lunes, 28 de marzo de 2022

566. 'En el descuento' (reseña gamberra)

 


Que la vida es muy puta eso lo sabes tú mejor que nadie, amigo Chúster, que te has chupao cinco años en la trena por no ir con el chivatazo a la guripa y te has comido tú solito todo el marrón de aquel asunto de la prostituta rumana que se cargó el hijo de perra de tu jefe, el tal Cisco. Joder con las lealtades, Chúster. Y luego sales del trullo y el Cisco te mete en otro fregao y tú, que no tienes donde caerte muerto, a ver qué haces si no, pues claro, aceptas el encarguito, que yo lo entiendo, que hay que comer y todo eso, pero no me jodas, Chúster, que parece que no has aprendido nada durante tu lustro en el talego. La verdad es que menuda historia que te han montado el Ledesma y el Mañas ese, qué cabronazos. Que como personaje de ficción deberías rebelarte, igual que hizo aquel Augusto con Unamuno en Niebla, porque, joder, pedazo de embolao en el que te han metido en la novela. Y encima se presentan ambos con la pijada esa de la conjunción, Ledesma & Mañas, hay que joderse, como si fueran un puto bufete de abogados. Que, a ver, algo sí te han defendido, que me da a mí que mientras te creaban, se iban encariñando contigo. Si no, a cuento de qué ese japiending en una novela tan negra negra como ésta. Aunque lo del final dulce se puede debatir, que hay finales dulces que duelen como una puñalada trapera. Pero qué movidas, Chúster. Esta novela es negra como la pez. Aquí la pipa aristocrática del Sherlock es una cajetilla de Marlboro y la peña se fuma sus buenos chinos. Y el bigotito de marica del Poirot aquí es tu mostacho teutón, el único testimonio ya de aquella gloria efímera de cuando jugaste diez minutos en Primera División. Que sí, hombre, que sí, pa ti la perra gorda, fueron once, pero ya me entiendes. Y aquí los funcionarios chupatintas de los bevilacquas son gente del hampa, herederos de Rinconete y Cortadillo, escoria de los fondos más bajos de la sociedad. Y la gente habla como habla la gente de verdad, con sus palabras gruesas y su jerga y su espontaneidad, que para hablar como los poetas ya está la poesía. Aunque también tiene poesía este libro, la poesía de la derrota, de los juguetes rotos, de las vidas como el loto, que pugnan por elevarse por encima de la ciénaga. Y hasta para el Cisco hay frases memorables: «Una carraspera de fumador amplificó sus adentros poniendo al descubierto, más si cabe, toda la lobreguez de su entraña». Chulo, ¿eh? Y, como toda novela negra, también tiene su punto de denuncia social. Que no vamos a desvelarle aquí a la basca que lee el Diari los detalles de tu aventurita frenética por Madrid, Zaragoza y Barcelona, pero en cuanto los lectores se enteren de las malas formas de aquella burguesita catalana, digna heredera de las pijitas de Marsé, y sepan de sus intenciones, comprenderán tu furia, Chúster, comprenderán tu despecho acumulado por años y años de menosprecio, y sabrán que siempre existirá gente que querrá aprovecharse de la necesidad de otra gente, de la gente sin recursos ni horizontes, a quienes usarán a su antojo para satisfacer sus pequeños caprichos de señorones de barrio residencial. Y entenderán tu redención, Chúster, tú que estabas marcado por la tragedia. Así que yo brindo por ti, amigo Chúster, brindo por ti aquí, en esta barra de El Topless o de El Cisne, qué más da, si todas son el mismo locus amoenus de los perdedores –qué putada lo de tu hijo y lo de tu mujer, tío–, brindo por ti y por todos los parias del mundo, y brindo por Ledesma & Mañas, estos árbitros literarios que quisieron que marcaras tu último y mejor gol, aunque fuera en el descuento.

lunes, 21 de marzo de 2022

565. Mártires

 


La noticia es ya muy vieja en este mundo de vorágine informativa donde el titular de ayer queda pronto obsoleto por la novedad de hoy. Tampoco es que sea una noticia especialmente relevante, pero a mí, que tengo la manía de convertir la anécdota más pueril en un tratado de filosofía, sí me pareció significativa. Ahí va: «El presentador Ramón García declara que odia la Navidad». Así, a bocajarro. Y entonces uno repasa mentalmente las imágenes de Ramón García durante las sucesivas emisiones de las campanadas de La 1, con su capa, su jovialidad, sus brindis y sus buenos deseos para el año nuevo, y esa evocación nostálgica se deshace en la retina como se deshacían en las antiguas pantallas de cine las escenas de una película cuando se ponía a arder el celuloide en las cabinas de proyección. «Intento conciliar lo que siento con lo que transmito», añade Ramontxu con su puntito de víctima sacrificial ofrecida en el ara de la Felicidad y su tiranía. En cuanto leí la entrevista, se me vinieron a las mientes los esfuerzos de aquel personaje creado por don Miguel de Unamuno, el párroco Manuel, de San Manuel Bueno, mártir que, extinguida ya su fe, seguía representando su papel ante los feligreses para no arrebatarles la esperanza de la religión, acaso el único consuelo con que las gentes de su parroquia sanaban de la herida de la existencia. Si Manuel hubiera reconocido ante los fieles la pérdida de su fe, quizás habría demolido el asidero al que muchos se agarraban y habría contribuido a su desdicha. Perpetuando el engaño, en cambio, mantenía las almas en alto de sus parroquianos, aunque a él le lacerara por dentro su esforzado y doloroso martirio. Ramón García debiera haber tomado el ejemplo del Manuel de Unamuno: hay cosas que no se deben decir. O hacer. La actriz Meg Ryan destrozó los corazones de los castísimos estadounidenses cuando, rompiendo los moldes de su figura inocente y virginal, decide desnudarse en la película En carne viva, donde desempeñaba el papel de una profesora de escritura creativa obsesionada por un extraño. Ahí se acabó la carrera de Meg. Y aún recuerdo el murmullo desconcertado de la concurrencia cuando, en 1998, coincidiendo con el acto en que se invistió a Noam Chomsky como doctor honoris causa de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, el lingüista declaró ante una sala a rebosar que había dejado de creer en la gramática generativa. Muchos de mis profesores de la facultad habían dedicado una vida entera a enseñar y defender las teorías de Chomsky al respecto. A veces, pues, hace falta hacer un acto de caridad: decir que adoras la Navidad, que crees en Dios Todopoderoso, que sigues siendo la niña inocente de Cuando Harry encontró a Sally o que la gramática generativa continúa siendo el método más eficaz para delimitar el río desbocado de la Sintaxis. Imagínense, si no, qué pasaría si los escritores ramplones y sin estilo declararan algún día que sus obras son pura bazofia destinada a una ralea de analfabetos sin criterio y que solo escriben así de mal porque las editoriales les piden que no se pongan demasiado exquisitos.  ¿Cómo se sentirían entonces todos esos lectores que se creen bendecidos por su ingreso en la alta cultura, legitimados sus gustos indecentes por los grandes críticos literarios y por los prestigiosos suplementos culturales que ensalzan sin pudor la mediocridad? No, por favor. Tamaño agravio no pueden permitírselo estos escritores heroicos que inmolan en la pira de las turbas adocenadas todo su talento para el bien común de la ignorancia. Que son, como el Manuel de Unamuno, mártires de la Literatura.  

lunes, 7 de marzo de 2022

564. La tiranía del espectáculo

 


Hace unas semanas acudimos a un museo para visitar una interesante exposición sobre el mundo etrusco. Nos acompañaba un guía al que apenas podíamos escuchar, pues en cada una de las salas sonaba de fondo, como parte de la musealización, una especie de música épica a un volumen inconcebible que impedía oír los detalles de la explicación con los que el pobre cicerone se desgañitaba en vano. Luego, cuando el guía nos dejó a solas para disfrutar con más calma de las piezas, la banda sonora etrusca, que era algo así como una mezcla entre Piratas del Caribe y Gladiator, continuaba su clamor de trompetas, tambores y platillos, ante cuyo éxtasis sucumbimos, abandonando antes de tiempo el museo. Al director de la peformance musealística debió de parecerle muy apropiada toda aquella barahúnda musical. En la redacción de su proyecto seguramente diría cosas como «experiencia inmersiva», «hacer vivir al visitante su propia película histórica» o «excitar la emoción del espectador mediante la simbiosis de las piezas y la música». Con nosotros, en cambio, lo único que consiguió fue echarnos del museo. Sometido a ese desprestigio del silencio que nos asola, el director de marras no se paró a pensar que quizás era precisamente el silencio el que podría obrar, con más capacidad inmersiva que cualquiera otra parafernalia, el vínculo entre el visitante y las piezas milenarias; que la belleza de los objetos y el vértigo del tiempo que nos separa de ellos se comunican mejor con nosotros en el parentesco común del silencio que son y del silencio que seremos.

Es la tiranía del espectáculo a la que se está sometiendo toda actividad humana y también el arte. Hoy los libros se promocionan mediante esa cosa infame que llaman booktrailers, como si de películas se tratasen; en los yacimientos arqueológicos te reciben unos señores disfrazados para teatralizar la vida de nuestros ancestros; y en los institutos se enseña la Literatura proponiendo a los estudiantes que ideen Góngoras y Quevedos instagramers. Hasta la muerte es ya un espectáculo y el fiambre de turno decide chamuscarse a su gusto en los crematorios mientras suena el My way de Sinatra. Los minutos de silencio ya no se entienden si no van acompañados de alguna pieza instrumental lacrimógena y efectista; y la guerra de Ucrania se televisa también con banda sonora de película bélica en telediarios y magazines, creando en el espectador una suerte de ficción cinematográfica mientras miles de civiles mueren masacrados aquí al lado, apenas a cuatro horas de avión. Durante los días duros de la pandemia, cuando los campos de fútbol estaban vacíos, los canales de televisión introducían el sonido de público enlatado para que el aficionado pudiera crearse la ilusión de los forofos, con sus ánimos, sus cánticos y sus insultos al árbitro. Y hasta en las reivindicaciones más justas y perentorias, la peña sale a la calle de batucada, que es una cosa que debe de imponer mucho miedo a los políticos.

Como creo haberle leído alguna vez a Varga Llosa, “en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.”. Y así andamos, perdidos, y pertrechándonos de referentes bufonescos que desvirtúan la esencia de la cultura. Porque, como cantaba Freddie Mercury, aunque sin la grandeza trágica de su canción, el espectáculo debe continuar.

lunes, 28 de febrero de 2022

563. La memoria en barbecho

 


Espoleada quizás por el éxito de Dicen los síntomas, la editorial Tusquets recupera ahora La memoria del alambre, que Bárbara Blasco había publicado con Ediciones Contrabando en 2018. Hay una suerte de justicia poética en la resurrección de estas primeras novelas cuya innegable calidad no había contado en su día con una visibilidad proporcional a su excelencia. Y no por el esfuerzo ímprobo de las editoriales independientes y su heroica apuesta por la literatura de calidad, sino por las lógicas limitaciones que lleva aparejadas la gestión de los sellos humildes. Y, no obstante, no me parece osado afirmar que La memoria del alambre es, incluso, mejor novela que Dicen los síntomas, lo que ya es mucho decir.

La narradora de La memoria del alambre recibe un día un correo electrónico cuya remitente es la madre de Carla, una antigua amiga de la protagonista, conminándola a aclarar si la muerte de su hija en las vías del tren hace 25 años había sido accidental o fruto de un suicidio. La novela se convierte entonces en un barrunto de respuesta a ese tú que la interpela en el correo donde se evoca la adolescencia de las dos amigas en la Valencia de los inicios de la Ruta del Bakalao. Esos recuerdos alternan con los saltos al presente, gracias a los cuales conocemos que la protagonista es ahora una mujer algo desnortada, integrante de una orquesta verbenera de carácter itinerante de cuyo casposo repertorio musical se avergüenza la propia cantante. Las reflexiones, por cierto, sobre la música (o más bien sobre su muerte) no tienen desperdicio.

El magistral dominio de las elipsis narrativas permite retener al lector, atento siempre a los vislumbres argumentales que Bárbara Blasco dosifica con inteligencia. Y entretanto, la alternancia de pasado y presente parece erigirse en una suerte de juego de espejos en el que el ahora ofrece su resistencia al reflejo del ayer, como un bastión desde el que defenderse de los embates de unos recuerdos laboriosamente sepultados por el inconsciente para no recibir la bofetada de la verdad. En ese sentido, el nomadismo de la orquesta, esa vida siempre en movimiento, que pasa por los pueblos fugazmente y que nunca se ancla afectivamente en ninguno, parece ser para la protagonista una huida desesperada hacia adelante que no puede permitirse el lujo de detenerse a riesgo de que el estatismo subsiguiente abone la memoria en barbecho. En esa misma línea actúa el sexo, de naturaleza meramente evasiva, no siempre placentero, llevado a cabo en ocasiones con la inercia del autómata, pero un opiáceo a la postre, tan distinto del sexo rebelde y autocrático de la adolescencia evocada.

Pero la memoria siempre vuelve y su reelaboración artera (preciosa la significativa metáfora que da título al libro) nada puede contra el alambre que recuerda certero su forma inicial. Y con ella llega la culpa pero también la redención en la asunción de la misma y la famosa rendición de cuentas con el pasado. El reordenamiento catártico.

Respecto al estilo literario, se ha hablado de la prosa directa de Bárbara casi como un elogio de su espontaneidad. Y aunque, ciertamente, se trata de un estilo muy refrescante, a veces jubilosamente descarado y provocador, yo aprecio un trabajo muy minucioso con el lenguaje, lleno de hallazgos poéticos sorprendentes, originales e inesperados y de guiños autorreferenciales que demuestran mucho pico y pala en la elaboración de la prosa. Por eso un libro a perdurar. Y es que la Literatura es también alambre, y tiene su memoria.

lunes, 21 de febrero de 2022

562. El silencio que no es silencio

 


Aunque Sergi Bellver ha dejado escrito en alguna ocasión que preferiría que la crítica literaria focalizase más la atención en su obra que en su condición de nómada, mucho me temo que el romanticismo que inspira la vida itinerante del escritor barcelonés todavía dará alimento para alguna página más dedicada a esa faceta. Nada de malo hay en ello si no se pierde de vista que, como él mismo declara, el nomadismo no es un fin en sí mismo sino un medio para seguir escribiendo desde la soberana libertad que su misma naturaleza trashumante lleva abanderada. A la postre, la literatura es también una forma de nomadismo, aunque esa imbricación trascienda en el caso de Sergi el hallazgo metafórico. Y, por otro lado, tras leer su estreno como novelista, me resulta insoslayable solapar ambas dimensiones, la literaria y la viajera. Y no solamente porque Del silencio (Ediciones del Viento) constituya una topografía sentimental descrita con la minuciosidad de la experiencia y la delicadeza de los afectos, sino porque su personaje principal, János, el refugiado húngaro que busca asilo en París tras la «liberación» rusa, comparte con Sergi una forma ética y estética de estar en el mundo y también el desarraigo de quienes entendieron la mezquindad de las banderas y lo absurdo de «todas esas fronteras decididas en algún despacho por personajes que jamás pisan la tierra ni saben lo permeables que llegan ser las cosas fuera de los mapas. Que no conocen la vida real, la que nos mancha y nos mezcla, y a nuestros nombres y acentos con ella, igual que la misma lluvia empapa los campos de todos los vecinos, ya vinieran sus ancestros de una esquina de Europa u otra». Del silencio es un cinerama de los acontecimientos más relevantes de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial hasta los años 60 del pasado siglo. Y uso expresamente el sustantivo «cinerama» porque los lances históricos se van sucediendo unos tras otros como un pase de diapositivas, casi impresionista, que van jalonando las vicisitudes del protagonista y determinando su destino sin renunciar nunca a aquel concepto unamuniano de la intrahistoria, que no permite que los grandes hechos eclipsen en la narración la verdad de las vidas individuales y su palmaria cotidianidad. En ese friso se esculpen también muchas de las manifestaciones culturales de esas décadas, sobre todo cinematográficas, literarias y musicales, de las que el autor lleva a cabo inteligentísimas écfrasis, y que conforman refugio y patria para el apátrida político, algo así como lo que suponía la arquitectura para Austerlitz, el personaje de Sebald, con el que János, por cierto, comparte aquella tragedia de olvidar por momentos su lengua materna, que es otra forma de destierro. Hay en la novela una suerte de descreimiento del género humano y de su capacidad redentora, que alterna, sin embargo, con una tímida filantropía retratada en un desfile de personajes frágiles, vulnerables y bondadosos en los que el autor parece cifrar cierta esperanza. Estructural y estilísticamente, me interesan más los remansos reflexivos que los lances meramente argumentales, y el propio autor parece tender a un paulatino sosiego que deja de lado la acción para explorar las emociones y los pensamientos o para recrearse en estampas humanas, a veces costumbristas, y urbanas, que dejan trallazos líricos, como aquella Praga nocturna que parece un cubertería de plata en su cajón. También se notan las tablas y el oficio del escritor en estrategias estructurales que dan unidad y circularidad al libro, como el parentesco entre la diosa manca del museo del Louvre y la pérdida del brazo que János sufrirá tras su retorno a Budapest, casi una metáfora del dios silente e incapaz que ha abandonado a los hombres. Y junto a ese silencio divino, el otro silencio «que no es silencio» porque su elocuencia zarandea las conciencias y quiere hacer tabula rasa de todo el ruido para volver al momento auroral desde donde construir un mundo nuevo.

lunes, 14 de febrero de 2022

561. Las colecciones literarias de Vicens Vives

 

En mitad de la deriva educativa a la que estamos asistiendo, con su sangrante desprestigio del conocimiento y del espíritu de sacrificio, se agradece que resistan todavía propuestas didácticas como las que ofrece el grupo Vicens Vives, casi el único sello entre los grandes que se abastece de capital exclusivamente español, y que constituye uno de los proyectos editoriales más rigurosos y encomiables que se están llevando a cabo en la actualidad en nuestro país. Me refiero, concretamente, a las colecciones literarias que con tanto mimo y vocación de excelencia, mantiene desde hace ya varios años la editorial, y que representan, por su indiscutible calidad y por su afán pedagógico, un exponente de primer orden para la difusión de la cultura literaria española y también de la literatura universal.

Como profesor de Literatura en Secundaria, he manejado varias de esas colecciones, especialmente los libros que se acogen a los marbetes Clásicos Hispánicos y Clásicos Universales, y he hallado en ellos una magnífica herramienta de trabajo, pues entre sus páginas se aúnan el rigor filológico y una inteligente y pulcra selección formativa con la refrescante aspiración de ser, sobre todo, útil, lejos de ese prurito meramente exhibicionista con que otros sellos parecen querer servir solamente al lucimiento personal del encargado de la edición. Las colecciones literarias de Vicens Vives, al contrario, iluminan con sus aparatos de notas y sus sobresalientes introducciones contextuales incluso al entendido en la materia y, a la vez, apuntan al tuétano mismo del producto literario para ofrecer al alumno la información nuclear –pero nunca superficial– que el estudiante necesita dominar. Conozco de primera mano a algunos de los encargados de elaborar las distintas ediciones. Hay entre ellos profesores, escritores, críticos literarios, especialistas monográficos y otros tantos intelectuales, y sé de su enorme preparación académica, de su exquisito criterio y de su inmensa pasión. Y todo eso se nota en el resultado final. No le van a la zaga las otras colecciones de la editorial, como Clásicos adaptados o Cucaña que, manteniendo el espíritu de las obras originales, son capaces de introducir y familiarizar a los alumnos con los grandes títulos de la literatura española y universal, en una franja de edad clave para inocular en ellos el hábito de la lectura. Estas adaptaciones constituyen un primer barrunto para habituar a los pequeños a la experiencia de la calidad artística, estética e imaginativa que de dichas adaptaciones se desprende y cuyos cimientos acabarán sosteniendo, con el tiempo, parte de su educación humanística e integral. Y todo ello con la amenidad y la profesionalidad que exige tan delicada empresa. En ese sentido, no puedo dejar de destacar las preciosas láminas que acompañan a las ediciones, nacidas de la creatividad de los más destacados ilustradores.

Por todo lo antedicho, conviene reconocer, proteger y promocionar iniciativas como esta de Vicens Vives, sobre todo porque las sucesivas leyes educativas, con su defensa de la mediocridad, hacen más necesaria que nunca esta noble obstinación de combatir los embates del adocenamiento y ofrecer a nuestros estudiantes (que, no lo olvidemos, deben ser los futuros garantes de la continuidad de nuestro patrimonio cultural), un material de calidad que respete todas sus capacidades aún por explotar antes de que el gobierno de turno decida por ellos que su horizonte intelectual debe necesariamente limitarse en virtud de no sé qué suerte de sobreprotección contra los traumas de aprender.


lunes, 7 de febrero de 2022

560. Un Tartufo dentro del 'Tartufo'

 


Entre algunas de las actividades culturales que se están llevando a cabo para la conmemoración de los 400 años del nacimiento de Molière, destaca el montaje teatral del Tartufo en la versión de su director, Ernesto Caballero, con Pepe Viyuela como actor principal. Lantia Escénica, que nació el año pasado como productora teatral integrada en el veterano grupo catalán Focus, se estrena con esta adaptación del clásico del padre de la Comédie Française que lleva desde septiembre de gira por las tablas españolas.

Hay en la versión de este Tartufo de Ernesto Caballero una peligrosa ambigüedad en lo concerniente a su puesta en escena en tanto que esta puede suscitar la mayor de las irritaciones o, por el contrario, contribuir al reconocimiento de una apuesta inteligente que legitimaría los numerosas desmanes y licencias que se toma el dramaturgo. En cualquier caso, esta ambigüedad ya debe colocarse en el debe del director, que no llega a ser taxativo en la defensa de su propuesta. Pero como el crítico, tomando las palabras de Cansinos-Assens, debe entrar en la obra ajena «lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias», prefiero tomar, de entre las dos posibilidades, la interpretación que mejor favorezca el montaje.

El equívoco de la obra reside en la incorporación de escenas arbitrarias que se justificarían solamente por el tan traído prurito de acercar el clásico a nuestro tiempo. Así, aparecen alusiones a las redes sociales como paradigma de la hipocresía, se adapta el lenguaje de la criada Dorina a la ordinariez de una joven arrabalera, se exhiben desnudos gratuitos al amparo oportunista del discurso feminista, se incorporan escenas sexuales más o menos explícitas, se dota a la obra de un tufo pedagogista que parecer pretender explicarnos a los pobres ignorantes del público cuáles son las claves del texto de Molière, se interrumpe el desarrollo de la acción mediante el esqueje del metateatro y otras tantas novedades. Sin embargo, es justamente durante estas interrupciones donde el director parece querer explicar su propósito. Cuando Pepe Viyuela se queja, por ejemplo, de las escenas de sexo o del lenguaje de Dorina, son los propios actores quienes le recuerdan que ha sido él mismo quien ha dado esas instrucciones, y se deja entrever que esas concesiones modernizadoras tienen que ver, sobre todo, con la necesidad de que la obra funcione en los teatros y pueda tener éxito. Pepe Viyuela defiende con impostada solemnidad la versión clásica (quizás hipócritamente, como un Tartufo dentro del Tartufo) pero en el fondo está claudicando a la adaptación moderna porque desea que la obra les reporte el beneficio económico que la compañía necesita. La propia Dorina dice, en algún momento del final, que «todos somos Tartufos», corroborando quizás el guiño de marras. Solo así se podrían aceptar muchas de esas licencias que, justamente por lo exagerado de su profusión, me hicieron sospechar de la verdadera intención del director. Por lo demás, la idea es inteligente, en tanto que la hipocresía se erige victoriosa justamente en una obra como la de Molière, que desea denunciar la falsedad de todos los tartufos de la corte, y constituiría asimismo una crítica velada a la moda de las adaptaciones que, bajo el pretexto didáctico, solo desean, en realidad, el rédito económico. Y si quisiéramos ir más lejos aún, esta versión estaría denunciando el progresivo deterioro del conocimiento, al no hallar las compañías, en medio de un público cada vez menos formado, otro medio de representar sus obras que haciéndolas claras, fáciles y modernas. Haciéndolas tartufas.

lunes, 31 de enero de 2022

559. 'Mira que eres'

 


Leer a Luis Rodríguez es, ante todo, una experiencia literaria inmersiva en la que el lector paciente y desprejuiciado debe aceptar el envite de dejarse extraviar por entre las galerías laberínticas de su prosa, liberarse del prurito academicista que le exige querer entenderlo absolutamente todo, y transitar por las páginas del libro asumiendo el desconcierto gozoso de quien habita el no-tiempo de una literatura miscelánea que se explica per se, una propuesta autorreferencial que se retroalimenta y que trasciende cualquier intento de clasificación genérica porque ella es en sí misma un género literario.

Mira que eres (Editorial Candaya), el último trabajo del escritor cántabro, confirma la arriesgada audacia de nuestra consideración de marras. Pero si, pese a todo, el lector necesitase asideros, quizás conviniera primero leer el libro de Luis Rodríguez como el tratado poético que también es y tal vez entonces quedarían desveladas algunas de sus motivaciones. Si adoptamos esta modalidad de lectura, hallaremos repartidos aquí y allá retazos metaliterarios que, una vez unidos, conformarán el compendio del credo artístico del autor e iluminarán algo el camino. Así, para Rodríguez, «escribir es desatar el nudo», desenquistar aquel conflicto emocional, explicarlo y darle salida y carta de naturaleza. También leer a Luis Rodríguez es, en cierta medida, desatar un nudo. Hay en el libro una defensa de la ficción y hasta de la exageración que prima por encima de la verdad empírica o de los fundamentos supuestamente lógicos: el pacto de ficción y el disfrute de la belleza valen más que la impertinencia extemporánea del positivismo. Lo que no es negociable es la autenticidad, nacida del mismo tuétano de la experiencia creadora. Hay también una fe en la oscuridad como paso previo al conocimiento, al estilo de la mística sanjuanista, lo que explicaría el relativo hermetismo del libro: solo de noche se ven las estrellas. También se reflexiona sobre la tiranía de la mercadotecnia adocenadora o sobre el lector, al que el proceso creador no tiene en cuenta pero al que se le invita a formar parte activa del reto intelectual. El libro, que es un gran palimpsesto, trufado de referencias literarias explícitas o implícitas, es también una celebración del milagro de la intertextualidad.

El débil hilo argumental (la búsqueda del personaje biografiado en el libro) parece solo erigirse como el pretexto para el encuentro fortuito con otros personajes que conformarán un muestrario muy singular de caracteres e historias peregrinas: pasados turbios o misteriosos, vacío existencial, carencias afectivas y empáticas, desnortados y abúlicos, los personajes de Mira quién eres visitan velatorios de desconocidos para «reflexionar sobre lo efímero», sueñan con sus propios entierros, guardan en una cajita los pelos del aborto del padre violador, tallan en madera escenas de la Última Cena con los rostros de los compradores en las caras de los apóstoles y un largo etcétera. A veces se difuminan las fronteras entre los personajes, que parecen cederse el testigo de sus roles identitarios y aspiran siempre a ser otros (no es baladí la alusión a Pessoa o a Sá Carneiro), como Manuel, que asume los papeles de los personajes que como actor le toca representar en el teatro, o como aquel preso de los campos de exterminio, que para librarse de la culpa de su supervivencia, asume ser un oficial nazi. Junto a sus historias, abundan las reflexiones metafísicas que jalonan toda la lectura: la mirada ajena como ontología; habitar el error como ideal de vida; la culpa; el suicidio; el pasado como ficción. Y todo ello dispuesto a través de una estructura sorprendente y original que, no obstante, no desdeña la tradición (toda vanguardia que se precie debiera cumplir con esa premisa) como cuando se utiliza el tópico del manuscrito encontrado (tampoco es casual la alusión a Cide Hamete Benengeli) para fabricar los mimbres del relato. Una fiesta de la Literatura de la que, una vez ha amanecido, salimos ebrios –las guirnaldas ondeando todavía con el relente de la mañana– y un poco melancólicos y nostálgicos por el destierro sobrevenido tras la última página.

lunes, 24 de enero de 2022

558. Sonaba la Séptima de Bruckner

 


A los que nos dedicamos a hablar de Literatura no nos resulta sencillo reseñar libros como el que hoy nos ocupa. Con los pies por delante, de Carles Canals, recoge veintidós breves reflexiones que son, a la vez, veintidós hermosísimas despedidas de alguien –el propio Carles– que en el fondo se sabe desahuciado de la vida tras recibir el diagnóstico de un cáncer de páncreas. El diario, alojado previamente en un blog y ahora rescatado del limbo digital para la venerabilidad del libro por la editorial Sloper, es un testimonio lúcido e inteligente,  a veces cruel, otras divertido, y nunca victimista de los últimos tres meses de vida del polifacético periodista mallorquín.

Decía al principio que no resulta fácil abordar desde la crítica literaria libros como este; uno se siente algo imbécil y pretencioso aplicando el escalpelo cuando el contenido del texto que analiza trasciende toda consideración academicista, y los juicios literarios se antojan extemporáneos y hasta impertinentes ante la terrible y palmaria realidad vital que se impone durante su acongojada lectura. Y no obstante, el libro de Carles Canals es una joyita literaria, lamentablemente inconclusa, cuya calidad artística no pasa desapercibida ni siquiera cuando uno, respetuosamente, decide que se va a quitar las gafas del crítico. Porque si es abrumadora su verdad experiencial, también lo es su verdad literaria, nunca menoscabada por el presumible y disculpable patetismo de quien está contando su muerte. Y es que en el libro de Canals, si algo no hay, es justamente patetismo ni autocompasión. Canals sujeta con admirable prestanza la brida de su desolación y sus textos nunca caen en el morbo fácil ni en el sensacionalismo. Hay en todo momento una conciencia clara del ejercicio de la escritura, de los resortes narrativos, y aunque –como decíamos– nadie le hubiera reprochado al autor algún acceso dramático, Canals siempre antepone su oficio como escritor o, al menos, lo tiene muy presente. Incluso en el pasaje más emotivo del libro, que para mí es aquel en el que la medicación le hace perder a Carles el sentido del tacto y no puede, por tanto, sentir la piel de Pepi, su mujer, al abrazarla (lo que no deja de ser otra forma de muerte), incluso ahí -–digo– con todo su riesgo sentimental, se me antoja el pasaje una de las más bellas y tristes declaraciones de amor a las que yo haya asistido en la literatura últimamente.

Por el libro desfilan el humor negro, la crítica social, la generosidad en medio del dolor propio, la esperanza en la vida exprimida con pundonor hasta el último momento, el amor al arte y tantos otros detalles emocionantes escritos con titánico esfuerzo sobre un teclado de madrugada cuando los dedos ya no atinan sobre las teclas.

Dice la nota final del libro que en el momento de la muerte de Canals sonaba en la habitación la Séptima Sinfonía de Bruckner. Se dice que el músico austríaco compuso el tema principal del Adagio al conocer que su maestro Wagner agonizaba en Venecia, introduciendo como homenaje las tubas wagnerianas usadas durante el lamento fúnebre. Cuando Bruckner murió se inscribió en el pedestal de su tumba la frase final de su Tedeum «Nunca estaré perdido». Este libro que edita ahora Román Piña es esa tuba wagneriana y es también ese hermoso epitafio de amistad del túmulo de Bruckner.

lunes, 17 de enero de 2022

557. 'Klara y el Sol'

 


Tras ser galardonado en 2017 con el premio Nobel, Kazuo Ishiguro regresa al panorama literario con una novela de ciencia ficción en la que se aborda el tema de la inteligencia artificial. Si bien pudiera pensarse que es un tópico algo manido ya, trabajado con frecuencia en la literatura y en el cine, el escritor de origen japonés ha sabido crear una obra fresca, narrada desde la perspectiva de Klara, una AA (Amiga Artificial) que se encargará del cuidado de Josie, una chica de catorce años que se encapricha del androide cuando lo ve en el escaparate de la tienda. He aquí uno de los aciertos de Ishiguro, pues elegir a Klara como narradora de la historia le permite hacer un análisis de la realidad cargado de ingenuidad, de curiosidad y de inteligencia. Klara es como una niña que observa el mundo con ojos entusiastas, que está ávida de conocimiento, de aprender los sentimientos, de explorar territorios ignotos que van más allá de lo que puede ver desde la tienda en la que se encuentra al inicio de la obra. Klara y su compañera Rosa, dialogarán sobre el futuro que les inquieta y darán pinceladas de cómo es el mundo de los humanos del que ansían formar parte: dominado por las prisas, por la polución, en el que hay mendicidad, desempleo, atascos, individualidad, egoísmo y en el que los trabajadores de élite han sido sustituidos por la inteligencia artificial, lo que ha provocado una fractura social que no augura nada bueno.

El cometido de Klara será acompañar a Josie en los años previos a ir a la universidad y paliar de alguna forma su soledad. Los jóvenes estudian desde casa y hay una tajante división entre los que han sido mejorados genéticamente y los que no, lo que acentúa la soledad y la desigualdad, dos de los temas principales de la novela. Josie se refugiará en Klara y en su amigo no mejorado Rick, personaje marginado socialmente que está condenado a tener más dificultades para progresar en un mundo que parece estar hecho solo para quienes han confiado en la manipulación genética. Este es el caso de Josie, si bien para asegurarle el éxito en la vida su madre ha puesto en juego la salud de la niña, pues esta padece una enfermedad imprecisa que hace tambalearse la vida de la familia. Resulta muy interesante el contraste entre las madres de Rick y Josie, cómo han adoptado posturas opuestas para cuidar a sus hijos y cómo las defienden a lo largo de la obra.

Otro tema fundamental de la novela es la búsqueda de la inmortalidad, la negación de la muerte como parte natural de la vida. La madre de Josie trama un plan moralmente cuestionable por si su hija acaba falleciendo en el que Klara desempeñará un papel clave. Las reminiscencias al mito de Prometeo son evidentes, al igual que a otros referentes como Pinocho o Frankenstein. Los seres humanos juegan a ser dioses que insuflan vida a la materia inerte, en este caso a las máquinas, pero algunos van más allá al considerar que la inteligencia artificial podrá suplir la desaparición física de las personas. El debate ético queda planteado al lector desde la objetividad del escritor, que no muestra en ningún momento su postura.

Dice Ishiguro que esta obra nació como un cuento infantil. Efectivamente, el autor ha creado una historia aparentemente sencilla en la que la protagonista es una “niña” androide que está descubriendo el mundo. A través de su empatía, de su capacidad para detectar el sufrimiento y de su sensibilidad, Ishiguro nos muestra el futuro oscuro que le espera a la especie humana. Al igual que las máquinas -la misma Klara es un modelo de androide antiguo y teme no encontrar un humano al que hacer compañía porque ya existen otros robots más modernos que ella-,  muchos seres humanos sufren la obsolescencia, sienten que no sirven para nada en un mundo dominado por los avances tecnológicos que los desplazan, que les hacen sentirse fuera de lugar, unos inadaptados en una realidad que va más deprisa que su capacidad de aceptación de ese nuevo modo de vivir que parece imponérseles como un gigante que les acabará engullendo. Esta obsolescencia produce que no solo la tecnología se quede desfasada sino que también el humano se sienta inútil en un mundo que ya no reconoce como propio.

Hay, por tanto, en la novela un mensaje pesimista con un fuerte trasfondo filosófico lleno de interrogantes. ¿Es Klara más humana que los verdaderos seres humanos? ¿Se está deshumanizando la sociedad? En muchas ocasiones son las personas quienes  parecen autómatas mientras que los robots aparecen como los depositarios de los sentimientos y de los rasgos más humanizadores. En este sentido, destaca la esperanza y el afán de lucha de Klara por salvar a Josie. Nuestra protagonista, que precisa de la energía solar para recargarse, considera que el Sol también podrá curar a su amiga. El astro rey aparece como una deidad a la que Klara ofrecerá un peculiar sacrificio que resulta tremendamente interesante: en una sociedad cada vez más incrédula, una máquina demuestra un profundo fervor religioso al Sol, el cual aparece aquí como el único dios verdadero capaz de generar vida. Este rito, de raigambre ancestral, acentúa de nuevo el juego de contrastes sobre el que se asienta la novela.

En definitiva, Ishiguro ha sabido construir con Klara y el Sol una metáfora de la vida en la que, como en los buenos cuentos tradicionales, se nos invita casi sin darnos cuenta a reflexionar sobre qué es la condición humana y hacia dónde estamos avanzando como sociedad. La ciencia ficción sirve como pretexto o como marco para plantear al lector un debate filosófico profundo y tremendamente necesario.