lunes, 20 de junio de 2022

576. 'La muerte y la doncella'

 


Resulta difícil expresar con palabras la sobrecogedora belleza de La muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión, quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta idea.

La pieza de Schubert, como se sabe, está basada en un lied cuyo tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas –la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten opuestos e iguales a la vez,  herencia de la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas, a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco –la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto, una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos, contribuye al crescendo de la tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido, parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán, como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más terrible y lo más bello de nuestra condición.

lunes, 13 de junio de 2022

575. ¿Pero cuándo sale el protagonista?

 


Por motivos que no vienen al caso, estos días ando releyendo Ivanhoe, la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama, casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente Ivanhoe. La decepción se supera pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos por la esperada aparición de Shakespeare.

De todas formas, siempre me ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con su Drácula. El vampiro apenas aparece en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana de Daudet en La chica de Arlés, que incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.

En la página ¡332! de la edición de Ivanhoe que manejo, el héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos, pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria. Como en todo, algunos medran a base de jeta.

lunes, 6 de junio de 2022

574. 'Una historia ridícula' (y muy seria)

 


De entre algunos de los comentarios que ha suscitado el nuevo libro de Luis Landero, me llaman la atención aquellos que ponderan la veta humorística de la novela. A mí, en cambio, Una historia ridícula me ha parecido la amarga crónica de un desahuciado, y su argumento, lejos de provocar carcajada alguna, se me ha antojado un relato tremendamente serio. Enseguida se me vino a las mientes aquella anécdota de Ionesco que, al estrenar el 11 de mayo de 1950 La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, asistió perplejo a las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Y aunque puedo comprender a aquellos que ven en la historia de Marcial un material risible, será en todo caso aquel humor que defendía Wenceslao Fernández Flórez: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».

Es cierto que Marcial irrumpe desde el principio de la novela con el perfil de eso que llamamos –desde nuestra atalaya de condescendencia– un pobre hombre. Muy pagado de sí mismo, de carácter atrabiliario y misántropo, rayano en la sociopatía, Marcial expresa, siempre a la defensiva, una forma de ser y de estar en el mundo, con sus particulares filosofías sobre la vida y sobre las relaciones humanas. Y en su reflexiones, que casi parecen diatribas, interpela a veces al propio lector, a quien presupone prejuicioso, y se adelanta a las posibles reticencias de orden moral o cívico que este podría argüir contra sus ideas, muchas de las cuales encajarían muy bien en el marbete de lo políticamente incorrecto. Claro que esta caracterización del personaje puede provocar la risa, incluso cierta animadversión ante ese prurito de superioridad y de autocomplacencia, pero detrás de aquella vehemencia, casi agresiva y siempre alerta, con que Marcial se defiende, hay un algo de desesperación por encajar y un resentimiento vivo ante un agravio que va más allá de los pormenores argumentales, y que se relaciona con cierta sensación de destierro. Salvando las distancias, Marcial es el Pijoaparte de Marsé, el charnego que quiere medrar entre la burguesía catalana pero a quien Teresa utiliza para jugar al marxismo, eso sí, desde su palacete de Sant Gervasi. Marcial, matarife en una empresa de productos cárnicos, sin apenas formación, también aspira, como el Pijoaparte, a redimirse a través de la cultura y blande con orgullo su autodidactismo, que podrá ser más o menos sólido, pero que es auténtico y apasionado y que, por lo menos, no usa como hacen las élites supuestamente intelectuales para aparentar en el proscenio social. Y Pepita, de la que está profundamente enamorado, es aquí la Teresa de Marsé. En las páginas de Una historia ridícula, aunque el título y el irónico pavo real que ilustra la cubierta, puedan llevarnos a engaño, se dirime una cuestión social de primer orden, aquella que atañe a todos aquellos que no tuvieron la oportunidad de granjearse una formación académica firme y que sienten que hay una vocación ahogada por las circunstancias. Es también un testimonio de cómo el amor puede hacer tambalear los cimientos de la más alta coherencia personal. Y asimismo, la novela pone sobre el tablero y visibiliza la vida gris de muchas personas anónimas, insignificantes en el maremagno de la Historia, sus aspiraciones truncadas, que alguna vez acaban, desgraciadamente, copando los telediarios. Es también una defensa de la anécdota y del poder de las pequeñas cosas.

Por lo demás, no voy a insistir de nuevo en los méritos de la prosa de Landero, que de sobras son ya conocidos, pero sí en la maestría para construir un crescendo narrativo que augura, como un terrible redoble de tambores, el final apoteósico de esta historia donde lo ridículo adquiere, por una vez, y aunque no lo parezca, categoría trascendente.

lunes, 30 de mayo de 2022

573. Naturalismo 'light'

 


Entre los múltiples homenajes que se prepararon el año pasado para conmemorar el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, destaca la versión teatral de Los pazos de Ulloa. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Galán, quien se enfrenta a una ardua labor pues condensar una extensa novela y someterla a los mimbres del teatro, con una duración que no excede las dos horas, es todo un reto. Helena Pimenta, quien fuera directora de la CNTC, se encarga de la dirección de este otro clásico de nuestra narrativa decimonónica.

El resultado final de esta adaptación es, en líneas generales, correcto. En escena aparece reflejado el hilo argumental básico de la novela: la llegada a los pazos de don Julián, un clérigo apocado sin auténtica vocación que cumple escrupulosamente los preceptos de la religión cristiana; el matrimonio de don Pedro Moscoso con su prima Nucha y su tormentosa relación -en la que no faltan las infidelidades con la criada Sabel, con la que tiene un hijo bastardo- y el control que ejerce Primitivo por encima, incluso, del marqués de Ulloa.

Si en la novela es don Julián uno de los personajes principales, en este nuevo espectáculo actúa también como narrador que relata determinadas acciones que no pueden representarse o bien resume y comenta ciertos aspectos que permiten que la trama avance a grandes saltos. De hecho, la obra comienza con una suerte de introito, de contenido innecesariamente pedagógico, en el que se compara con don Fermín de Pas, el otro gran clérigo de la literatura del siglo XIX, con el que comparte ciertos rasgos pero de quien lo separa un perfil psicológico totalmente opuesto. La comparación, por tanto, resulta poco adecuada pues don Julián es un personaje con entidad propia per se, sin necesidad de tener que legitimarse al compararse con el de Clarín.

La labor de condensación a la que se ha aludido anteriormente conlleva una serie de desaciertos, como la rápida y abrupta caracterización inicial de los personajes al inicio de la representación, en la que se apuntan ya dos de los temas principales: la violencia que impera entre las relaciones de todos los personajes y el contraste entre la rudeza del mundo gallego rural, caciquil y analfabeto, y el refinamiento del entorno urbano (dicotomía perfectamente representada en los personajes del marqués de Ulloa-Primitivo y don Julián).

Por otra parte, la imposibilidad lógica de que aparezca Perucho en escena, el hijo ilegítimo del marqués, resta también intensidad a la representación. Así, la memorable y espeluznante escena en la que los brutos habitantes de los pazos emborrachan al indefenso niño ante los escandalizados ojos de don Julián será relatada por este sin llegar a alcanzar el clímax que hallamos en las páginas de la novela.

Otros aspectos importantes en la obra de Pardo Bazán son aquí esbozados o tenuemente perfilados, como las reflexiones políticas y sociológicas, el analfabetismo, el caciquismo, la escasa sensibilidad del marqués ante la belleza artística y algunos momentos oníricos que atormentan a don Julián o Nucha. La adaptación ofrece al espectador un lienzo inacabado, esbozado con pinceladas de brocha gruesa, pero alejado del deleite que produce la lectura atenta de la novela, la cual sí es una auténtica joya artística. Es, por tanto, una válida y digna aproximación al universo creativo de doña Emilia mas no supone una auténtica inmersión en él ya que, por ejemplo, el espectador conocedor de la novela percibe la imposibilidad de recrear las escenas naturalistas que salpican la novela y que generan una ambientación en la que el determinismo biológico, las pasiones incontrolables, la rudeza, la animalización de ciertos personajes y algunas descripciones escabrosas se enseñorean en las magníficas páginas de la escritora gallega.

Para este homenaje teatral, Pimenta se ha rodeado de un elenco de intérpretes que realizan su labor con solvencia. Quizás don Julián podría haber sido encarnado por un actor algo más joven que transmitiese más inocencia e inseguridad. Sobresale Marcial Álvarez, el marqués de Ulloa, quien modula magistralmente su registro interpretativo desde la crueldad más espeluznante cuando maltrata a Sabel o a Nucha hasta un carácter más amable y jovial cuando viaja a Santiago de Compostela para visitar a su tío y a sus primas. El resto de actores hacen una buena ejecución, si bien algunos no pueden explotar la infinidad de matices psicológicos de sus personajes por la limitación a la que se han visto reducidos por exigencias de la versión teatral. De nuevo, la lectura de la novela permitirá al lector disfrutar de, por ejemplo, la maldad y la capacidad de manipulación de Primitivo o de la evolución de la pobre Nucha, cuyo deterioro final es simplemente sugerido en las tablas.

La puesta en escena es clásica y acertada, puesto que tanto el vestuario como la escenografía nos sitúan claramente en el siglo XIX. El escenario representa una casa rural en madera sin lujos, propia de esa nobleza gallega venida a menos, aferrada a unos privilegios que se resiste a perder. Con solo una mesa, una cama, un reclinatorio y una puerta central sobre la que se proyectan algunas imágenes, los personajes nos llevan desde la ciudad a los pazos con naturalidad.

En definitiva, Galán y Pimenta han conseguido una adaptación muy aceptable, que respeta el espíritu de la obra original y que supone un homenaje digno de encomio en cuanto que contribuye a reivindicar la figura de doña Emilia; pero el resultado final no llega a las cotas de excelencia que logró la escritora gallega. Es una forma válida de acercarse a su obra y de recordarla, pero no se ha de perder de vista que el mejor homenaje para Pardo Bazán es leerla, dar vida a sus personajes en cada bisbiseo y recrearnos en la ambientación naturalista que impregna la obra.

lunes, 23 de mayo de 2022

572. Blanca Portillo o el silencio hecho palabra

 


Cuando el silencio se enseñoree también de nosotros y nos convirtamos en los vasallos que laboran la eternidad en los estériles campos de sus callados feudos, en los manuales de Historia del Teatro todavía alguien podrá leer el nombre de Blanca Portillo como ahora leemos los de María de Navas, Francisca Baltasara, María de Zayas, María Guerrero o Margarita Xirgu. Porque la excelencia de la actriz madrileña, cosechada a fuerza de tesón y contra toda adversidad espuria, es hoy el blasón con que triunfará del tiempo y su inquina.

Su último trabajo, la adaptación para las tablas del discurso que Juan Mayorga leyera durante la ceremonia de su ingreso en la Real Academia, es un milagro de las artes escénicas. Y no solo por el evidente riesgo que constituye querer versionar para el teatro un acto meramente académico, sino por el titánico esfuerzo que supone para la actriz permanecer durante casi dos horas defendiendo ella sola un texto de vocación ensayística y rigor intelectual, y hacerlo con tal apasionamiento que la palabra erudita –con su acaso de inevitable frialdad– se convierta en un homenaje al teatro a través del concepto del silencio, a la postre, pretexto y fin al mismo tiempo. Blanca Portillo, ataviada con traje de gala, lee para los académicos el texto de Mayorga, quien ya fantaseara con la posibilidad real de que fuera un actor el que llevara a cabo aquel acto protocolario, trasunto tal vez del desdoblamiento teatral, y una leve intrahistoria (la de la actriz en paro y olvidada, que recibe el encargo del flamante aspirante a la Academia) basta para hilar argumentalmente la escasa trama. Al hilo de las reflexiones del texto –una auténtica clase magistral que debiera representarse en todas las facultades de Filología–, la actriz interpreta fragmentos de algunas piezas teatrales –pero también de otros géneros– que tienen el silencio como protagonista: el silencio autoritario del Creonte de Antígona o el impuesto por Bernarda Alba; el silencio desamparado que habita los espacios entre las réplicas de los diálogos de Chéjov; la incontinencia rebelde de Sancho ante el silencio marcado por su señor don Quijote; el «silencio articulado» –como lo definió mi Beatriz durante la cena posterior a la obra– del teatro del absurdo; el silencio divino que sufre el personaje del Inquisidor en el cuento interpolado en Los hermanos Karámazov; el silencio incómodo de la pieza musical 4’33”, de John Cage (reproducido hasta el último segundo por la actriz durante la representación, en un pasaje de la obra tremendamente arriesgado y audaz); o el silencio enamorado de Segismundo ante Rosaura (emocionado homenaje a uno de los papeles cumbre de Blanca Portillo). Por no hablar de la reflexión metafísica del silencio, convertido en ontología, especialmente durante la introducción;  la reivindicación política a él vinculada; o la lección teórica del silencio relacionada con sus posibilidades técnicas en el escenario: las pausas, las acotaciones o los apartes. El texto de Mayorga lo podrá encontrar el lector curioso publicado por la editorial La Uña Rota.

 En el debe del montaje, algunas incorporaciones de sesgo feminista que no por legítimas son menos forzadas o erróneas (como el reproche a los miembros de la RAE por su rechazo a los dobletes gramaticales de género; la supuesta superioridad interpretativa de las actrices por encima de los actores; o ese bonito ejercicio de sororidad en el que Portillo reformula el famoso pasaje final donde Bernarda Alba pide silencio a sus hijas, convirtiéndola, en su hermosa reinterpretación, en una supuesta víctima más del sistema patriarcal, que es otra forma de silencio).

Donde no hubo silencio, sin embargo, fue en la aclamación final desde el patio de butacas, que se prolongó durante minutos. Nada extraño si uno piensa, con razón, que esta obra de Blanca Portillo adquirirá con el tiempo algo de legendario, como aquel Lorca de Juan Diego Botto, y que el eco de esos aplausos desafiarán el silencio de los siglos. Aunque nosotros, ya silencio perpetuo, no estemos allí para comprobarlo.

lunes, 16 de mayo de 2022

571. 'Summertime blues'

 


Estas últimas semanas he andado meciéndome entre el melancólico vaivén de la agradabilísima prosa de Diego Prado. Seguramente sea la melancolía el sentimiento que mejor se aviene con el ejercicio de la lectura y, comoquiera que Diego Prado administra con maestría la nostalgia y los mundos languidecientes, la experiencia ha sido adictiva, pues a ver quién es el embustero que se resiste a refocilarse en el alma de blues que todos llevamos dentro. El autor ya advierte en el prefacio de su novela que el argumento parte de un hecho real, la muerte en 1960 del ídolo del rock and roll Eddie Cochran en un accidente de tráfico y la posterior custodia de su guitarra por parte de un joven policía llamado David Harman. Sobre la base de este acontecimiento, Prado fabula mezclando realidad y fantasía, y pasa lo de siempre: que todo ente de ficción acaba siendo real en tanto que existe en la literatura, aunque esta premisa solo es cierta si los personajes tienen verdad, y los personajes de Prado –créanme– tienen mucha verdad; así que doy fe de que Johny y Jane y Whitaker y todos los demás existieron realmente. Johny, un bala perdida que está enamorado de la chica bien de un pueblecito de Alabama que es fan de Cochran, promete conseguirle a aquélla la guitarra del cantante. Con esa meta, acude junto a su amigo, el larguirucho Whitaker, al concierto de Cochran en Somerset, el último que daría el músico, pues de camino al aeropuerto para regresar a EEUU se produce el fatídico accidente. A partir de aquí y con la guitarra casi expedita, Prado activa los resortes de la ficción.

Leer Summertime blues ha sido como estar viendo una de esas películas americanas ambientadas en los años 60, sujetas a un clasicismo canónico que se agradece mucho en estos tiempos de rupturismos literarios. Y no solo porque la novela beba del lenguaje cinematográfico o porque el libro constituya un friso de los acontecimientos históricos más relevantes que jalonan aquella década en EEUU (entre ellos la guerra de Vietnam a la que el autor dedica varios capítulos), sino porque Prado es capaz de crear la atmósfera precisa para transportarnos a aquel tiempo y a aquel país ensamblando con precisión todos los motivos recurrentes que el lector, a la postre depositario del imaginario colectivo, espera encontrarse, y todo ello sin menoscabo de la originalidad y auspiciado por un innegable talento narrativo. Así, los tipos humanos, la concepción del mundo, los registros lingüísticos y, por supuesto, la banda sonora, se acomodan perfectamente a las expectativas del lector, que halla el placer del reconocimiento a la vez que se embarca en una buena historia. Se agradece también la noble voluntad del autor de concebir su libro como un artefacto literario desde el punto de vista estilístico, y aunque, persiguiendo esa empresa, quizás concatene sin la necesaria dosificación metáforas y comparaciones literarias, tampoco estorban, aunque la limpieza de la prosa, tan agradable y amabilísima per se no las requirieran con tanta profusión.

Por lo demás, Summertime blues es un homenaje a los ideales, a la amistad y la memoria. Sobre este último tema descubrirá el lector el acierto estructural de dos historias paralelas en planos temporales distintos que acaban encontrándose. Y hay algo también del valor de la intuición, a veces aderezada con su pizca de esoterismo. Pero para mí, como dije al principio, Summertime blues es sobre todo un canto a la melancolía, al tiempo periclitado, al exilio de quienes sienten que ya no se reconocen en la época en que viven, pecios ellos mismos del naufragio del tiempo y del desecanto que acaban arrastrados por el oleaje a una playa solitaria donde el verano es solo una canción de blues. Y no: there ain't no cure for the summertime blues. Afortunadamente.

lunes, 9 de mayo de 2022

570. 'El Ruletista'

 


La editorial Impedimeneta anda ya por la sexta edición de El Ruletista desde que en 2010 decidiera recuperar este relato corto semi inédito de Mircea Cǎrtǎrescu. El cuento formaba parte de un volumen mayor titulado El sueño, y fue publicado en 1989, aunque no superó la censura comunista y el autor rumano tuvo que transigir con la mutilación del libro, poda que suprimió completamente ese relato y parte de los otros que integraban la obra. Hubo que esperar a 1993 para ver publicado el libro completo, esta vez con el título de Nostalgia. Pero de la intrahistoria de El Ruletista y del libro de cuentos donde acabó inserto puede dar mejor cuenta su traductora, Marian Ochoa de Eribe, autora también del pequeño estudio preliminar que abre la edición de Impedimenta.

A mí me interesa más bucear por las causas que han contribuido a que ese cuento haya seguido reeditándose casi ininterrumpidamente durante una década. Más allá de la lealtad de los lectores de Cǎrtǎrescu y de la socorrida brevedad del librito, hay en El Ruletista un magnetismo que se parece mucho al que ejerce el innominado protagonista del relato. El llamado Ruletista, con el que el narrador dice haber tenido una irregular relación de amistad desde la infancia, decide superar sus penurias económicas prestándose al ritual de la ruleta rusa, de cuyo trance sale siempre milagrosamente indemne. Tanta es la suerte que acompaña al incauto, que llega un momento en que decide ir incorporando más balas al tambor del revólver hasta cargarlo por completo con los seis cartuchos. Cǎrtǎrescu describe, con un gran dominio de la atmósfera, la sordidez de los conciliábulos y sus protocolos, y denuncia, aunque veladamente, la ociosidad de la clase acomodada, que disfruta de forma insana con el morbo de esa ceremonia trágico-lúdica apostando su dinero a costa de la vida de vagabundos harapientos y demás parias de la sociedad. Pero es el ruletista en cuestión quien acapara toda nuestra atención. Cuando las ganancias de las apuestas han conseguido paliar sus urgencias monetarias y, por lo tanto, hacen innecesaria ya su participación en la macabra liturgia, el protagonista sigue jugándose la vida asumiendo cada vez más riesgos y convirtiendo el acto en un espectáculo que aliña con todo tipo de sofisticadas performances. En realidad, detrás de esa actitud enfermiza subyace la radicalidad metafísica que el coqueteo con la muerte exacerba hasta diluir la frontera entre ser y no ser, de acuerdo con la tendencia onirista de la literatura rumana de los 80 que incorporaba el sueño como simbionte de la vida hasta confundirse con ella, premisa filosófica que, por otro lado, ya había cultivado, entre otros, Calderón en nuestro teatro áureo. Durante el relato, se intercalan reflexiones metaliterarias del narrador, un exitoso escritor ya anciano, insatisfecho de su balance literario y que parece cifrar su inmortalidad en la narración de este cuento postrero, igual que el protagonista desafía también la lógica de la vida, agrandando la leyenda de su gesta para alcanzar la inmortalidad incluso en la muerte. El sesgo de la literatura onirista llega aquí a su culmen al asumir el narrador su condición de ente de ficción dentro del relato (a la manera de Unamuno en Niebla), condición en la que fía su eternidad, pues se obrará su resurrección cada vez que el lector se acerque a su historia y le insufle de nuevo de vida. De tal manera, que la inmortalidad legendaria del ruletista y su éxito en la memoria colectiva de los lectores está unida a la propia inmortalidad del narrador: un canto a la posteridad merced a la Literatura. La última bala del cartucho.

 

A Ana Robles, que vació el tambor del revólver cuando yo era un ruletista y la vida, una ruleta rusa.

lunes, 2 de mayo de 2022

569. Clubes de lectura

 


Siento por las presentaciones de libros una contradicción extraña. Por un lado resultan necesarias para la puesta de largo de una obra, para su saludo entre las sociedad lectora, que acude, como en un ritual, al bautismo de la nueva criatura y acompaña al padre en la celebración. A veces se usan, de forma retórica, esos términos de corte religioso para referirse a este tipo de actos. Así, se dice que tal o cual presentador oficiará la ceremonia; que el poeta salmodió sus versos para la feligresía literaria y que los asistentes, en esos templos de la literatura que son las librerías, comulgaron con la oblea del papel. Y hasta la compra del libro se antoja comprometedora, como cuando el monaguillo pasa el cepillo al terminar la misa. Y así, aquella presentación queda revestida de cierta solemne formalidad que quiere legitimar lo que en realidad es: una transacción comercial. Porque, durante las presentaciones de libros, no puedo dejar de pensar que toda esa puesta en escena no deja de ser un ejercicio mercantilista donde el escritor debe seducir cual mercader bereber al público asistente, ardid del que también participa el presentador, ese hombre que pasaba casualmente por allí y que leyó el libro y que quedó maravillado y extasiado y alguna hipérbole más. Una presentación es, a veces (concedamos que no siempre), la solapilla o la contracubierta o la faja de los libros hechas teatro vivo. Y claro que las editoriales tienen que vivir y las librería que ceden su espacio deben facturar, pero para determinado escritor, para quien la literatura lo es todo excepto un negocio, debe de resultar bastante incómodo formar parte del bazar. Y si accede es, ante todo, porque la literatura es un acto de comunicación y el que escribe aspira siempre a poder comunicarse.

Por supuesto, en esto de las presentaciones hay honrosas excepciones. Pero donde nunca habrá trampa ni cartón es en los clubes de lectura. Allí no hay ya que convencer a nadie para que compre tu libro; todos lo han comprado por voluntad propia y sin más intermediario que el boca-oreja, la curiosidad o, si la carrera del escritor es dilatada, la lealtad de quien apuesta sobre seguro. En los clubes de lectura hablan, sobre todo, los lectores. Allí se permite el agasajo y la impertinencia; el halago y el escarnio público; el pudor y el huroneo morboso. Se puede ser bondadoso o maleducado. Pero se habla de hechos consumados, los recogidos en las páginas del libro del que se debate. Y como cada lector es un mundo, y la inteligencia y la sensibilidad admiten en ese foro muchas y variopintas capas de permeabilidad, aparecen en las interpretaciones hallazgos inesperados, perspectivas nunca imaginadas por el propio escritor, alternativas argumentales inspiradoras, críticas constructivas que ayudan a mejorar y, sobre todo, el cariño y la complicidad de ese conciliábulo de letraheridos que se reconocen en su pasión por la lectura y que convierten esos actos en un ejercicio de camaradería duradera. El escritor ya no se siente en la obligación de convencer ni de defender su proyecto literario sino que participa como uno más de la discusión, casi como si hablara de un libro ajeno, un libro que ha escrito otro (los libros siempre los escribe El Otro) y descubre complacido, cómo su protagonismo mengua, en beneficio de la obra. Allí la única transacción que existe es la de las ideas y la de las palabras y, si se tercia, la de unos vinos que desaten la lengua. Un club de lectura es siempre algo más que un club de lectura. Tiene vocación de hogar.

A Arturo Espinosa gran maestre de la masonería de todos los clubes de lectura.

lunes, 18 de abril de 2022

568. 'Cenotafios'

 


En la primera de las rimas de Bécquer, el poeta romántico ya se lamentaba de la imposibilidad de domeñar «el rebelde, mezquino idioma» y luego han sido muchos otros quienes han reflexionado sobre las limitaciones del lenguaje, como Angélica Lidell, Paul Celan o Antonio Gamoneda, por nombrar solo algunos de los autores con que el poeta Germán García Martorell abre las diferentes secciones de su primer poemario, Cenotafios, Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande en 2020.

 Y es que Cenotafios es, efectivamente, una auténtica ontología del lenguaje explorada desde el propio lenguaje poético, metaliteratura de altos vuelos con vocación trascendente. El poeta es un orgulloso depositario del idioma («Aprendí mi nombre en la lengua de mis padres»), y su padre, el poeta Ramón García Mateos, a quien yo no quería citar en ningún momento de esta reseña, decía lo propio en Triste es el territorio de la ausencia («Yo hice el mundo en mi lengua castellana»), verso recogido a su vez de un soneto de Dámaso Alonso, que es otro padre –quién lo duda–. Sin embargo, García Martorell sabe también que ese mismo idioma que le constituye no es más que un constructo arbitrario con que los «fundadores» pactaron «todos los lugares» sin atender al «estupor de saberse inmerso –[perdido]– entre los nombres»; que no soluciona la angustia metafísica de vivir, pese a la denodada «hemorragia verborraica» de todos aquellos que «susurran / inestables / un no sé quién soy / en un frágil yo de papel». En ese sentido, el poema es solo un despojo donde, a lo sumo, se puede vislumbrar, desde la celosía de su celda claustral, una herida: «cae la letra y es / el desgarro. O el fracaso».  El poeta denuncia el estatismo del lenguaje, su solipsismo, su anquilosamiento, una fosilización que pone en evidencia lo huero de los étimos: «reposo corruptor de la verdad», «aullido apolillado», «huir de la semántica estática», «la orfandad semántica de las palabras», ese legado de «palabras atávicas» que intentan tapar «el hueco de las mentiras cicatrizadas», porque allí donde «el código es [solo] el fin», «tal vez solo existen / cenotafios», una tumba sin cadáver. «Caminamos ante las fallas de los vocablos / en las hendiduras del verso y / la costumbre /en las grietas del acervo». Ante esta tesitura, el poeta se lanza a la búsqueda de un nuevo lenguaje, a su deconstrucción. Los violentos encabalgamientos generan ambigüedad en los enunciados, constatando la debilidad significativa de los mensajes; las cursivas se aferran a la intertextualidad de los versos que se citan como buscando asideros entre el desconcierto (Baudelaire, Avelino Hernández, Gamoneda, García Mateos, etc); de repente desaparecen las mayúsculas negando la solemnidad de lo heredado; se impone la fonética, como en una vuelta al balbuceo auroral; y a los adverbios relativos se les coloca la tilde convirtiéndolos en adverbios interrogativos –«dónde»– tan a propósito para la búsqueda; otras veces se violenta la sintaxis. Se trata de «fundar los términos como / un colapso en el universo del discurso», aunque para ello haya que acercar «el ácido de la orina» a las «altas torres que hemos heredado», que recuerda a las «indelebles guirnaldas de ácido úrico» con que Alberti y compañía decoraron las paredes de la Real Academia. Se insta a la «designificación» y el resultado más satisfactorio parece el de situar el lenguaje en los umbrales o en los puntos, pues «toda palabra se encuentra / en los intersticios» y «hay que avanzar en espacios liminares» y «constatar la desaparición» y el triunfo del silencio resonante. Pero esta preocupación del lenguaje no se basa solamente en el desasosiego del teórico, sino en el compromiso social que el poeta asume para la literatura y que, por eso mismo, hace necesarias las palabras significativas alejadas de los tropos. Si Lorca, en Poeta en Nueva York decía «yo no he venido a ver el cielo», sino «la turbia sangre», Germán, como en un eco, responde: «porque yo / tampoco he venido aquí / para hacer dormir a nadie» y por eso se lamenta de convertirse en «sepulturero del verso» y no «en obrero».

Cenotafios es un libro ensamblado con admirable cohesión, arriesgado pero certero y profundo en su planteamiento ensayísitco-poético, que augura el nacimiento de un poeta singular llamado a engrosar esa otra nómina de autores jóvenes en los que la poesía cifra su futuro.

lunes, 4 de abril de 2022

567. El auténtico Oeste está lejos de mí

 


Montse Tixé dirige actualmente una nueva puesta en escena de True West, una de las obras que forman la “trilogía de la familia” del escritor estadounidense Sam Shepard. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Mendoza y los actores Tristán Ulloa y Pablo Derqui dan vida a los protagonistas de esta comedia negra, con un trabajo encomiable.

 Shepard sigue la estela de los grandes dramaturgos americanos como Tennessee Williams o Arthur Miller y recrea en sus obras un universo árido en el que la ruralidad adquiere atmósferas asfixiantes hasta la alienación. En este contexto, aparecen los hermanos protagonistas de este drama quienes hace un lustro que no se veían. Austin –un escritor de vida acomodada, casado y con hijos, que intenta acabar un guion para venderlo a la industria del cine– recibe el encargo de cuidar la casa de su madre mientras ella pasa unos días en Alaska. Allí llega también Lee, el hermano díscolo, pícaro y dipsómano, con una existencia disoluta y desordenada, quien pasa ciertas temporadas en el desierto, alejado de una sociedad en la que no encaja. Desde el primer momento, el reencuentro familiar deja entrever la tensa relación que mantienen ambos hermanos, incluso la envidia que parecen tenerse mutuamente pues ambos anhelan la vida del otro. El conflicto se agrava con la aparición de Saúl, un productor de Hollywood, quien les insta a colaborar en la redacción de un guion de un wéstern que podría mejorar considerablemente su situación económica. Este trabajo conjunto es el detonante que hace estallar los conflictos y reproches que durante años han oxidado sus lazos fraternales. Lo que hubiera podido ser una oportunidad para limar asperezas le sirve a Shepard para reflexionar sobre las negativas consecuencias de las relaciones familiares. Austin y Lee son personajes desnortados, con un conflicto identitario, hijos de un padre alcohólico y de una madre que se evade de la realidad y se refugia en el absurdo, tal y como se refleja al final de la representación cuando aparece en escena y tanto su comportamiento como sus diálogos son un sinsentido. Austin y Lee, tan diferentes en apariencia y tan iguales en cuanto a su desarraigo familiar, experimentan una inversión de papeles. Así, Lee muestra su lado más responsable y se afana en terminar el texto mientras que Austin se deja, se rinde, se refugia en la bebida y en el sueño de una vida en el desierto, espacio que mitifica. Todo ello en una atmósfera asfixiante en la que el calor, los grillos, las chicharras y los aullidos de los coyotes parecen augurar un desenlace trágico.

Quizás sea un problema mío, si es que se puede llamar problema a tener criterios y gustos propios. Pero soy incapaz de conectar con esa literatura norteamericana de ambientes sórdidos, personajes burdos, violentos, borrachos y existencialmente desarraigados. Eso que a veces se ha dado en llamar el realismo sucio es para mí solamente una concatenación de diálogos aguardentosos, soporíferos y repetitivos cuya supuesta aspiración al vacío metafísico se limita a cuatro salidas de tono, cinco exabruptos, seis o siete pataleos infantiles y poquísima verdad. Ni empatizo con los personajes, que se me antojan una irritante caterva de inmaduros, ni logro catarsis alguna, ni hay una pizca de emoción. Si lo que se pretende con todo eso es calcar ese vacío en las almas de los espectadores, pueden ahorrarse el esfuerzo. Hay más desarraigo en un parrafito de Sebald que en todas las puerilidades de los niños malcriados de Sephard. Si ese es el verdadero Oeste, déjenme en el Este de mis queridas antípodas literarias.