miércoles, 28 de diciembre de 2016

346. Nunca llueve en Alicante



No se trata aquí de remedar aquella vieja canción de Albert Hammnod sustituyendo el sur de California de su título por el sudeste levantino español. Aunque la verdad es que Alicante y su contumaz sequía podrían figurar sin ningún problema en cualquier antología de canciones sobre el duro estiaje. Porque en esta ciudad, donde conviven mi exilio agridulce y la nostalgia de la lluvia de Tarragona, lo cierto es que no cae una sola gota. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con confundirnos a todos –fagocitarnos–  en su luz cegadora.
Pero resulta que esta última semana sí ha llovido en Alicante. Vaya que si ha llovido. Y alguna vez nos ha cogido esta lluvia salvífica tras la acogedora protección del aula. La lluvia para los estudiantes alicantinos no es aquella monotonía de lluvia tras los cristales que imaginara –reviviera– Antonio Machado para los niños madrileños o sorianos. Aquí la lluvia es un acontecimiento. Así que el día que llueve en Alicante, permito a mis alumnos que abandonen sus pupitres y les invito a apostarse tras los ventanales de la clase para contemplar el agua, que por aquí es poco menos que el bautismo auroral del mundo. No hay algarabía ni juego en este paréntesis de la lección. Los estudiantes observan la lluvia y apenas hablan. Algunos toman del hombro a su compañero y así, en esa posición de camaradería, admiran juntos la lluvia con reverencial silencio. Nada se oye en el aula; sólo veintitantas respiraciones contenidas y el cielo tejiendo su pespunte sobre los cristales.

Fue la lluvia la que me dio la idea. Al día siguiente traje a clase todos los libros que encontré de todos los escritores que habíamos trabajado durante el trimestre. Repartí los libros azarosamente. Los estudiantes los manoseaban, pasaban sus páginas a capricho, a veces se detenían en algún pasaje y reconocían algún texto que habíamos leído; aquellos se detenían en la solapilla o en las contraportadas y se topaban con el retrato del autor, extrayendo similitudes entre la expresión de su cara y la naturaleza de su obra en una suerte de frenología literaria; esos otros admiraban las ilustraciones que inspiraban los pasajes narrativos; más allá, un estudiante hallaba impresa una dedicatoria del autor presidiendo algún poema y se preguntaba quién sería la misteriosa destinataria, imbricando la vida en la literatura. Los libros iban y venían. Por un día la Literatura no se limitaba sólo a unos apuntes teóricos en un cuaderno de notas, escritos con aquella caligrafía de urgencia; ni las obras eran sólo un compendio de textos antologizados por el profesor en el desgarbado collage de unas frías fotocopias. Por un día, los autores tenían rostro más allá de los manuales, y los títulos no se enumeraban exentos en hileras cronológicas sino que hacían su epifanía en el atrio de sus propias portadas.

Fue la lluvia. Observando a mis alumnos aquel día, embebidos ante los ventanales frente al milagro del agua, recuerdo haber pensado que parecía la primera vez en sus vidas que vieran llover. El día que llevé todos aquellos libros al aula, el gesto de sus miradas era el mismo que ante el aguacero de la víspera. ¿Acaso los libros no son también una ventana y la literatura la fértil lluvia que espera el espíritu en barbecho?

Nunca llueve en Alicante. Pero llueve. Vaya que si llueve.

domingo, 18 de diciembre de 2016

345. 'Box8'



Hay libros que atesoran la virtud –y aquí la virtud es necesidad– de sacudirnos la muelle tibieza ante el mundo, de pellizcarnos la conciencia, de obligarnos a despertar de la anestesia voluntaria con que hemos sido inoculados, de despegarnos de un tirón  la tirita con que ocultamos torpemente la llaga que somos para dejarla así, en carne viva, palpitante en el escozor de su vergüenza. Box8: contra el silencio, obstinadamente (Fundamentos), de Marisol Sánchez Gómez, es uno de esos libros contra la alienación. El libro transita por los angostos ribazos de las escarpaduras periféricas, allí por donde la maquinaria del discurso oficial y oficioso es incapaz de hollar los caminos sin caer en el abismo. La autora da su voz, la voz de “una mujer blanca, occidental, feminista y con estudios universitarios […] que pertenece al teórico mundo de los privilegiados por raza, por cultura, y por haber nacido por pura casualidad y buena suerte, en el momento adecuado en el lugar adecuado”, a los que no la tienen, y esa voz que es grito, multiplica su eco hasta llegar a los lugares más inhóspitos de la Tierra, en los que no habríamos pensado ni una sola vez en nuestra vida, y penetra también en los intersticios más sutiles del individuo mismo, en sus contradicciones y aspiraciones frustradas.
Box8 es un libro de los márgenes. Todo en él está en la frontera de todo (magníficos los capítulos dedicados a las fronteras interiores y exteriores). Su apasionamiento no es panfletario; la defensa de los invisibles (mujeres, negros, pobres, homosexuales, presos y demás desahuciados por la sociedad patriarcal capitalista) no se realiza mediante la frase ingeniosa hecha para el eslogan o para el aplauso fácil. Bien al contrario, todo el argumentario de Marisol Sánchez se alimenta de diferentes disciplinas que convergen en su común misión, como la Sociología, la Psicología, la Antropología, la Política, la Economía, la Filosofía, la Ética o la Literatura, el cine y el arte en general. Hallamos entonces un corpus científico que legitima la necesaria radicalidad de su discurso, sin la habitual servidumbre de apelar sólo a la sensibilidad de los lectores. Porque Marisol Sánchez apela también a nuestra inteligencia y este posicionamiento ante el lector certifica una honestidad que pondera sin trucos nuestro compromiso ante las tesis defendidas. 
Particular presencia tiene el ideario feminista, catalizado en muchas ocasiones por las teorías de la pensadora y poeta Adrienne Rich (1929-2012), que se erige en la figura central del libro. Especialmente interesantes son la desmitificación del falso empoderamiento de la mujer y su necesidad de la otredad, como falacia para su afirmación vital, entre otros postulados.
Son también muy interesantes las reflexiones de la autora sobre el lenguaje. Éste aparece en el libro como una suerte de ontología, cuya naturaleza demiúrgica da cuerpo a los desheredados del mundo. Sólo existe lo que se puede nombrar y es precisamente el silencio que sobre ellos se cierne, el que perpetúa su desalojo y olvido.

El libro puede leerse también como una excelente antología miscelánea de textos científicos y literarios, labor esta, la de antóloga, que no nos sorprende si pensamos en la excelente vocación antologizadora que jalona la trayectoria editorial de la autora y cuyo último brillante exponente ha sido la publicación de 20 con 20 (Huerga y Fierro) donde se recogen las propuestas de veinte poetas españolas actuales sin sumisiones a los cánones establecidos por los gurús del cortijo literario. No podía ser de otro modo. Porque Marisol Sánchez también se mueve, como los desamparados de su libro, en los márgenes. Benditos, incómodos, disidentes márgenes.

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[Enlazo también la magnífica reseña que sobre este mismo libro ha escrito el poeta Ramón Bascuñana en su excelente blog El alma de la piel]

domingo, 11 de diciembre de 2016

344. 'La carne'



El problema de mi lectura de la nueva novela de Rosa Montero no reside tanto en el libro mismo ni en su autora, como en quien escribe ahora estas líneas. Uno se entera un día de que Rosa Montero ha publicado una novela en Alfaguara titulada nada más y nada menos que La carne, centrada en la antesala de la vejez, y recibe la noticia con el alborozo que suscita la promesa de un libro cuyo sólo título produce ya una sacudida en el lector. La carne. No me negarán que con ese pórtico crudo, directo, inclemente, descarnado, si se me permite la redundancia, fisiológico hasta el naturalismo, el lector sienta que va a enfrentarse a un texto que va a zarandear eso que ahora llaman los finolis nuestra zona de confort.
Y así es. Con un título tan sugestivo, inspirador y rebosante de potencialidad, yo me esperaba poco menos que una epopeya de la carne, la épica derrota de la piel en su decrepitud, el enseñoramiento de lo orgánico sin medias tintas, la enfermedad sin paliativos retóricos. Esperaba esa novela que nos recordara que, pese a nuestro afán de trascendencia, pese a nuestra espiritualidad específica, pese a nuestra supuesta elevación, somos eso: carne, futura podredumbre y humores en descomposición.
En lugar de todo eso, sin embargo, hallamos a una sexagenaria obsesionada por el gigoló que ha contratado para darle celos a su ex pareja.  La novela se convierte entonces en una agridulce historia de amor, algo aburguesada, salpicada de cierto humorismo de acíbar marcadamente femenino, donde la protagonista reivindica, pese a las limitaciones de su carne ya decadente, su necesidad de amar; se trata de la tragedia derivada de la oposición entre una predisposición al amor que ha permanecido intacta con el paso de los años y la realidad del cuerpo, que en su declive, no acompaña esa plenitud. 
No es, por tanto, que no subyazcan en la novela todas las expectativas que el título sugería. Detrás del enfoque edulcorado se atisba toda esa fatalidad, pero se pierde la grandeza odiseica del viaje de la carne, quizás porque la propia autora ha decidido cubrir, bajo la ternura y patetismo que nos genera su personaje, el drama latente. Sólo al final del libro, hacia la página 185, que inicia uno de los mejores capítulos de la novela, la autora parece hacer jirones ese velo tras el que se esconde el rigor de la terrible verdad.
Una de las partes más interesantes de la novela es el juego metaliterario que en ella se establece. Soledad, la protagonista, es comisaria de una exposición que organiza la Biblioteca Nacional sobre escritores malditos. El repaso por las vidas de estos escritores se engarza con los sentimientos de la propia Soledad, en un juego de espejos que enriquece la trama. Resulta también llamativa la incorporación del personaje de Rosa Montero en uno de los pasajes de la novela, en un divertimento tan legítimo como innecesario. Tan innecesario como el escuálido dietario donde la protagonista anota sus observaciones de espionaje sobre el gigoló del que está enamorada, que hubiera resultado perfectamente compatible sin el mecanismo estructural del diario, que se antoja algo forzado.

En definitiva, La carne es una novela correcta, que quizás peca en la ligereza con que aborda un tema, presumiblemente más potente y lleno de posibilidades en su hondura. La carne se deja leer, entretiene, pero se queda a medias. En lugar de su holocausto, en esta carne rozamos sólo la epidermis y la lectura cicatriza enseguida. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

343. 'Gritos en la llovizna'



Cuando se rescatan obras primerizas de autores consagrados, se corre el riesgo de crear una falsa expectativa que busca reconocer en esos libros los albores de las virtudes literarias que hoy admiramos en sus obras de madurez. Es lo que ha sucedido con Gritos en la llovizna, del chino Yu Hua. El escritor asiático lleva desde el año 2002 cosechando diferentes reconocimientos, como el prestigioso premio James Joyce Foundation o el Grinzane Cavour con su obra ¡Vivir!, que luego fue adaptada al cine por el director Zhang Yimou y galardonada en el Festival de Cannes con el Gran Premio del Jurado. ¡Vivir! y Crónica de un vendedor, están consideradas las obras más influyentes de la década de los 90 en China (solapilla de Seix Barral, dixit). Sus libros han sido traducidos a más de 20 idiomas y hay quien habla de Yu Hua como un candidato firme al Nobel de Literatura.
Y, claro, se entiende que Seix Barral haya querido aprovechar el buen momento del autor chino, para traducir al español aquellas obras que permanecían aún inéditas en nuestro idioma. Pero es que Gritos en la llovizna es un libro de 1992, cuando Yu Hua no era todavía Yu Hua. Y querer buscar en esta opera prima los embriones literarios que dieron lugar al gigante novelista es como llenar la bañera de sal y decir que se ha bañado uno en el Mar Muerto.
Gritos en la llovizna narra las vicisitudes de tres generaciones de un clan familiar en la China rural. El libro es un anecdotario de interés muy desigual, que sólo encuentra su aliciente en esos felices hallazgos líricos, llenos de delicadeza y primorosa factura, que sólo la literatura asiática es capaz de generar. Algunos de estas historias parecen querer transmitir algún tipo de enseñanza práctica o filosófica, si bien muy atenuadas por una premeditada sugestión y, en cualquier caso, poco contundentes para un lector occidental. Muchas de las andanzas de los personajes están teñidas de un tremendismo rayante en lo escatológico, al que se contrapone la sensibilidad de Sun Guanglin, el gran protagonista de la novela, que trata de sobrevivir en un mundo rudo, brutal y primitivo y en su vorágine de instintos desatados. Resultan llamativos algunos pasajes de la novela que, si no fuera por la distancia cultural, podrían pasar por una suerte de realismo mágico, una especie de surrealismo asiático, como aquel en el que Sun Guangcai, el padre de Sun Guanglin, empeña el cadáver de su padre Sun Youyan para recibir un préstamo, o aquel otro en que el propio Sun Youyan siente un día que su alma ha abandonado el cuerpo y se retira a su cama para aguardar a la muerte.
También son reseñables el modo de vida de la sociedad patriarcal china, su autoritarismo y modelos familiares y los tabúes sexuales.
Sin embargo querer ver en la novela un testimonio de la transformación social china bajo el mandato comunista, parece algo pretencioso. El marco político aparece tangencialmente, si bien su presencia resulta latente en todo el libro como un telón de fondo siempre opresivo, amenazante y asfixiante.
También es destacable la dualidad espacial del campo y de la ciudad. Esta última aparece siempre como una especie de entelequia que sólo se atisba. El campo, en cambio, se presenta como una realidad casi ontológica que se funde con los hombres de forma primaria.

Gritos en la llovizna es, en definitiva, un libro interesante si se quiere bucear en los orígenes literarios del gran novelista chino y su lectura tiene sentido en esa visión de conjunto. Aisladamente, sin embargo, la llovizna se queda en chirimiri y los gritos en susurros…

domingo, 20 de noviembre de 2016

342. 'Que casi, casi vuela'



Ignoro a cuánto se pagan los espacios publicitarios en las páginas de un periódico pero a los dueños de la empresa aérea Norwegian ésta les va a salir gratis. ¡Media planaza, no se pueden quejar! Pero, oye, se lo merecen. Eso sí, espero que los noruegos se estiren un poco y, a cambio, me regalen algún vuelo en clase business a la tierra de Ibsen, que tengo la ilusión de navegar entre los fiordos y contemplar El grito de Munch. Pero no divaguemos; a lo que íbamos. A lo mejor ya conocen la noticia y apuesto a que, si les gusta la literatura, algo se les ha tenido que remover por dentro cuando han visto a Gloria Fuertes decorando la aleta trasera del Boeing 737-800 de la compañía de vuelos escandinava. No es la primera figura española que surca los cielos de esa guisa. Norwegian hizo lo propio también con Cervantes, Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano y Clara Campoamor.
Si de mí hubiera dependido, habría optado por don Quijote y Sancho, en lugar de Cervantes. A don Miguel, que en nada era vanidoso, no le habría importado sacrificarse por sus personajes, y además habríamos saldado una deuda pendiente con el bueno de Alonso Quijano que, engañado por Sancho y por aquellos imbéciles integrales que eran los duques, creyó (o no) que había hendido el firmamento a lomos del caballo Clavileño.
Por su parte, a Colón y a Elcano se les dará ahora la oportunidad de navegar otro azul. Y a Clara Campoamor, lo de encaramarse a las nubes hace justicia a la altura de su espíritu y al sueño, todavía inalcanzable, de la igualdad por la que tanto luchó.
Pero a mí quien me enternece de verdad viéndola remontar el éter es a Gloria Fuertes. Habrá que desmentirle, al fin, aquel poema donde decía algo parecido a que los muertos no andan, ni vuelan, ni flotan. ¡Vaya que si vuelan! Y cumplirá ella también, aquella vocación de altura del pajarito cautivo de su poema. ¿Se acuerdan? Aquel pajarillo encerrado en una jaula con un lacito azul, sus dos puertas, sus tres palos, su terrón de azúcar y un columpio lento. “Pero el pajarito / no estaba contento. /¡Él quería árboles! /¡él quería cuentos! /¡él quería ramas!…/ Volar bajo la lluvia, /ver a los fantasmas, /ir a las estrellas, / cantar a las ranas / y buscar amigos, /y un nido tener. / Dobló sus patitas, /rezó arrodillado / pidió al cielo suerte. / Vino el huracán, / sopló viento fuerte / y le abrió la jaula / en un periquete. / El mover sus alas / no se le olvidó. /Y aquel pajarito / feliz escapó”.
O hará bueno aquel otro poema del hombre que fue a pedir trabajo a un circo. Y el dueño del circo le preguntó al hombre que qué sabía hacer. Y éste respondió, ante la incredulidad y fastidio del jefe, que sabía hacer el pájaro. “Eso lo hace cualquiera”, le respondió. Y luego, “déjeme en paz, / tengo que hacer esta mañana / y el pobre hombre / que buscaba trabajo / salió volando por la ventana”.
Pero, sobre todo, se cumple el deseo de Gloria Fuertes de uno de mis poemas favoritos, aquel titulado “Cosas que me gustan”. En el último verso, la poeta madrileña confiesa la vocación insatisfecha de todo poeta que se precie: la de elevarse y trascender:

Me gusta
divertir a la gente haciéndola pensar.
Desayunar un poco de harina de amapola,
irme lejos y sola a buscar hormigueros, 
santiguarme si pasa un mendigo cantando,
ir por agua,
cazar cínifes, 
escribir a mi rey a la luz de la luna,
a la luz de las dos, 
meterme en mi pijama 
a la luz de las tres, 
caer como dormida 
y soñar que soy algo 
que casi, casi vuela.

lunes, 14 de noviembre de 2016

341. 'Patria'



No albergo duda alguna de que Fernando Aramburu ha escrito la novela del año en España. Pero esta apreciación se queda en mera anécdota estadística si vamos más allá y afirmamos, casi con la misma certeza, que Patria es uno de esos hitos novelescos que jalonan el orgullo de nuestra historia literaria. Patria no es sólo una obra maestra que atesora las mayores virtudes del mérito literario. Lo que la convierte en algo verdaderamente especial es, sin embargo, la capacidad de trascender su valor como artefacto artístico. Patria es una novela necesaria porque nuestra lacerante relación con  ETA necesitaba fijar sin interesadas ni tendenciosas ambigüedades eso que ahora llaman el relato de la Historia. Desde el cese de los asesinatos y con la llegada a las instituciones de los partidos proetarras –con la repugnante connivencia, por cierto, de determinadas formaciones políticas–, se corre el riesgo de que el paso del tiempo y la velada manipulación de las palabras, vayan tejiendo un relato distinto que acabe cuajando en el acervo ciudadano de las futuras generaciones. Patria deshace cualquier tipo de anfibología al respecto y se erige sin paliativos también en el símbolo de la derrota literaria de ETA. Pero Patria es una novela y no un panfleto, y es precisamente esa doble dicotomía entre su condición literaria y su valor político, social y humano, lo que hacía de su escritura un ejercicio tremendamente complejo y difícil de manejar. Todos sabemos quiénes son los asesinos y el dolor que infligieron a tantas familias, y esa desgarradora convicción tiene la fuerza de arrastrar al escritor a la tentación de escribir una historia reducida de buenos y malos que habría mermado su credibilidad como producto literario. En la novela de Aramburu se nota la obsesión del autor por evitar cualquier tipo de maniqueísmo y, por eso, todos los personajes, víctimas o victimarios, están revestidos de un relieve humano, individual, verosímil, que supera la restricción de cualquier etiqueta limitadora. Ese compromiso de honestidad literaria se mantiene durante todo el libro. Por eso, en la novela, un abertzale o un euskaldun pueden ser, a la vez, víctimas de ETA. O por eso, un etarra puede ser, a la vez, un asesino y una víctima más, también de ETA. La inclusión de estos matices en un conflicto que muchas veces se ha explicado en términos categóricos, en absoluto ejerce en menoscabo de una tesis clara, pero otorga serenidad, lucidez y verosimilitud al relato. Del mismo modo, la novela ofrece las claves del conflicto vasco sin las grandes disertaciones académicas: el nacionalismo como máquina de exclusión; la manipulación falaz de los ideólogos que salvan el pellejo a costa de la alienación de unos pocos tontos y ciegos; el adoctrinamiento velado; el miedo a la disensión y, por ende, la aniquilación de la libertad de expresión; las mentiras que esconden las grandes palabras, como patria; la importancia capital de la cultura, la educación y el espíritu crítico como salvaguardas del pensamiento único (el personaje de Gorka, hermano del etarra, se erige en adalid de esa posición); la fractura social y familiar; la tibieza y hasta complicidad de la iglesia vasca con los asesinos; pero también los abusos y torturas de la guardia civil; la vascofobia del resto de España en una injusta generalización; la necesidad del perdón y muchos más temas que no puedo abarcar en el espacio de que dispongo. Y todo ello sin el fácil patetismo en el que habría sido sencillo caer.

Algunos de los rasgos aquí mencionados, los corrobora el propio autor en un capítulo, ya casi al final del libro, donde Nerea y Xabier, los hijos del Txato, el empresario asesinado por ETA, acuden a la presentación de una novela que versa sobre el terrorismo. En esa presentación, el autor del libro (¿trasunto del propio Aramburu?) esboza lo que ha pretendido con su novela y Xabier, que está entre los asistentes escuchando, recela de los escritores que aprovechan la tragedia para hacer de ella libros y películas que vender. ¿Es Xabier el noble escrúpulo de Aramburu? Si así fuera sirva este humilde GRACIAS de un crítico literario de provincias para aliviar al autor cualquier recelo de su conciencia.  

lunes, 7 de noviembre de 2016

340. Kioscos



La reciente publicación de Aquellos maravillosos kioscos (editorial EDAF) y el excelente pregón de Javier Pérez Andújar en las fiestas barcelonesas de la Mercè del pasado mes de septiembre, han removido en mí la añoranza a la que, por tendencia casi patológica, me voy entregando últimamente. Será el otoño. O más bien la constatación de que, con el paso de los años, los espacios físicos donde uno creció van adquiriendo, cada vez más, un color sepia y sólo existen ya en la topografía del recuerdo. El libro de Miguel Fernández y Juan Pedro Ferrer se suma a ese catálogo de la nostalgia facilona pero eficaz en la línea de Yo fui a EGB y se centra, sobre todo, en aquellos juguetes míticos que se podían adquirir en los kioscos, como el yoyó, las bolas locas, las ranitas, las canicas y otras bagatelas del tesoro infantil. El pregón de Pérez Andújar es aún más emotivo y evoca aquellos kioscos que colgaban de unas pinzas los tebeos y las revistas (“la lectura se tendía en los kioscos, y por eso Italo Calvino decía que había que leer tendido”); el  kiosco era entonces la memoria del pueblo, la librería del pobre.
En mi particular mitología, el primer recuerdo que tengo de un kiosco es el kiosco de Luis, en la patria chica de mi barrio de periferia, en Bonavista. Más que un kiosco, aquello parecía un agujero practicado en la pared, desde donde, envuelto en periódicos, revistas y mil cachivaches, emergía la pequeña figura de Luis, como la epifanía de algún dios venerable surgida de aquel altarcillo sagrado, perfumado con el sahumerio de la tinta y las chucherías. Yo me apostaba bajo el ventanuco, en silencio, a la espera de su aparición misteriosa, y entonces él se manifestaba, fijaba sus ojos bondadosos en mí y, a continuación, sin mediar palabra, rebuscaba entre los cientos de coleccionables caducados que se hacinaban en aquella cueva de tesoros y me regalaba algunos cromos de la serie V de la Tele Indiscreta, deseando yo que, al abrir el sobrecito, me saliera el de Mike Donovan.
A mi revelación de la literatura, también contribuyó, a su manera, el kiosco de Luis. Era el tiempo de las lecturas encuadernadas en grapas, de los tebeos y fanzines, y antes que todo eso, de las novelas semanales de folletín, a las que yo ya no llegué.
Como dice Pérez Andújar, hoy los kioscos de calle, esos de toda la vida ya  “apenas venden revistas, ni periódicos, ni mucho menos libros; no muestran lo que dice la ciudad, sino que enseñan una imagen tronada de la ciudad dentro de un llavero, o decorando un cenicero. Les llaman recuerdos, pero son lo primero que se olvida en las papeleras de los hoteles”.
La palabra kiosco, del francés kiosque, –yo y mi afición a las etimologías–,  procede del turco köşk¸que significa “mirador”, y éste del persa košk, que significa “palacio”. No se me ocurren definiciones más hermosas para esos templos del ocio cabal, en cuyo atrio, más que en ningún otro sitio, se democratizó el acceso a la cultura y el placer de leer.

Entretanto, en la calle 21 del barrio de Bonavista, esquina con la calle 8, el kiosco de Luis mantiene sus persianas bajadas desde que su dueño falta. Yo, cerca ya de la cuarentena, me aposto otra vez, como el niño que fui, ante su escuálido porche, que linda con una fuente que apenas mana agua. Pero ya no se produce el sortilegio. . Los transeúntes pasan indiferentes frente a aquel almacén de sueños. En todos estos años, y son ya muchos, nadie ha adquirido el local, nadie ha edificado sobre sus humildes cimientos, que quizás escondan, todavía, alguna reliquia. Es como si hubiera, sólo en el acto de pensarlo, algo de sacrilegio y profanación.

lunes, 31 de octubre de 2016

339. Leer un poema (II). 'A un olmo seco'


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Antonio baja angustiado las escaleras del Hôtel de l’Académie y se lanza a la calle en busca de un médico. Es 14 de julio y las gentes abarrotan París para celebrar la fiesta nacional. Entre la algazara colorista, una sombra de gris aliño indumentario se afana por hacerse entender en medio de la muchedumbre exultante. Los rostros con los que se topa abandonan momentáneamente la expresión jubilosa para detenerse en su desesperada y enojosa petición de ayuda, mas todos niegan con la cabeza, compasivos pero indiferentes, y recuperan luego la jovialidad. A Antonio le cuesta avanzar entre el gentío, París es un caleidoscopio frenético de risas, bandas de música, banderas y caras alegres, ajenos a su tormento. ¿Es posible que el mundo sea una verbena mientras Leonor vomita sangre en su habitación? A la mañana siguiente, más tranquilo, Antonio sostiene la mano de su esposa, mientras ésta reposa en un camastro de la Maison Municipale de Santé, donde se acoge a los extranjeros enfermos. Tuberculosis, informa Antonio a Francisca y a María, esposa y hermana del amigo Rubén Darío, que no ha querido visitar a la enferma a causa de su insuperable hipocondría. Mes y medio después, Antonio y Leonor han vuelto a Soria y el poeta debe abandonar su beca parisina. Los médicos recomiendan el aire puro de la meseta castellana pero el invierno soriano es riguroso. Antonio alquila una casa en el Espolón, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Mirón, en lo alto del cerro, desde donde se divisa toda la ciudad y la hoz del Duero. Todas las mañanas, Antonio empuja el carrito de Leonor, que ya no puede andar, para su toma de sol diaria. Qué distinto este paseo de aquel otro, a la ribera del Duero, cuando el poeta la seguía a distancia en ilusionado cortejo. Ahora Leonor se recorta en el carrito “afilada, fina, casi transparente […] con su tez pálida y su belleza quebradiza, y sus manos exangües y la mirada infantil, un poco asombrada, de sus ojos que miraban ya desde la profundidad de sus ojeras”. Pero Antonio no pierde la esperanza. En una carta a su madre, desahoga su sufrimiento pero lo reviste de nobleza: “siempre tenemos motivos para sufrir; pero los únicos dolores que no denigran y que llevan su consuelo en sí mismos, son los que pasamos por los demás”. Asimismo proyecta un viaje a Madrid para que el prestigioso doctor Felipe Hauser atienda a su esposa. Pero sobre todo, confía en la primavera y su milagro de vida. Como la de ese olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, del que, no obstante, con las lluvias de abril y el sol de mayo, han brotado unas pocas hojas verdes. Antonio escribe su poema el 4 de mayo de 1912. No hubo tal milagro. El 1 de agosto, a las diez de la noche, la muerte cortó la gracia de la rama verdecida en el olmo de la esperanza de Antonio Machado. Leonor es enterrada en el cementerio de El Espino. Acababa de cumplir 18 años. Momentos antes, su cuerpo recibía las exequias fúnebres en Santa María la Mayor, la misma iglesia donde casi tres años atrás había contraído matrimonio con Antonio, la novia vestida con su traje de seda negro y su velo blanco adornado con un ramo de azahar, el novio de rigurosa etiqueta, ignorantes ambos, todavía, de que, a veces, la vida se troncha antes de tiempo por el soplo inmisericorde de las sierras blancas.

martes, 25 de octubre de 2016

338. Lluvia constante



Desde hace un tiempo, recorre los escenarios españoles la primera adaptación en castellano de Lluvia constante, una obra escrita por el dramaturgo y guionista norteamericano Keith Huff, dirigida por David Serrano. Nuestros particulares Hugh Jackman y Daniel Craig son ahora Sergio Peris-Mencheta y Roberto Álamo, quienes dan vida a dos policías a los que les une un fuerte vínculo de amistad desde la infancia que se irá resquebrajando por un cúmulo de desgraciados acontecimientos.

Dani (Roberto Álamo) está obsesionado con proteger a las personas que le rodean. Así, se empecina en que su querido Rodo (Peris-Mencheta) supere su problema de alcoholismo y forme una familia. Para ello, lo acoge en su casa y no duda en ejercer de celestino, apelativo que le viene pintiparado puesto que también actúa como protector de las prostitutas que trabajan en uno de los peores barrios de la ciudad. Cual quijote trasnochado, intenta “desfacer” entuertos y lucha contra los malvados dragones –chulos- que explotan a las indefensas damiselas –prostitutas-. Este celo de protección lo conduce a serle infiel a su esposa y a tener un fuerte enfrentamiento con un proxeneta, hechos que marcarán el inicio de su declive ya que su familia será atacada en su propia casa y, como consecuencia, su hijo pequeño se debatirá entre la vida y la muerte en el hospital. A partir de este momento, la locura se apodera de Dani quien es incapaz de pensar con lucidez. Está cegado por el rencor y desea vengarse a toda costa. He aquí un ejemplo de una de las mayores ironías de la vida: conseguir el efecto contrario de lo que se pretendía con nuestros actos, a pesar de actuar de buena fe. Cada decisión de Dani tiene una consecuencia peor, de modo que acaba inmerso en un bucle de desastres y desgracias que lo alejan de la anhelada protección que desea para su familia y lo acerca cada vez más a la destrucción. ¿Es posible que él sea el elemento destructivo, la plaga que pudre todo lo que toca, la semilla que en lugar de dar vida hace brotar la desgracia? Bien pudiera afirmarse que es un héroe clásico encadenado a la fatalidad, a un fatum despiadado que le hace ver que su no existencia es la única solución para proteger a sus seres queridos.

En todo este terrible proceso Dani está acompañado por Rodo, un personaje muy interesante que intenta ayudar a su amigo y que es testigo de todos los errores que va cometiendo. Durante estos días, su amistad se va deteriorando y surgen momentos de violencia física y emocional entre ellos. Mientras el fuerte, Dani, se va debilitando; el apocado, Rodo, va fortaleciéndose cuando toma conciencia de que no encuentra su lugar en la vida porque está ocupado por su amigo. Todo lo que anhela le pertenece a Dani, por lo que la desaparición de su compañero supondrá que Rodo halle la felicidad que nunca ha conocido, a pesar de que la dicha estará teñida del inevitable dolor por el trágico final de Dani. Esta desgarradora situación que viven ambos policías va acompañada por una “lluvia constante” que únicamente cesa cuando cada personaje encuentra y asume su camino: la autodestrucción de Dani y la salvación de Rodo. Es un agua purificadora que barre lo sucio y da paso a lo limpio, a la nueva vida de Rodo con la esposa e hijos de Dani.

La originalidad del espectáculo radica en que se plantea como un juicio en el que el público es el jurado. Los personajes dialogan directamente con los espectadores y se comprometen a contar toda la verdad, a pesar de lo doloroso que les pueda resultar. Este relato está plagado de monólogos y saltos en el tiempo que le dan mucho dinamismo a la representación. Todo ello con un decorado minimalista en el que las luces recrean diferentes espacios,  puesto que lo importante es lo que se cuenta, la palabra y no lo accesorio.

La interpretación de los actores es excelente. Sin duda, el esfuerzo y el trabajo de preparación  tienen su recompensa en una actuación brillante, con fuerza y garra, que los deja extenuados cuando se acaba la función y recogen, felices y emocionados, la aprobación del público que - empapado por su genial actuación-   inunda el teatro con una lluvia constante de aplausos.



viernes, 14 de octubre de 2016

337. Etimologías (I). 'Tiquismiquis'



La palabra ‘tiquismiquis’, que usamos para referirnos a las personas que pecan de un exceso de escrúpulo, procede del latín macarrónico ‘tichi, michi’. Se trata de una deturpación del latín clásico ‘tibi, mihi’, que significa literalmente ‘para ti, para mí’. En su significado original, con ese vacilante ‘para ti, para mí’, ya se barruntaba al tocapelotas consumado en el que acabaría consolidándose el tiquismiquis canónico. Hoy, el tiquismiquis es una figura señera de la cultura ‘progre’, campeador invencible en las lides del idioma.
Hará unos cuantos años, el padre de un alumno me recriminó que obligase a su hijo a escribir el título de una obra de Gonzalo de Berceo con mayúsculas en determinadas palabras. Se trataba de los Milagros de Nuestra Señora. Aducía, ofendido, que en su familia no había más señora que su señora esposa y que no reconocía por suya a la otra Señora que yo aconsejaba escribir en mayúscula por tratarse de la Virgen María. Menos mal que entre las obras de Berceo quise prescindir aquella vez del Planto que hizo la Virgen María el día de la Pasión de su Hijo Jesucristo. Otra vez, una madre me reprochó que entre las lecturas obligatorias de aquel año apareciesen las Leyendas, de Bécquer, porque ellos eran Testigos de Jehová y tenían vedado el contacto con los fantasmas y espíritus que el luciferesco Gustavo Adolfo había gestado en su sacrílego  magín.
Hay que ir con pies de plomo con los tiquismiquis convencidos. Si al estornudo de alguien respondes cortésmente con un “Jesús”, el tiquismiquis puede poco menos que desintegrarse cual demonio aspergido de agua bendita y te reconvendrá que la próxima vez te limites a decir simplemente “salud”. Si felicitas a alguien por su santo, el tiquismiquis blandirá su orgullo ateo defendiendo tamaño ultraje. Si a un alumno le llamamos de “usted”mostrándole el respeto que merece y eliminando con el lenguaje las diferencias jerárquicas por las que tanto aboga la nueva pedagogía, el estudiante se sentirá ofendido porque lo tratas de viejo. Si se lo dices al viejo de verdad, se ofenderá aún más. Pero habrá viejos (perdón, personas de la tercera edad) a quienes el tuteo significará una falta de respeto a las canas. Si uno defiende que el género no marcado es el masculino y que, por lo tanto, es absurda esa duplicación de “ciudadanos y ciudadanas”, te tacharán de machista. Uno ya no sabe si habla español o castellano porque se use el término que se use siempre habrá algún tiquismiquis agraviado. Tampoco sabemos si vivimos en España o en un Estado plurinacional (pero “Estado” mejor con minúscula para no ofender a los antisistema): somos el único país del mundo donde el nombre de su propia nación es un problema. Si lees a Joyce eres un pedante; si a Nabokov, un pedófilo; si a Reverte, rindes servidumbre a la literatura de masas. Si comes rabo de toro, un cómplice de los asesinos toreros. Si eres vegano, eres un flipado místico. Si usas corbata eres casta. Si te dejas rastas, un piojoso. Si no  das de mamar a tu bebé, una mala madre; si lo amamantas, una esclava de la sociedad patriarcal que asume su rol a costa de irritarse los pezones. Si Piqué se corta una manga, un traidor a la (P)atria; si vistes la camiseta de la (S)elección, un facha. Si invitas a una chica, otra vez un machista; si no la invitas, no eres un caballero. Si la falda corta, carne de esquina. Si larga, una monja. Si me quieres, un posesivo; si me amas, un cursi.

En fin, es curiosa la etimología de “tiquismiquis”. La usamos por aquello de la corrupción del latín macarrónico. Pero, sobre todo, porque en aquellos tiempos, el latín todavía no tenía la palabra “gilipollas”. Con perdón.