viernes, 31 de marzo de 2017

356. Cines viejos (epitafio)



Hay en los cines antiguos el rubor de las viejas meretrices. Ajada ya su belleza, recuerdan en su trato y en su atavío el porte distinguido de la casa, otrora selecta y exquisita, y ofrecen al fiel cliente, que acude contumaz a engañarse, las novedades de la semana. Ellas son jóvenes y extranjeras y casan mal con la vetustez de la pieza, que no puede disimular su ruina ni aún con los nuevos afeites de la farmacopea tecnológica. Sólo cuando se apaga la luz, en la penumbra tibia de la estancia, la sábana blanca de las fantasías envuelve el mismo tálamo que en cualquier otra parte. Los sentidos se envician entonces en la belleza desnuda de la doncella y ya la ornamentación trasnochada de la alcoba deja de tener importancia.
Sólo en la oscuridad, los viejos cines sienten a salvo su dignidad. Porque entre las sombras no se aprecian los muñones de las butacas, ni el pellejo rasgado de las arpilleras, que vomitan su esponja amarillenta, ni los números borrosos de los respaldos, como lápidas anónimas erosionadas por la intemperie. Aunque ya no huelen a zotal  no pueden evitar impregnarse del olor rancio de las moquetas desgastadas. Al pasillo central lo bordean sendas láminas de neón que apenas orientan al incauto espectador impuntual y cuyo tenue haz de luz azulada languidece por momentos o parpadea en la pugna fosforescente de un último estertor. Sólo en la oscuridad, los apliques circulares adosados a las paredes, pueden encubrir los cadáveres de moscas y mosquitos atrapados durante años tras el sucio cristal amarillento como fósiles ambarinos expuestos en un museo abandonado. Las cortinas de terciopelo rojo, sobadas y descoloridas, ocultan puertas secretas que quizás conduzcan a otro tiempo. El sonido monótono del proyector anestesia la conciencia y amenaza con apresarnos, también a nosotros, en la dimensión fantasmal de un tiempo detenido, como un despojo más de la desolación general. Desde la pequeña sala de proyección, apenas un pequeño altar demiúrgico sobre nuestras cabezas que huele a celuloide caliente, el polvo en suspensión hace su epifanía como una vía láctea perdida en una galaxia errante. Todo el espacio se sumerge en un frágil y falaz ensueño.

Pero al encenderse las luces, tras los últimos créditos, el cine se duele de la mirada compasiva e indulgente de los espectadores que desfilan callados, los pasos amortiguados por el tapiz del suelo, hasta la salida. Queda entonces la sala en su silencio sordo de panteón irreal, presidido por la mortaja blanca de la pantalla. Queda el vestíbulo desierto, con su escalera sinuosa, su balaustre y su pasamanos bruñido por la caricia de cientos de personas. Quedan los carteles de las películas, como estelas funerarias. Fuera, junto a la acera, la diminuta taquilla semicircular donde aún se expiden pequeñas entradas de cartón barato con sus esquinas redondeadas, cierra la ventanilla. Quizás esa misma ventana aparezca mañana ya tapiada con yeso y ladrillo como un nicho a medio terminar y hagan nido en su interior las telarañas. Los viandantes y los coches pasarán a su lado indiferentes. La arrogancia de la modernidad mirará con altivez los vestigios del pasado y sólo algún transeúnte nostálgico se detendrá ante la fachada decadente para saberse, él también, como las películas, producto del sueño de algún dios inmisericorde que algún día nos archivará en la caprichosa filmoteca de la vida.

(En memoria del Cine Palace, de Reus, que hoy viernes, 31 de abril de 2017, cierra sus puertas tras 40 años).

viernes, 24 de marzo de 2017

355. Tramp, Tromp, Trump



Doy gracias al destino por no haberme convertido en politólogo o contertulio de televisión. De esta manera he evitado tener que dibujar con la boca esos escorzos imposibles que algunos adoptan para pronunciar el apellido del nuevo presidente de los Estados Unidos. Porque desde que Donald Trump irrumpió en la palestra informativa, no hay experto en política que no haya intentado adaptarse a la fonética yanqui para nombrarlo. Y ahí es de ver el denodado esfuerzo de nuestros ilustrados debatientes para producir la dicción perfecta de un auténtico nativo de la América profunda. Alguien les ha debido de decir que la “u” de “Trump” se pronuncia a medio camino entre la “a” y la “o”, y claro, acostumbrados aquí a decirle al pan pan y al vino vino, eso de que una “u” no sea una “u”  o de que existan vocales hermafroditas o con transtornos bipolares de personalidad, pues como que no. De tal manera que uno ya no sabe si el insigne tertuliano con ínfulas de políglota está pronunciando el apellido del presidente o se está comiendo un bocadillo de panceta (para él bacon). Para colmo de males, alguien les ha debido de decir, también, que la pronunciación oclusiva de la “t” de “Trump” es algo más intensa que la nuestra, así que el sufrido cámara de televisión está todo el día limpiando el objetivo de los perdigonazos del bocadillo de panceta que el aspirante a Hemingway esputa cada vez que demuestra su intachable dominio del inglés.
No es reprochable que alguien intente pronunciar correctamente el inglés, aunque yo soy más de la cofradía de Manolete. Lo que resulta sonrojante es cuando se percibe en ese intento, más que la noble intención de pulir la fonética, la ridícula impostura de quien desea  exhibir una formación o un falso bagaje de persona de mundo. No pasa nada si uno pronuncia “Trump”, como “Tramp”, sin más aditivo. Miguel de Unamuno hasta aceptaría que se pronunciara a la castellana, tal como se escribe. Es ya clásica aquella anécdota que gustaba recordar al escritor vasco según la cual, durante una conferencia sobre Shakesperare, el autor de Niebla pronunció el apellido del inmortal dramaturgo siguiendo la literalidad española. Algún oyente engreído le corrigió la pronunciación y, acto seguido, Unamuno continuó su conferencia íntegramente en inglés. La anécdota demuestra que un uso relajado de la fonética no implica necesariamente una mala formación académica. Hay quien, en esta suerte de competición para ver quién es más licenciado en Oxford, comete errores de ultracorrección. Yo pensaba que un partido de fútbol lo integraban 22 jugadores pero si hacemos caso a los locutores deportivos salen muchos más. Luego uno descubre que es que al jugador extranjero de turno, lo ha llamado de cinco formas diferentes; al jugador canario de Las Palmas, Jesé, ya nadie le pronuncia la “j”, y es sustituida por la  pronunciación inglesa, de tal manera que ahora lo han rebautizado como “Yesé”. Y una antigua conocida mía, paseando por el centro comercial, no entendía por qué no hallaba productos del hogar en una sección de una tienda presidida por el cartel “Home”. Había confundido el vocablo inglés con el catalán (“Hombre”).
Si tenemos estos lapsus con nuestro propio idioma, ya se pueden poner en marcha todos los planes plurilingües que se quieran en las escuelas. No se nos da bien el inglés, es un hecho. Y tampoco queremos aprender, no nos engañemos. ¿Qué salas de cine españolas se llenan para ver las películas en versión original como ocurre en gran parte de Europa? Podremos pronunciar “Trump” con todo aparato de exquisiteces fonéticas. Pero al final, a Clint Eastwood sólo lo reconocemos si es con la voz de Constantino Romero.

viernes, 17 de marzo de 2017

354. 'En la orilla' del teatro.




Hace un par de semanas se produjo en el Teatro Principal de Alicante el estreno nacional de En la orilla, la adaptación para las tablas de la novela homónima de Rafael Chirbes.
El problema de adaptar para el teatro una novela de Chirbes es que Chirbes es mucho Chirbes. La densidad narrativa de sus novelas, su prosa torrencial y envolvente, exigen una purga dolorosa que acaba por ofrecer un producto necesariamente desvaído. Y todo esto, a pesar de las buenas intenciones, que lo son, de las adaptaciones de Adolfo Fernández y Ángel Solo. Una poda implica una selección y una renuncia, y no estoy seguro de que las selecciones hayan sido mejores que los pasajes descartados. Todo esto, claro está, desde el prisma de alguien que ha leído la novela. Sin ese ejercicio previo, la adaptación resulta correcta sin más, pero con la lectura en la retina, el resultado puede ser más lacerante.
Si secundamos, como lo hacemos,  la afirmación de José María Pozuelo Yvancos que coloca a Rafael Chirbes como “el cronista moral de la realidad española reciente”, se entenderá que condensar en una hora y media un texto que inspira tales atribuciones, dejará la empresa en un sucedáneo. Se podrá aducir que ese problema lo tienen todas las adaptaciones y tendrá razón quien así razone pero con Chirbes esa dificultad es exponencial dada la naturaleza de su prosa.
Como se sabe, el libro de Chirbes empieza con el hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba. A Esteban, el protagonista, le han embargado su carpintería al endeudarse en un proyecto que tenia a medias con Pedrós, quien ha desaparecido del mapa. A su condición de víctima se le suma, a su vez, la de verdugo, pues sobre él carga la responsabilidad de los trabajadores que ha dejado en el paro. Además, Esteban debe cuidar de su padre, enfermo terminal, con quien mantiene una relación de amor-odio, y soportar la hipocresía de Justino y Francisco, triunfadores durante la época de las vacas gordas y ahora venidos a menos desde el estallido de la crisis. El recuerdo de una hiriente historia de amor con Leonor, que acabó casándose con Francisco, completa las tribulaciones del personaje. Chirbes desgrana con exhaustiva exactitud y corrosiva sinceridad la corruptela de aquellos años de la burbuja pero, además, resulta interesantísima la introspección en los debates morales y existenciales del protagonista, que en la obra de teatro quedan prácticamente fuera del discurso y que, sin embargo, son contenidos de un gran potencial dramático.
Tampoco resulta demasiado convincente el actor que representa a Esteban (César Sarachu), que bascula entre el narrador y el intérprete sin acabar de ser del todo ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo, la interpretación de la asistenta Liliana (Yoima Valdés) parece sobreactuada y hay momentos en que resulta rayana en lo histriónico. Mucho mejor están Rafael Calatayud y Marcial Álvarez en sus papeles de Francisco y Justino, respectivamente, que dan la medida justa de la bravuconería altanera e impune de aquellos que se sintieron durante la época de la burbuja por encima del bien y del mal.
El espacio del pantano, tan simbólico en el libro, con su atmósfera asfixiante de naturaleza corrompida, trasunto de la corrupción de los hombres, que tanto recuerda a Blasco Ibáñez, aunque aparece constantemente en la adaptación teatral, no consigue convertirse en ese lugar casi cosmogónico que lo inunda todo. Con todo, la secuenciación de los pasajes del libro elegidos están bien ensamblados y tienen una coherencia dramática.

Como homenaje a Chirbes, la intención resulta noble y necesaria. Como producto artístico, en cambio, la adaptación pide algo más.

viernes, 10 de marzo de 2017

353. El whatsapp de Pepe Carvalho



Somos hijos de nuestro tiempo. Y nuestro tiempo transita bajo el imperio del hombre digital. También en literatura. A todo novelista que desee ubicar su trama argumental en el siglo XXI le debe de costar dios y ayuda sustraerse a las innovaciones tecnológicas que dominan nuestras vidas y prescindir de todo aquello que se nos ha vuelto cotidiano. Es como si a Galdós se le pidiese que evitara las calesas en sus novelas. Y, sin embargo, cada vez entiendo mejor a los escritores que huyen de ésta nuestra era electrónica, y no porque no les atraiga convertirse en cronistas de una época la suya propia, sino porque la integración de todo ese endemoniado aparato de novedades digitales en una obra artística les debe de chirriar tanto como una mala ortografía.
Sólo detenerse en los meros significantes de toda esa verborrea tecnológica y ya siente uno cómo la libido literaria se va a hacer puñetas. Chat, whatsapp, twitter, facebook, instagram, wifi…, son palabras horribles desde el punto de vista estético. O la tiranía de la sigla, donde uno en lugar de hablar, parece que esté todo el día deletreando, 3g, sms, usb, mp3, jpg, gps. No digamos si alguno de esos palabrejos mancilla algún verso en un poema (que los hay).
Pero ya no es sólo por una cuestión de belleza formal. Es que con las tecnologías se ha perdido por completo el encanto de algunas novelas, sobre todo de las policíacas. Ya no se investigan los crímenes como antes, sin ese arrimo constante a lo digital, a la solución fácil, cómoda y casi sobrenatural de la informática, cuyo ascendente apenas deja margen a la pericia del investigador. ¿Dónde quedó aquella investigación artesanal, basada en la intuición genial del detective, en la acumulación de indicios que van componiendo el rompecabezas del crimen, en los avatares azarosos que alumbran una nueva pista? ¿Se imaginan al comisario Maigret escudriñando el perfil de facebook de su víctima? ¿O a Pepe Carvalho pidiéndole por whatsapp a Biscuter que le envíe el informe del forense? ¿O a Moriarty dejando sus pullas en twitter a Sherlock Holmes? ¿Y qué me dicen de las novelas de aventuras? Ya no hay aventurero que no tenga a mano el gps del móvil para no extraviarse en mitad de la selva. ¿Pero qué birria de aventurero ese ése? Robison Crusoe cazando pokemons en su isla para superar el tedio; Phileas Fogg trazando su itinerario en google maps; Gullivert usando el traductor automático para entenderse con los Houyhnhnms; Segismundo enfadado porque a su cueva no le llega el wifi que le permita ver en su tablet la serie de HBO, Prison break en full HD.

Cuando la imaginación de Julio Verne se adelantó a su tiempo, incorporando a sus novelas todos aquellos artilugios que acabaron por convertir al autor francés en un visionario, lo tecnológico era aún una posibilidad, una fantasía sugestiva. Del mismo modo, las novelas distópicas ambientadas en un futuro aún lejano, nos permiten jugar con los imposibles gadgets de un mundo nuevo y apasionante. En ambos casos, la tecnología tiene su punto de fascinación. ¿Por qué no entonces en la novela ambientada en nuestros días? Quizás no sea, en último término culpa de la tecnología misma, sino de esa necesidad de distanciarnos de nuestra cotidianeidad que, a la postre, ha sido desde siempre una de las funciones fundamentales de la literatura. Por eso, de entre toda la terminología electrónica que nos inunda, sólo incluiría una en una novela. La de la nube.

viernes, 10 de febrero de 2017

351. 'Tuyo es el mañana'



Qué refrescante resulta toparse de repente con una voz narrativa distinta que se desmarca del abotargamiento literario, tejido siempre de las mismas hechuras, y que rompe su vivificante oleaje artístico sobre este Acantilado nuestro desde cuya hermosa escarpadura de libros, los amantes de la literatura llevamos saltando a su sugestivo abismo durante casi veinte años. Porque mira que es difícil hallar en el catálogo de la editorial Acantilado algún libro malo desde que en 1999 ese exquisito editor que fue el tarraconense Jaume Vallcorba la fundara para deleite de los lectores más exigentes.
Si con El anarquista que se llamaba como yo, Pablo Martín Sánchez sorprendió a propios y extraños con una de las mejores primeras novelas de la última década, con Tuyo es el mañana, el autor reusense consolida su condición de escritor, mostrándonos un desparpajo y una soltura de narrador maduro, que se maneja con aparente sencillez y comodidad por vericuetos no tan fácilmente domeñables. Es esa sensación de inercia narrativa, ligera y alada, la que hace más meritoria una novela, cuya estructura argumental no hace precisamente fáciles tales desenvolturas.
La novela narra las historias de 7 personajes: un neonato, una niña, un profesor universitario, una estudiante de Periodismo, un empresario, un cuadro y un perro. Las 7 historias acabarán cruzándose y dando sentido a los relatos particulares. Es precisamente la promesa de esa confluencia la que mantiene en vilo al lector, que aguarda con curiosidad la forma en que elementos tan dispares puedan completar el puzzle. Y, sin embargo, hay momentos en que el lector puede permitirse el lujo de olvidarse de la prometida encrucijada de los relatos atrapado como está por la autonomía de las distintas historias que valen por si mismas sin necesidad del asidero unificador porque funcionan bien ellas solas como entes narrativos independientes; de tal manera, que la convergencia de las 7 historias acaba siendo, más que un objetivo deseado por el lector, la genialidad final que pone el broche a una experiencia lectora que ya había sido grata sin la necesidad perentoria de esa concurrencia.
Es también estimable, el dominio de los diferentes registros que demandan los distintos personajes. Y no me refiero sólo a los registros lingüísticos, a los idiolectos, sino al tono expresivo, al timbre, que los individualiza. Especialmente memorables son las intervenciones de María Dolores desde su cuadro, que a mí me han recordado por momentos, con todas las reservas que se quieran, a la Menchu de Delibes en Cinco horas con Mario.
El marco temporal de todas estas historias son las 24 horas que preceden al 19 de marzo de 1977, hecho que permite al autor jalonar su relato con acontecimientos de la época, algunos entrañablemente cotidianos, otros más generales, dando buena cuenta de aquella España convulsa que desmiente el idílico relato que sobre la Transición se ha ido vertiendo hasta hoy. Especial relevancia en la historia tiene el deleznable episodio de los bebés robados. El trabajo documentativo tiene, pues, su relevancia, especialmente en el acopio de aquellos detalles más relacionados con la vida de a pie de las personas, lo que permite hallazgos curiosísimos que contribuyen eficazmente a construir el sabor de época.
En cuanto a los rasgos estilísticos, más allá de la soltura reseñada más arriba, destaca el gusto por el detallismo, esa especie de zoom tan del gusto del autor que recupera de su ostracismo literario a los objetos y actos más comunes.

Si con su primera novela, Pablo Martín Sánchez partió de un personaje real que se llamaba como él, en esta segunda lo hace partiendo del año en que nació. Su próxima novela, anunciada por él mismo, que debiera completar esta suerte de trilogía genésica de su yo trascendido, partirá del lugar donde nació: Reus. Y será, lo sabemos, pétalo en su rosa heráldica.

viernes, 3 de febrero de 2017

350. 'Todo esto te daré'



Qué bien le sienta siempre a una novela la falta de prisas, el cincel cuidadoso de la palabra, la plácida demora en una descripción, la construcción sosegada del alma de los personajes, la clepsidra de la trama dosificando su goteo moroso, el veneno de la intriga inoculado subrepticiamente en el incauto lector. Dolores Redondo ha compuesto su novela como si dispusiera de mil años para escribirla y ha vivido en ella como la perla que se sabe secreta e ignorada en el fondo de un mar abisal, allá donde germina la creación. Y, claro, el resultado es un libro redondo, sin aristas, pulimentado a base de manosearlo. Quizás también ahí resida su defecto, en su demasía autocomplaciente que pide una poda sutil pero que apenas menoscaba el concienzudo ejercicio literario.
La novela narra la historia de Manuel, a quien notifican que, Álvaro, su marido, ha fallecido en un accidente de tráfico. La anomalía de esta muerte estriba en que Álvaro debía estar, supuestamente, en Barcelona y no en Lugo, donde se ha producido ese accidente. Álvaro viaja entonces hasta Galicia para reconocer el cadáver y, a partir de ahí, se ve inmerso en una oscura trama que desvela el pasado desconocido de su marido. Aunque la autora ha declarado haber querido huir de los tintes mágicos, la novela no puede sustraerse a la atmósfera taumatúrgica de la Ribeira Sacra. Así, aunque el lector esté seguro siempre de la explicación lógica de determinados sucesos, a éstos se les adhiere la pátina sobrenatural que el paisaje gallego sugestiona. De este modo, las gardenias aparecidas misteriosamente en el bolsillo de Manuel, el niño que llora en la pensión, los ojos del perro donde Manuel cree ver a Álvaro, acaban adhiriéndose al misterio como el musgo a un camposanto abandonado.
Jalonando la trama argumental, un tanto desequilibrada por su condensación vertiginosa en los últimos capítulos, aparecen temas como el caciquismo, la corrupción eclesial, la búsqueda de la afirmación personal al amparo de la persona amada, la ambición por el poder, las oscuras pasiones y los inescrutables caminos del arraigo, más allá de la tierra que nos ha visto nacer, cuyo trasunto podría hallarse en los largos pasajes de los viñedos gallegos. Especialmente interesante, aunque no lo suficientemente explotado, es el tema de la metaliteratura. Manuel es escritor y sus reflexiones acerca del acto de creación resultan muy sugestivas, sobre todo al usufructuar el ejercicio literario a la vida misma. La literatura redime al personaje pero también lo ordena ontológicamente.
Respecto a los personajes destaca la cuidada construcción de los mismos, perfectamente diferenciables por la verdad de sus registros; si acaso, nos chirría un tanto la madre de Álvaro, a cuya maldad se han cargado tanto las tintas que resulta rayana en el maniqueísmo. Por el contrario, el inspector Vidal, tan rico en matices, enseguida se configura como uno de esos personajes que se salen de la novela para participar del imaginario literario de todos.

En definitiva,  en Todo esto te daré el lector queda atrapado a partes iguales tanto por la intriga de la trama como por esa ambientación envolvente a la que la niebla y la llovizna gallegas tan bien contribuyen. Una novela negra, atenta a los cánones del género pero también a la sensible introspección en el alma de los personajes y sus tortuosidades que es, a la postre, el misterio más irresoluble de todos. 



Con Dolores Redondo tras la cena de gala del Premio Planeta

domingo, 22 de enero de 2017

349. Miguel Hernández y José Luis Ferris (compañeros del alma)



Acaba de empezar el Año Miguel Hernández, que conmemorará el 75 aniversario de la muerte del poeta oriolano, y no se me ocurre mejor pórtico para penetrar en el atrio de tan emocionante efeméride que la biografía que del poeta cabrero nos regala José Luis Ferris, recientemente publicada por la Fundación José Manuel Lara. En realidad se trata de una reedición revisada y remozada de aquella otra que el escritor alicantino publicara en 2002 y 2010, con las ampliaciones pertinentes que la siempre inagotable figura del autor de Perito en lunas ha generado desde entonces. Porque con Miguel Hernández, nunca nada está cerrado. Una fotografía hasta hace poco inédita del poeta, tomada en Valencia en 1937 durante el II Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura  por el excelente fotógrafo Guillermo Fernández Zúñiga (cuya vida daría también para otra biografía) muestra a Miguel saliendo altivo del edificio del ayuntamiento –la altivez orgullosa de su recia convicción y compromiso con la justicia–, y prueba que, cada cierto tiempo, el fondo documental sobre Miguel Hernández se topa con nuevos hallazgos. De ahí la necesidad de José Luis Ferris de actualizar el trabajo ya hecho.
Hay académicos, estudiosos o especialistas, que se creen con el derecho de apropiarse de las figuras señeras de nuestra Historia y que rechazan recelosos cualquier intromisión que pueda arrebatarles esa exclusividad. Como si esos prohombres fueran sólo suyos y no, como lo son, patrimonio de todos. José Luis Ferris, que es de natural humilde y que despliega allá donde va su bonhomía machadiana, no pertenece a ese grupo. Y, sin embargo, con toda justicia podría concedérsele el título de Embajador de Miguel Hernández, remedando aquellos diplomas que el poeta obtuviera en sus años de estudiante en Santo Domingo –Emperador en Gramática–, porque a mí, aunque estoy seguro de que Ferris rechazaría esta afirmación de plano, se me hacen ya indisociables la figura de Miguel Hernández y la de su más excelso biógrafo. Si hasta la universidad de Elche donde ejerce la docencia Ferris se llama Miguel Hernández…
Hay en el libro de Ferris un entusiasmo contagioso e inspirador que sólo es posible concebir en alguien que ama lo que está haciendo. Existen pasajes donde ese amor, literalmente se le desborda. Y, no obstante, el libro es un ejemplo de rigor y acopio documental cuidado hasta el más mínimo detalle. Esa combinación de pasión y disciplina académica es el gran acierto del libro, que como dice el maestro Prieto de Paula, puede leerse como una novela, aunque “lamentablemente, lo que aquí se nos relata no es una novela”. Lejos de la aridez de otras biografías –pienso, por ejemplo, en algunos capítulos de la vida de Machado escrita por Gibson, que encalla por su frío catálogo de datos–, Ferris dosifica la documentación insertándola con natural maestría en un formato esencialmente narrativo y en ocasiones lírico, en cuyos resortes aparece el Ferris novelista y poeta. Y, claro, así da gusto. Hay, además, algunas sugestivas audacias, como aquella que establece paralelismos entre las pinturas de Maruja Mallo (de la que también es biógrafo) y algunos poemas de El rayo que no cesa, tradicionalmente atribuidos a su mujer, Josefina Manresa, que por aquel entonces se le moría de “casta y de sencilla”, concomitancias verdaderamente sorprendentes.

Otros tesoros hallará el lector en esta biografía que, como casi todas, no puede ser definitiva. Tampoco sé si es la más completa. Pero, aunque no lo fuera, si una biografía trata de explicar una vida, el libro de Ferris es vida, con todas sus exultantes y dolorosas consecuencias. Pero vida. Tanto es así que el subtítulo del libro, “muerte de un poeta”, parece desdecirse. Y se desdice. 



domingo, 15 de enero de 2017

348. Buscando a Falcó



No ha debido de ser tarea fácil para Arturo Pérez-Reverte crear el personaje de Lorenzo Falcó, aún más si éste aspira a convertirse en el héroe de una nueva saga. El escritor cartagenero –aunque apuesto que él preferiría la variante cartaginesa del gentilicio–, arrastraba el lastre de Diego Alatriste, cuya compañía en los tercios de la literatura se había dilatado durante quince largos años, estableciendo con él fuertes complicidades que habían de predisponer necesariamente a su autor a atribuir rasgos del soldado leonés a este mercenario de nuevo cuño. Es cierto que entre 1996 y 2011, Reverte ha escrito otras novelas y que su competencia narrativa le ha permitido crear sin problemas otros personajes muy distintos del de Alatriste. Pero hay demasiadas concomitancias entre este Lorenzo Falcó de la convulsa Europa de principios del XX y el capitán del siglo XVII, tales como cierto desencanto en su concepción del mundo o determinado sesgo ético en algunos rasgos de su comportamiento. Quizás por eso, me ha parecido que en buena parte de la novela, Reverte no hace otra cosa que tratar de buscar a su Falcó, de darle voz propia, de individualizarlo, de explorar sus posibilidades como personaje nuevo. Ya en las entrevistas que el escritor concedía con motivo de la publicación de la novela, se atisbaba esa necesidad de explicar al personaje, y ese apremio parecía pesar mucho más que los aspectos de la trama argumental. Hay partes, pues, de la novela, donde se cargan demasiado las tintas sobre la configuración del carácter del personaje. Sólo cuando el autor se libera de esa búsqueda –podríamos llamar ontológica– de Falcó, la novela se emancipa y vuela, ahora sí, eficaz y solvente, creando una atmósfera al más puro estilo clásico de la novela negra, cuando los espías no estaban atontados con el WhatsApp.

La novela toma como núcleo argumental el intento de liberación de José Antonio Primo de Rivera de la cárcel de Alicante y la ambigüedad de la cúpula franquista en torno a ese rescate. Estoy convencido de que la lectura de Falcó no debe de resultar cómoda para un lector de izquierdas. Lorenzo Falcó sirve a los nacionales en su misión y es ley no escrita eso de empatizar con el personaje principal; de ahí las reservas que determinados sectores ideológicos puedan albergar respecto a la novela. Sin embargo, son prejuicios infundados. Falcó, efectivamente, trabaja para los sublevados, pero podría hacerlo para cualquiera porque es un mercenario. Existe un interés capital en Reverte en evitar los maniqueísmos y, por ello, crea un personaje que sólo se sirve a sí mismo y que ningunea las grandes palabras que sustentan los pilares doctrinales de los distintos credos políticos. Para Reverte, el gran error español es el de etiquetar a las personas, el de colocarlas en compartimentos estancos que no admiten matices, porque eso es lo cómodo. La novela trata de neutralizar la dicotomía de buenos y malos para construir un universo de escalas mucho más compleja que la burda simplificación con la que se trata de explicar a veces aquella locura colosal que fue la guerra civil. Falcó halla comportamientos miserables en ambos bandos y no escatima, por cierto, en imputar muchos de ellos a la facción que circunstancialmente defiende. Él mismo es un miserable cuando se trata de salvar el pellejo. Pero también se burla de la ingenuidad que atesoran los que preservan los grandes ideales en virtud de palabras como “patria” o “bandera” y aboga por la libertad de no sentirse parte de nada. Porque, en muchas ocasiones, esas defensas acérrimas de determinados principios sublimes no son más que construcciones arbitrarias al servicio de unos intereses oscuros que toman como títeres a mentes débiles y maleables. Ese es Falcó. Insobornable, mujeriego, egoísta y expeditivo pero que, no obstante, conserva una suerte de lealtad y sentido del honor, propios de otras épocas. Quizás de la de Alatriste.

domingo, 8 de enero de 2017

347. Instrucciones para comer palomitas



Apreciados lectores. Aunque en las íntimas estancias de mi espíritu jamás las fútiles veleidades de la vanidad hallaron su aposento, me permitirán hoy que, sin que sirva de precedente, me jacte por un día de acaudillar una de las mayores contribuciones que hombre alguno haya tributado a la humanidad en su ya dilatada historia de prodigios y descubrimientos. Y así, desde hoy mismo, paso a formar parte de toda esa pléyade de prohombres admirables que, merced a su inteligencia y buen juicio, jalonaron con sus brillantes revelaciones los tortuosos caminos de la filantropía, dicho todo esto, como advertí más arriba, sin atisbo de vanagloria alguna ni atildamiento, pues como dijo Honoré de Balzac, hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir. Y el obsequio que dono hoy al orbe, tras innumerables desvelos y congojas, es el de salvaguardar al mundo de la criminal especie que habita las butacas de nuestros cines: la perteneciente a las hordas del despreciable linaje del palomitero contumaz. Y para ello, procederé a enumerar las instrucciones que todo individuo descendiente de esta abyecta estirpe, deberá seguir para redimirse en la salutífera higiene de la civilidad.
En primer lugar, hay que advertir que no es en absoluto necesario comprar palomitas para el visionado de una película. Pero, como todo acto social requiere de sus rituales, no vetaré esta herencia de la tradición. Si, no obstante, se decide comprar un cartucho de palomitas, debe recordar, una vez empezada la proyección, que una de las dádivas recibidas de la historia de la evolución humana fue la función prensil de los dedos, que Darwin data de los tiempos del homo habilis, de principios y mediados del Pleistoceno, esto es, hace más o menos un millón y medio de años antes de que naciera el sofisticado homo digitalis. El procedimiento es bien simple: con el dedo pulgar y el índice en solidaria coordinación, se prende la palomita sin tocar el cartón y se lleva hasta la boca. No es necesario, pues, volcar el cartucho sobre el hocico ni tampoco hurgar burdamente en el interior del cartón para extraer más de una palomita, pues muchas se perderán por el camino o no cabrán en las tragaderas, aunque se use la mano entera como dique de contención. Evitará así un holocausto de palomitas despizcadas sobre su regazo y sobre el suelo, y los licenciados en Filología Hispánica que trabajan como limpiadores en los cines, se lo agradecerán; también el resto de espectadores a los que evitará el fragor de sus pesquisas palomiteras en el interior del cartón. Tampoco zarandee el cartucho cuando queden pocas palomitas: da igual las veces que lo agite, las palomitas seguirán siendo las mismas, no se van a multiplicar, y la habilidad prensil permite el acceso a la base del recipiente sin mayor esfuerzo. Una vez la palomita en la boca, debe evitarse la zafia masticación. Por su propia naturaleza, la palomita emite un crujido al ser triturada por los dientes; deje que la palomita se derrita en su boca, merced a las glándulas salivales y mastique luego, una vez reblandecida. Repita este proceso especialmente cada vez que la película se halle en un pasaje de especial relevancia y tensión argumentales, como aquel en que el personaje principal va a confesar en un susurro su crimen o su amor por la dama. Aproveche para masticar ruidosamente, con avidez si así lo quiere, cuando el Dolby Surround explote en su estallido de decibelios coincidiendo con la banda sonora, las persecuciones de coches o cualquier otra contingencia propicia, y vuelva a su discreta rumia, una vez la película retome su cauce remansado.

Siga todas estas instrucciones si no quiere que el espectador de la butaca contigua le coja del jodido gaznate y apriete con su función prensil hasta verlo morir con lujuriosa complacencia entre estertores. Dicho todo esto sin acritud.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

346. Nunca llueve en Alicante



No se trata aquí de remedar aquella vieja canción de Albert Hammnod sustituyendo el sur de California de su título por el sudeste levantino español. Aunque la verdad es que Alicante y su contumaz sequía podrían figurar sin ningún problema en cualquier antología de canciones sobre el duro estiaje. Porque en esta ciudad, donde conviven mi exilio agridulce y la nostalgia de la lluvia de Tarragona, lo cierto es que no cae una sola gota. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con confundirnos a todos –fagocitarnos–  en su luz cegadora.
Pero resulta que esta última semana sí ha llovido en Alicante. Vaya que si ha llovido. Y alguna vez nos ha cogido esta lluvia salvífica tras la acogedora protección del aula. La lluvia para los estudiantes alicantinos no es aquella monotonía de lluvia tras los cristales que imaginara –reviviera– Antonio Machado para los niños madrileños o sorianos. Aquí la lluvia es un acontecimiento. Así que el día que llueve en Alicante, permito a mis alumnos que abandonen sus pupitres y les invito a apostarse tras los ventanales de la clase para contemplar el agua, que por aquí es poco menos que el bautismo auroral del mundo. No hay algarabía ni juego en este paréntesis de la lección. Los estudiantes observan la lluvia y apenas hablan. Algunos toman del hombro a su compañero y así, en esa posición de camaradería, admiran juntos la lluvia con reverencial silencio. Nada se oye en el aula; sólo veintitantas respiraciones contenidas y el cielo tejiendo su pespunte sobre los cristales.

Fue la lluvia la que me dio la idea. Al día siguiente traje a clase todos los libros que encontré de todos los escritores que habíamos trabajado durante el trimestre. Repartí los libros azarosamente. Los estudiantes los manoseaban, pasaban sus páginas a capricho, a veces se detenían en algún pasaje y reconocían algún texto que habíamos leído; aquellos se detenían en la solapilla o en las contraportadas y se topaban con el retrato del autor, extrayendo similitudes entre la expresión de su cara y la naturaleza de su obra en una suerte de frenología literaria; esos otros admiraban las ilustraciones que inspiraban los pasajes narrativos; más allá, un estudiante hallaba impresa una dedicatoria del autor presidiendo algún poema y se preguntaba quién sería la misteriosa destinataria, imbricando la vida en la literatura. Los libros iban y venían. Por un día la Literatura no se limitaba sólo a unos apuntes teóricos en un cuaderno de notas, escritos con aquella caligrafía de urgencia; ni las obras eran sólo un compendio de textos antologizados por el profesor en el desgarbado collage de unas frías fotocopias. Por un día, los autores tenían rostro más allá de los manuales, y los títulos no se enumeraban exentos en hileras cronológicas sino que hacían su epifanía en el atrio de sus propias portadas.

Fue la lluvia. Observando a mis alumnos aquel día, embebidos ante los ventanales frente al milagro del agua, recuerdo haber pensado que parecía la primera vez en sus vidas que vieran llover. El día que llevé todos aquellos libros al aula, el gesto de sus miradas era el mismo que ante el aguacero de la víspera. ¿Acaso los libros no son también una ventana y la literatura la fértil lluvia que espera el espíritu en barbecho?

Nunca llueve en Alicante. Pero llueve. Vaya que si llueve.