lunes, 26 de septiembre de 2022

583. Sin rastro de las rosas de Pieria



Seguramente la poeta Safo no se merecía un espectáculo tan decepcionante como este que han pergeñado Christina Ronsenvinge, Marta Pazos y María Folguera en su revisión de la figura de la «muchacha de Lesbos». Si de verdad alguien cree que la provocación y el rupturismo en el arte se consiguen dejando desnudas a casi todas las actrices del elenco y haciéndoles hacer todo tipo de obscenidades sobre el escenario, es que se ha equivocado de siglo. En el XXI, ya estamos dados de vueltas de todo eso. Hemos visto, por ejemplo, procesiones del «Santo Chumino Rebelde» convocadas por la «Hermandad del Coño Insumiso», entre otras performances del activismo más ruidoso. Es decir, nada nuevo bajo el sol. La proliferación de estos actos es tal, que hasta el más reaccionario habrá creado ya una costra que le impedirá escandalizarse por estas cosas. Así que no cuelan ya propuestas así; más bien provocan indiferencia.

Miren, quien escribe estas líneas no es, desde luego, un mojigato y tampoco alguien que se cierre en banda a las innovaciones que pretenden reformular a los clásicos, pero he visto ya demasiado teatro como para reconocer enseguida cuándo alguien hace las cosas de forma gratuita y sin rigor artístico. Este montaje sobre Safo no es más que una acumulación caótica de excentricidades con el único objeto de la excentricidad misma. Por todas partes rezuma tanto el prurito ideológico, que, como suele ocurrir siempre cuando se prioriza lo doctrinario sobre lo artístico, acaba reduciéndose el montaje al mero panfleto facilón. ¿O es que no hay ideología en Una noche sin luna de Juan Diego Botto? ¡Claro que la hay! Pero mientras Botto la sustenta sobre una armazón artística medida al detalle, lo de Ronsenvinge y compañía es solo puro exhibicionismo. Y si tanta era la aspiración ideologizante del montaje, qué oportunidad se ha perdido, por ejemplo, para la redefinición del espacio de Lesbos, que sí, es la patria de Safo, pero también el lugar a donde llegan, tras su terrible travesía en el mar, los inmigrantes que buscan una vida mejor; o las playas que recogen los cadáveres de los ahogados que no lo consiguieron. ¿O es que la sororidad del montaje, blandida con tanta vehemencia en cada escena, no vale para las mujeres desnutridas, algunas de ellas embarazadas, que llegan a las costas griegas? Y hasta a la propia Safo le hurtan capítulos de su vida, como la entrañable relación con su hija Cleis, a quien no puede comprar una diadema, y maldice al gobierno de las Cleanáctidas que la tienen en aquel estado de pobreza. ¿No hay sororidad en esa madre abnegada? O su relación con su hermano Caraxo, arruinado por una hetera. Pero para, eso, claro, hay que leerse un poquito a Safo. Nada de la delicadeza de sus poemas y del aroma griego aparece en el montaje. En lugar de eso, una escenografía y vestuarios vulgares, de carnaval canario pero en versión cutre, y una música estridente que daba dolor de cabeza.

No me quiero alargar sobre las interpretaciones de las actrices. Todas cumplen bien con el papel que se les ha asignado. A la postre, ¿qué culpa tienen ellas? Pero es sonrojante la actuación de Ronsenvinge. Sí, a mí también me gusta esa languidez y fragilidad casi decadentista y el abandono erotizante de su voz, pero para cumplir en el teatro hace falta algo más que pasearse como un espectro, con la expresividad de un cartón, por el escenario.

Algunos aciertos: las recitaciones fragmentarias, trasunto de los «pedacitos de Safo» con que los poemas de la poeta de Mitilene han llegado hasta nosotros; cierto aire etnicista en los coros; y algunas tiernas baladas. Insuficiente, desde luego, para tener parte de las rosas de Pieria.

lunes, 19 de septiembre de 2022

582. Espronceda y la LOMLOE

 


La semana pasada les hablé a mis alumnos de Espronceda. Situamos sobre un mapa Almendralejo, su ciudad natal. Les expliqué que Espronceda, con tan solo quince años, asistió a la ejecución de Riego tras la restauración del absolutismo. Hablamos del Himno de Riego y de cómo este fue adoptado durante la monarquía constitucional y luego por los republicanos españoles. Y de cómo la visión de la horca en la plaza de la Cebada debió de causar una honda impresión en aquel joven Espronceda, ya predispuesto para la rebeldía y la conciencia social. Y que Espronceda entonces fundó una sociedad secreta a la que llamó «Los Numantinos». Y entonces hablamos de Numancia y de la heroica resistencia de aquel pueblo ante los romanos. Y del yacimiento arqueológico que aún se conserva en Soria donde se levantaba aquella población celtíbera. Y del Club Deportivo Numancia y de su hazaña en la Copa del Rey de 1996. Y de La Numancia de Miguel de Cervantes. Y luego les expliqué cómo Espronceda tuvo que huir a Lisboa, reuniéndose allí con los exiliados liberales. Y aprendimos el significado de la palabra «exilio» y el matiz que la diferencia de la palabra «destierro». Y recordamos a algunos exiliados y desterrados célebres. Y que Espronceda participó en la Revolución de 1830 en París y que hay un cuadro titulado La libertad guiando al pueblo que recuerda aquel acontecimiento, y que este cuadro lo pintó Delacroix, y que seguramente ahora entenderían a qué se refería Rigoberta Bandini cuando decía aquello de Delacroix en su famosa canción. Y les conté después que Espronceda se enamoró de Teresa Mancha, a quien dedicó un hermoso poema en El Diablo Mundo. Y que Teresa Mancha se casó con un rico comerciante obligada por su familia, que estaba pasando por algunos apuros económicos. Y de cómo Espronceda y Teresa decidieron fugarse juntos. Y eso nos ha permitido analizar la situación de las mujeres en el siglo XIX, utilizadas como moneda de cambio por sus padres, meras piezas de acuerdos contractuales. Y de cómo el amor se supeditaba, pues, a los intereses familiares, y de que nada había servido aquella obra de teatro de Moratín, El sí de las niñas, porque las cosas seguían igual de jodidas para las mujeres, para los jóvenes y para el corazón. Y de cómo luego Teresa Mancha abandonó a Espronceda y que cuando este volvió a enamorarse la mala fortuna quiso que su nueva esperanza no prosperase porque enfermó de difteria y falleció. Y entonces hemos hablado de la difteria y de la etiología de otras enfermedades comunes del siglo XIX y de los índices de mortalidad y de esperanza de vida, y de cómo habrían agradecido aquellos enfermos de tuberculosis que se hubiera inventado una vacuna para su mal, y de cómo ahora que tenemos vacunas, hay personas que las desdeñan, pero que hasta para eso hay una Constitución que vela por los derechos de los ciudadanos, también de los que no quieren vacunarse. Y luego leímos la Canción del pirata y tuvimos que dejarla a medias porque sonó el timbre, y los alumnos y yo mismo nos quedamos con ganas de más, ellos más que yo, porque a ellos les entraba luego en clase la profesora esa de las rúbricas y de las competencias y de las TIC y del proyector y de las cuotas de género y de la gamificación y del destierro de la memorización y de los proyectitos y de los trabajos cooperativos, y del ruido en el aula y es muy jodido lo del ruido en el aula cuando la hora antes has estado embebido en la paz de la palabra.

Geografía, Historia, Arqueología, Literatura, Arte, Sociología, Biología, Derecho, Estadística, Música, fútbol, nuevo vocabulario. Y solo tres cosas: la voz del profesor, el papel y el bolígrafo. Voz, papel, bolígrafo. Artesanía. Tanto con tan poco. Sin zarandajas. A Espronceda lo mataron dos veces: una la difteria, la otra la LOMLOE.

lunes, 12 de septiembre de 2022

581. 'El libro de nuestras ausencias'


 

Creo honestamente que la última novela del escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa ha llegado para constituirse en uno de los grandes hitos de la literatura hispanoamericana y, en general, de la literatura escrita en lengua española. Y esto es así porque en El libro de nuestras ausencias (Candaya) se aúnan los dos requisitos que convierten a una obra en un clásico moderno. En primer lugar, porque aborda un tema importante, de interés general, duradero en el tiempo y universal, como es el drama de las desapariciones en el norte de México, que en aquel país se ha convertido ya en un mal sistémico. Alguien podría argumentar que justamente el localismo del asunto podría vulnerar el concepto de universalidad que antes mencionábamos, pero, por desgracia, esa tragedia es una lacra que sufren también otros países y, en cualquier caso, el inmenso dolor, el terrible desgarramiento que sienten las familias no entienden de nacionalidades. Pero donde no hay discusión alguna es respecto al segundo requisito, esto es, la potentísima, magistral y deslumbrante propuesta estrictamente literaria, tanto desde el punto de vista estructural como por el uso del lenguaje, que plantea el autor. Se trata de un discurso roto, quebrado, desmembrado, una prosa que podríamos llamar «desquiciada», tomando el vocablo desde sus dos matices semánticos, el de la locura, pero también el que apunta a «fuera del quicio», donde se alteran los goznes de la prosa convencional; el propio Ruiz Sosa declara en el prólogo del libro que «México es un país esquizofrénico» y algo de esa esquizofrenia hay en la prosa del autor, que a mí me ha recordado a las páginas alucinadas de José Donoso en El obsceno pájaro de la noche y, en ocasiones, a Juan Rulfo, porque las voces y los cuerpos que no están es el grito de su misma ausencia quien acaba corporeizándolos, y eso es Pedro Páramo. Y es que este libro no podía escribirse de otro modo. Ruiz Sosa podría haber escrito una crónica de las desapariciones en México desde una narratividad canónica. Pero las situaciones que viven los personajes (y la situación real de México) desafían hasta tal punto los límites de la cordura, que, como alguien ha dicho en otro sitio, parece que es el propio dolor quien habla desde su lirismo elegíaco. Y no obstante, hay en toda la novela un intento desesperado por recomponer la fractura, por suturar la herida. Así, las sugestivas elipsis (tan a propósito para el trasunto de las desapariciones) van poco a poco llenándose hasta cobrar sentido y llenar los vacíos, y hasta el propio lenguaje participa de la sutura cuando las palabras se aglutinan unas a otras, engrudando sus sílabas a paletadas de cemento. Si Orsina desaparece, se le crea una muñeca que hace las veces del cadáver en un funeral en efigie; y hasta los espacios agónicos se reinventan para no desaparecer, como esa imprenta que se convierte en templo expiatorio a donde acuden las víctimas para hallar, en feligresía, la confortación que necesitan, los retratos de los desaparecidos colmando las paredes como exvotos. La imprenta fabrica láminas a tamaño real de los ausentes porque un cadáver puede dar sombra, pero los ausentes ni eso siquiera.

Los pasajes en los que se describe sin ambages el drama de las desapariciones cortan la respiración. El mural donde se apilan las fotos de las personas desaparecidas es descrito como una fosa vertical, donde unas fotos van superponiéndose a otras, porque no caben ya en el muro y entonces esas fotos que quedan sepultadas debajo de las nuevas sufren una segunda desaparición, una segunda condena del olvido. Teoría Ponce, que es amiga de Orsina, recoge esas fotos para crear con todas ellas un mural donde reconstruir el rostro de su amiga, de modo que Orsina se convierte en una alegoría de los desparecidos. Durísimos son también los pasajes en los que los familiares se acercan al depósito de cadáveres, donde se hacinan los muertos casi de cualquier manera, y se debaten entre el deseo de que estén y de que no estén a la vez allí sus seres queridos. O los pasajes de las llamadas rastreadoras, que descubren las fosas, con la incomodidad que eso produce en las autoridades, algunas de ellas conchabadas con los asesinos (ese es otro tema, el de la corrupción institucional), y que comprueban los huesos petrificados de los cadáveres para distinguirlos de las piedras: «y se ponían sobre la lengua lo que encontraban; si nomás se moja, es piedra, si se pega a la lengua, es hueso; si es hueso, es un hijo; o es alguien». Los muertos en el tanatorio sin refrigeración son muertos sin nombre que se cuecen. En frente, una industria cárnica mantiene a los pollos congelados. Un huracán convierte el depósito en un lugar dantesco. Los huracanes tienen nombre, los muertos, no.

¿Y si toda la historia de violencia que vive México hallara su explicación en el carácter telúrico de la tierra misma? Esa es una de las tesis del autor. Por eso la figura final del personaje histórico, Gálvez, Visitador de la Nueva España durante el siglo XVIII que cometió todo tipo de tropelías contra los indígenas del norte de México (el pie negro del escudo de Sinaloa timbrando este estrato de la tierra y las fosas mismas ratificando su contrato de muerte con ella; escribiendo el libro de nuestras ausencias).

lunes, 5 de septiembre de 2022

580. Olvidarse de leer

 


Hemos pasado los últimos días de agosto visitando a unos familiares. Como de costumbre, nos hemos alojado en su casa pero esta vez el entrañable matrimonio que nos agasajaba con su franca hospitalidad y su cariño no ha salido a recibirnos. Pepe murió hace un año y Lola ha abandonado el hogar de toda su vida para instalarse en casa de las hijas. Desde hace un tiempo ya no puede valerse por sí misma y está sufriendo lagunas en la memoria, cada vez más evidentes, que la hacen incurrir en discursos repetitivos e incoherentes.

Ha sido extraño recorrer la casa vacía y silenciosa, observados desde estanterías y aparadores por los rostros mudos de una vida en retirada. Pero de entre toda esa intimidad que parecíamos vulnerar con nuestra presencia, la que me hizo sentir mayor aflicción fue la de descubrir los libros que formaban la pequeña biblioteca de Lola. Con una formación académica básica, la educación literaria de Lola la han ido conformando sus hijas y sobrinas a lo largo del tiempo, hasta convertirla en una lectora constante y leal a los libros. Había visto esos mismos libros en los anaqueles del salón o en otras habitaciones de la casa durante nuestras anteriores visitas, pero aquellos que ahora me llamaban la atención eran unos tomos que permanecían aún sin estrenar, envueltos con esos forros de plástico con que hoy se vende la literatura y que Muñoz Molina, denunciando la actitud mercantilista de las editoriales, comparaba con embalajes de sándwiches de jamón y queso. A mí la amarga reticencia de Muñoz Molina, que también comparto, me sugirió sin embargo, en aquella casa vacía de Lola, otra triste circunstancia: la de los libros que aguardaban en vano su turno, la de las lecturas que Lola ya no iba a poder realizar.

Quizás pocas cosas calibren con mayor simbolismo el peso de la intimidad de una persona que su biblioteca. Los libros, que han sido sujetados por las manos de alguien durante el sagrado espacio de su esparcimiento privado; que han acompañado su respiración acompasada o el bisbiseo de la lectura; que han velado el sueño de quien ha sido vencido por la tibieza sedante de las páginas; que han acogido el improvisado punto de libro con la fotografía de un hijo o de un nieto; los libros, decimos, son uno de los máximos exponentes de la cotidianidad de un hogar. Lo que es una anomalía son esos libros sellados por ese plástico aséptico, como neonatos ya cadáveres, cuyas palabras, destinadas a las horas felices del recreo de Lola, nacieron abortadas porque su destinataria ha olvidado la forma de descodificarlas. Porque Lola ha olvidado cómo se hacía aquello que antes se imponía como un automatismo natural al posar los ojos sobre una página. Porque Lola se ha olvidado de leer.

Hemos visitado a Lola en casa de sus hijas. Con dificultad, reconoce los rostros, se emociona y entabla pequeñas conversaciones sencillas que pronto se entelan en su mente. En sus ojos permanece, sin embargo, aquel atisbo de lucidez e inteligencia, que sería el mismo que adoptaría al leer sus libros queridos. Cuando Lola ya no entienda el mundo en el que vive, junto a los vagos recuerdos de una vida que fue, quizás los pasajes de sus antiguas lecturas la aborden para entretenerla en su cautiverio. Y entonces tal vez Lola, que se ha olvidado de leer, continúe leyendo aquel libro que ya solo ella entiende.

lunes, 25 de julio de 2022

579. Quijote sagrado

 


El pasado 6 de julio se presentó en Nueva Delhi la primera traducción al sánscrito del Quijote. La intrahistoria de esta traducción resulta fascinante. En la década de los años 30 del siglo pasado, Carl Tilden, un coleccionista de libros estadounidense logra, por mediación del explorador británico Marc Aurel, que dos eruditos brahmanes, Nityanand Shastri y Jagaddhar Zadoo, traduzcan al sánscrito 8 capítulos de un Quijote inglés, preparado en el siglo XVIII por Charles Jarvis. Al morir Tilden, el coleccionista lega todo su tesoro a la Universidad de Harvard, incluyendo los manuscritos traducidos, de manera que estos duermen el sueño de los justos por un período de 74 años, desde 1937 hasta 2011, año en que el filólogo indio Surindar Nath, a la sazón nieto del traductor Shastri, consigue hallarlos gracias a la colaboración de otro filólogo, Dragomir Dimitrov.

Para los que, como yo, sienten que el Quijote es casi una religión, la noticia de su traducción a una lengua sagrada, según la tradición hindú, resulta algo connatural. No seré tramposo: es cierto que el sánscrito tiene dos modalidades, el sánscrito védico usado en la liturgia, y el sánscrito clásico, cuya literatura abarca temas seculares de todo tipo. Uno se pone romántico y estupendo y cree, en primera instancia, que nuestro Quijote ha sido elevado a categoría sacra, con audacia herética, al traducirse a un idioma revelado. Y piensa en aquel tiempo en que, en dirección inversa, estaba prohibido traducir a una lengua romance los textos sagrados cristianos. Que se lo digan, si no, a Fray Luis de León, que pasó 5 años en la cárcel de Valladolid, acusado de traducir al castellano el Cantar de los Cantares. Ni siquiera Alfonso X se había atrevido a tanto cuando llevó a cabo su irrepetible proyecto de la Escuela de Traductores de Toledo donde se vertió al castellano todo el saber acumulado del mundo conocido, convirtiendo nuestro idioma, por primera vez y de forma pionera respecto a las demás lenguas romances europeas, en vehículo de cultura, y prestigiando, por tanto, su uso al nivel del latín o del griego. Pero no fue tan osado con la Biblia.

Así que uno se imaginaba a don Quijote, el mismo que ya augurase con sus palabras que el libro del que él era protagonista iba a ser traducido a todas las lenguas del mundo, enfrentándose ensoberbecido y retador a los malandrines brahmánicos que se rasgarían las vestiduras al escuchar al hidalgo manchego declararle su amor a Dulcinea en el idioma de sus dioses. Nada hay de eso, claro, y el Quijote solamente engrosa el acervo cultural que el sánscrito lleva acumulando desde hace más de 3.500 años, como ocurrió con las diferentes traducciones hebreas, que se remontan al siglo XIX, o las latinas: «In quodam loco Manicae regiones, cuius nominis nolo meminisse…». Uno pronuncia en voz alta el famoso inicio en latín y parece que esté invocando el espíritu de Cervantes en alguna suerte de logia clandestina. Sí, hay algo de religión laica en nuestra relación con el Quijote. Pero en esa condición de feligreses, no importa tanto si lo leemos en sánscrito, griego, latín, árabe clásico o hebreo. Pongámonos heréticos de verdad y tomemos el milagro de la resurrección cada que vez que levantamos a Alonso Quijano de su lecho de muerte –levántate y anda– y lo colocamos de nuevo a lomos de Rocinante para su enésima aventura. Como hemos hecho siempre, ininterrumpidamente, desde hace más de 400 años. No es que oremos. Solamente leemos. Acaso es la misma cosa.

lunes, 18 de julio de 2022

578. 'Mecánica terrestre'

 


Del último libro de cuentos (o lo que sean) de Emma Prieto, conviene empezar por el último de ellos, una suerte de coda o epílogo que bien pudiera haber sido prólogo, donde la autora construye, sin perder el arrimo de la ficción, un pequeño corpus teórico sobre el género. No disertaremos aquí sobre los límites, hibridismos y epistemología del cuento pero baste con saber que los corsés que lo oprimían dejaron ya hace tiempo sus apreturas clásicas para dar lugar a lo que, tomando el sentido que le dio al término Nicanor Parra, podríamos llamar artefactos literarios, designación en la que no es baladí el origen etimológico (hecho con arte). Libérrima autonomía y vocación artística resumen los nuevos designios del género.

Y todo ello se da en esta Mecánica terrestre, publicada por Eolas Ediciones, una colección de 20 relatos que llaman la atención por la frescura de su lírica cotidiana y por su capacidad de bucear por las hondas simas del alma humana a través de una aparente afabilidad, casi ingenua, que no hace otra cosa que reforzar la fragilidad de sus personajes. Emma Prieto tiene el don, además, de rescatar en el adulto los agazapados resortes del cuento infantil, de manera que sus relatos interpelan en su tono, forma y magia al niño que fuimos pero se dirigen sin edulcoraciones al adulto que sabe leer entre líneas.

En esta Mecánica terrestre hay hormigas que se quedan a vivir en un ojo; muelas que se suicidan y que, en el hueco que dejan, nos recuerdan el desmoronamiento de la vida y la pérdida de las raíces; hay dos cerdos que se llaman Segismundo y Lisístrata en un cuento que reivindica el retorno a lo rural y a los sentimientos sin adulterar; hay personajes que toman conciencia de musgo; hay carcomas en las maderas que son trasunto de la rutina matrimonial y cuyo exterminio denota cuán fácil es eliminar en una relación aquello que sobra o molesta; hay una profesora que abandonó la escritura cuando la vida impuso la tiranía de las obligaciones cotidianas y que ve espoleada su nostalgia en la redacción de uno de sus alumnos; hay madres enfermas que se rebelan contra su postración en el hospital al divisar desde la ventana la tremolina de la vida de fuera; hay un expresidiario que le piden a Camila que le dé la mano porque hace mucho tiempo que no toca a una mujer o una madre que le preguntan si ella es su hija perdida y a todo concede Camila aunque a ella le gustaría que le pidieran otras cosas: «un manojo de luciérnagas, cuentos, lirios, poemas, una cola de sirena, briznas de hierba, una bruma de algas…». Hay trabajadores del circo que deben cambiar su rol por imperativo laboral en esa fantasía poética (tan circense por otro lado) que es el cuento «Movilidad laboral». Hay sueños que se extravían, como infantes, y en el desamparo de la vigilia que dejan se le aparece al insomne Svetlana Aleksiévich cuando era una niña; hay otras niñas abandonadas y vueltas a adoptar que rellenan los huecos de las letras para enterrar los vacíos; hay vidas domésticas en confinamiento, en ese cuento donde el surrealismo y la locura se hacen dueños de la casa como un complemento natural de la anomalía de aquellos días; hay personajes a los que se les congelan partes del cuerpo ante la evidencia del desamor, mientras otros, como Clarice Linspector, arden ante los reveses de la vida…

En Mecánica terrestre está también muy presente el humor, muchas veces aderezado con juegos de palabras o hallazgos greguerianos, pero siempre supeditado a una especie de resignación, de la que la sonrisa es puro parapeto.

Emma Prieto ha escrito un libro terrestre que, como la preciosa imagen de la cubierta, es no obstante capaz de volar. A la postre, quizás el vuelo y la vocación de altura sean la única forma de garantizarnos un mínimo de naturaleza trascendente, aunque sea solamente en la fantasía de esa aspiración. Pero también hay en el libro de Emma un canto a nuestra condición finita, aquí en la tierra. Acaso la altura esté también aquí abajo si, como Emma Prieto, tenemos la capacidad de mirar.

lunes, 11 de julio de 2022

577. 'El invierno de los jilgueros'

 


Mohamed El Morabet ha obtenido el Premio Málaga de Novela por estos jilgueros que olvidaron su canto cuando la vida se olvidó también de la primavera. El protagonista del libro, el niño Brahim, reside en Alhucemas y su vida transcurre con esa dulce indolencia de los días que pasan, aferrado a una cotidianidad sin sobresaltos, instalado en una rutina que ordena la existencia y hace reconocible y habitable el mundo, aunque sea este pequeño y ensimismado del antiguo protectorado español. He aquí uno de los aciertos de la novela: la ciudad de Alhucemas se convierte en una protagonista más, una patria chica, a la vez madre y madrastra, pero ambas cariñosas, cuya joven historia parece situarla en un adanismo ingenuo y benefactor donde conviven marroquíes y españoles imbricados por la vecindad pero también por una cultura compartida que tiene algo de fundacional en su sano hibridismo. La novela de Galdós, Aita Tettauen, que reposa sobre la mesita de noche del hermano de Brahim, Musa, es un elemento simbólico de lo que decimos. Las bellas estampas costumbristas de la vida de la ciudad son otro mérito del autor.

Pero la muelle tibieza de las jornadas termina abruptamente, primero con la participación de Musa en la histórica Marcha Verde, que lo devuelve cambiado del desierto, y después con la muerte de la madre de ambos. Desde ese instante, mar y desierto se constituyen en una dicotomía de orden metafísico. No obstante, sobre todo en el caso de Brahim, existe una suerte de serena asunción de la adversidad, una aceptación si no estoica, sí al menos reposada, sabia y paciente. Brahim, a quien le encanta pintar, bosqueja en sus cuadros paisajísticos horizontes perturbadores y enigmáticos, trasunto quizás de los futuros inciertos, de presumibles espacios alternativos más allá de su tierra natal, y que contribuyen a complementar otro de los rasgos más característicos de la novela, que es su onirismo, dosificado con inteligencia y jalonado de un lirismo que, en ocasiones, convierte las páginas en auténticos poemas de naturaleza casi exenta.

Pronto Brahim se marcha a Tetuán para estudiar en la Escuela de Bellas Artes y allí coincidirá con Olga, una madrileña, algo desnortada, que quiere probar fortuna como profesora en esta ciudad. La novela se centra a partir de ese momento en la vida de Olga en Tetuán, ciudad que redescubre a través de los pintores que la plasmaron en sus obras. El encuentro de profesora y alumno pondrá a prueba las convenciones sociales del conservadurismo más intransigente. Las tres últimas secciones de la novela –para mí las mejores del libro y que compensan sobradamente cierto deslucimiento estilístico en la parte concerniente a Olga– son un precioso –y terrible– alegato del cuidado por el otro, un canto a la esperanza, a la bondad y a la sencillez, tanto como lo es el olor al pan en la tahona donde trabaja Brahim. Las constantes alusiones culturales (literarias, musicales y pictóricas) sustentan también los débiles cimientos de estas vidas frágiles que se redimen en el arte. Y es el arte mismo el que cierra el libro, con su inesperada epifanía, para colocar sobre el caballete del futuro ese lienzo, siempre inconcluso, de Brahim, donde el horizonte puede al fin vislumbrar una primavera con jjlgueros.

lunes, 20 de junio de 2022

576. 'La muerte y la doncella'

 


Resulta difícil expresar con palabras la sobrecogedora belleza de La muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión, quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta idea.

La pieza de Schubert, como se sabe, está basada en un lied cuyo tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas –la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten opuestos e iguales a la vez,  herencia de la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas, a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco –la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto, una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos, contribuye al crescendo de la tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido, parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán, como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más terrible y lo más bello de nuestra condición.

lunes, 13 de junio de 2022

575. ¿Pero cuándo sale el protagonista?

 


Por motivos que no vienen al caso, estos días ando releyendo Ivanhoe, la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama, casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente Ivanhoe. La decepción se supera pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos por la esperada aparición de Shakespeare.

De todas formas, siempre me ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con su Drácula. El vampiro apenas aparece en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana de Daudet en La chica de Arlés, que incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.

En la página ¡332! de la edición de Ivanhoe que manejo, el héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos, pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria. Como en todo, algunos medran a base de jeta.

lunes, 6 de junio de 2022

574. 'Una historia ridícula' (y muy seria)

 


De entre algunos de los comentarios que ha suscitado el nuevo libro de Luis Landero, me llaman la atención aquellos que ponderan la veta humorística de la novela. A mí, en cambio, Una historia ridícula me ha parecido la amarga crónica de un desahuciado, y su argumento, lejos de provocar carcajada alguna, se me ha antojado un relato tremendamente serio. Enseguida se me vino a las mientes aquella anécdota de Ionesco que, al estrenar el 11 de mayo de 1950 La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, asistió perplejo a las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Y aunque puedo comprender a aquellos que ven en la historia de Marcial un material risible, será en todo caso aquel humor que defendía Wenceslao Fernández Flórez: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».

Es cierto que Marcial irrumpe desde el principio de la novela con el perfil de eso que llamamos –desde nuestra atalaya de condescendencia– un pobre hombre. Muy pagado de sí mismo, de carácter atrabiliario y misántropo, rayano en la sociopatía, Marcial expresa, siempre a la defensiva, una forma de ser y de estar en el mundo, con sus particulares filosofías sobre la vida y sobre las relaciones humanas. Y en su reflexiones, que casi parecen diatribas, interpela a veces al propio lector, a quien presupone prejuicioso, y se adelanta a las posibles reticencias de orden moral o cívico que este podría argüir contra sus ideas, muchas de las cuales encajarían muy bien en el marbete de lo políticamente incorrecto. Claro que esta caracterización del personaje puede provocar la risa, incluso cierta animadversión ante ese prurito de superioridad y de autocomplacencia, pero detrás de aquella vehemencia, casi agresiva y siempre alerta, con que Marcial se defiende, hay un algo de desesperación por encajar y un resentimiento vivo ante un agravio que va más allá de los pormenores argumentales, y que se relaciona con cierta sensación de destierro. Salvando las distancias, Marcial es el Pijoaparte de Marsé, el charnego que quiere medrar entre la burguesía catalana pero a quien Teresa utiliza para jugar al marxismo, eso sí, desde su palacete de Sant Gervasi. Marcial, matarife en una empresa de productos cárnicos, sin apenas formación, también aspira, como el Pijoaparte, a redimirse a través de la cultura y blande con orgullo su autodidactismo, que podrá ser más o menos sólido, pero que es auténtico y apasionado y que, por lo menos, no usa como hacen las élites supuestamente intelectuales para aparentar en el proscenio social. Y Pepita, de la que está profundamente enamorado, es aquí la Teresa de Marsé. En las páginas de Una historia ridícula, aunque el título y el irónico pavo real que ilustra la cubierta, puedan llevarnos a engaño, se dirime una cuestión social de primer orden, aquella que atañe a todos aquellos que no tuvieron la oportunidad de granjearse una formación académica firme y que sienten que hay una vocación ahogada por las circunstancias. Es también un testimonio de cómo el amor puede hacer tambalear los cimientos de la más alta coherencia personal. Y asimismo, la novela pone sobre el tablero y visibiliza la vida gris de muchas personas anónimas, insignificantes en el maremagno de la Historia, sus aspiraciones truncadas, que alguna vez acaban, desgraciadamente, copando los telediarios. Es también una defensa de la anécdota y del poder de las pequeñas cosas.

Por lo demás, no voy a insistir de nuevo en los méritos de la prosa de Landero, que de sobras son ya conocidos, pero sí en la maestría para construir un crescendo narrativo que augura, como un terrible redoble de tambores, el final apoteósico de esta historia donde lo ridículo adquiere, por una vez, y aunque no lo parezca, categoría trascendente.