lunes, 29 de enero de 2024

637. Avaro con mi tiempo

 


Quizás una de las peores críticas que pueda recibir cualquier montaje teatral es que al espectador se le haga larga la representación sobre las tablas. Y esa es justamente la sensación que he tenido con la versión de El avaro, de Molière, a cargo de la compañía Atalaya. Había puesto ciertas expectativas en este trabajo de Ricardo Iniesta, más aún tras la última experiencia con la irregular pero sorprendente Elektra.25, con la que la compañía celebró en su día su vigésimo quinto aniversario. Sin embargo, acabé mirando el reloj, más preocupado por si perdía la reserva en el restaurante donde nos íbamos después a cenar que de desentrañar más claves de un producto que, a esas alturas del desarrollo, yo ya daba por fallido.

El problema de El avaro de Iniesta son sus morosas adiciones al texto de Molière. El dramaturgo francés concibió una obra ligera, divertida, algo alocada y con un ritmo narrativo que nunca pierde el pulso. Iniesta, en cambio, tal vez con una voluntad manierista respecto a las cualidades del original, se pasa de rosca. El primer cuarto de hora nada tiene que ver con el texto de Molière y está más pendiente de engarzar el tema central de la obra con apuntes de la actualidad como los desahucios, los abusos de la banca, el ánimo de lucro de los políticos corruptos, etcétera. La intención no solo es legítima, sino loable, sobre todo si pensamos que el texto de Molière se centra en la figura de un avaro sin aparente intención de convertir su figura en trasunto de nada más. Luego, el texto empieza a respetar la deliberada frugalidad del original y la cosa se encauza algo. Pero la estructura híbrida, en la que se mezclan los parlamentos de los personajes con pequeños sainetes musicales, rompe el ritmo y, más que amenizar, demora y hastía. Si alguien quiere añadir nuevos pasajes al texto base, debe hacerlo con un buen ensamblaje y, sobre todo, cuidar que aquello que se agrega tenga un mínimo de calidad que no desmerezca la maestría del autor al que se homenajea. Pero los textos de las canciones interpoladas son pobres y facilones, y la calidad de los versos se reduce a meros ripios escolares. Comparen ustedes, por ejemplo, los textos de nueva creación de Álvaro Tato o de Yayo Cáceres al frente de Ron Lalá o de Ay Teatro, con esta nadería de Atalaya, y reconocerán el mérito de un trabajo talentoso y lleno de rigor. Si no se tiene esa capacidad, es mejor ceñirse al texto original y no tocarla más que así es la rosa. Luego, el histrionismo de los personajes es verdaderamente agotador: cada parlamento es una mueca, un escorzo circense o una dicción estridente y desagradable; cada cambio de escena es una barahúnda de actores corriendo aquí y allá al son de una música irritante; las puertas por donde entran y salen los actores no acaban de abonar ningún simbolismo ni pragmatismo escénico concretos y, todo junto, hace de la representación un ejercicio estéril en lo artístico, aburrido, sobrerrevolucionado y repetitivo en lo rítmico, y soso en la comicidad (casi ningún actor tiene la habilidad de despertar la carcajada).

Nada de lo dicho más arriba es aplicable a la única actriz que salva el montaje. Efectivamente, Carmen Gallardo, en su papel de Harpagón, demuestra tablas, presencia, dicción y gracia naturales, y es ella sola quien llena el escenario sin necesidad de tanta batahola colorista. Insuficiente balance, desde luego, para aquellos espectadores, cuya única avaricia presentida, fue la de su tiempo robado.

lunes, 22 de enero de 2024

636. La buena literatura viaja en Cadillac

 


La incorporación de Antonio Tocornal al catálogo de Sloper demuestra, una vez más, el impecable tino de su director editorial, Román Piña, así como la ceguera contumaz de los grandes sellos, que dejan escapar a excelentes autores a cuya consagración contribuirían de forma decisiva desde sus aparatos privilegiados de distribución. A falta de todo ello, Tocornal se ha granjeado su prestigio a través del boca-oreja y gracias al bastión de las editoriales independientes, desde donde la literatura sigue defendiéndose de los embates del mercantilismo más atroz.

Tocornal publica ahora Cadillac Ranch, una colección de 15 relatos, la mayoría de ellos premiados en diferentes certámenes, lo que se podría argüir como aval de calidad si no fuera porque basta con que los haya escrito Antonio Tocornal. El común denominador de todos estos relatos es la integración natural de lo insólito, fantástico o anómalo en el mundo cotidiano de sus personajes, lo que produce la perturbación y la sorpresa en el lector. Esta poética de lo inaudito, la aborda Tocornal en dos relatos metaliterarios: «Lo insólito» y «Cuarto cerrado». La fórmula de marras podría simplemente constituir una demostración de la portentosa imaginación del autor, pero con Tocornal conviene ir algo más lejos. Efectivamente, aunque sería también legítimo, cuesta creer que muchos de los relatos aquí recogidos no aspiren a trascender su propia naturaleza maravillosa para punzar las conciencias, denunciar injusticias o conmovernos el corazón. Así, el tema de la soledad, recurrente en casi todos los relatos, se metaforiza en esa casa que se expande infinitamente dejando a su inquilino en un aislamiento ártico; o en ese empresario de éxito a quien una sobrevenida atonía de la voluntad le impide salir de su coche de alta gama el día que iba a cerrar una operación millonaria, trasunto, probablemente, de la desnaturalización y vacío de la vida de lujo. «Ayúdeme a salir» podría ser un alegato contra la invisibilidad y «Los cacharritos» simboliza la vida detenida de una muchacha que sigue montada, año tras año, en la misma atracción de la feria. En el delicado relato «Hanami», un hombre solitario se dedica a contemplar la belleza de sus flores marcescentes.

Otros temas desfilan por el libro, como la parodia del estilo de vida americano que se aborda en «Cadillac Ranch», una suerte de road movie literaria con visos de redención personal; o la crítica a la servidumbre de los artistas a un fatuo mercantilismo que los explota y los desfigura en «Cara de mujer con tres ojos». En «Un pueblo pequeño y pintoresco», al personaje le crece un pueblecito en la palma de la mano, lo que nos lleva inevitablemente a pensar en una especie de alegoría religiosa, el dios caprichoso que juega con los hombres. Y en «Ya no hay luciérnagas» asistimos al sobrecogedor desdoblamiento de una madre y su hija muerta, con el que aquella mantiene viva a ésta. La importancia de lo azaroso se refleja en «La misión» y hay un halo de misticismo exótico en «Cundi Macundi».

Con su habitual estilo preciso y quirúrgico, su sentido de la ironía y el lirismo de sus estampas, Tocornal (o sus moscas) nos regala un tesoro de contento para quienes siguen creyendo que la literatura debe aunar la forma y el fondo. En este sentido, Tocornal ensambla ambos conceptos con el magisterio con el que lo hacen los escritores que no se conforman con viajar por las carreteras de la literatura con menos que con un Cadillac.

lunes, 15 de enero de 2024

635. Cuando 'Collage' dejó de sonar

 


José Antonio Corrales Ponce de León tiene apellido de viajero intrépido. Y seguramente lo es, a su manera. Si el famoso conquistador exploró con enorme audacia el Nuevo Mundo, Corrales surca con sus novelas el proceloso piélago de la mente criminal, y lo hace desde su experiencia como inspector de policía, que le ha proporcionado no pocas situaciones inquietantes. El autor ilicitano publica ahora en Atlantis Ediciones La ceguera del murciélago, con la que quedó finalista del Premio Auguste Dupin de novela negra en 2022.

Lo que más llama la atención del libro de Corrales es, sobre todo, esa capacidad de observación, atenta a la minuciosidad y el detalle, que tiene la virtud de orillar por momentos la trama argumental para centrarse en la psicología de su principal personaje y en analizar el germen de su comportamiento. Efectivamente, lejos de los trepidantes excesos argumentales de algunas novelas negras, repletas de lances y cambios de rasante, a Corrales le interesa, sobre todo, bucear por las causas que determinan, como un fatum inevitable, el destino de los protagonistas, y solo en el último tercio de la novela asistimos al vertiginoso desenlace donde la acción casi no da cuartel.

La novela narra las vicisitudes de Atanasio, cuya infancia transcurre entre la violencia del padre y la locura de la madre, situación familiar de trágicas consecuencias que marcan la vida y la concepción del mundo del futuro adulto. He aquí, uno de los leit motiv de la novela: el determinismo, a la manera en que lo concibieron los autores naturalistas decimonónicos, con Émile Zola a la cabeza, que promulga el destino inapelable del individuo condicionado por su origen social o biológico, y abocado a la fatalidad. Atanasio, que antes de ser victimario, ha sido víctima, pasa irremediablemente de una infancia inocente y llena de buena voluntad, al mundo de la delincuencia, adoptando los postulados filosóficos roussionanios. En efecto, Atanasio tiende a la bondad y se siente feliz al amparo de aquel profesor que dedicaba una parte de las clases a poner discos de Collage, momento que él aprovechaba para bailar Due ragazzi nel sole apretado a la Chari, la niña de la que estaba enamorado. Toda esa etapa de ingenuidad desparece cuando se ve obligado a delinquir y a pasar parte de su vida en prisión, espacio que acaba convirtiéndose en un refugio seguro, alejado de la sociedad prejuiciosa y pervertidora. Especialmente simbólico es el apodo que Atanasio adopta desde ese momento, el apocorístico «Tana», con esa raíz griega –thanatos, muerte– que comulga con su nueva condición. Al salir de la cárcel, el Tana buscará al primer Atanasio a cuyo cobijo aspira a regresar, y en su alocado peregrinaje de redención querrá recuperar a la Chari y el recuerdo feliz del barrio humilde en que se crio, pero a su vuelta, todo ese asidero que anhela no es ya el que ha evocado durante años en su celda: el disco de Collage ha dejado de sonar.

Durante toda la novela, el lector asiste a una perturbadora contradicción entre las conclusiones psicológicas de los forenses, intercaladas entre los capítulos, que pintan a un sociópata irredento, con la empatía que nos produce la asistir a los pensamientos en primera persona del protagonista, por quien sentimos un paradójico sentimiento de solidaridad, lo que demuestra le habilidad de Corrales en la construcción de un personaje complejo y antitético.

Respecto al estilo, llama la atención, como hemos apuntado más arriba, la precisión quirúrgica por el detalle, no exenta de numerosas imágenes retóricas que demuestran una insobornable voluntad de estilo. Así, los pensamientos oscuros de Atanasio son como polillas que acudieran a la bombilla de su cerebro, o un cigarrillo se apaga en el suelo con un movimiento de swing, por nombrar solo algunos recursos de buen gusto literario.

En definitiva, La ceguera del murciélago puede contentar al lector de novela negra, pero también a aquellos que gustan de la morosidad lírica de su prosa y la cirugía psicológica. Me gustaría pensar que, al final del libro, Atanasio oye los acordes de Collage.

lunes, 8 de enero de 2024

634. Viajes literarios: la Tortosa de Despuig.

 


En Los col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557), Cristòfol Despuig se queja, en boca de uno de sus personajes, de la escasa atención que el obispo de la ciudad, Fernando de Loazes, otorga a la lenta construcción de la catedral. Efectivamente, Loazes, natural de Orihuela, se mostraba mucho más generoso financiando el convento de Santo Domingo, en su ciudad natal (donde luego estudiaría Miguel Hernández) que la sede catedralicia de su propio obispado. Si 450 años después de su muerte, Despuig volviera a pasear por su amada Tortosa, se rasgaría las vestiduras al comprobar que la catedral sigue inacabada. Qué manía nos ha dado en la provincia de Tarragona de dejar las catedrales desmochadas. En Los col.loquis, uno de los interlocutores, don Pedro, procedente de Valencia, se maravilla, no obstante, de cómo luce el jaspe rosa tortosino en la fachada en ciernes de la Seu. Es el mismo jaspe, dice Lívio, que fue utilizado en el Palau de la Generalitat de Barcelona y en San Pedro del Vaticano. Hoy resulta difícil encontrar en las joyerías tortosinas la preciada piedra, ni siquiera como souvenir. Pero otra piedra, aparte del jaspe, merece la pena contemplarse en el museo catedralicio: la lápida trilingüe, esculpida en griego, hebreo y latín, que sirvió de epitafio a la joven judía Meliosa, hija de Yehudá y Miriam, del siglo VI. Y debe servir de acicate al viajero para adentrarse por el sugestivo barrio judío.

A Despuig, sin embargo, amante de las artes como era, no le habría desagradado saber que su palacio se ha convertido hoy en un conservatorio de música. En ese mismo palacio debió de desarrollarse el quinto coloquio de su libro, cuando los tres interlocutores que pasean por Tortosa inician el espinoso tema de la guerra civil catalana contra Juan II de Aragón, y prefieren conversar con mayor seguridad en un espacio privado.

Durante el paseo, en el que el vehemente Lívio y el ciudadano Fàbio, describen las maravillas de Tortosa a don Pedro, se citan otros enclaves interesantes, que el visitante actual aún podrá toparse en su itinerario. Tal es el caso de los imprescindibles Reales Colegios o del Portal del Romeu, cuyo origen relata Lívio al evocar la memorable hazaña de las mujeres tortosinas en la defensa contra los musulmanes del Castillo de la Suda, ayudadas por un misterioso romero que algunas versiones de la leyenda identifican como Santiago Apóstol (no es el caso de Despuig que, aunque algo obnubilado por su chovinismo, se ajusta bien al caballero renacentista que dialoga con elegancia, respeto y mesura casi científica). Un ejemplo literario de la leyenda lo podemos hallar en el propio castillo, hoy Parador Nacional, en cuyo vestíbulo luce, dentro de una vitrina, la novela de la escritora Verónica Martínez Amat, El juramento de Tortosa. Desde el castillo se divisan las mejores vistas de la ciudad, del Ebro y del impresionante Parque Natural de Els Ports, de cuyos bosques, asegura Fàbio en Los col.loquis, se extraía la madera para fabricar las galeras reales.

Otros muchos tesoros hallará el lector en el libro de Despuig, que arrojan algo de luz sobre la actualidad catalana. Por ejemplo, cómo Lívio se queja de esa Castilla que se arroga la representatividad de toda España, siendo los catalanes –dice Lívio– tan españoles como los castellanos, afirmación que hoy sorprendería algo pero que explicaría una desafección cocida a fuego lento durante siglos. También se queja Lívio de la adopción del castellano, en detrimento del catalán por parte de los nobles tortosinos, inicio de una diglosia basada en el prestigio político y que poco tiene que ver con las lenguas.  Disfrutaremos, en fin, en delicioso catalán, del diálogo reposado y respetuoso que se establece entre los personajes, a pesar de sus diferencias, lo que debería darnos alguna lección a los contertulios de nuestra crispada era digital.

lunes, 18 de diciembre de 2023

633. Vivir en mí: el contrafactum de Santa Teresa

 


Creo que es la primera vez que escribo una crónica sobre una obra de teatro sin haber presenciado antes su ejecución sobre las tablas. La excepción no resulta extraña si pensamos que Muero porque no muero, el montaje de Paco Bezerra, merecedor del XXX Premio SGAE de Teatro Jardiel Poncela, ha sido censurado ya en Madrid y está encontrando dificultades para ser aceptado en los programas de otros circuitos teatrales. La razón, que es un relato supuestamente subversivo, provocador y ofensivo, basado en una reformulación posmderna de la vida de Santa Teresa de Jesús. Y remarco el adverbio «supuestamente» porque una lectura menos cerril que la de los nuevos inquisidores del siglo XXI hallará en el texto un enfoque respetuoso y reivindicativo con la figura de Teresa de Cepeda y Ahumada. La visión pacata y santurrona de la obra solo reparará en la Teresa 2.0, pordiosera, prostituta, presidiaria y drogadicta que construye Bezerra, sin atender el juego sincrónico de espejos y su simbología dignificadora.

El primer gran hallazgo de la obra de Bezerra es esa Teresa rediviva que trata de recuperar las partes de su cuerpo que, como reliquias santas, fueron repartidas por media España y parte del extranjero. La anécdota podría haber dado un título alternativo a la obra de Bezerra basado en otro verso de la inmortal abulense: «Vivo sin vivir en mí». Efectivamente, la reunión de los miembros amputados resume ella sola el gran objetivo de la obra: Teresa vuelve a ser dueña de su cuerpo y, por lo tanto, es capaz, por primera vez, de explicarse a sí misma, lejos de la manipulación espuria e interesada de quienes han manoseado su figura a su antojo: «Sí, esta misma mano, que fue repudiada por la cristiandad, volvió a mí convertida en doctora de la Iglesia; esta misma mano, que hizo voto de pobreza, volvió a mí engalanada de joyas y piedras preciosas; esta misma mano, que fue educada como judía, volvió a mí convertida en Santa de la Raza; esta misma mano, que se opuso al matrimonio, volvió a mí convertida en patrona de la Sección Femenina. ¿En qué me han convertido?»

Tras una primera parte donde la protagonista explica la historia de su vida, Teresa resucitada se incorpora a la existencia moderna. Si los clásicos místicos usaron el Romancero popular para crear el contrafactum o «poesía a lo divino», Bezerra hace lo propio a la inversa: la luz divina son ahora los faros del camión donde será violada; la Inquisición que la persiguió por sus reformas es ahora la policía que la detiene por escándalo público al pintar las paredes del congreso con frases de Larra y Cernuda sobre el desprecio de las instituciones a la labor de los escritores y por vocear el nombre de las escritoras olvidadas; la clausura es ahora la cárcel; los accesos místicos, la heroína (sugestiva explicación de los éxtasis de la Teresa renacentista es la putrefacción del pan de centeno que comía, que produce efectos alucinógenos); el trance, la música electrónica de los 90; la apropiación de su figura, la prostitución; el conocimiento total, la ingesta de drogas con su función iniciática. Y en mitad de todo ese juego, un alegato precioso sobre la libertad de expresión y la condena de los prejuicios que debiera pender de las paredes de todas las aulas de este país.

 

A la meva estimada companya, Carme Cases, apassionada iconoclasta

lunes, 11 de diciembre de 2023

632. Mil y uno seguirán siendo mil y uno

 


Miguel de Unamuno acuñó el término “intrahistoria” para referirse a las peripecias de personas anónimas que vivieron los grandes acontecimientos históricos pero que han tendido a quedar en la sombra. Seres de los que nunca se hablará en los libros de texto porque forman parte de la historia en minúsculas que ha sido eclipsada por la Historia en mayúsculas y por sus protagonistas, de nombre conocido para la posteridad.

Recuperar la intrahistoria, a grandes rasgos, es el objetivo principal de 14 de abril, obra escrita por Paco Cerdà que ha merecido numerosos reconocimientos -como el Premio de Ensayo de la Crítica Valenciana 2023 o el II Premio de No Ficción Libros del Asteroide- que avalan, con absoluta certeza, la valía de este libro. Esta crónica literaria aúna el rigor periodístico, pues es innegable el arduo y minucioso proceso de investigación y documentación del autor, con una calidad literaria y una forma de narrar que permiten que la obra sea leída como una novela que amasa los hechos reales como único material de trabajo. Lejos de un estilo plano y burocrático, Cerdà ha impregnado su texto de una belleza literaria en la que no faltan hermosas o duras metáforas y comparaciones y guiños poéticos a Lorca o Miguel Hernández, entre otros.

 Cerdà relata lo que ocurrió en España con la llegada de la II República y se centra en un único día: desde el amanecer del 14 de abril, cuando se izó la primera bandera republicana en Eibar, hasta el anochecer, cuando la monarquía vivió su total ocaso. 24 horas en las que tienen cabida las dos caras de la moneda: las historias de personajes conocidos -Alfonso XIII, la reina, Franco, Margarita Xirgú, Unamuno, Gregorio Marañón, Sanjurjo y todo un rosario de ministros, militares y aristócratas- se entremezclan con las vivencias de personajes anónimos que son ahora recordados, homenajeados y “nombrados” por Paco Cerdà: Emilio, un encuadernador que se topó con una manifestación y que perdió la vida por las cargas del gobierno de Alfonso XIII; la anarquista Teresa; la pescadera Cándida, que murió por los incidentes que se produjeron en las Minas de La Unión; el telegrafista Pàmies; el manifestante Francisco; Eduardo, un militar cuyo cadáver nadie supo reconocer, etc. 14 de abril se presenta ante el lector como un crisol que abarca todas las sensibilidades que entraron en juego aquel día: los monárquicos, los republicanos, los anarquistas y los comunistas, de nombre conocido y desconocido, que son tratados con respeto y neutralidad. Incluso hay una tendencia a humanizar la imagen de algunos de ellos, como los reyes cuyo Palacio Real se convirtió en un nido de miedo y ellos, en seres llenos de dudas y de incertidumbre.

Muy original es la estructura de la obra. Las horas canónicas que marcaban el inicio de los rezos (Prima, Vísperas, Tercia, Sexta, Nona, Maitines, Laudes) dan nombre a cada una de las partes del libro que incluyen estampas, de extensión generalmente breve. La elección de estas franjas horarias abre la posibilidad de interpretaciones variadas, desde la importancia que la iglesia tendría en el devenir de la II República hasta que el autor ha escrito una oración laica por estos seres anónimos que se han ganado, por derecho propio, el conocimiento de sus experiencias vitales.  Cada parte, además, comienza con el nombre de uno de estos personajes anónimos para devolverles, así, la relevancia que tuvieron en uno de los días más importantes de nuestra Historia reciente. Destacable es también el uso de la segunda persona del singular con el que Cerdà se dirige a los personajes muertos, un “tú” que los actualiza y que confiere al relato un tono que roza lo elegíaco (“Acabas de morir. Nadie lo sabe, Emilio, pero tú estás muerto”). Y son estos fallecidos los elegidos para abrir las primeras estampas de cada bloque, reivindicando así que este día no solo estuvo caracterizado por la alegría popular y por la valentía de los republicanos que pudieron hacerse con el poder, sino también por el llanto de tantas familias que perdieron a un ser querido de forma injusta. Todos los sentimientos que se vivieron ese día quedan plasmados en la obra: alegría, emoción, nerviosismo, ambición de poder, esperanza, desolación, venganza… He aquí uno de los grandes logros de la obra de Cerdà: su capacidad para impregnar al lector de las distintas emociones de aquel día. Leer 14 de abril es viajar a ese día y ser capaz de vivir, en primera persona, aquellas horas que cambiaron el devenir de nuestra Historia.

“La historia redondea los esqueletos por decenas. Mil y uno siguen siendo mil. Ese uno es como si no existiera”, se afirma en uno de los capítulos de la obra. Pero gracias a Paco Cerdà y a esta obra necesaria, justa y hermosa, “mil y uno seguirán siendo mil y uno”.

lunes, 4 de diciembre de 2023

631. Se buscan Pacíficos

 


Uno de los rasgos que caracterizan parte de la narrativa de Miguel Delibes es su predilección por los personajes masculinos que no encajan en la sociedad en la que viven, seres sensibles, diferentes al resto, incomprendidos por ello en muchas ocasiones. El protagonista de Las guerras de nuestros antepasados -novela publicada en 1975- cobra vida ahora sobre los escenarios de la mano de Eduardo Galán, quien se ha encargado de la adaptación teatral, y del director Claudio Tolcachir, que ha confiado en Miguel Hermoso y en Carmelo Gómez para enfundarse en la piel del doctor Burgueño y de Pacífico Pérez, respectivamente. El trabajo de ambos actores es impecable, pero brilla con luz propia Carmelo Gómez. Desde el minuto uno, el espectador olvida al actor y cree firmemente que el Pacífico Pérez de la obra de Delibes ha saltado al escenario como si se tratase de un truco de magia. Si quieren disfrutar de una interpretación que roza la perfección, excepcional, háganme caso y no se pierdan este espectáculo. Carmelo Gómez es Pacífico Pérez, sí, un hombre con una sensibilidad y una inocencia que lo convierten en la deshonra de su familia. Su infancia ha estado marcada por el ambiente belicista que reinaba en su hogar. Su Bisa, su Abue y su Padre, cada uno, han vivido un conflicto bélico -la III Guerra Carlista, la Guerra de Marruecos y la Guerra Civil-. Los cuentos infantiles han sido sustituidos para Pacífico por relatos sangrientos en los que la violencia, las armas, la muerte, etc. eran los valores que intentaban inculcarle. Pero Pacífico siempre fue un alma noble, un ser delicado, capaz de sentir cómo llora una higuera o de emocionarse contemplando un paisaje. Para él la maldad no existe, confía plenamente en los demás, hecho que lo ha llevado a estar encarcelado durante veinte años y a ser acusado ahora de asesinar a un guardia de la prisión. Este es el punto de partida de la acción, la cual se desarrolla íntegramente en el sanatorio penitenciario. Como si de un thriller psicológico se tratase, el doctor entrevista a Pacífico para intentar demostrar su inocencia. Cree firmemente, tras escuchar el relato de Pacífico, que este es incapaz de haber cometido un crimen. Quizás alguien se esté aprovechando de la bondad del preso y sea este un chivo expiatorio. Mas Pacífico, que es depositario de unos valores nobles, un alma blanca y pura, asumirá su “culpa” y será inflexible en su determinación. A través de las entrevistas que mantienen ambos personajes, el doctor va reconstruyendo la vida de Pacífico y se afianza su seguridad en la no culpabilidad del preso. La narrativa de Pacífico, que parece al principio inconexa, va encajando en la mente del doctor Burgueño y del espectador. Cada entrevista es una pieza que se ensambla con las demás. Y piezas, módulos, son los que componen el decorado minimalista que los actores van cambiando de posición a medida que avanza la acción. Una luz tenue completa la escenografía. Un decorado escaso que potencia más la importancia de la palabra. Los relatos de Pacífico, plagados de muletillas y de léxico propio del mundo rural, van cautivando al espectador, quien se encariña de un ser tan hermoso -es casi imposible no sentir rabia cuando el Bisa, el Abue y el Padre están decepcionados porque Pacífico será el único hombre de la familia que no tenga su propia guerra, y es casi imposible no enfurecer cuando quieren obligarlo a disparar a un perro y lo maltratan verbalmente por su supuesta cobardía-.

¡Cuántos Pacíficos nos harían falta en un mundo violento y desnortado, en el que la guerra se extiende como un deletéreo veneno! Seamos más “Pacíficos” y aprendamos, como él, lo que su tío Paco le enseñó: a apreciar la belleza de lo que tenemos delante, sin violencia.

lunes, 27 de noviembre de 2023

630. 'El lector por horas'

 


José Sanchis Sinisterra es uno de los dramaturgos contemporáneos más representados en el teatro español. Buena prueba de ello es que El lector por horas, obra escrita en 1996 y estrenada tres años después en el Teatro Nacional de Cataluña, gira de nuevo por las tablas de nuestro país de la mano del director Carles Alfaro, quien ha confiado en Mar Ulldemolins, Pere Ponce y Pep Cruz para dar vida a los protagonistas de esta singular pieza. El propio dramaturgo confesó su convencimiento de que El lector por horas sería una obra destinada a un público minoritario. Erró en su afirmación, pues tuvo una gran acogida.

El argumento de la pieza es aparentemente sencillo. Celso, un importante hombre de negocios, contrata a Ismael para que lea novelas a su hija Lorena, quien ha perdido la vista tras un trágico accidente. Condición sine qua non es que sea capaz de hacer una lectura totalmente neutra, en la que no se atisbe ningún tipo de emoción o de interpretación que pueda influir en la recepción de los textos por parte de la joven invidente. Comienza así una extraña relación entre los personajes, un juego de poder que terminará con un enigmático intercambio de papeles. En el inicio es Celso quien selecciona las lecturas para su hija y quien controla la acción. Se diría que la invalidez de la joven le permite sentirse importante pues de nuevo es útil para ella. Cree que su rol de padre está completo y lo ejerce con autoridad y con un espíritu controlador. Lorena es una joven algo inestable, a veces caprichosa, voluble y rebelde que mantiene con su padre una tensa relación marcada por la embriaguez de este y por el maltrato al que sometió a la madre de Lorena. Ismael es un apocado señor que se pone a disposición de esta familia y acepta con sumisión, al principio, los deseos de Celso y Lorena, quien poco a poco va ejerciendo una influencia mayor en el lector. Incluso se atreve a aventurar, tras varias sesiones de lectura y gracias al desarrollo de su oído -tiene una capacidad especial para descubrir secretos en la pronunciación de los verbos, los adjetivos, los adverbios-, que Ismael es un profesor que oculta un oscuro pasado. Este, lejos de desmentir las acusaciones, se muestra totalmente obediente a las órdenes y caprichos de la joven. He aquí una de las claves de la obra. ¿Son reales las inculpaciones que Lorena vierte sobre Ismael? A lo largo de la pieza no se sabrá con certeza. Se abre, pues, una gran incógnita en cuya resolución debe participar el espectador. No se ha de olvidar que la obra se asienta en los postulados de la Estética de la Recepción, la cual concede una gran importancia al lector/espectador en el proceso de comunicación literaria, quien debe rellenar los huecos argumentales. El propio dramaturgo habla de la “Poética de lo translúcido” pues en esta pieza juega con la ambigüedad constantemente, nada es opaco ni transparente sino que se abre un abanico de sugestiones y posibilidades en las que el espectador tiene un papel central. Ya Bernard Shaw había definido el teatro como una “fábrica de pensamiento” en la que el espectador debe que reflexionar sobre la función y en la que los finales han de ser abiertos para que el público se involucre mucho más en las acciones representadas. Esto, sin duda, lo consigue Sanchis Sinisterra. Al interrogante ya mencionado se suman otros, como quién selecciona realmente los textos, qué finalidad tiene la lectura -¿salvar a la joven o condenarla todavía más al sufrimiento que padece por su ceguera?-, quién tiene realmente el poder en la casa, quiénes son seres dominados y dominantes -tema característico en la producción de Harold Pinter, quien influye en Sanchis Sinisterra-, si funciona o no el teléfono…

Las lecturas de fragmentos de grandes obras de la literatura ocupan un lugar central en la representación. En el montaje de Alfaro, una pantalla anuncia los títulos de las obras para facilitar su reconocimiento al público. El Gatopardo, Madame Bobary, El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo, Relato soñado y un último libro cuya autoría no desvelaremos en estas líneas, van emocionando, entristeciendo, subyugando, inquietando, enfureciendo a Lorena, pero también al espectador que sea capaz de reflexionar sobre los fragmentos leídos. Se demuestra así cómo la experiencia literaria también es una experiencia vital, cómo la lectura puede influir en la vida o ¿acaso no son lo mismo?

La puesta en escena es minimalista. Dos sofás, una lámpara de pie, un teléfono supuestamente sin línea y un piano simulan el salón de la casa en el que hay una nutrida biblioteca que hemos de imaginar en la denominada cuarta pared. Predomina la penumbra, en la que vive también sumida Lorena, y los silencios juegan un importante papel. Se crea, por tanto, una atmósfera inquietante, en la que no hay nada claro ni para los personajes ni para el espectador. Notables son también las interpretaciones de los tres actores que no deslucen en ningún momento y que consiguen sumergir al espectador en este juego dramático plagado de enigmas, de vacíos que rellenar que invitan a reflexionar. Puede gustar o no la representación, pero lo que es cierto es que generará debate entre los espectadores, a los que no dejará indiferentes. Y lograr esto ya es un éxito.

lunes, 20 de noviembre de 2023

629. Compañeros en la poesía y en la vida

 


La historia ha tendido a posicionar a los hermanos Machado, Antonio y Manuel, en bandos opuestos durante la guerra civil española, como si fueran piezas de ajedrez cuya única finalidad fuera acabar con los trebejos enemigos. Esas dos Españas de las que hablara don Antonio se han asociado a las figuras de ambos para ensalzar a uno y minusvalorar al otro en cuanto a calidad estética y ética. Ante esta simplificación injusta, defendida por quienes se arrogan el derecho a juzgar desde una posición totalmente alejada del peligro que se vivió durante la contienda, se alzan algunas voces como la de Joaquín Pérez Azaústre, quien en su novela El querido hermano reivindica la figura de Manuel Machado no solo como escritor, sino plasmando su dimensión más humana y demostrando el amor verdadero que ambos hermanos se profesaban pese a las circunstancias históricas que vivieron, las cuales supusieron su separación física definitiva, pero no afectiva.

 La obra, ganadora del XVI Premio Málaga de Novela, publicada por Galaxia Gutenberg, defiende a don Manuel, quien quedó atrapado en Burgos con su esposa Eulalia en julio de 1936, cuando estalló la guerra y se interrumpieron las comunicaciones en todo el país. En dicha ciudad castellana fue encerrado entre el 29 de septiembre y el 1 de octubre del 36. Tras su liberación, el poeta parece adherirse al Alzamiento Nacional, aunque se desconocen los verdaderos motivos de este cambio ideológico. Por ello, siempre pesará sobre su figura la duda de si fue un verdadero franquista.

El querido hermano es una obra dividida en tres partes, cuyo título está extraído de un verso del poema “El viajero” de Antonio Machado, que se articula en torno a un argumento muy sencillo: Manuel recibe la noticia de que su hermano Antonio ha fallecido en Francia. Profundamente afectado, visita a José María Pemán para cerciorarse de la veracidad de la tragedia. Pemán no duda en poner a su disposición a Raúl, un joven falangista, quien llevará al matrimonio hasta París para dar el último adiós a don Antonio. La novela se estructura, pues, en saltos temporales durante el viaje en automóvil. Los recuerdos y la nostalgia invaden a Manuel Machado, quien rememora momentos felices como el tiempo que ambos hermanos vivieron en el París modernista, empapándose de la poesía de Verlaine, Rimbaud, Jean Moréas, Baudelaire, O. Wilde, Rubén Darío y muchos otros con los que compartieron versos, paseos por Montmartre, tragos de absenta y amores bohemios. La mente de don Manuel nos lleva también al Madrid de los años 20 en el que Antonio y él triunfaron con sus obras de teatro escritas a cuatro manos y a las reuniones familiares en las que la poesía era una invitada de honor. Obsérvese, por tanto, cómo Pérez Azaústre crea un juego en el que participan personajes reales y ficticios que le sirve para defender la postura vital de don Manuel, para esbozar un retrato de la España del 39, con cadáveres en las cunetas, destrucción, dolor y muerte por doquier y para constatar el amor y la admiración mutuos de los dos hermanos (un ejemplo significativo es cuando Manuel le aconseja a Raúl que lea los poemas de su hermano y le presta un libro suyo que el joven toma con recelo y que acaba leyendo extasiado o cuando se deja constancia de que don Antonio intentaba tener noticias de su hermano a través de los periodistas con los que tenía contacto).

El tono narrativo se vuelve más cronístico en los capítulos dedicados al momento en que Manuel Machado es nombrado académico. El autor analiza minuciosamente el discurso que pronunció el poeta en el Palacio de San Telmo. Así, el narrador omnisciente deja paso a la voz propia de Pérez Zarústre, quien declara abiertamente su intención de demostrar que Manuel Machado preparó un discurso valiente en el que aludió a su pasado -incluida su vida bohemia en París-, a su hermano Antonio y a su nueva poesía, alineada con el nuevo régimen. En esta disquisición predominan el uso de interrogaciones retóricas, el léxico taurino cuando se detallan algunas de las “manolerías” que el poeta hizo en dicho discurso para torear su presente sin renunciar a su pasado y, en algunos momentos, un tono demasiado didáctico cuando el autor glosa con detalle algunos versos del poema “Adelfos”, el cual puede contrariar a lectores avezados a los que les guste llegar a sus propias conclusiones.

Especialmente emotivos son los capítulos en los que los personajes llegan a Colliure y conocen los detalles de la muerte de don Antonio y de su madre. La figura de Manuel, desolado ante la tumba de Antonio, queda legitimada ante los ojos del lector. Ya no hay duda de que el poeta que “eligió vivir” y su querido hermano siempre fueron “compañeros en la poesía y en la vida”.

lunes, 13 de noviembre de 2023

628. En las entrañas del maltratador

 


Vaya por delante que Antonio Soler es para mí uno de los escritores más sobresalientes de los que ejercen la literatura en nuestro país. Quedé absolutamente anonadado con la potencia estilística de Sacramento y toda la crítica es unánime al considerar Sur una obra maestra. Por eso, hay que recibir con gozosa expectación cada nueva publicación del autor malagueño. Sin embargo, con Yo que fui un perro, el lector leal de Soler deberá asumir algunas dolorosas renuncias. La primera de ellas es olvidarse de que es un libro escrito por Antonio Soler. Porque esta novela no la escribe él sino el personaje ideado por el autor, un muchacho estudiante de Medicina con serios problemas de sociopatía, que vierte sobre su diario toda la bilis negra que lo envenena. Quien nos habla, pues, es Carlos, y lo hace con su registro parco, repetitivo y poco estimulante desde el punto de vista del lenguaje literario, salvo por algún que otro hallazgo lírico que la desazón del joven inspira. El mérito de Soler está justamente en su capacidad para hacer verosímiles las vicisitudes de Carlos al usar el registro propio de un diario espontáneo escrito por un desquiciado. Esa habilidad camaleónica es también una virtud de los grandes. Pero el lector, acumuladas decenas de páginas con el mismo desalentador tono, acaba fatigado. Las continuas repeticiones podrán plasmar muy bien el carácter obsesivo del personaje, pero el material será muy útil para el psicoanalista, no para el lector de una novela.

Yo que fui un perro narra, en forma de diario, la vida de Carlos, quien mantiene una relación sentimental con su vecina de enfrente, Yolanda. Las páginas de su dietario describen una personalidad oscura, misántropa, controladora, atormentada por los celos, patológicamente voluble. Toda su aspereza creciente configura el perfil del futuro maltratador. Para mí, el gran mérito de la novela es la sensación perturbadora que puede producir en el lector ese asomo de empatía que podemos establecer con el personaje. Desde el primer momento, sabemos que algo no funciona bien en su mente, pero también entendemos su vacío existencial, su depresión, su descreimiento del mundo, su orfandad (la real y la metafísica), su baja autoestima, sus inseguridades, su conmovedora vulnerabilidad. Dan ganas de ponerse a hablar con él, de zarandearlo, abrazarlo y de encauzar su vida. Porque allá, en lo más profundo, atisbamos una brizna de nobleza que muchas veces pugna por imponerse. Sus estudios de Medicina, incorporan a la novela otra interesante perspectiva: la víscera, descrita a veces con crudeza durante sus prácticas forenses, como constatación del nihilismo espiritual del personaje.

No podemos juzgar objetivamente a los otros personajes porque todos están tamizados desde la óptica de Carlos, pero sí llama la atención la actitud de Yolanda, a quien Carlos, según sus propias páginas, trata horriblemente la mayoría del tiempo, y que, sin embargo, acepta los vaivenes emocionales de su relación con relativa laxitud. Yolanda, que parece una chica desinhibida sexualmente parece solo disfrutar de esa vertiente de su relación con Carlos, que en ocasiones, parce utilizado (el perro de la cubierta). Y, aunque la acción se desarrolla en los 90, cualquier chica en sus cabales habría abandonado a Carlos a la primera palabra intempestiva. ¿Alerta, tal vez, la novela de la ceguera de muchas mujeres que no saben ver desde dentro la toxicidad de su relación, o es Carlos, también, una víctima de la propia Yolanda?

La novela, de soslayo, trata también temas como el de la homosexualidad y los prejuicios que aún arrastra el colectivo en esa década (aunque Carlos nunca la desprecia) o el problema de la drogadicción.

Yo que fui un perro abonará el debate en muchos clubes de lectura pero no estoy seguro de que sea una novela memorable. Habrá que esperar a la próxima, cuando Soler escriba como Soler.