelta de tuerca a los juegos conceptuales o violentar la métrica,
como en el «Soneto al revés» al que luego endereza con un estrambote a modo de
dos tercetos que devuelven el orden a la composición. Solo es un ejemplo de
tantos. Una gozada, al alcance solo de quien se ha manejado toda su vida con
las intimidades y vericuetos de la poesía.
Para el tercer bloque, los
«Gramaticuentos» nos sirve lo dicho anteriormente, con la salvedad de que aquí
los protagonistas tienen que ver con juegos ortográficos o gramaticales. Y
termina el libro con las «Etopeyas, homonimias y otros artefactos verbales»,
pequeñas píldoras de ingenio con su punto canalla y guasón.
Con una prosa clasicista, de
corte cervantino, sobre todo en los relatos; con humor, sátira política,
malabares lingüísticos, retos intelectuales y mucho amor por el idioma y su
literatura, Loción de lengua es un
tesoro de contento, un pasatiempo luminoso y tremendamente adictivo que se lee
a carcajada limpia y con sana envidia: la que suscita la admiración por alguien
que baila con el lenguaje con la destreza de un Fred Astaire filológico lleno
de sabiduría y experiencia.
lunes, 22 de febrero de 2021
520. Decálogo del buen crítico literario
Sin ánimo de sentar cátedra,
he aquí las 10 condiciones que todo buen crítico literario debiera reunir para
la dignificación de su tarea:
1) LIBERTAD. El crítico
literario debiera reseñar solamente aquellas obras que le dicte su insobornable
independencia. Las reseñas por encargo o las presiones del mercado, tan
frecuentes en muchos medios, solo producirán críticas deshonestas que
edulcorarán el valor literario de las obras para cumplir con el compromiso a
que obligan esas coacciones espurias. El lector no es bobo y, si en el cotejo de
la reseña con el libro en cuestión descubre el jabón, no volverá a creer nunca
más en nosotros.
2) TIEMPO. El tiempo que va a
dedicar el crítico literario a realizar su reseña nunca será tanto como el que
el escritor ha invertido en la creación de su obra. Correspondámosle, al menos,
con una lectura atenta y evitemos las urgencias: anotemos, subrayemos,
releamos, buceemos por las claves del libro, interpretemos con profundidad y
rigor, evitemos las generalidades vacías o las burdas reformulaciones de las
contraportadas. Respetemos su labor, en definitiva.
3) DESINTERÉS. No reseñemos
por interés. No queramos agradar a la editorial de turno para que en el futuro
nos publique nuestro proyecto de libro que descansa ahora en el cajón. No
busquemos el do ut des con el
escritor al que halagamos para recibir luego de él otra crítica laudatoria que
pague el peaje del anterior favor. Esta endogamia perjudica la credibilidad de
las reseñas y convierte la crítica literaria en un cortijo donde siempre se
habla de los mismos.
4) BONDAD. No me resisto a
reproducir a Cansinos-Assens: «En la obra ajena, -dice Cansinos-, entra [el
crítico] lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido
de encontrar belleza y escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté
oculta en el cáliz de la araucaria, la sacará a la luz y la festejará». Nada se
consigue con hacer sangre de un libro, más allá de pergeñarse vanidosamente la
fama del crítico duro. Si un libro no es bueno, basta con no reseñarlo.
5) DISIDENCIA. Otra cosa, sin
embargo, es cuando un mal libro recibe toda clase de encomios desde la prensa
oficialista e interesada. Entonces es obligación del crítico independiente
poner las cosas en su sitio.
6) ESTILO. Evitemos el frío
academicismo, a no ser que el medio donde publiquemos la reseña exija cierto
rigor ensayístico. En publicaciones no especializadas y en la prensa
generalista conviene convertir las reseñas en un género literario más: ameno,
pulcro, preciosista, elegante. Literario.
7) DISCRECIÓN. Pero el
protagonista de la reseña es el libro y solamente el libro. Evitemos el
escaparate de la crítica literaria para el lucimiento personal, a la manera en
que determinados periodistas tratan de imponer su personaje a la noticia misma.
En lo posible, desaparezcamos de las reseñas.
8) BAGAJE. Solo un amplio
bagaje de lecturas autorizará al crítico en sus juicios de valor. El bagaje
lector educa el gusto y ayuda a discernir el arte de la ramplonería.
9) CREATIVIDAD. No es
obligatorio ser escritor para realizar buenas críticas. Pero convendremos que
quien conoce desde dentro los resortes de la creación hablará con conocimiento
de causa. «Quien lo probó lo sabe», que decía Lope.
10) HUMILDAD. El crítico debe
aceptar la discrepancia respecto a sus juicios de valor. Nadie tiene la verdad
absoluta, aunque hay ciertas constantes en el arte que son indiscutibles. No
obstante, no debe habitar en el inmovilismo. Debe estar abierto a otras
interpretaciones y debe tratar de comprenderlas e incluso de rectificar las
suyas a la luz de otros juicios más lúcidos que el suyo. El crítico es solo un
servidor.
lunes, 15 de febrero de 2021
519. Literatura de la víscera
La pandemia ha provocado que
volvamos a poner el foco en el cuerpo, en la biología, en la fisiología. Nos
hemos familiarizado con un vocabulario recurrente que conforma la isotopía de
nuestra realidad y así hablamos de mutaciones microbiológicas, de sistemas
inmunológicos, de antígenos, de patologías previas, de células, de coronavirus,
de contagio, de disneas, de febrícula, de morbilidad y de otros tantos términos
que hemos incorporado a nuestro lenguaje cotidiano y cuyo inventario detengo
ahora por pura hipocondría, pues no puedo dejar de sentir cierta aprensión al
verlos así enumerados, unos renglones más arriba, como dispuestos sus
significantes a provocar una septicemia lexicográfica y a acabar infectando
también ellos la belleza del lenguaje.
Cuando la cruda realidad se
impone con sus argumentos de enfermedad y muerte, el lenguaje no está para
florituras ni filosofías. Debo discrepar de aquel ingenioso diálogo que
mantienen Babieca y Rocinante en el soneto que cierra el prólogo de la primera
parte del Quijote. En él, el caballo
del Cid le espeta al viejo jamelgo: «Metafísico estáis», a lo que Rocinante
responde: «es que no como». Yo creo que justamente la necesidad del hambre, al
igual que la amenaza de una enfermedad o la conmoción de una guerra, de lo que
menos precisa es de ponerse uno metafísico. Ya lo dice la cita latina: «primum vivere, deinde philosophari» o su
versión análoga de andar por casa que reza que no se puede filosofar con el
estómago vacío.
Por eso me pregunto qué tipo
de literatura nos deparará la experiencia pandémica. Y si esa focalización en
el cuerpo traerá una literatura de la víscera que ponga en solfa la realidad de
fluidos y humores que somos, ahora que estamos redescubriendo nuestra
materialidad más inerme y finita. No sería, desde luego, nada nuevo. El
Naturalismo de Zola o de Blasco Ibáñez ya cargaron las tintas sobre la
enfermedad y el deterioro físico con la brocha gruesa de sus crudas
descripciones. Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, vive tan intensamente su tuberculosis y su
conciencia fisiológica que llega a adorar la radiografía de su amada Claudia
Chauchat: el amor reducido a unas costillas y unos pulmones, la irónica
degradación de la manida idea que defiende que la belleza está en el interior.
También recuerdo la obscenidad del cuerpo en las novelas del japonés Kenzaburō
Ōe. Y más recientemente Sergio del Molino nos ha hablado de su psoriasis en La piel; Gabriela Ponce, de la
resistencia del cuerpo contra el propio cuerpo en la novela de muy
significativo y menstrual título Sanguínea;
Rosa Montero había titulado La carne a
su novela sobre el deterioro de la vejez; Andrés Neuman recorre con ingenio los
intersticios del cuerpo en las estampas irónicas, denunciadoras y
reivindicativas de su Anatomía sensible;
la literatura de Mónica Ojeda es víscera ella misma y su prosa estomagante
entronca con el arcano de la primera célula. Y tantos otros que no cito por no resultar prolijo. Si todos ellos escribieron ya estas obras antes de la
pandemia, ¿cómo no exacerbar ese itinerario de la carne tras la terrible
constatación de nuestra lucha por la vida en guerra abierta con la vida misma?
lunes, 8 de febrero de 2021
518. ¡Es ficción, idiotas!
La cosa es muy sencilla.
Imaginemos que un historiador o un prestigioso analista político me reprochase
ahora la expresión con que he decidido encabezar el presente artículo. Quizás
me afeara mi decisión aduciendo que el título es una burda manipulación, que no
se ajusta al verdadero origen de la locución, que la he adulterado zafiamente.
Después luciría su sapiencia explicando que la expresión de marras, en
realidad, formó parte de la campaña electoral del equipo de Bill Clinton cuando
James Carville decidió contrarrestar el prestigio de George Bush padre, basado
en su exitosa política exterior, colocando carteles con mensajes que pusieran
el foco en las necesidades reales de los ciudadanos norteamericanos. Y que entre
estos carteles uno rezaba: «the economy,
stupid». Y que la frase se hizo tan popular que hay quien piensa que fue el
espíritu de su contenido el que hizo ganar las elecciones a Clinton. ¡Bravo,
señor historiador o analista político! Ya nos ha quedado clara su excelsa
erudición.
Al señor historiador o al
ana-listo político, sin embargo, no se les ha ocurrido pensar que la
adulteración de la expresión responda quizás a una decisión deliberada y que
este pobre articulista de provincias solamente haya querido echar mano de la
metáfora, de la captatio benevolentiae
y hasta del guiño cómplice dirigido precisamente a los que saben perfectamente
el origen de la expresión. En definitiva, tan atentos han estado a la
salvaguarda de la fidelidad a los hechos históricos, que se han olvidado de que
existe algo llamado creatividad.
Viene todo este largo
preámbulo motivado por la lapidación que han sufrido los guionistas de la serie
El Cid, creada y codirigida por Luis
Arranz y José Velasco. Atentos a las minucias históricas, todos estos talibanes
del rigor han arremetido contra la serie pensando que quizás estaban ante un
tratado de Historia y no ante una serie de ficción. Los juglares del Cantar de Mio Cid también cometieron
varias inexactitudes históricas. El Cid fue desterrado tres veces y en el Cantar solamente una; las hijas del Cid
no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, ni fueron violadas en
ningún robledal de Corpes; no existió ningún rey moro llamado Búcar; el conde
de Barcelona fue apresado por el Cid dos veces y no una, etcétera. Y, sin
embargo, nadie se ha rasgado las vestiduras por estos errores, antes bien, se
ha aplaudido la creatividad del juglar que en aras de lo que le convenía a la
estructura del poema, ha reducido el número de destierros o ha convertido una
posible rivalidad nacida por las lindes de unas tierras en una cuestión de
honor mediante el capítulo de la afrenta de Corpes. Seguramente los juglares ya
ni recordaban las circunstancias reales de lo que narraban pero eso no actuó en
menoscabo de nuestro primer monumento literario. Otra cosa es que las
prosificaciones cronísticas dieran crédito a los cantares de los juglares. Eso
sí es reprochable: los cronistas sí son, a su manera, historiadores. Los
juglares son, en cambio, artistas.
Luego llegó el Romancero y con él el famoso silencio de
Sancho ante el lecho de muerte de su padre; y se sugirieron los amores
incestuosos de Urraca y Alfonso; el carácter manipulador de esta y la sospecha
de su connivencia con el inexistente traidor de Zamora en la muerte de Sancho;
y el enamoramiento de Urraca con el Cid; y la legendaria jura de Santa Gadea
donde el Cid hizo jurar al futuro rey Alfonso que no había tomado parte en la
muerte de su hermano; y en la victoria del Cid una vez muerto, que acrecentó la
leyenda. Todo mentira. Pero todo lleno de verdad literaria. De todo eso hay en
la serie de televisión, a poco que uno conozca algo las fuentes literarias. En
la factura técnica ya no entro. Nada es reprochable en la ficción, salvo la
verosimilitud, que no es lo mismo que la veracidad. En las series históricas
debe cuidarse esta última evitando anacronismos flagrantes pero no hasta el
punto de arruinar un hallazgo creativo interesante o el filón de una tradición
apócrifa. Porque, con el permiso de Carville: ¡es ficción, idiotas!
lunes, 1 de febrero de 2021
517. Bordar el amor
Cuando
se estrenó Mariana Pineda en 1927,
Juan Ramón Jiménez declaró que Lorca había sido arrojado del Parnaso pues era
indigno que un poeta escribiera teatro. Quizás Juan Ramón ignorase que donde
más poeta se sintió Calderón fue en sus obras teatrales. Prueba de ello es la
antología que la editorial Renacimiento acaba de sacar a cargo de Luis Alberto
de Cuenca.
Pues
bien, la nueva adaptación de Javier Hernández-Simón es pura poesía: la
lorquiana y la visual. La historia de Mariana Pineda es bien conocida: la mujer
granadina ajusticiada en 1831 por haber bordado una bandera en la que aparecían
las palabras Libertad, Igualdad y Ley. Ahora bien, Lorca añade a su personaje
la dimensión del amor, pues su heroína actúa movida por sus sentimientos hacia
Pedro de Sotomayor. Cada puntada que da forma a la bandera de la discordia
viene impulsada por el amor y no tanto por una verdadera convicción ideológica.
De hecho, Lorca siempre insistió en la interpretación no política del drama.
Mariana Pineda no lucha, a priori,
por una ideología sino por amor. Esta entrega desmedida a don Pedro provocará
que Mariana acabe siendo víctima de su propia pasión, que la conducirá a la
soledad, al rechazo social e, incluso, al abandono de sus propios hijos. Como
es característico en el universo lorquiano, el amor es una fuerza arrolladora
que transforma a los personajes. Cuando Mariana es apresada, se niega a
desvelar los nombres de los liberales que iban a sublevarse. Su acto de amor es
inquebrantable y prefiere poner su vida en peligro a delatar a su amante.
Javier
Hernández-Simón opta por una puesta en escena sencilla y, a la vez, muy efectista:
una serie de puertas móviles que se juntan, se separan, se cierran o se abren
le sirven para marcar la progresiva soledad en la que se sume Mariana.
Asimismo, aparecen en el escenario unos largos hilos rojos que simulan el telar
en el que teje la protagonista y que, además, son las hebras en las que se
enreda y en las que su vida queda atrapada, como si de una terrible telaraña se
tratase. Especialmente hermoso es el momento en que Laia Marull simula estar
enredada en esos hilos mediante un plástico trabajo de expresión corporal muy
poético.
La
actuación del elenco de actores es, en líneas generales, muy correcta. Si bien,
como punto débil, se podría destacar el acento andaluz bastante impostado de
una de las actrices que chirría en el conjunto de la obra. Esta nota localista desluce,
pues ningún otro personaje tiene acento andaluz, ni si quiera la protagonista,
y se aleja del carácter universal que Lorca quería imprimir a sus dramas.
Destaca
también la interpretación de Laia Marull en el punto álgido de la obra, cuando
la protagonista, recluida en un convento, evoluciona desde la negación de su
cruel destino: “tengo el cuello muy corto para ser ajusticiada”, a la esperanza
inquebrantable en que la salvará don Pedro hasta la dolorosa asunción de su más
absoluta soledad: su amante no vendrá a rescatarla ni a morir con ella. Esta
angustiosa realidad supone para la protagonista su propio autoconocimiento:
ella es la libertad. Si don Pedro ama más a la libertad que a ella misma,
Mariana Pineda será la libertad, será esa idea que domina los pensamientos y
los actos de su amante. Morirá siendo la encarnación de ese noble ideal y don
Pedro seguirá estando enamorado de ella, la amará a ella que es la Libertad
misma: “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”
En
definitiva, esta nueva puesta en escena de Mariana
Pineda nos ofrece la oportunidad de ver sobre las tablas, llena de vida, a
la mujer que se ha convertido en símbolo y paradigma de la lucha por los
ideales con una firmeza y coherencia dignas de encomio, sustentadas en el amor
que, en definitiva, es el sentimiento vertebrador del universo lorquiano y, por
extensión, de nuestro mundo.
lunes, 25 de enero de 2021
516. Dos libros de memorias
Entre mis lecturas más
recientes he querido realizar una suerte de experimento socio-literario leyendo
de forma simultánea los últimos libros de memorias de Ana Iris Simón y Elvira
Lindo. Generacionalmente, ambas escritoras pertenecen a mundos distintos: Elvira
Lindo tiene 59 años y Ana Iris Simón, 30. Y el lector, en este caso yo, ejerce
de bisagra entre ambas con sus 42 años. El experimento consiste en cotejar los
referentes culturales, sus estilos literarios y comprobar a cuál de las dos se
siente más cercano el lector bisagra.
Una reflexión, antes, sobre
el llamado género memorialístico, tan en boga en los últimos tiempos. Parece
existir una necesidad, a determinada edad, de reordenar el mundo personal a
través de la literatura de evocación o de explicarse uno a sí mismo a través
del legado que nos dejaron quienes nos antecedieron o de apresar para siempre
un mundo que sabemos periclitado y rescatarlo así del olvido que será. Pero
para que este tipo de género tenga un verdadero valor literario, no basta con
el catálogo experiencial del pasado, sino que requiere la habilidad de hacer
trascender la anécdota personal a una universalidad que haga del libro una
historia perenne y que nos interpele y concierna, a pesar de no pertenecer a la
generación en la que está contextualizada la obra.
Ese es quizás el principal
error que yo hallo en Feria, el
primer libro de Ana Iris Simón: el abuso del anecdotario familiar. Solo cuando
la autora aprovecha su material biográfico para reflexionar por contraste sobre
algunos aspectos del presente, sobre todo aquellos que tienen que ver con el
talibanismo moral y la tontería y banalidad que se ha instalado en parte de sus
coetáneos, el libro consigue volar. En ese sentido, su posicionamiento es
también valiente, lo que es de agradecer. Por otro lado, respecto al estilo
literario, lo que muchos han llamado frescura y espontaneidad –que la hay, sin
duda– a mí me aleja de la literatura y de su necesaria capacidad evocadora.
Bajo esa prosa desliteraturizada parece subyacer la creación de un lenguaje que
quiere mimetizarse con el narrador infantil, pero no sé si resulta eficaz. Lo
mejor, la reivindicación de una clase social desacomplejada, convirtiendo lo
casposo en hallazgos líricos –estos sí– que contribuyen a la mitología.
A Elvira Lindo, en cambio, se
le nota el oficio. De las vicisitudes reales y concretas de su padre recogidas
en A corazón abierto consigue
construir un protagonista totalmente literario, que pasaría por personaje de
novela si no supiéramos que la autora está evocando, de modo terapéutico, la
figura paterna. El acierto está en la mirada. La sugestiva remembranza del
pasado y los análisis psicológicos pasan por el cedazo de una sensibilidad
atenta a los detalles, inteligente e hiperestésica y el resultado es la configuración
de unos personajes redondos, llenos de matices y aristas de los que nos acaban
interesando más por sí mismos que en relación con el parentesco que mantienen
con la autora. Al libro le falta alguna que otra poda, pero se lee con gusto
porque se ajusta con pericia a los resortes narrativos de la ficción, aunque lo
que se cuente sea dolorosamente real.
Y así, se da la paradoja de
que, hallándose el lector bisagra más cerca del contexto histórico de Feria, a algunos de cuyos recuerdos he
asistido con el agrado del reconocimiento, me identifico más con la propuesta
de Lindo, cuyo marco temporal no me pertenece por edad pero que queda
compensado por habitar el territorio de la Literatura, allí donde no importan
las generaciones ni el relato concreto de la Historia porque a todos se acoge
por igual en la patria común de la palabra.
lunes, 11 de enero de 2021
515. El estilo es todo
El lema lo hizo famoso
Flaubert y luego lo han repetido muchos otros a lo largo de la Historia de la
Literatura: «el estilo es todo». Un siglo antes, Georges-Louis Leclerc, conde
de Buffon, había ido más lejos cuando, tras ser elegido como uno de los
«cuarenta inmortales» por la Academia Francesa, dijo en su discurso inaugural
que «el estilo es el hombre mismo».
No tengo claro, sin embargo, que la máxima siga teniendo adeptos en nuestros días, a tenor de los elogios que determinados libros (totalmente exentos de estilo) están recibiendo no ya solo de los lectores (contingencia que me podría alarmar algo menos) sino también de la crítica especializada (hecho este que sí es motivo de preocupación). De uno de los libros que lideran todas las listas anuales de los suplementos culturales se ha dicho que entrar en él es como ingresar en una casa blanca, sin muebles y llena de luz, refiriéndose a la claridad de su prosa. Se encomia también la capacidad de su autora de alejarse de los juicios morales que puedan provocar sus personajes para que sea el lector quien decida, perturbado por el conflicto ético que produce la situación pergeñada por la novelista, dónde debe posicionarse. Es decir, que la autora se limita a describir el brete de su personaje con un lenguaje meramente testimonial, una escritura burocrática que tramita el argumento, y a dejar al lector lidiar con sus escrúpulos morales. Y yo me pregunto: si el lenguaje de la novela, su estilo, es premeditadamente aséptico, y si tampoco la autora se involucra en los conflictos que plantea, o dicho de otro modo, si la novela adolece tanto de su vacío formal como de su fondo, ¿dónde queda el trabajo de la escritora? ¿Dónde su oficio y virtudes? ¿Dónde su esfuerzo? Por supuesto, su opción es absolutamente legítima y a la vista está que también eficaz. Y hasta podríamos comulgar con ruedas de molino y enmascarar estos lunares diciendo que el estilo de la autora es, precisamente, no tener estilo. Lo de no involucrarse con la tesitura moral me preocupa menos: los escritores del realismo decimonónico, una vez superadas las llamadas novelas de tesis, también quisieron «desaparecer» de la novela para no dirigir al lector con sus apreciaciones. Pero, al menos, aquella gente escribía con una elegancia y exquisitez que no se ha vuelto a ver después.
Los detractores del estilo arguyen que se corre el peligro de convertir la Literatura en una mera exhibición de barroquismo superfluo, de pura floritura, y tienen razón quienes así se previenen. No vale el lucimiento gratuito si no es al servicio de un bien mayor: la conmoción de su fondo. Pero ese temor no justifica la prosa ramplona y fácil. Y quizás sea esa asequibilidad la que provoca los elogios de algunos críticos, abocados ellos también a la pereza del reto intelectual y a la desidia en la profundización de su propia sensibilidad, si la tuvieren. El lector poco exigente, entonces, animado por ver el libro que tan poco le ha costado leer en lo más alto de las listas, cree legitimarse y aspira a codearse con la gran cultura que le han vendido creyendo que su bagaje lector es de alto copete. Ya puede participar en las conversaciones literarias con la autoridad de quien cree que ha alcanzado el listón intelectual exigible para su lucimiento en el proscenio social. Esto ya lo detectó Juan Manuel de Prada en uno de sus lúcidos artículos que tituló significativamente "Cultos".
Tal vez acomplejado por estos opositores de la distinción, Muñoz Molina confesaba en una conversación con Fernando Aramburu que había intentado depurar su estilo, evitando las cláusulas subordinadas, los meandros del lenguaje, sus volutas sinuosas, sus evocaciones líricas. Pero es que es justamente todo eso lo que buscamos los lectores de Muñoz Molina o de Landero o de Pérez Andújar o de Hidalgo Bayal o de Luis Mateo Díez o del primer Llamazares y de tantos otros. Sentirnos imbuidos de su universo envolvente y acogedor, gozar con ese «extrañamiento del lenguaje» que defendían Shklovski y los formalistas rusos, saber con certeza que nos encontramos ante un artefacto literario y no ante un mero catálogo de lances argumentales. De muchos de los argumentos de los libros de estos novelistas ya casi no me acuerdo. En cambio sí recuerdo el placer que me produjeron sus correspondientes sesiones de lectura. El poso que aún permanece.
Si convenimos en que la Literatura debe ser una manifestación artística más y no un simple ejercicio notarial, entonces la mera asepsia no es aceptable. Escritores del mundo: concédannos, al menos, el placer estético de su prosa. Incluso aunque el tema que aborden no sea todo lo interesante que hubiéramos deseado, todo se perdonaría por el hallazgo de una imagen bella, de un recurso estilístico inteligente, de una prosa elegante, de un poquito de agua con su vergelito en mitad del páramo. Piensen, en fin, en los sedientos.